CAPÍTULO X

 

 

LA CONQUISTA

 

        En vísperas de la partida hacia Calahorra, la ciudad de la Corte Najerense concentraba a miles de persona, en su mayoría guerreros que acampaban en extramuros de la población y tiendas de campaña, cercanos al río.

        Ardían grandes fogatas en el día y en la noche, principalmente para preparar el rancho en grandes ollas apoyadas en trevedes. A la hora sexta, las bocinas llamaban para recoger los alimentos. Por su especial sonido, los componentes de las mesnadas acudían a su designado fogón con dos perolines de barro cocido, capacitados para alimentar a seis hombres. En uno de ellos se repartían un guiso de carne, aderezado con nabos y cebolla. La carne se guisaba en grandes mallas tejidas con lino para evitar que las tajadas las desmoronaran entre el caldo y los aderezos. El segundo perolín era para la quesada fabricada con leche en grandes tinajas. Se les daba una ración de pan por persona y un pellejo de cabrito lleno de vino. La distribución era una vez al día para cada cuadrilla, que la comía con las manos y guardaban una porción para la segunda comida a la hora nona. Ya de noche las fogatas se multiplicaban para dormir junto a ellas los soldados cubiertos con pieles de carnero o alguna manta, y las armas bien cerca. El ganado se concentraba en especiales espacios de pasto y agua, vigilando su pienso y controlando que no salieran del recinto acordonado para cada unidad militar. Los nobles infanzones y jefes de ejército disponían de mejores viandas y copas servidas en grandes mesas en el recinto de los Salones del Alcázar, amenizados por músicos de la Corte que hábilmente interpretaban piezas de sutiles notas pastoriles. También disponían de mujeres casquivanas y fáciles como en toda concentración de las tropas. Se acercaban a los campamentos gran número de prostituidas provocando a los soldados, elevándose las faldas y enseñando los pechos. Cobraban, sí, como siempre por sus servicios, monedas de la más diversa condición que circulaba por los mercados del reino: denarios romanos y dineros árabes o maravedíes.

       Aquella empresa de fuerza que iban a llevar a cabo contenía en su planteamiento muy especiales tácticas por lo que las tropas debían ser instruidas en los métodos de asedio primero y de asalto al final de la fortaleza, para lo que se requería una especial instrucción y sobre todo valor para escalar los muros dónde les esperaban los enemigos, bien armados y en ventaja para batirlos con flechas y espadas.

       En la última asamblea presidida por el rey, éste dicto las últimas órdenes de las maniobras que se iban a llevar a cabo y el orden de las secuencias.

       La marcha de aproximación del ejército duraría cuatro largos días. La concibió escalonada por las especialidades de los guerreros.  Tropas de vanguardia, procurando la seguridad del grueso y despejando caminos. Les seguía un gran núcleo de logística., transportando en carros la maquinaria pesada, arietes y catapultas, escalas y torretas. Debían rodear la gran muralla de Calahorra, y esperar nuevas órdenes para iniciar el asalto.

       Muy especial contenido tenía la idea de operar sobre el río Ebro. En verano, las aguas bajaban mermadas en su caudal. Era fácil tener presas y desviar la escasa corriente hacia los márgenes del río opuestos a la fortaleza, evitando que los canales que llegaban al interior se secaran, anulando el abastecimiento de los sitiados. Esto les minaría sobremanera, ocasionándoles una pavorosa inquietud.

       Una mañana de septiembre del año 1044 quedó consumada la maniobra de asedio. En la noche, sigilosamente, se llegaba hasta las puertas de la fortaleza una avanzadilla peones provistos de pez que hacían arder para quemar la madera, para facilitar luego el derribo y ocasionar lechos para canalizar la entrada de los hombres a caballo y los peones de infantería.

       Pasaron varias semanas y los efectos ya eran inminentes. La sed, el hambre y el miedo reinaban entre los moradores de la ciudad sitiada, enloqueciendo algunos que se arrojaban desde lo alto desesperados, tras emitir desgarradas oraciones de su islámica religión. 

       En los campamentos de las tropas cristianas reinaba una gran moral de victoria. No faltaba la comida en base esta vez a una intendencia de salazones y cecinas, pan y vino. También disponían de la ocasión de pescar en el río, o recolectar frutas cercanas: grosellas, mora, manzanas o uvas ya enveradas.

       Algunos soldados recolectaban los caracoles de los huertos y los asaban en las hogueras para comérselos mientras hacían la centinela.

       Para imprimir más terror a los sitiados, cada amanecer sonaban los timbales con gran ruido, emitiendo un mensaje de lucha y de muerte que muy próximo se harían realidad en los dos bandos.

       El Emir de la fortaleza hizo enterrar bajo las piedras de la pequeña mezquita los tesoros en metales preciosos de que disponía.

       Por fin, y desde la sorpresa de una estratagema, se inició el asalto de los cristianos. Reunieron un rebaño de ovejas simulando una escapada hacia la muralla. Fue en la noche. Entre los animales se camuflaron varias docenas de soldados cubiertos con pieles de ese ganado y caminando entre el rebaño a gatas. Los centinelas moros no vieron otra decisión que abrir las puertas de la fortaleza para recoger las ovejas y con ellas mitigar el hambre. Al hacerlo, los guerreros camuflados entre el rebaño degollaron a los centinelas y entraron en la ciudadela vestidos con las ropas y simulando su función de vigilancia. Las puertas estaban abiertas y ante una señal unidades de caballería entraron al patio sorprendiendo a los defensores y entablando la lucha con ellos.

       A la vez llegaron los proyectiles desde las catapultas con tiro curvo, los arietes abrieron brecha y los peones escalaron la muralla invadiendo las casas de la fortificación por todas sus vertientes.

       El combate urbano duró tres largos días con sus noches. La muerte de unos y otros combatientes presidía todo. Cedieron los moros ante el avance de los cristianos, débiles aquellos tras los días del asedio, fortalecidos éstos por su religión y su estrategia de lucha.

       La toma del recinto de la mezquita la dirigió el rey Don García con valor y decisión, luchando a brazo partido con sus enemigos, con su pesada espada la luminosa, cortando cabezas y ensangrentando los turbantes.

       Al fin se rindieron las huestes de la media luna. El Emir pidió clemencia entregando incluso los tesoros escondidos.

       Don García tuvo piedad y perdonó muchas vidas. No hizo prisioneros, los dejó marchar hacia Zaragoza, no sin antes hacerles firmar un documento de impuesto, el cual debían depositar en la ciudad de su Corte cada año el día de la Navidad.

 

 

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