CAPÍTULO XIV

 

 

JUEGOS CORTESANOS

 

       Eran frecuentes las visitas de Ramiro a Nájera una vez casado con Luscinda, la hermana de Montserrat que se sentía feliz por tenerlos cerca.

        El Alcázar najerino ofrecía una apacible vida, bien remunerada por la abundancia y calidad en el yantar. Hacían sus moradores ejercicios de equitación y salían de caza. Se complementaban con juegos de salón, el ajedrez por ejemplo, con el que se medían las fuerzas de la inteligencia, casi como una estrategia de guerrear: peones, caballos, alfiles y torres defendiendo al  rey y la reina.

       En la muralla del patio se jugaba con la pelota golpeándola con la mano al primer bote contra la pared y delimitando un espacio en el suelo. Constituía un ejercicio de gran provecho para ejercitar la fuerza y la velocidad de los músculos. También el ingenio de poner la pelota lo más lejos posible del contrario. Como todo buen juego, estaba en función de la diversión y la rivalidad. Lo habían traído a la Corte los caballeros vizcaínos que a su vez lo aprendieron de sus mayores.

       Algún día de fiesta, por la tarde se soltaba un toro bravo, criado en las dehesas del Ebro, simulando los lances que se vivieron en la arrancada de Tafalla y que lo consideraban apasionante, por exponer incluso la vida ante el animal astado que envestía a la carrera del caballo. Luego lo mataban para comérselo en pantagruélicos banquetes.

       También hacían torneos de habilidad montando a caballo, afanándose los jinetes en derribarse uno al otro, ante el aplauso y admiración de las damas de palacio, que otorgaban al vencedor las miradas más dulces del día.

       En invierno hacían festejos en los salones de palacio, disfrutando del buen arte de los trovadores recitando historias e interpretando parodias de jocoso contenido.

       Los hijos de los reyes ya iban creciendo. Sancho, que era el mayor, había ya cumplido los quince años, ya montaba, y bien, a caballo, incluso manejaba con destreza la pesada espada del rey, para orgullo de éste.

       La Luminosa era todo un símbolo en la Corte, al igual que la preciosa y blanca yegua Ozzaburo con la que salía a cabalgar el rey constituyendo una estampa de majestad inconfundible, cuando cabalgaba por los caminos, destacando el vuelo de la capa en la que estaba impresa la bordura del halcón, divisa de la ya famosa orden creada por Don García.

       La reina Montserrat se ocupaba en atender como madre a su ya numerosa prole, pues ya sumaban siete los hijos nacidos en su matrimonio.

       Munila, la mayor de las niñas, con sus trece años era ya mujer. Su belleza y la esbeltez de su cuerpo y la blancura juvenil de su piel suscitaban más de una mirada de deseo entre los jóvenes de la ciudad, cuando salía al mercado o acudía a la iglesia, en sus deberes de buena cristiana.

       La princesita Munila se había fijado en un joven que atendía las caballerizas reales. Se llamaba Gonzalo y era hijo de Margot, la molinera, por tanto su hermanastro, sin que ella tuviera noticia ni sospecha de tal parentesco.

       Lo había traído el rey a la corte, tal como se lo prometió a su madre al nacer el niño en el molino de Zoilo. La bastardía de Gonzalo sólo era sabida por Don García.

       Y ocurrió que los dos jóvenes se embargaron en la atracción mutua de un primer amor, no desperdiciando el momento de poder estar juntos. A veces bajaban al río y se escondían entre los álamos para disfrutar de sus amores juveniles. Los sorprendieron dos lavanderas y el rumor del idilio corrió por toda la corte.

       Enterado el rey de aquel romance, por las especiales circunstancias de ser los jóvenes hermanos de sangre, intervino con dureza en castigarlos. A Gonzalo lo hizo azotar públicamente atado a la picota del patio, como solía hacerse con los malhechores. A la princesita Munila la privó de que saliera de sus aposentos.

       La contrariedad de verse separados aumentó aún más el deseo y el amor de los hermanos amantes. Idearon el medio de comunicarse a través de notas escritas, llevadas del uno al otro por una paloma que habían adiestrado. Por  fin decidieron huir juntos para vivir en libertad su idilio.

       Lo consumaron un domingo, a la salida de misa, que se celebraba en la ermita de San Julián, situada en extramuros del Alcázar y dónde se celebraba una romería. Gonzalo escondió ya aparejado y dispuesto el caballo de Ramiro entre unos árboles cercanos.

       Allí se encontraron los jóvenes y emprendieron la huida, aguas arriba del Najerilla, buscando las montañas de su nacimiento hasta llegar al río Arlanza y refugiarse en el monasterio de Silos, que estaba regentado por Domingo, aquel abad que Don García expulsó de su reino.

       Gran dolor sintió el rey ante el rapto y huída de su hija. Sólo él sabía los alcances de tales amores. La amargura y la pena eran insostenibles. “¡Otra vez los bastardos!” maldecía entre dientes, sin poder decírselo a nadie, ni siquiera a su esposa la reina que, de saberlo, se habría abierto las venas.

       Domingo, el abad de Silos, los acogió complacido, haciéndoles donación de un molino junto al Duero, oficio bien aprendido por Gonzalo, el de molinero, y allí fijaron su hogar éste y Munila, sin saber que eran hermanos, hijos ambos del rey Halcón.

 

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