CAPÍTULO XV

 

 

 LOS BANDIDOS

 

       Transcurría el año de 1050. Dieciséis ya se cumplían en el reinado de Don García, denso en acontecimientos y vicisitudes, pleno en felicidad familiar por la descendencia que su esposa le daba y el gran cariño que en el hogar existía.

       Mas los asuntos de Estado y los puntuales problemas del gobierno le hacían con frecuencia desplazarse a las provincias de su reino para ejercer decisiones, repoblar villas u otorgar leyes.

       La guerra con los moros hacía ya tiempo que estaba en periodo de paz concertada, lo que trajo varios años de prosperidad y orden. Los emires de Zaragoza cumplían fielmente el pago de los parias, intercambiándose comercio y monedas. Eran amigos en voluntad y compromisos, respetándose las religiones y culturas tan opuestas.

       La ganadería se impulsó sobremanera, los silos estaban a rebosar y las bodegas ofertaban cada año el vino mejor elaborado.

       Recibió el rey por aquel tiempo la demanda de visitar los territorios de la cornisa del Mar Cantábrico. Comenzó por hacerlo a las Asturias de Laredo, dónde le esperaba un serio problema a resolver sobre diatribas de una heredada ancestral en la población marinera de Santoña.

       Allí, el venerado abad Paterno, mantenía un pleito con el gobernador sobre la posesión de la Iglesia de Santa María del Puerto, queriendo el primero además reconstruir y magnificar el templo. El rey medió en el cisma y ofreció al abad todo su apoyo, dictaminando a su favor en una escritura de donaciones y privilegios. Se lo agradecieron los bravos e indomables cántabros, despidiéndole con cariño.

       Siguió viaje por los territorios de Vasconia, potenciando el señorío de Vizcaya fundado por su padre. Les otorgó importantes fueros y libertades en el gobierno y vio la prosperidad de aquellas tierras, siempre pujantes en iniciativas y laboriosidad de sus gentes. Los puertos recibían cada día el amplio botín de la mejor pesca y los astilleros fabricaban los barcos para largas travesías, comunicándose los vascos con gentes de la Galia y la Bretaña en intercambios comerciales.

       Satisfecho, siguió viaje Don García para visitar una vez la gran ciudad de Pamplona, origen y sede de la monarquía de sus mayores. La contempló en progreso, ya reconstruida de la devastación que sufrió por las huestes de Abderaman III.

       El camino de vuelta lo hizo por las sendas de los peregrinos, comunicándose con ellos y escuchando sus inquietudes y ofertando su ayuda en hospitalidad y atenciones.

       Al pasar por Gares  ya vio elevado y con tránsito el puente que ordenó hacer el rey Sancho. Mas en Irache recibió una aberrante noticia que traían dos peregrinos franceses que volvían de Santiago. Al darse a conocer el rey, le denunciaron que en la tierra najerense, cerca de la ciudad de su corte, se cometían crímenes frecuentes de peregrinos. Tomó conciencia y se informó de los alcances y consecuencias de tal tropelía. Envió su comitiva de consejo y seguridad a Nájera y decidió hacer la ruta disfrazado de peregrino, acompañado de su real halconero Daniel. Cambiaron sus ropajes y aspecto y anduvieron el camino con los pies descalzos haciendo noche en las hospederías que él había fundado. Nadie le reconocía ante su actitud de penitencia sentida. Compartía con los peregrinos noches, viandas y caminatas, enterándose de primera mano de todo.

       Viana, Logroño y Navarrete fueron sus etapas después de Irache. Hasta allí todo fue normal, pero al llegar a una ermita situada en el alto de San Antón desde la que se divisaba su Alcázar y la idílica lontananza del Valle del Najerilla, unos extraños monjes le ofrecieron hospedaje con insistencia. Sospechó de ellos el rey y aceptó pasar allí la noche.

       La abundancia de comida y la oferta generosa de buenos días le hicieron pensar que aquellos monjes tramaban algo raro. Preguntaban demasiado, con amoralidad, sobre todo los dineros que llevaban para sufragar la andadura, indicando dónde debían guardarlos ante el temor de ser asaltado por bandidos, pues al ocultarlos entre los entresijos del vestido, les decía, nunca serían registrados pro los malhechores.

       La inteligente perspicacia del rey comprendió de inmediato que aquellos supuestos monjes eran precisamente los bandidos asesinos, ya que cuando los peregrinos abandonaban la ermita, ellos atajaban por otros vericuetos, saliéndoles al paso dos leguas después en las cuestas de la Degollada. El golpe era rápido. Les asaltaban cuando caminaban solos, acabando con su vida a base de despiadados machetazos. Les robaban y luego arrojaban sus cuerpos en una barranca cercana. Los cuervos que merodeaban los cadáveres descubrieron que había allí más de una veintena de cadáveres. Lo supieron el rey y su halconero siguiendo a los bandidos a distancia y ocultos. Tras simular que iban por la senda tradicional del camino a Compostela volvieron al Alcázar y reclutaron varios soldados de la guardia personal del rey, enviando éste al adalid Oscarón para que apresara a los asesinos en la ermita donde planeaban sus fechorías.

       Eran cuatro y cuando encadenados los trasladaban a los calabozos para ser ahorcados, las gentes de la ciudad les apedrearon acabando con ellos. Luego los arrojaron a la barranca igual que los bandidos hacían con sus victimas.

       El ajusticiamiento de aquellos malhechores tranquilizó a los buenos peregrinos que pasaban días después, agradeciéndole al rey najerense la intervención para ejercer la seguridad en sus tierras.

       Le complació a Don García la experiencia de caminante por los muchos conocimientos e informaciones que los peregrinos le comunicaban y aquel año dedicó el verano a viajar hasta Compostela, de incógnito y mezclándose con los romeros como uno más de ellos.

      De esta forma, atravesando las tierras del reino de su hermano Fernando, calibró los métodos de su gobierno y la buena situación y orden de sus súbditos.

      El condado de Castilla se había convertido en un próspero reino, organizado y pujante. Esa sensación le inquietó, más aún, le llenó de envidia y de rabia pues parte de aquellas tierras eran por herencia suyas.

 

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