CAPÍTULO XVII

 

 

LOS MILAGROS

 

       Mosen Ros y Matius recibieron con escepticismo la decisión del rey, pues nada bueno podía traer la guerra entre hermanos. El monarca no escuchó sus consejos. Algunos señoríos cercanos al Altar de su corte también le fueron hostiles. Los señoríos de Cirueña y Ojacastro le dieron la espalda. Todo el valle del río Oja estaba en contra de Don García.  Los demagógicos sermones de Domingo, ya abad de Silos, desterrado por el rey por los acontecimientos de San Millán de la Cogolla, habían confundido a aquellas buenas gentes para no confiar en el monarca. Le acusaban de malversar los dineros y tesoros de su propiedad, acusándole además de sanguinario.

       No quisieron ni siquiera tener en cuenta las fundaciones y privilegios que el Rey llevó a aquellos parajes, inventando historias agudamente difamatorias e incisivas en la conciencia religiosa, tan arraigada entre ellos.

       Hicieron correr la voz de que el rey había dispuesto trasladar a Nájera las reliquias de San Millán para adornos en la ciudad de su corte, privando al venerable lugar de tan bendito patrimonio, pero que al ser cargados en una carreta tirada por bueyes, éstos se negaron a caminar por mucho que los instigaron los guiadores. Tal relato lo asimilaron las gentes por un consumado milagro del Santo, ridiculizando a Don García y generando odio hacia él. Ante la gravedad y consecuencias de aquellos rumores falsos en tinta milagrosa intentó el rey acallarlos con la magna fundación de un templo en San Millán bajo la advocación de Santa María, como lo había hecho en Nájera. Fue baldío su empeño, las gentes de aquellas comarcas despreciaron el proyecto, tratándole incluso de iconoclasta y fetichista el anteponer una imagen a unas reliquias sagradas y ancestrales como eran las del Santo Millán. La campaña de descrédito persiguió al rey desde la invención de falsas conductas que las daban por ciertas sus súbditos, adornándolas además con lazos milagreros.

       Relataban a los peregrinos a su paso por la calzada que tendió Domingo, que en la hospedería del lugar ocurrió lo que sigue:

       Que llegando allí con intención de pasar la noche un apuesto joven acompañado por su madre, quiso acostarse en su lecho una muchacha que servía al hospedaje. El joven la rechazó y ella en venganza escondió entre sus ropas una cofia de plata, acusándole de ladrón ante la justicia del rey, y llegada la noticia a éste, ordenó a su corregidor que el joven fuese ahorcado.

       Iba a consumarse la ejecución, todo estaba dispuesto. La anciana madre del acusado ladrón oraba bajo el cadalso para que un milagro salvase la vida de su hijo ante la pena de muerte que había dictado la justicia del rey.

       Se consumó el ahorcamiento pero el joven no murió en el trance. Fue el verdugo a dar la nueva al corregidor quien en aquel momento se disponía a comerse una gallina asada, servida en la regia mesa de sus dependencias. Al recibir la noticia el importante personaje dijo al verdugo:

 

-         No tratéis de convencerme con tal desproporcionado milagro, pues me consta que el huidizo ladrón está tan muerto como esta gallina que he de comerme.

 

       Al hincar su cuchillo en la carne del ave, ésta saltó del plato y cantó... después de asada...

       Estas dos “milagrosas” historias, la de los bueyes y la gallina, las devoraban las gentes, acusando al rey de que los designios divinos le estaban acusando de injusto ladrón y criminal y que, además, estaba promoviendo una guerra de venganza contra su hermano Fernando.

      Escuchadas las difamaciones en los parajes remotos del reino, el fonsado para ir a la guerra fracasó estrepitosamente. Apenas tres cuerpos de batalla pudo reunir el rey para ir a combatir a su hermano que le esperaba en Atapuerca.

      Sospechando la derrota y aconsejado por sus adalides, convocó a huestes moras del Reino de Zaragoza para que le ayudasen en la empresa. Aquella solicitud de aliarse con guerreros islámicos para luchar contra los propios cristianos enconó más los ánimos de éstos y empezaron las deserciones y el abandono en apoyar la campaña.

      Ante tales contrariedades, el rey Don García enfermó de gravedad. Apenas comía. Dormía preso de las pesadillas y el temor. Afiebrado por extrañas calenturas se debilitaba cada día más. Sus hercúleas fuerzas le abandonaban por momentos. Apenas si podía mantener el peso de su espada Luminosa. Ni siquiera era capaz de cabalgar con la destreza que requería entrar en batalla.

       Vio que llegaba su fin y el ocaso de su reinado, mas no cejó en su empeño y ordenó la marcha hacia Atapuerca en cuyos campos estaban acampadas las huestes de su hermano Fernando. Leoneses, asturianos, los grandes Condes de las extremerías del Duero, tropas llegadas de Galicia y el Señor de Pancorbo, el cornudo Gandencio, muy satisfecho ante la cantada victoria ante su odiado rey.

       En la mañana del primer día de Septiembre del año 1054, las tropas de Don García llegaron al lugar dónde se iba a celebrar el combate, llamado Prado Redondo. Allí estaban en campamento esperando el ataque de los castellanos.

 

 

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