CAPÍTULO XVIII

 

 

LA ÚLTIMA BATALLA

 

        Salió de madrugada el rey Don García de sus reales, en cuya tienda ondeaba el halcón divisa de su orden. Borrosamente contempló como los hombres del campamento se preparaban en orden de combate. Los bloques para entablar la batalla se componían de seis columnas dispuestas para el choque. Las capitaneaban: Matius, Mosen Ros, Lope señor de Vizcaya, el gobernador de Pamplona, el Conde de Nájera García Ordóñez y el Emir de Zaragoza.

       Se vio llegar una séptima mesnada en cuya cabeza cabalgaba Ramiro de Aragón, que llegaba en ayuda de su hermanastro, cumpliendo la promesa dada. Exhibía como blasón las barras de la enseña catalana.

       El fiel halconero Daniel ensilló el caballo del rey Don García y le ayudó a vestir la armadura y el yelmo. Cuando ya salió casi tambaleándose por la enfermedad, para montar en el caballo sacó fuerzas de flaqueza para ocultar su debilidad ante las tropas y se puso erguido sobre la montura, colocándose a la cabeza de los ejércitos. Allí le esperaba Oscarón, en puesto de alférez Real de la Tierra Najerense.

       Antes de dar la voz de la orden de ataque el rey rezó a Santa María y elevó la espada Luminosa en desafiante actitud al contemplar a Fernando su hermano, dispuestas también sus tropas. Exhibiendo el pendón de Castilla, un grave caballero en quien Don García reconoció a Rodrigo Díaz. 

       Al fin gritó: “¡A la lucha, Caballeros de la Orden del Halcón! ¡Por Santa María la Real de Nájera!”

       Vio como arrancaban también los castellanos cabalgando a su encuentro. Pronto, entre el estruendo del choque de las espadas y el relinchar de los caballos se entabló la batalla. Don García peleaba con bravura abriendo brecha en las filas de su desnaturalizado hermano. De pronto surgieron tres caballeros emboscados, a las espaldas del rey tras un pequeño montículo. Dispusieron sus lanzas y arremetieron contra el rey najerense derribándole a traición de su montura y causándole graves heridas.

       Agonizante pudo contemplar a sus verdugos. Sonriente por el lance estaba el cornudo Gandencio. Le oyó gritar:

 

-         ¡El Rey de Nájera ha caído!

 

       La voz se entendió en el campo de batalla y como por arte de magia todos dejaron de pelear, como sintiendo el luto de la muerte cercana de un gran rey y guerrero.

       Rodrigo Díaz fue el primero en llegar hasta el caído cuerpo de Don García. Le besó la mano y dijo:

 

-         No merecéis este final señor...

 

     En sus últimas palabras el rey pronunció casi sin sonido estas palabras.

 

       -Rodrigo Campeador, yo se bien que la muerte cruel a ninguna edad perdona, y que por necesidad misma de la madre naturaleza todo lo roe con voraz mordedura...

        Conocí a vuestras hijas. Cumplid que Elvira se despose con mi hijo Ramiro. Vuestra sangre es la más noble y valiente de todos los reinos de España.

 

       Dicho esto expiró. Pronto llegaron Fernando y el bastardo Ramiro, llorando allí mismo la muerte de Don García. Al ver cerca al traidor Gandencio, que le había quitado la vida al rey najerense, ordenó que fuera ahorcado allí mismo y su mujer Velasquita quemada en la hoguera y devastadas todas sus pertenencias.

       Matius y Mosen Ros al ver caer a su rey se adentraron sin coraza ni armas en las filas enemigas, siendo acribillados por los caballeros de Fernando.

       Cuatro días después de la batalla, un cinco de Septiembre de aquel año de 1054, a la hora sexta, llegó la fúnebre comitiva a Nájera, celebrándose sentidas exequias.

       Proclamaron rey al infante Sancho. Montserrat, la reina, se retiró del mundo en un monasterio cercano a su Corte.

       En la tumba del rey se dejó incrustada la Luminosa y en la losa frontal se esculpió un halcón, con las alas extendidas.

       Así vivió y terminó sus días un gran rey de la cristiandad, gustó de cristiana imprenta, valiente y leal a sus mayores y a su destino sólo las traiciones y maldad pudieron con su vida. La historia lo conoce como Don García IV el del Nájera: el Rey Halcón.

       Su hijo Ramiro se desposó con Elvira, la mayor de las hijas del Campeador, y el emperador Carlos V, cinco siglos después, reconoció que por sus venas corría sangre de aquellos indomables guerreros que fueron el Rey Don García y el Cid.

 

 

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