CAPÍTULO VI

 

 

GARCÍA REY

     

        A las exequias del rey Sancho acudieron prelados, abades y la nobleza. Incluso peregrinaron a Oña gentes del pueblo llano de Castilla y de la Tierra Najerense. Fueron aquellas unas ceremonias solemnes y sentidas. Las presidió la reina, viuda del gran monarca. Fue acompañada por sus tres hijos los príncipes García, Fernando y Gonzalo, éste de muy corta edad, apenas ocho años. Fernando le seguía en edad, mas apenas tenía los quince. Era el favorito de su madre y pensó para él darle en herencia el Condado de Castilla, patrimonio de sus mayores, que lo gobernaron y extendieron notablemente cuando Fernán González, abuelo de Elvira, tuvo la osadía de separarse de León, independizando las tierras de la meseta de la monarquía de Oviedo.

        En los funerales, la reina extendió su voluntad de ceder a Fernando sus territorios castellanos, lo que no fue bien acogido por García, que se consideraba, como primogénito, heredero único del imperio de su padre.

        Ante esa pugna familiar, la reina fue desterrada por su propio hijo de la Corte de Nájera. Con ella Fernando, tras tenerlo preso en las mazmorras del Alcázar. Quiso incluso ajusticiarle, para evitar problemas futuros. Le salvaron del trance Velasquita y su esposo Fortuniones engañando a los guardianes y huyendo juntos a tierras de Castilla. El cisma ya estaba en su comienzo, pues Elvira, al abrazar a su hijo Fernando, le proclamó solemnemente rey en Burgos, naciendo de esta guisa el nuevo y trascendente Reino de Castilla.

        Disgustado, García seguía los acontecimientos jurando vengarse de su madre y hermano por haber fragmentado las tierras que consideraba de su propiedad.

        En los primeros tiempos que ejerció como rey se dedicó a cumplir las principales voluntades que le dictó su padre. La primera fue tomar en matrimonio a quien ya estaba comprometido, Montserrat de Cataluña, a quien no conocía en presencia física, aunque tenía referencias exquisitas de su belleza, mesura y virtudes.

        Envió mensajeros que anunciaron los esponsales y pocas semanas después, un regio cortejo salía de Nájera hacia Barcelona para consumar el enlace.

        Lo componían el noble Mateus, Fermintius el Obispo, Oscarón como alférez real, y Mosen Ros como responsable de los fastos y de la elección de regalos y presentes que se iban a entregar como dote.

        Mandó el rey redactar una carta de Arras a favor de su futura esposa. Decía así:

 

  Yo, Don García, ungido de Dios mi señor, sublimado el reino de mis antiguos abuelos y elegido a la serenidad de mis padres, a ti, la dulcísima, bellísima y amantísima esposa mía Doña Montserrat, extiendo en donación, bajo los nombres más principales de mi reinado, las pertenencias que ellos poseen en Navarra, en la Tierra Najerense, en Castilla y en el Condado de Cantabria, y que son estos:

El señor Fortunio Sánchez con el señorío que tiene en Nájera, Runi Castro, Peralta, Arlas, Falces y Sanguesa.

 

        Firmaron esta carta de Arras Don García, nobilísimo y príncipe grande, los obispos de Nájera y Pamplona, el prelado de Álava, también el de Palencia, llamado Bernardo, y los grandes señores referidos en la donación.

        Este documento se lo envió el rey a su futura esposa antes de su llegada para tomarla en matrimonio, lo que originó gran complacencia en el Condado de Barcelona, que por aquel tiempo de 1038 atesoraba gran prestigio y prosperidad.

        El itinerario real hizo jornadas en Irache, fundando en este lugar una hospedería para peregrinos. Siguió hasta Tiermes y prosiguiendo el Río Aragón arriba. Llegaron a hospedarse en el sagrado lugar de San Juan de la Peña. El abad Blasco y todos sus monjes agasajaron al rey Don García y su sequito.

        Siguiendo viaje por las montañas de Aragón, se hospedaron en varias villas del Condado de Sobrarbe para llegar a Barcelona dos semanas después.

        Todo estaba dispuesto para la gran ceremonia. Don García no conoció a su esposa hasta que la presentaron en el altar, en el que iba a oficiar la unión el célebre abad Oliva.

        Quedaron prendados el uno del otro. Montserrat era todo belleza, de cuerpo, de voz, de ademanes y de señorío.

        Dijo él:

 

-         Me causa especial alegría anunciar nuestro compromiso, y con solo veros ya estoy enamorado.

 

        Se volvió hacía los presentes y siguió hablando:

 

-         He aquí la reina con la que quiero compartir mi vida y mi trono. En ella está la continuidad del reino.

 

        A lo que contestó la novia mirándole a los ojos:

 

-         Me entregaron a ti y he reflexionado con el peso y la solidez que conlleva nuestra unión. Al conoceros sólo pienso que seré la mujer más dichosa de la Tierra. Afronto lo que ordenes con todas las fuerzas del amor.

 

        Celebrados los esponsales con grandes festejos y banquetes, los cuales organizó primorosamente Mosen Ros como embajador del rey, iniciaron el viaje de vuelta a Nájera. No dejaron de visitar Pamplona, donde Don García presentó ya como reina a su esposa. Allí les agasajaron sobremanera, lo que promovió una donación firmada por los soberanos, por lo que la reina quedó, ante el cariño de los pamploneses, muy aficionada y agradecida a aquella ciudad durante los años de su gobierno.

        Al llegar al Alcázar de Nájera tuvieron otro regio y populoso recibimiento, quedando todos, señores, nobles, clérigos y el pueblo llano, absortos ante la majestad y belleza de la reina que había elegido Don García.

        Les esperaban deliciosos regalos y presentes llegados de todos los confines del reino. También de los emires y visires moros. De Córdoba le regalaron al rey najerense un fabuloso rubí, el cual donó a la capilla de palacio. Era tan especial el fulgor de la piedra que los monjes celebraban maitines sin necesitar otra iluminación. De Zaragoza llegó un precioso potro blanco, al que instruyó el rey como su favorito caballo para la guerra, y llamándolo Ozzaburo, que en idioma eusquérico viene a decir cabeza fría.

        De las Asturias de Laredo le hicieron llegar una cruz de plata en la que se incrustaban unas piedras preciosas. Y, desde Burgos, dos lanzas de oro, que decoraban las regias habitaciones de palacio.

        Un año después de los esponsales, los reyes tuvieron su primer descendiente, al que llamaron Sancho al ser varón.

 

 

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