CAPÍTULO VII

 

 

LA PLAGA

 

        Con la venturosa unión de los jóvenes Don García y Montserrat, el reino tomó un rumbo de progreso. La paz presidió aquellos años, y la justicia que marcaban las leyes moderaba las conductas. Llegaron muchas fundaciones, la mayoría de contenido piadoso. El propio rey de la Tierra Najerense fue a visitar al Papa Gregorio X, el muy famoso Ildebrando, ante quien expuso las directrices de su gobierno, solicitándole su bendición y consejo. Sabía muy bien el pontífice de las excelencias de aquellos dominios presididos por una religiosidad sin fisuras en la fe de Jesucristo, y animó al rey a que hiciera feliz y seguro el tránsito de los peregrinos a Santiago. La promesa de éste se hizo realidad, pues elevó en la ruta desde los Pirineos hasta los confines de la meseta castellana muchas hospederías y hospitales, destacando a sus soldados para vigilar la seguridad en los caminos.

        En Roma conoció a un santo varón, cuyas virtudes eran notorias. Se llamaba Gregorio Ostiense. Le invitó a visitar el reino y la ciudad de su corte si un día peregrinaba a Santiago. Acudió Gregorio a tan amable disposición de Don García.

        Mas ocurrió pronto una gran desgracia, cuyas proporciones arruinaron los campos, trayendo hambre y miseria a los confines del reino. Una plaga de langostas se adueñó de los campos de trigo. Los rebaños morían y los silos estaban diezmados en su capacidad de almacenaje. La aflicción y la muerte se adueñaron de todo, incluso los reyes perdieron algunos familiares, considerando la desgracia como un castigo de Dios.

        Hizo llegar el rey al pontífice de Roma la miserable situación a la que se enfrentaba, y éste envió para aplacarla al santo varón Gregorio Ostiense, adelantando la promesa de visitar la Tierra Najerense.

        La plaga se mostraba muy rigurosa allí en los campos más fértiles, cercanos al Ebro y sus riberas. Todos los valles estaban apestados. Los molinos de grano inactivos. Incluso los frutales no despuntaban ni en la primavera.

        Gregorio Ostiense comprendió que su labor debía basarla por medio de la fe, para que Dios se apiadase y remitiera su implacable ira e indignación provocada por los pecados.

        Las gentes, siguiendo la consigna de Gregorio, hicieron procesiones rogativas. Guardaron ayuno y acudían a la confesión sacramental de sus pecados, consumando la Sagrada Comunión. Con esto consiguió que imperara en las villas y ciudades una gran enmienda de vicios y pecados, hasta cesar del todo el castigo que Dios enviaba. Milagrosamente, las langostas morían a millares, siendo quemados sus despojos en grandes hogueras encendidas en los campos devastados por la plaga.

        Aquel invierno cayó mucha nieve en los montes y en los valles y purificó los campos y volvieron a ser fértiles como antaño.

        Como huye el humo ante el viento, desapareció la plaga y tomaron las gentes a Gregorio por milagroso ante la fuerza de su grande y heroica santidad, elevándose una iglesia en su honor por mandato del rey Don García, en una altonada bajo la que corre el Río Ega, desde la que se contemplaban los campos más heridos por aquella desgraciada plaga.

        Siguió el héroe Gregorio con su labor evangelizadora y todos obedecieron con puntualidad, presteza y devoción, consiguiendo ejercer un cristianismo acendrado, una convivencia huérfana de maldad y atropellos.

        Los monasterios se abarrotaban de piadosos clérigos y monjes, celebrando su devoción con rasgos de penitencia y sacrificio.

        Gregorio Ostiense prosiguió satisfecho su andadura a Compostela, pasando unas semanas en la Corte de Nájera, generosamente agasajado. Al proseguir su camino hizo alto en una cabaña de caza, situada entre las encinas de un espeso bosque cercano al Río Oja. Caía la noche y llamó a la puerta. La abrió un hombre de grave aspecto y de gigantesca estatura. Se llamaba Domingo. Concertaron los dos que aquellos parajes boscosos y húmedos necesitaban el trazo de una calzada para que los peregrinos caminaran sin extraviarse.

        Construyeron un gran tambor, con la piel de un novillo joven y lo hicieron sonar al anochecer para orientar el rumbo de los caminantes y atraerlos al lugar.

        Pocos días después, eran más de doscientos los peregrinos reunidos allá, quiénes bajo las ordenes y consignas de Gregorio y Domingo talaron muchos árboles abriendo un camino despejado entre las montañas y el río. Al llegar a éste, tendieron un puente de sillares y madera bien labrada. Domingo fue su artífice pues sabía bien el oficio de ingeniero.

        Reclamaron la presencia del rey Don García cuando ya estaba terminado y éste retribuyó muy bien a los artífices y artesanos, invitándoles a crear allí una ciudad digna de ser habitada en tiempos futuros. La llamaron Santo Domingo de la Calzada en honor a los favores y talentos de aquel varón venerable y sabio que habitaba la cabaña de caza del bosque de hayas.

        La ruta compostelana ya estaba trazada desde Roncesvalles hasta los Montes de Oca que marcaban la frontera con la gran meseta de Castilla.

        Gregorio Ostiense siguió su camino y volvió tras orar ante la tumba del apóstol Santiago a la Tierra Najerense, refugiando sus últimos días en la iglesia que en su honor elevó el rey en la altonada del curso del Río Ega.

 

 

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