CAPÍTULO VIII

 

 

EL HALLAZGO DE LA CUEVA

 

        La unidad y acción del conjunto de la política, la religión y el ordenamiento jurídico de los fueros de las villas y ciudades del reino hicieron que éste se consolidara en bienestar interior y en prestigio fuera de sus fronteras. Las gentes paramontanas, aquellos desgraciados seres que vivían escondidos en el corazón de los montes por temor a las incursiones de los moros, abandonaron aquella vida miserable de frío y soledad para bajar a poblar los muchos núcleos que nacían como poblaciones. Se integraron en ellas y se organizaron socialmente, incorporándose en actividades de labranza, ganadería y trabajos de artesanos. Los monasterios crecieron en el número de monjes y propiedades, dedicándose a extender la cultura de entonces, copiando libros y reuniendo todo el saber en el bagaje cultural de entonces. Códices primorosos confeccionados por escribas y miniaturistas potenciaron la influencia del reino, que se enriquecía con el paso de peregrinos, quiénes aportaban generosamente sus conocimientos a las tierras que tan generosamente les hospedaban.

        Disponía Don García de cuatro sedes episcopales: la de Pamplona, dirigida por el Obispo Ovidio, la de Álava, por Muio, la de Valpuesta, por Gandencio, y la de Nájera por Fermintius. Todas complementadas por los Montes de Oca, cuyo titular era el virtuoso abad Iñigo de Oca.

        Se le hacían pocas al rey, cavilando en la idea de que la Ciudad de Calahorra estaba en poder de los moros, habiéndose perdido dos siglos atrás su gran obispado, fundado en los años de la romanización de España. Los visires que gobernaban desde Zaragoza a Tudela se resistían a perder aquellos fértiles territorios cercanos al Ebro. El fallecido rey Sancho había concertado su cesión, mas a la hora de hacerla efectiva, se negaron los moros.

        Decidió Don García conquistar la población de Calahorra por las armas. Pensaba en ello día y noche, pues nunca un rey cristiano había acometido una guerra de reconquistar una ciudad importante, amurallada y con el obstáculo natural del paso de un gran río como era el Ebro.

        Devanaba la estrategia del asedio y los medios para llevar a cabo el ataque. Los alcances de aquella empresa los discutía en asamblea, convocando a los titulares de sus condados, infanzones y adalides de sus ejércitos. En ello estaba sin descuidar el buen gobierno de su reino. Mosen Ros proseguía con acierto el desarrollo de los sistemas para enriquecer las arras. “Sin dineros, toda empresa se asoma al fracaso”, solía comentar. A la sazón, ideó una actividad que aportaría grandes ingresos: la explotación maderera de los frondosos bosques de la Tierra Najerense. Los siete ríos que componían la gran comarca del Conde de Nájera, su principal y más cercano súbdito, atesoraban una increíble y frondosa arboleda de hayedos, pinares, olmos y robledales cuya envergadura en la base rivalizaba con una espléndida longitud del tronco central.

        La demanda constante de construcción de iglesias, palacios y casas necesitaban vigas para estructurar los edificios. Se levantaban puentes cuyas cepas y tendido de paso requerían buena madera. En Vasconia se fabricaban barcos y había que hacer llegar a los astilleros palos para mástiles y tablones medidos para las quillas y cubierta.

        En poco más de un año se talaron en la comarca miles de árboles. Despejaron su frondoso ramaje, devastaron la corteza y cortaron a medida de las demandas los troncos, acarreando el material hasta los lugares donde se realizaban las obras y construcciones. Pingues beneficios se extrajeron de aquella empresa ideada por Mosen Ros, quien a la vez los administraba con honestidad.

        Corrían los años de 1044 y los reyes Don García y Montserrat ya tenían cinco retoños, y la felicidad familiar de los soberanos la compartían sus súbditos. Aquellos infantes llevaban por nombre los de sus abuelos y tíos: Sancho, Ramón, Fernando, Elvira y Ermensinda, quienes crecían con buena salud y siendo atendidos por la servidumbre cortesana.

        Así pasaban los días en el Alcázar najerino, cuando una mañana del otoño el rey Don García decidió salir de casa por el soto del Najerilla. Avisó a su halconero y fiel amigo, quien le esperó con la mejor ave de cetrería en el patio de armas.

        Descendieron al río y atravesaron el puente para remontar la otra orilla y acercarse a una zona de espadañas, en cuya maleza sospechaban la estancia de perdices. Iban a caballo. El rey portaba el halcón en su antebrazo, protegido por un guante para evitar que el nerviosismo y fuerza en las garras del ave le arañaran. De pronto, el vuelo de una perdiz asaltó la escrutadora aptitud de los cazadores. Gandencio la vio primero y alertó a su señor. Éste orientó la aguda vista del halcón al vuelo de la perdiz. Le quitó la mascarilla de la cabeza y con la consigna de Naciones, y le dio la orden de capturar en vuelo a la perdiz. Las aves enemigas cruzaron el Río Najerilla y perdieron los cazadores su situación al adentrarse aquellos en la espesa maleza. El rey espoleó a su caballo Ozzaburo y, desenvainando su corta espada, batió las matas y juncales de la orilla del río, sospechando el rumbo que había tomado el halcón tras la perdiz y vio con asombro como entre las rocas de la montaña Malpica se abría una procelosa y ancha cueva.

        Penetró en ella guiado por su pasión de cazador y en el fondo vio una escena iluminada profusamente por los rayos del sol. Sobre un tosco altar se alzaba una imagen de la Virgen con el niño en brazos, tallada primorosamente en madera. Junto a la imagen, una jarra de blancas y frescas azucenas y una campana en la que estaba grabada una inscripción con letra visigótica.

        Al pie de la imagen reposaban en calma el halcón y la perdiz perseguida. La una, perdido el miedo, y el otro la saña. Estaban en son de paz, como si de un milagro divino se tratase.

        Comprendió Don García que aquel hallazgo era una venturosa consigna a su fe y un aliento a las campañas de la futura fuerza que iba a emprender.

        Oró todo el día y pasó allí la noche, reclinado de rodillas ante la imagen que tan buenos augurios le sugería.

        Al abandonar la cueva hizo una solemne promesa:

 

  -Si Calahorra es conquistada para el reino elevaré en este lugar un templo, asombro de los siglos y en honor de Santa María y su divino hijo.

 

 

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