CAPÍTULO IX

 

 

LA ESPADA LUMINOSA

 

         Aquella misma mañana trompetas y timbales sonaron especialmente desde las almenas del Alcázar atronando el valle y llamando la atención de toda la ciudad. El rey convocaba al fonsado. El estado de guerra se extendió por todos los condados, villas y ciudades. Salieron emisarios desde la Corte para anunciar la inminente marcha hacia Calahorra con la intención de conquistar la ciudad para la causa de la Cruz.

        El reclutamiento de hombres útiles para la guerra se puso en marcha en todos los rincones del reino. Llegada la noticia también a Castilla, el príncipe Fernando le envió su disposición de ayudar en la empresa a su hermano el rey Don García, a pesar de las densas y radicales controversias en el poder y gobierno del famoso condado de la meseta. El monarca najerense accedió a considerar la ayuda. Fernando, pasados ya seis años desde que abandonó el Alcázar dónde había nacido para refugiarse en Burgos con su madre, era un apuesto mancebo con digno porte y fortaleza, prudente a la vez que sagaz por aumentar sus dominios. Se había casado con la hija del rey de León, por lo que a la muerte de éste, cercana ya por la inexorable razón de la ancianidad, heredaría aquella prestigiosa monarquía nacida en Asturias. Bajo tal premisa de eminentes consecuencias, los dominios de Fernando serían tan extensos como los de Don García en muy corto espacio de tiempo.

        Mientras tanto, Nájera hervía de actividad. Se celebraban asambleas en palacio para concretar la estrategia del asalto. Los infanzones instruían a sus tropas. Jinetes y peones eran armados con los útiles de guerra más propios para su misión. Las ferrerías trabajaban día y noche fundiendo el mineral de hierro que llegaba de Vasconia fabricando luego los herreros en sus fraguas lanzas y venablos, flechas y espadas, yelmos y corazas de protección. A la vez, los artesanos construían látigos y sillas de montar, estribos y espuelas y brocados para la conducción de los caballos.

        Durante los día de mercado, el rey adquiría carretas y mulos, incluso pollinos, para transportar la intendencia y víveres para las tropas, con la ilusión de que luego, tras la conquista, se usarían para traer el rico botín de guerra que allí esperaba.

        Se almacenaban viandas para el sustento: manteca, miel, harina y los mejores corderos que pastaban en Valpierre y en el valle del Yalde. También capones, gallinas y gansos.

        Todo lo supervisaba Mosen Ros. Su inteligencia y métodos de organización eran de muy eficaz factura. Incluso dirigía la construcción de maquinaria pesada para el asalto: catapultas, arietes y escalas para trepar a romper la recia muralla que frente al Ebro protegía la ciudad de Calahorra. Sobre el plano del sitio planeaba el rey, con sus adalides y nobles, los movimientos de aproximación distribuyendo las zonas de asalto y puntos para derruir la fortaleza y entrar a las casas.

        Cada mañana se acercaba a la cueva dónde estaba la imagen de la virgen que tan venturosamente halló. La llamaban ya Santa María la Real las gentes de su corte, quienes a veces acompañaban al rey y le besaban las manos en señal de respeto y cariño, a la vez que con confianza de que les iba a traer la victoria.

        Encargó a Matius que en la herrería de Lugar del Río le fabricaran una espada del mejor acero y con el óptimo temple de la fragua. Partió el fiel ayo del rey a cumplimentar el encargo. Llegado a Lugar del Río preguntó por el herrero Leodegario, cuyo prestigio artesanal era de gran fama en la comarca. Era verano y Leodegario apareció en el umbral de su taller casi desnudo, sudando ante los rigores del fuego encendido en la fragua. El caballero Matius le dijo:

 

-         Quiero que fabriquéis para vuestro rey la espada más fuerte y del mejor material que tengas.

 

        Le hizo entrar el herrero al recinto y le enseño un bloque de muy extraño material.

 

-         Ved señor. Esta piedra llegó del cielo con una estela de fuego. Es sin duda el fragmento de alguna estrella o quizás un pedazo de materia de un planeta del firmamento. Con él fabricaré la espada. Lo fundiré, hasta convertirlo en una lámina de acero con el mejor temple y le daré diseño de espada, con filos capaces de segar los trigos.

-         Abordad la tarea cuanto antes, le ordenó Matius.

 

        Leodegario avivó el fuego de la fragua, cogió la roca y la depositó en las ascuas de carbón. Fundida ya la cósmica materia, la depositó desde el crisol al molde. Diseñada en una gran lamina de dos varas de longitud y ocho pulgadas de grueso, comenzó su forja en el yunque.

        Súbitamente se desencadenó una gran tormenta. El cielo se oscureció tanto que parecía de noche. Tronaba con estruendo y la luz de los relámpagos entraba intermitentemente hasta dónde el herrero golpeaba en el yunque la espada.

        Le había dado ya el diseño a la empuñadura y perfilado la punta. También ya estaban creados los filos. Faltaba sólo templar el acero.

        Con dificultad por su gran peso, Leodegario la transportó al pilón de agua para enfriar el resistente material y darle el punto final de recia calidad al arma, y así, cuando esta operación estaba casi consumada, un rayo cayó sobre la espada y el herrero, matando a éste y otorgando a la espada un temple insólito. Relucía tanto que al hacerle la entrega al rey Don García, éste exclamó:

-         Te llamarán la luminosa y no existirá en combate alguna otra espada como ésta.

 

 

volver al índice