Biblioteca Gonzalo de Berceo

 

     Cristo Crucificado, imagen gótica del siglo XIV de la Iglesia de la Concepción de Ochánduri (La Rioja, España). Es un Cristo muerto, de tamaño natural, con las típicas características de la época: ojos cerrados, largos cabellos, barba con bucles, cabeza ladeada, cuerpo arqueado, costillaje marcado, paño de pureza hasta las rodillas con pliegues en V, brazos algo arqueados, manos abiertas y pies sujetos al madero con un solo clavo (Cristo de tres clavos). Responde a la concepción del Crucificado que se da a partir de los siglos XIII y XIV. Ver imagen completa.

 
 

Los cristianos de la Reconquista, sobre todo los castellanos, consiguieron llevar adelante su gran empresa acentuando intensamente su voluntad de ser ellos, en lucha continua y arriesgada a fin de superar todo obstáculo que impidiera lograr aquella primaria finalidad.
    
Ha de ser reiterado que sólo el castellano cultivó la poesía épico-combativa en los reinos cristianos. Conviene traer por enésima vez a colación lo que el Cid dice acerca de los moros en su Cantar: «De ellos nos serviremos», no los exterminemos por consiguiente. Se creó así una dualidad que, imperfectamente y sólo para entendernos, compararía a una sístole y a una diástole: mantener mi personalidad, buscar fuera de ella tales o cuales ayudas a fin de no dejar de ser yo. Si todos los habitantes de la Península se hubieran convertido al islamismo (se hubieran hecho muladíes), si los musulmanes no hubieran encontrado algunas invencibles resistencias en las zonas septentrionales y menos romanizadas de la Península, los reinos cristianos no hubieran logrado constituirse. En esa situación se encuentra la célula primaria del peculiar ser humano llamado español, interesado en cuanto sirviera para mantener su ser señorial y dominante a costa de delegar en los demás, en quienes fueran, el secundario menester de servirle. En esa célula yace el germen del «que inventen ellos», actividad alternante con aquella otra: ya es bastante tarea la de mantener «mi identidad». Cuando esa «identidad» se creyó bastante fuerte, y en riesgo de que los meros coadyuvantes afectaran a la grandeza de mi «soy quien soy», fueron echados por la borda primero los judíos y luego los moriscos. [ ... ]

Dentro de la casta cristiana, los castellanos se interesaron menos que los catalanes y aragoneses en las tareas financieras y comerciales. La palabra mercader es de origen catalán, y ya se usaba a comienzos del siglo XII, [en tanto el léxico de los oficios -desde el albañil al rabadán- hace visibles por doquier la mano y la técnica de los moros.] ¿Qué hacía entonces el castellano cristiano? Fundamentalmente mandar en algún modo, guerrear, ser señor, servir a los señores, labrar la tierra, ser religioso regular o secular. Gracián cita el refrán que yo he oído de niño: «ventura te dé Dios, que saber no te hace falta». Recordaré además lo tantas veces dicho -porque todo esto ha de ser repetido muchas veces-, que el rey Alfonso VIII, el de las Navas (1212), tuvo que traer maestros de fuera para iniciar los llamados Estudios de Palencia. Más tarde comenzó a funcionar la Universidad de Salamanca, aunque las historias omiten decir que la literatura en latín fue muy escasa, y por consiguiente no hubo, no pudo haber en Castilla, León o Aragón nada comparable a la cultura medieval de Europa (desde Escocia a Italia). La empresa de la Reconquista tuvo por fuerza que iniciarse geográficamente desunida, y también socialmente. Los musulmanes cultivaron unos saberes que los europeos codiciaban, y vinieron a Toledo y a otras ciudades a ponerlos en su latín. Los judíos, no los cristianos, sirvieron de puente entre el árabe de Averroes y lo que luego escribiría y expondría en latín Siger de Brabante. Pero aquellos saberes árabes pasaron por los cristianos de Castilla como el rayo de sol por el cristal (con raras excepciones, como la del arabizado Dominico Gundisalvo, que no invalidan lo antes dicho). Es por consiguiente incorrecto hablar de una Edad Media castellana, o española, porque la Península Ibérica, en su sección cristiana, tuvo que permanecer al margen de la magna cuestión discutida en Europa acerca de la armonía entre la religión y la razón, entre el realismo y el nominalismo. (La Edad Media no era «importable» como los arquitectos del románico o del gótico.) Del mismo modo que el castellano valoró en mucho su capacidad de mandar y de combatir, así también dirigió su energía expresiva hacia la épica y la literatura doctrinal y jurídica (cantares de gesta, romancero, Alfonso el Sabio, don Juan Manuel). En el Libro de Buen Amor, en medio de aquella selva de amores y humorismos, vibra como dardo certero un verso espléndido: «Con buen servicio vencen caballeros de España». Si los cristianos de Castilla hubieran pretendido compaginar su pelea contra el moro y, a veces, contra los otros cristianos peninsulares, con el cultivo del saber teórico y de la ingeniosidad técnico-artística, es decir, si hubieran expulsado de los incipientes reinos cristianos a mudéjares y judíos, a fin de emparejarse culturalmente con Irlanda, o con la Francia carolingia, aquellos reinos no hubieran podido subsistir.

A muchos enojará esta necesidad de echar por la borda otra perniciosa fantasía, la de una inexistente Edad Media española. Pero aquí no hubo ningún Abelardo nominalista que se alzara contra el callejón sin salida del realismo de Guillaume de Champeaux, ni una cultura en latín como en Bolonia, París y Oxford. [ ... ] Castilla, semitizada hasta el tuétano -sobre todo por la acción de ciertos conversos-, fundió la religión con el estado, con un rigidez más de una vez criticada y zaherida en la corte pontificia. Moros y judíos se bautizaron a millares (venían haciéndolo los judíos desde comienzos del siglo XV) con lo cual se creó una situación social cuyo conocimiento es necesario para darnos cuenta del sentido de las vidas y de las obras [de muchos grandes escritores españoles]. Mientras cristianos, mudéjares y judíos convivieron pacíficamente, los no cristianos se limitaron a hacer lo que aquellos no hacían; los arrieros transportaban mercancías con sus recuas, sacaban el aceite de las aceitunas en sus almazaras, los áridos y los líquidos se medían y pesaban al modo árabe (arrobas, fanegas, almudes, adarmes, etc.). Los conversos del judaísmo continuaron su tradición de ejercer la medicina, de hacer productivo el dinero, etc. Pero, al sentirse señalados con el dedo, colocados al margen de la sociedad, sin posibilidad de marcharse a Indias, o incluso de entrar en la Iglesia por el impedimento de la limpieza de sangre, acudieron al recurso de forjarse falsas probanzas de cristiandad vieja. Los más inteligentes y dotados de capacidad literaria optaron por buscarse modos de expresión mediante las cuales se sintieran imaginariamente liberados de la estrechez y soledad a que se veían reducidos. Así se explica que los judíos, durante los siglos en que podían serlo legalmente, apenas produjeran obras en lengua castellana dignas de ser mencionadas. Como conversos, en cambio, su aportación a las letras y al pensamiento de España fue en verdad sorprendente. Su caso era muy otro que el de los moriscos; éstos, como mudéjares, no habían ocupado un rango en la sociedad castellana comparable al de los judíos, que aún pudieron hacer oír sus voces de protesta en la corte de los Reyes Católicos al ser expulsados en 1492. Mucho antes de esta fecha se había hecho legendaria la creencia de que el judío era de suyo inteligente (¡ y a la vez cobarde !). En suma, el converso padecía terriblemente al verse puesto en situación de inferioridad [ ... ] y al mismo tiempo se sintió estimulado a arremeter, en la forma que le fuera posible, contra la sociedad en torno a él.

AMÉRICO CASTRO

CASTILLA SIN «EDAD MEDIA»
 «Introducción» a Teresa la Santa y
otros ensayos,
Alfaguara, Madrid, 1972, pp. 12-18.

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