Todas la imágenes pertenecen a Medina Azahara en Córdoba (España)

 

 

Los siglos visigóticos no fueron de barbarie. A comienzos del siglo V florece un historiador importante, Paulo Orosio, y entre los siglos VI y VII, isidoro de Sevilla. La ilustración hispana no hacía mal papel en el orbe desarticulado que surge a raíz de las invasiones germánicas.' Hubo cronistas, historiadores y poetas, ni mejores ni peores que los que pululaban en la naciente Romania, y hasta hubo contactos entre España y el imperio de Oriente. Mas llegaron los musulmanes en 711, y en breve tiempo se hicieron dueños de casi la totalidad de las tierras ibéricas. Venían sostenidos por dos admirables fuerzas, la unidad política y el ímpetu de una religión recién nacida, ajustada a cuanto podía anhelar el alma y el cuerpo del beduino. Las invasiones bárbaras habían caído sobre Europa sin dejar tras sí un punto central a que referirse; los musulmanes, por el contrario, progresaban elásticamente, sintiendo a su espalda una capitalidad religiosa y política, e incluso el eco de las mejores culturas de la antigüedad, que muy pronto harían revivir. Ya en el siglo VII la literatura árabe posee una riqueza de contenidos, y de medios expresivos de lo que el alma sien· te, sin paralelo alguno en la Romania. Del poeta Farázdaq ( 732) decían los gramático s que sin él «un tercio de la lengua árabe se habría perdido».2 De encontrarse el estrecho de Gibraltar frente a Marsella, Francia, a pesar de que sus francos no eran visigodos, habría conocido una historia distinta. Pero esta observación es ociosa. Lo cierto es que España sucumbió, o más exactamente, fue apartada del curso seguido por los demás pueblos occidentales. Muy pronto sin embargo la resistencia cristiana se hizo sentir, y la marisma se vio forzada a iniciar una guerra de fronteras que no terminó sino a finales del siglo XV. El islam fue incapaz de crear estructuras políticas sólidas y valiosas; el carácter mágico de su civilización le impidió rodear a sus caudillos de pueblos capaces de crear sistemas estables de convivencia. La fuerza del islam en España duró mientras hubo caudillos capaces de electrizar con victorias y de deslumbrar con riquezas las masas heteróclitas de Al·Andalus (así se llamaba la España musulmana). Sometidos al islam quedaron grandes masas de cristianos (los «mozárabes»), que continuaron viviendo al amparo de la tolerancia musulmana durante cuatro siglos, hasta que las invasiones de almorávides (1090) y de almohades (1146) -tribus fanáticas de Africa­ terminaron con ellos.3

La pugna entre moros y cristianos ocupa enteramente la historia peninsular hasta mediados del siglo XIII; Córdoba fue reconquistada en 1236, Valencia en 1238, Sevilla en 1248. Desde entonces se amortiguó el ímpetu de los cristianos, porque éstos habían seguido demasiado de cerca el ejemplo islámico. Frente a las «taifas» musulmanas (hubo un rey en Toledo, otro en Zaragoza, otro en Sevilla, y otros más), hubo las «taifas» cristianas (reinos de Aragón, de Navarra, de Castilla, de Portugal). La Reconquista se arrastró perezosamente durante los siglos XIII, XIV y XV, hasta que Fernando e Isabel unificaron la Península (con excepción de Portugal), y lanzaron al pueblo electrizado de España a las empresas que todos conocen.

Sale de mi plan narrar hechos muy sabidos, y que el lector encontrará en los excelentes libros de R. Dozy, É. vi-Provençal, M. Menéndez Pidal, en la Encyclopaedia of islam, o en obras de vulgarización. Mi interés se dirige a aquellos aspectos de la vida medieval en que ambas civilizaciones se combinan, no sólo para seguir la huella del islam en la España cristiana, sino para llegar más bien a algún punto de vista eficaz respecto de la contextura misma de la civilización ibérica. Hasta hace no muchos años pensaba sobre este punto como todo el mundo. Cuando en 1938 escribía un ensayo sobre ciertos problemas de los siglos XV y XVI, noté cuán difícil era introducir lo islámico en el cuadro de la historia, o prescindir de ello, y acabé por soslayar la cuestión indebidamente. No supe entonces cómo abordar el problema, porque aún pesaban sobre mí los modos seculares de enfocar la historia, y la autoridad de ciertos grandes historiadores. Pensaba en términos de «materia» y no de «forma» histórica. Los historiadores han creído que la España cristiana era un mundo fijo sobre el cual caían palabras, literatura o instituciones musulmanas. Sólo después de haber escrito mis ensayos sobre Lo hispánico y el erasmismo como aspecto de «situaciones vitales», comencé a ver claro el sentido de lo islámico en aquella historia. La Edad Media cristiana se me apareció entonces como la tarea de los grupos cristianos para subsistir frente a un mundo que durante la segunda mitad de aquel período continuó siéndoles superior en todo, menos en arrojo, valor y expresión épica. Los cristianos adoptaron multitud de cosas -materiales y humanas- creadas por los musulmanes, pero no asimilaron las actividades productoras de esas cosas, justamente porque tuvieron que hacer otras diferentes para oponerse y, finalmente, vencer a los moros. Para mí, lo que no hicieron los cristianos a causa de la especial situación vital en que les habían colocado los musulmanes es también un efecto del Islam, en igual grado que lo son las palabras importadas del árabe. Del mismo modo, el sistema de valores que hubieron de desarrollar los cristianos para oponerse eficazmente a sus enemigos es algo esencial que cae también dentro del mismo círculo de vida. Esto resultará, por el momento, un tanto oscuro, pero las páginas que siguen aspiran a ponerlo en claro. La España medieval es el resultado de la combinación de una actitud de sumisión y de maravilla frente a un enemigo superior, y del esfuerzo por superar esa misma posición de inferioridad. Unos versos del Poema del Cid contienen unas palabras del héroe altamente significativas:

 

¡Oíd a mi, Albar Fáñez e todos los cavalleros!

En este castiello grand aver avemos preso;

los moros yazen muertos, de bivos pocos veo.

Los moros e las moras vender non los podremos,

que los descabeçemos nada non ganaremos;

cojámoslos de dentro, ca el señorío tenemos;

posaremos en sus casas, e dellos nos serviremos (vv. 616-622).

Ejercer el señorío y servirse de los moros, tal fue el programa, no en manera ,alguna imitarlos en sus actividades técnicas o intelectuales, lo cual no era posible por razones que más tarde daré. ¿No es, después de todo, algo de lo acontecido entre Roma y Grecia? Los romanos usaron de su señorío y de su capacidad política, y los griegos se quedaron con su filosofía, su ciencia y otras actividades valiosas, sin que los vencedores políticos pensaran en imitarlas. intentemos contemplar, desde dentro de él, tan delicado problema histórico.

Lo primero que haremos es tratar de no perder de vista su dimensión temporal. Contemplando el pasado desde el momento presente, cien años, doscientos años se nos antojan un largo período, suficiente para que nazcan y se enraícen nuevas costumbres, decisivas para la situación y el modo de ser del hoy en que nos hallamos inclusos. Mas no solemos proceder así cuando se contempla un largo período desde otro momento también pretérito. Los siglos de la historia semimusulmana de España (711-1492) se miran por muchos como un largo y enojoso intervalo, como una empresa bélica, pausada y penosísima, tras la cual España vuelve a la normalidad, aunque con algunas cicatrices y retrasos. La cuestión, sin embargo, no terminaría ahí, porque los moros no se fueron enteramente de España en 1492; permanecieron los moriscos, oficialmente súbditos del rey y cristianos, en realidad moros que conservaban su religión y sus costumbres, y cuya influencia, según hemos de ver, no es desdeñable, literaria y religiosamente. Tan moros eran, que el piadoso rey Felipe II decidió expulsarios de sus reinos en 1609. ¿Se fueron por eso enteramente? Parece que no, porque hay quienes afirman que aún se perciben sus vestigios en la huerta de Murcia, en Valencia y en Aragón.4 De suerte que la presencia de moros y moriscos en España abarca, en realidad, más de nueve siglos. El término medio de los doctos sabe que el eco del islam perdura en los monumentos de Córdoba, Granada, Sevilla, Toledo y otras ciudades menos importantes. En el idioma existen, vivos o anticuados, bastantes millares de vocablos árabes; la literatura se ha inspirado en fuentes árabes, desde la Disciplina clericalis que en el siglo XIII difundió 33 cuentos de procedencia oriental por la España cristiana y por Europa, hasta El criticón, de Baltasar Gracián (siglo XVII), cuyo germen se halla en un relato conservado entre los morisco s aragoneses. Con ser todo ello muy importante, y con serio también mucho la vasta bibliografía en torno a tal tema, nada de tipo «vital» se había iniciado hasta que el señor Asín Palacios comenzó a bucear en la historia de la sensibilidad religiosa y a probar -según pienso- que la forma del misticismo del máximo místico, san Juan de la Cruz, es inexplicable fuera de la tradición ascética y mística conservada por los moriscos castellanos. No puede prescindirse, al pensar sobre la esencia de España, de esos novecientos años de contextura cristiano­ismica.

Insistiendo en la necesidad de mantener viva la percepción del tiempo histórico, no olvidemos que entre la llegada de los musulmanes. y la producción de la primera obra literaria conocida, el Poema del Cid, median 429 años, durante los cuales la ocupación, el afán ineludible de los cristianos fue tener que habérselas con los moros El pasado visigótico y romano servía para mantener viva la conciencia de no ser moros, pero no servía para oponer a la muslemía dueña de la mayor .extensión del país, una cultura, unos conjuntos de valores que permitiesen tratar con el enemigo de potencia a potencia. Pobres, divididos, sin horizontes propios durante cuatro siglos, los cristianos hablan contemplado a la morería como un enemigo ultrapoderoso y con el cual las circunstancias forzaban a entenderse. Durante el siglo x, en el tercer siglo de la ocupación, Córdoba avasallaba en todas formas a los débiles estados del Norte. En 980, viendo cómo Almanzor llegaba victorioso hasta muy adentro de Castilla, salió a su encuentro «el rey de Navarra, Sancho Garcés, y le hizo ofrenda de su hija, Almanzor la aceptó gustoso, la tomó por mujer y ella islamizó siendo entre las mujeres del ministro, de las mejores en religión y' en hermosura». En 993, el rey Vermudo II de León «envió su hija Teresa al caudillo musulmán, el cual la recibió por esclava, y después la emancipó para casarse con ella».5 Antes de eso, Abderramán III ( 961) recibía una embajada cristiana en su palacio de Medina Azahra, prodigio maravilloso de arte y de grandeza. El camino de Córdoba hasta el palacio (unas tres millas) había sido recubierto de esteras' a lo largo de aquél se extendía una doble fila de soldados bajo cuyos sables cruzados hubieron de caminar los despavoridos embajadores. Al llegar al palacio, iban saliendo a su encuentro altos dignatarios vestidos de seda y brocado; los saludaban respetuosos creyendo que alguno de ellos fuera el califa. Mas éste se hallaba sentado en medio de un patio cubierto de arena, y vestido de toscas ropas, símbolo de sus costumbres ascéticas. En medio de terribles amenazas, los cristianos firmaron la paz impuesta por el soberano.6 Hechos como éstos abundan en los primeros siglos de la dominación musulmana. Aparte de esto, moros y judíos arabizados eran exclusivos depositarios de la ciencia. Los cristianos pudientes se trasladaban a Córdoba a curarse sus dolencias, del mismo modo que durante el siglo XIX los europeos y americanos acaudalados iban a Alemania. En lo esencial, el comercio y la técnica eran patrimonio de moros y judíos. Así pues, si el existir era cristiano, el subsistir y la posible prosperidad se lograban sometiéndose a los beneficios de la civilización dominante, superior no sólo por la fuerza de las armas.                                                                 .

Aunque desde el siglo XI comenzara lentamente a decaer el prestigio militar de los musulmanes, y la vida cristiana fuese ascendiendo gracias a su brío y a su dinamismo, no por eso menguaban los valores del Al-Andalus ni la estima que le profesaban sus enemigos. El valor, azuzado por la fe en la institución regia (no sólo en un caudillo) y en la creencia religiosa, iba afirmando la única efectiva superioridad que permitiría arrancarse las mil espinas anejas a un secular estado de vasallaje. No fue sólo el entusiasmo por Cristo lo que decidió las victorias a favor de los cristianos; más fuerte que ningún impulso evangélico, era después de todo la confianza en Santiago Matamoros que, mágicamente, estimulaba a degollar muslimes. Mas lo decisivo fue, en último término, la contextura de la fe y del sentimiento castellano de que la persona humana como tal podía adquirir señorío de riquezas, mando, nobleza y libertad, todo gracias al impulso y al coraje. La conciencia afirmativa del valor esforzado de la persona permitió ascender de la gleba al poderío, un poderío que fue prestancia y representación, más bien que un contenido de quehaceres creadores de objetividad.

De ahí que, no obstante las mayores victorias sobre el islam, el castellano tuviera que rendirse y aceptar la superioridad de su enemigo en cuanto a la capacidad para servirse racionalmente de las cosas de este mundo. En 1248 las huestes del rey Fernando III conquistaron Sevilla, después de una lucha que demostró definitivamente la incapacidad militar de los ya decadentes musulmanes. Pero esas huestes victoriosas no pudieron reprimir su asombro ante la grandeza de la ciudad que se les rendía. Nunca habían poseído los cristianos nada semejante en cuanto a arte, esplendor económico, organización civil, técnica y florecimiento científico y literario:

«Quán grant la beltad et el alteza et la su grant nobleza [de la torre de la Giralda] ... Et a otras noblezas muchas et grandes sin todas estas que dicho auemos.» Llegaban a Sevilla mercaderías de todas las ciudades: «de Tánjer, Ceuta, Túnez, Bugía, Alejandría, Génova, Portugal, inglaterra, Burdeos, Bayona, Sicilia, Gascuña, Cataluña, Aragón, et aun de Francia [del Norte]»7

Todavía en el siglo XIV era constante la lamentación de las cortes del reino por la pobreza de la tierra: «porque la tierra era muy yerma e muy pobre» (año 1307). «La tierra estaba muy pobre e menesterosa e despoblada» (año 1367). «Nuestros reinos eran menguados de ganados e de otras viandas» (año 1371). «Nuestros reinos están muy menesterosos» (año 1388).8 La única positiva riqueza, al menos hasta entrado el siglo XV, era el impulso vital y guerrero, agotado ya entre la morisma. El que en la faja mediterránea de Cataluña y Valencia las cosas fuesen algo distintas, no cambia nada a lo esencial del cuadro, porque a pesar de su relativa prosperidad, aquellas regiones nunca tuvieron nada comparable a las ciudades italianas, hanseáticas o flamencas, y carecieron en cambio de la sobria y sostenida acometividad de Castilla.

Conviene insistir en el hecho, muy sabido, de que durante la Edad Media no hubo completa separación geográfica y racial entre cristianos y musulmanes. Ya mencionamos a los mozárabes, los cristianos bilingües establecidos entre los musulmanes, que desde los primeros siglos emigraban a veces a tierras cristianas, y que se trasladaron en masa durante las invasiones de almorávides y almohades del siglo XII. Los mozárabes de Valencia emigraron a Castilla en 1102. En 1125, 10.000 mozárabes granadinos se expatriaron con las tropas aragonesas de Alfonso i que habían invadido aquel reino. En 1146 ocurrió otro éxodo de mozárabes sevillanos a tierras de Castilla,9 y es seguro que tales desplazamientos habrían tenido lugar en otros casos no registrados por las crónicas. Hubo, además de esta clase social, la de los llamados «mudéjares», los moros que vivían como vasallos de los reyes cristianos, influidos por la tolerancia de los cuatro primeros siglos de islamismo, según luego veremos. A estos mudéjares se deben bellos monumentos, entre otros muchos el Alcázar de Sevilla y la Puerta del Sol de Toledo.10 Hubo además los tránsfugas de una a otra religión: «muladíes», cristianos que islamizaban, y «tornadizos», moros que se volvían cristianos. Dicen las Partidas de Alfonso el Sabio (VII, 25, 8) que, a veces, hombres «de mala ventura e desesperados de todo bien, reniegan de la fe de N. S. Jesucristo, e tórnanse moros ... por sabor de vivir a su guisa, o por pérdidas que les avienen». Dichos renegados perdían sus bienes y la vida si eran aprehendidos. El mismo código legal habla de la vida difícil de los tornadizos (VII, 25, 3), lo cual reducía el número de las conversiones; muchos se hubieran hecho cristianos «si non por los abiltamientos e las deshonras que ven rescebir a los otros que se tornan cristianos, llamándolos tornadizo s, e profaçándolos en otras muchas maneras malas e· denuestos». Se ve, por consiguiente, que la convivencia de ambas religiones era fácil, mas no la apostasía dentro de ninguna de ellas.

Había, en fin, una quinta clase social, la de los «enaciados», a caballo entre ambas religiones, y que servían de espías a favor de su bilingüismo. Moraban en lugares fronterizos y a veces formaban pueblos enteros, lo mismo que hoy existen lugares especializados en el contrabandismo en todas las fronteras del mundo. Todavía subsiste en Extremadura un pueblo llamado Puebla de Naciados.

Terminada la dominación política de los musulmanes, quedó aún en España un número considerable de moriscos. Más de una vez se sublevaron, y los ejércitos de Felipe II tuvieron que luchar muy en serio para reducir a los rebeldes de la Alpujarra, al sur de Granada. Y como es sabido la población morisca fue expulsada por Felipe III en 1609, con excepción de los que fuesen sacerdotes, frailes o monjas. Sobrevivió aquella desventurada raza al espíritu que había hecho posible la convivencia de cristianos, moros y judíos; desaparecido el modelo prestigioso de la tolerancia islámica, cristianos y moros no convergían en ningún vértice ideal. El problema, como tantos otros de la vida española, era insoluble, y huelga discutir si los moriscos debieron o no ser lanzados fuera de su patria. Fueron, sin duda, un peligro político, y estaban en inteligencia con extranjeros enemigos de España, que comenzaba a sentirse débil; tanto que hubo que hacer venir los tercios de Italia, porque la fuerza disponible en el reino no bastaba para asegurarse contra los riesgos de la expulsión. La guerra de Granada, en 1568, «descubrió que no valen tanto nuestros españoles en su propia tierra cuanto transplantados en las ajenas»12

Eran los moriscos trabajadores e ingeniosos, y es lugar común lamentar el desastre que acarreó su alejamiento para la agricultura y la industria. Lo dijo ya Hurtado de Mendoza en palabras de bruñido acero: «La Alpujarra, estéril y áspera de suyo, sino donde hay vegas; pero con la industria de los moriscos -que ningún espacio de tierra dejan perder-, tratable y cultivada» (p. 75). Sobresalía el morisco en tareas manuales, desdeñadas por los cristianos,13 y se hizo por ello tan útil como despreciable. La más humana descripción de sus trabajos y aptitudes se halla en la Historia de Plasencia, de fray Alonso Fernández:

Ejercitábanse en cultivar huertas, viviendo apartados del comercio de los cristianos viejos, sin querer admitir testigos de su vida. Otros se ocupaban en cosas de mercancía. Tenían tiendas de cosas de comer en los mejores puestos de las ciudades y villas, viviendo la mayor parte de ellas por su mano. Otros se empleaban en oficios mecánicos, caldereros, herreros, alpargateros, jaboneras y arrieros. En lo que convenían era en pagar de buena gana las gabelas y pedidos, y en ser templados en su vestir y comida ... No daban lugar a que los suyos mendigasen; todos tenían oficio y se ocupaban en algo (Janer, p. 162).14

 

Se propagaban abundantemente,

porque ninguno seguía el estado anejo a esterilidad de generacn carnal, poniéndose fraile, ni clérigo, ni monja ... Todos se casaban, pobres y ricos, sanos y cojos ... y lo peor era que algunos cristianos viejos, aun presumiendo algo de hidalgos, por nonada de intereses, se casaban con moriscas y maculaban lo poco limpio de su linaje.15

 

En cuanto a sus costumbres y carácter,

eran muy amigos de burlerías, cuentos, berlandinas, y sobre todo amicísimos (y así tenían comúnmente gaitas, sonajas, adufes) de bailas, danzas, solaces, cantarcillos, albadas ... Eran dados a oficios de poco trabajo [entiéndase, 'que necesitaban más habilidad que esfuerzo violento']: tejedores, sastres, sogueros, esparteñeros, olleros, zapateros, albéitares, colchoneros, hortelanos, recueros y revendedores de aceite, etc. (Janer, p. 159).16

 

En suma, la relación entre moriscos y cristianos recordaba aún la de la Edad Media, con la diferencia de que la cultura literaria y científica de los moriscos ya no poseía ningún Averroes ni ibn Hazm y sus escritos, conservados en la literatura aljamiada, carecen de especial valor. Los cristianos los dominaban en fuerza y en poderío espiritual. De todas suertes, el número de libros escritos entre 1610 y 1613 con motivo de su expulsión (unos veinte entre impresos y manuscritos) demuestra lo mucho que tal suceso importaba a la opinión publica. Se hablan usado la persuasión y la violencia, y a pesar de ello aquella raza era imposible de asimilar. Los moriscos se sentían tan españoles como los cristianos viejos y fundaban su conciencia de nación en un pasado glorioso 17.Sus virtudes de trabajo y la riqueza económica que aquéllas significaban fueron sacrificadas por la monarquía española, para la cual riqueza y bienestar nada valían frente al honor nacional, fundado sobre la unidad religiosa y el indiscutible señorío del poder regio. Pactos y arreglos con infieles eran cosa de la Edad Media; los moriscos, en último término, resultaban ser un anacronismo, aunque, por otra parte, el esquema de la vida nacional tuviese que seguir siendo el de la Edad Media: el moro trabajaba y producía, y el cristiano señoreaba en un éxtasis de magnificencia personal. Mas las figuras hidalgas y místicas de El Greco no podían ya entenderse con una chusma de labriegos y artesanos que, a su hora, alardeaban de grandeza y conspiraban contra la seguridad del Estado.

En tiempos de Carlos V, España se sentía muy fuerte, y un resto de flexibilidad aún permitía conllevar la carga legada por la tradición. En la época de Felipe II, todo se estrecha y anquilosa, arrecia la intolerancia hacia los moriscos, y éstos se alzan en armas al percibir, con fino olfato, que el imperio español caminaba en declive. Aben Humeya, en la arenga antes citada, se expresaba así:

 

A mí no me importa el extendido imperio de España porque, creedme, que los estados cuando han llegado al punto de la grandeza, es forzoso que declinen. Las grandes fuerzas las quebranta el regalo, la voluptuosidad y el deleite que acompañan a la prosperidad ... Pues nosotros no somos banda de ladrones, sino un reino; ni España menor en vicios a Roma.

 

La verdad es que Felipe II necesitó de toda su fuerza para vencer a los moriscos de la serranía granadina, cuyas partidas mal armadas, tuvieron que ser reducidas, después de tres años de lucha, nada menos que por don Juan de Austria, luego de haber fracasado otros ilustres generales.

Aquella guerra civil y la final expulsión de la raza irreductible fueron lo que tenían que ser dados los términos del problema en litigio. Se produjo el desgarro, pero con muy dolorosos y graves daños para ambas partes, porque la incompatibilidad «de razón» iba acompañada por simpatía «de vida». Esa simpatía se fundaba en la comunidad de una misma experiencia moral, irreconciliable con la razón de estado de un imperio teocrático. Cristianos y moros no se cobijaban ya bajo la creencia que había albergado a ambos grupos durante la Edad Media. El morisco seguía sintiéndose español: «Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural ... Agora conozco y experimento lo que suele decirse, que es dulce el amor de la patria». Así hablaba en el Quijote (II, 54) el morisco desterrado de España. Lo cual engranaba con lo sentido por almas cristianas de temple exquisito. Fray Hernando de Talavera, el primer arzobispo de Granada, pensaba que para que los moriscos y los demás españoles fueran todos buenos cristianos, «habían de tomar ellos de nuestra fe, y nosotros de sus buenas obras».18 No era esto sentimentalismo ocasional y política, puesto que en 1638 el historiador Bermúdez de la Pedraza notaba que si entre los moriscos «faltaba la fe y abundaba el bautismo», era igualmente cierto que «tenían buenas ,obras morales, mucha verdad en tratos y contratos, gran caridad con sus pobres; pocos ociosos, todos trabajadores» (Longás, p.LII).

He ahí un conflicto más en un tiempo radicalmente «conflictivo» que acabaría por hallar expresión en los llamados estilos barrocos. N; cabe: pues, simplificar con exceso la cuestión y decir que la intolerancia española arrolló la obstinación musulmana rebelde a la unidad férrea de la España de Felipe II, siendo así que lo decisivo fue el choque entre razón y vida, choque del cual tenían conciencia quienes soñaban idealmente en armonizar la «fe sin obras» de los Cristianos viejos y las «obras sin fe» de sus adversarios. Desligadas ambas, la catástrofe social era inevitable. Notaba el jesuita Pedro de Guzmán, en 1614, que ciertos herejes protestantes debían la «felicidad» de sus estados a la práctica del trabajo -de las obras- como virtud social y constructiva.19 Siempre, en un modo u otro se sintió en España lo que sería bien hacer, aunque fuese imposible realizarlo. Y ese realismo polémico entre conciencia y conducta es justamente la premisa de donde deriva la calidad permanente y universal de la civilizacn española.

Durante el siglo X hubo señores aragoneses que aceptaban con enojo la presión inquisitorial contra los moriscos, principales sostenedores de la agricultura: «Como los señores no tienen otras rentas las principales de que puedan vivir y sustentar sus casas y estados sienten mucho que la Inquisición castigue sus vasallos, o en hacienda o en personas, de donde han muchas quejas injustas del Oficio [de la Inquisición] y de los que están en él». Así escribe un inquisidor de Zaragoza a la Suprema de Madrid, en 1553. Más tarde, en 1569 nada menos que el almirante de Aragón, don Sancho de Cardona fue procesado por el Santo Oficio a causa de su excesiva tolerancia hacia los moriscos, a quienes hizo incluso reedificar una mezquita. Le atribuyeron el propósito de acudir al papa y hasta al sultán de Turquía en protesta por el bautismo forzado impuesto a los moriscos valencianos. Mas del mismo modo que no era dable el engranaje de la fe sin obras con las obras sin fe, tampoco era posible la armonía en el plano de los intereses económicos, ya que las «cosas» de este mundo las tangibles e intercambiables, nunca fueron decisivas para el alma hispana, para aquella que en última instancia decidía de los destinos de iberia. Los rectores de la vida pública no podían ver entonces en el morisco sino una voluntad rebelde; no existía un campo común de actividades e intereses en que se enlazaran el amor por España de los moriscos y la estima que por ellos sentían algunas almas de temple delicado. El conflicto se convirtió en pugna de voluntades desnudas, desintegradas de las cosas e intereses del mundo exterior, neutro, que pertenece a todos, pero no totalmente a nadie. El  resultado de esa pugna de nudas voluntades no podía ser sino el aniquilamiento de uno de los bandos, sin compromiso posible. Los sores de Aragón fueron arrollados, y sus campos cayeron en miseria. Yo vería un residuo del enojo aragonés hacia el poder central de Castilla en el hecho de que durante el siglo XVII las imprentas aragonesas fueron un asilo para libros amargos, satíricos, en que el orden existente no salía muy bien parado. Las primeras ediciones de las obras más mordaces y corrosivas de Quevedo aparecen en el reino de Aragón, no en Castilla. Cierto que la política unificadora de Felipe II, contraria a los fueros de Aragón, era ya motivo para mirar con buenos ojos cualquier ataque a la sociedad; mas pienso ademas que la expulsión de los moriscos contribuyó a estremecer la precaria solidaridad entre los distintos reinos de España.

Creo que ahora puede calcularse la distancia que media entre la expulsión de los moriscos en 1609, y la de los judios en 1493. Aquellos, en su conjunto, constituyeron una porción de España y una prolongación de su pueblo, lo que explica los ataques y las. alabanzas antes mencionados; éstos fueron sentidos como una astilla en la carne, el pueblo nunca los estimó y nadie, en realidad, tuvo valor para defenderlos abiertamente después de su expulsn. Solo las. clases más altas se rindieron a su superioridad intelectual, a su capacidad técnica y administrativa.21 Su función social fue distinta de la de los moriscos, en el peor caso parias utilísimos e incluso divertidos, encajados desde hacía siglos en la vida nacional. No obstante su sospechosa fe, desafiaron por más de un siglo las severidades de la Inquisición, gozaron de fuertes protecciones, sedujeron a más de un cristiano viejo con su sabrosa sensualidad, con su ingenio para hacer dinero, e incluso deslizaron en el catolicismo español formas sutiles de misticismo, y vertieron en la literatura de los siglos XVI y XVII temas y estilos de la tradición árabe. Los amparaba una costumbre multisecular, porque zonas importantes del alma ibérica habían sido conquistadas por el Islam en la forma que hemos de ir viendo. El ciclo que comienza en el siglo VIII con los cristianos mozárabes sometidos a los musulmanes, se cierra en el XVII con los moriscos sometidos y al fin expulsados por los teócratas del período postridentino.

Con esos 900 años desplegados a nuestra vista, ¿ qué de extraño tiene que la lengua, las costumbres, la religión, el arte, las letras e incluso rasgos básicos del carácter español exijan que tengamos en cuenta ese entrelace multisecular? E intentaremos tenerlo en cuenta como una forma estructurante de la historia, más bien que como un contenido de vida. Repitamos que la España cristiana no fue algo que poseyera una existencia propia, fija, sobre la cual cayese la influencia ocasional del islam, como una «moda» o un resultado de la vida de «aquellos tiempos». La España cristiana «se hizo» mientras incorporaba e injertaba en su vida, lo que su enlace con la muslemía le forzaba a hacer.

No pienso ni por un momento narrar el detalle de la historia de las civilizaciones musulmana y cristiana en la España medieval, tarea realizada en gran parte, aunque con lagunas de hechos que yo no sabría colmar. Mi propósito es otro, porque aspiro a explicarme cómo se formó la peculiaridad de los grandes valores hispánicos. Puede ser que me engañe; mas quiero correr el riesgo de equivocarme, y a pesar de ello formular el juicio de que lo más original y universal del genio hispánico toma su origen en formas de vida fraguadas en los novecientos años de contextura cristiano-islámico-judaica.

 

 

 

EL LENGUAJE

 

 

Nada más elocuente que el idioma. Millares de vocablos árabes se encuentran en el español y el portugués como reflejo de ineludibles necesidades, lo mismo que el latín tuvo que aceptar también millares de palabras griegas.22  Muchos arabismos perduran en la lengua lite- ...

 

[...]  https://www.vallenajerilla.com/berceo/americocastro/lenguajeislameiberia.htm

 

NOTAS

1.     Para la estructura política del pueblo visigótico, véase Manuel Torres, «El Estado visigótico», en Anuario de Historia del Derecho, IIi (1926), pp. 307-475.

2.    Véase Diván, de Farázdaq, trad. franco de R. Boucher, París, 1870.

3.    Véase R. Menéndez Pidal, Orígenes del español, pp. 445-449.

4.   A falta de más precisas informaciones, véase F. Fernández y González, «De los moriscos que permanecieron en España después de la expulsión decretada por Felipe IIi», en Revista de España, XIX y XX (1871). «Manifestación de los hijos de moriscos que quedaron en Onteniente, 1611», publicado por V. Castañeda, BAH, LXXXII, (1923), pp. 421-427.

5.   R. Menéndez Pidal,Historia y epopeya, p. 19.

6.   E. Lévi-Provençal, L'Espagne musulmane au Xe siècle, p. 49.

7.   Crónica general, pp. 768·769.

8.    Ramón Carande, en Anuario de Historia del Derecho, II (1925), p. 267.

9.    ase R. Menéndez Pidal, Orígenes del español, pp. 445-446.

10. Véase F. Fernández y González, Estado social y político de los mudéjares de Castilla, 1866; N. Esténaga, «Condición social de los mudéjares en Toledo», en Boletín de la R. Academia de Bellas Artes de Toledo, VI (1924), pp. 5-27.

11. En la Guerra de Granada, de don Diego Hurtado de Mendoza, se describe la lucha entre 1568 y 1571 con plena conciencia de ser aquella una guerra civil de «españoles contra españoles» (Bib. Aut. Esp., XXi, p. 73). Los moriscos de Granada fueron dispersados por lejanos lugares: «Fue salida de harta compasión para quien los vio acomodados y regalados en sus casas; muchos murieron por los caminos, de trabajo, de cansancio, de pesar, de hambre; a hierro, por mano de los mismos que los habían de guardar; robados, vendidos por cautivos» (ibid., p. 92). Luis delrmol narró en detalle la revuelta granadina en Rebelión y castigo de los moriscos de Granada.

12. Marco de Guadalajara y Xavier, Memorable expulsión ." de los moriscos, Pam· plana, 1613, fol. 79 v.O.

13. Mas, a veces, los hidalgos se casaban con moriscas, atraídos por su dinero o por su belleza. Melchor de Santa Cruz (Floresta, i, p. 53) trae una anécdota acerca de un caballero «hijo de una morisca».

14. La bibliografía sobre los moriscos fue abundante y pasional en e! momento de la expulsión, y todavía tomaron partido al discutirla los eruditos del siglo XIX. He aquí algún dato: Florencio Janer, Condición social de 'los moriscos, .1857, libro mediocre, pero con citas de textos importantes (es favorable a los moriscos). P. Boronat y Barrachina, Los moriscos españoles y su expulsión, 1901 (dos volúmenes de documentada polémica para justificar la expulsión). El señor Boronat cree que la grandeza de los árabes (para él no muy evidente) se debió a España: «¿Qué trajeron de Africa los invasores de! siglo VIII? ¿Qué han hecho prosperar en Africa cuando regresaron de aquí?» (il, p. 350). Esto es un sofisma histórico. Los árabes llegaron en España (en enlace con circunstancias españolas, naturalmente) a una cima de su historia cuando el Islam florea en otras partes; cayeron en ruina luego, lo mismo que en Siria, Egipto, etc. La forma de la vida morisca venía integrada desde haa siglos en una convivencia islámico-cristiana, y en 1600 haan más o menos lo mismo que antes; en Africa, sin la tierra y el mercado cristiano, ya no eran ellos mismos. Moriscos y cristianos se completaron mutuamente cuando Dios y Alá querían; se desgarraron en el siglo XVII para vivir tan mal separados, como hubieran vivido mal permaneciendo unidos.

15. Así Pedro Aznar de Cardona, Expulsión justificada de los moriscos españoles, 1612 (Janer, p. 160). De aquí debe provenir lo que Cervantes dice de los moriscos en Persiles y Segismunda: a sus familias «no las esquilman las religiones ... todos se casan, todos o los más engendran». (Véase mi libro El pensamiento de Cervantes, p. 294.) Llamaba la atención de don Diego Hurtado de Mendoza la habilidad de los moriscos para seguir por el rastro a personas y animales: «Por el rastro conocen las pisadas de cualquiera fiera o persona, y con tanta presteza, que no se detienen a conjeturar, resolviendo por señales, a juicio de quien las mira, livianas, mas al suyo tan ciertas, que cuando han encontrado con lo que buscan, parece maravilla o embaimiento» (Guerra de Granada, Bib. Aut. Esp., XXi, p. 86). Si esta habilidad hubiese sido cristiana, no hubiera sorprendido tanto a Hurtado de Mendoza, hombre muy viajero y de gran experiencia. El tipo del rastreador reaparece luego en el gaucho argentino, y sorprendió a Domingo F. Sarmiento en el siglo XIX, tanto como a Mendoza en e! XVI: «El más conspicuo [entre los gauchosl, el más extraordinario, es el rastreador», tipo descrito en Facundo (cap. Il) con el relieve y el colorido gratos al momento romántico. No deduzco de este paralelo, por sí solo interesante, consecuencia alguna; ignoro qué proporción de moriscos emigró a la Argentina, y si la virtud de rastrear era igualmente india.

16. Estas palabras son muy significativas. Son árabes adufe, 'pandero', albéitar, 'veterinario', recua, aceite. Tuvieron antiguamente nombre árabe, y en parte lo conservan, .sastre (alfayate), ollero (alcaller, alfarero). Desde otro punto de vista burlería es el ongen de bulería, que no traen los diccionarios, aunque es una forma muy conocida de cante flamenco; los moriscos eran, como vemos, muy amigos del canto y del baile, y orientales son también zambra y zarabanda. En cuanto a berlandina, sin etimología en los diccionarios, significa, engaño, trampa, sarta de palabras sin sentido'; su origen es el frances antiguo berlue ´mentira, bribonada', combinado con berlandier 'dueño de un garito . Después, por etimología popular, surge bernardina, tan frecuente en el siglo XVII por cruce con Bernardo, símbolo de lo. falso e inane en expresiones como «la espada de Bernardo, que ni pincha, ni corta, ni hace daño». Berlandina, bernardina, debe añadirse a la lista de palabras francesas introducidas por la chusma ultrapirenaica que venía a España a cultivar la picardía.

17. «¿Sabes que estamos en España, y que poseemos esta tierra ha 900 años?» Así hablaba don Fernando de Válor (Aben Humeya) a sus partidarios antes de desencadenar la rebeln de 1568. (Véase don Antonio de Fuenmayor, Vida y hechos de Pio V 1595. Ap. ]aner, p. 144.)

18. Según Bermúdez de la Pedraza, en Antigüedades y excelencias de Granada, folio 91 (citado por P. Longás, Vida religiosa de los moriscos, Madrid, 1915, p. LXXV).

19. «En muchos reinos, no sólo de fieles sino aun de infieles y de herejes (como los de la Rochela), tienen sus gobernadores singularísimo cuidado y atención en que en sus repúblicas no haya ociosos, como cosa en que consiste gran parte de su felicidad» (Bienes del honesto trabaio, Madrid, 1614, pp. 119-120).

20. Vease Longas, op. cit. p. 57.

21.  Véase RFH, IV (1492), pp. 29 y ss. y nuestro capítulo X.

 

 

 
 
 

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ESPAÑA EN SU HiSTORiA. CRiSTiANOS, MOROS Y JUDÍOS
Islam e Iberia  - 1946

 

AMÉRiCO CASTRO
Princenton University