Adán y Eva en el Paraíso, tras caer en el pecado. Iglesia románica de Santa María en Siones, Burgos.

 

 

 

1.         La muerte en la educación sentimental.

 

2.         La muerte, una realidad última.

                                                         Rubén Darío, “Lo fatal”. Texto y comentario.

 

3.         Explicaciones de la muerte en nuestra cultura.

                                                        1) Tradición bíblica. Génesis, 2,4b – 3,24. Texto y comentario.

 

4.         Explicaciones de la muerte en nuestra cultura.

                                                       2) Tradición Clásica. Textos comentados de Catulo y Horacio.

 

5.         Tómanse de Horacio otras dos lecciones de vida: Odas I, II y  III, 30. La segunda rematada por Ovidio.

 

6.         Conclusión.

 

 

La muerte en la educación sentimental.

 

La muerte—la radical enemiga de todo lo que la vida es y significa, esa realidad última de la que nadie quiere hablar y a la que, aun queriéndolo, es muy doloroso referirse—tiene un lugar muy importante en nuestra educación sentimental porque todos nosotros, allá en lo más nuestro de nosotros mismos, nos vemos como provisionales supervivientes después de haber quedado definitivamente mutilados por uno o más de sus inesperados y fulminantes hachazos.

Todos sabemos que, inexorablemente y más pronto que tarde, ella— la única que no se casa con nadie— no sólo nos irá despojando de los seres más queridos, sino que, a nosotros mismos, acabará por reducirnos a la nada—“puluis, cinis, nihil”[1]—. Todos, a medida que vamos conociendo la vida, vamos comprendiendo que no es ninguna broma eso de que en definitiva sólo somos “un ser para la muerte”[2].

Cada uno de nuestros pueblos tiene, normalmente muy bien cuidado, su cementerio, el lugar donde descansan los restos de los que antes que nosotros tuvieron que partir hacia el más allá de donde nadie vuelve. No suelen ser siniestros, pero tampoco atractivos. Dice el viejo chiste que nada hay más inútil que las tapias de un cementerio. Nadie de los de afuera que esté en sus cabales tiene la mínima intención de entrar y ninguno de los de dentro tiene ninguna posibilidad de salir.

Hay que confesar que los cementerios simplemente cumplen aseadamente con su misión. Es verdad que todos los familiares y deudos de los sepultados en ellos, de forma llamativamente egoísta, quieren asegurarle en exclusiva a su ser querido la protección divina agarrándole al mágico clavo ardiendo del crucifijo o de alguna otra imagen piadosa, que por ello están repetidos hasta el infinito; es verdad que hay quien no deja de ser vanidoso ni ridículamente prepotente ni siquiera en la tierra de los muertos; cierto que también allí hay quien presume de su mal gusto o quien, no por hallarse en tan señalada circunstancia, deja de hacer el ridículo, pero la mayoría de los que allí están tiene preparado un lugar simplemente digno que sirve sencillamente para lo que sirve, para ir convirtiéndose inevitablemente despaciosamente en fino polvo cuyas invisibles partículas el viento terminará aventando por los cuatro puntos cardinales.

Sentado frente a uno de estos cementerios rurales en cuyas puertas de bien forjado hierro, en torno a un alado reloj de arena, se leen en castellano y latín un par de sugerentes reflexiones, “Fuimos lo que eres. Serás lo que somos” y “Hic immutationem nostram exspectamus”, me he hecho las siguientes reflexiones.

 

La muerte, una realidad última. Rubén Darío, “Lo fatal”. Texto y comentario.

 

En la Naturaleza, la muerte es la condición natural para que la vida siga adelante. Ocurre que o el pez grande se come al más chico  o el viejo, agotada su fuerza, deja su puesto al prepotente joven. Ninguno en ella protesta por la muerte de nadie más allá de lo poco permitido por el instinto.

La muerte es un problema exclusivo de los humanos. Desde que los seres humanos tienen conciencia de sí mismos, reniegan de tener que morir ellos y se rebelan ante la muerte de los suyos más queridos. Simple y llanamente querrían ser inmortales. Eso no quiere decir que al prójimo ajeno no lo manden tranquilamente para el otro barrio, si sus intereses a sí lo demandan.

La imposible comprensión de la muerte, y por ello, su también imposible aceptación, producen en los humanos más conscientes el terrible “dolor de vivir” tan maravillosamente expresado por aquel hondo vitalista que fue Rubén Darío en su poema “Lo fatal”:

 

 “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, 
y más la piedra dura porque esa ya no siente, 
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, 
ni mayor pesadumbre que la vida consciente. 

Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, 
y el temor de haber sido y un futuro terror... 
Y el espanto seguro de estar mañana muerto, 
y sufrir por la vida y por la sombra y por 

lo que no conocemos y apenas sospechamos, 
y la carne que tienta con sus frescos racimos, 
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, 
¡y no saber adónde vamos, 
ni de dónde venimos!...”
[3]

 

El tema del texto de Rubén Darío es la reflexión angustiada sobre el dolor de vivir producido por  el dudoso sentido de la vida humana, contrapuesto a la certeza de la muerte.

 

Está organizado el texto en dos partes:

             vs. 1- 4: La vida consciente en los humanos es una inevitable fuente de dolor.

            vv. 5- 11: El motivo de ello es una doble contraposición, causante de un dolor en el alma semejante al de la penetración en la carne de la hoja de doble filo de un bien aguzado puñal:

 

El dudoso sentido de la vida confrontado con la certeza de la muerte;

           La vida corta e incierta, tentadora con sus atractivos placeres, en radical oposición al supremo dolor de una muerte segura y eterna.

           La explicación está expresada con el desorden y confusa mezcla propios del dolor rabioso y desesperado que impide un ordenado análisis.

 

Explicaciones de la muerte en nuestra cultura. 1) Tradición bíblica. Génesis, 2,4b – 3,24. Texto y comentario.

 

Una explicación del origen de la muerte que ha tenido gran  éxito en nuestra cultura es la dada por la tradición Yahvista, en la Biblia, al comienzo del Génesis.

 

I.-

“Cuando el Señor Dios hizo tierra y cielo, no había aún matorrales en la tierra, ni brotaba hierba en el campo, porque el Señor Dios no había enviado lluvia a la tierra, ni había hombre que cultivase el campo y sacase un manantial de la tierra para regar la superficie del campo.

Entonces el Señor Dios modeló al hombre de arcilla del suelo, sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo. El Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia oriente, y colocó en él al hombre que había modelado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer; además, el árbol de la vida en mitad del jardín y el árbol de conocer el bien y el mal. […] El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara.

El Señor Dios mandó al hombre:

 ---Puedes comer de todos los árboles del jardín; pero del árbol de conocer el bien y el mal no comas; porque el día en que comas de él, tendrás que morir.

El Señor Dios se dijo:

 ---No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle el auxiliar adecuado. Entonces el Señor Dios modeló de arcilla todas las fieras salvajes y todos los pájaros del cielo, y se los presentó al hombre, para ver qué nombre les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que el hombre le pusiera. Así, el hombre puso nombre a todos los animales domésticos, a los pájaros del cielo y a las fieras salvajes. Pero no encontró el auxiliar adecuado.

Entonces el Señor Dios echó sobre el hombre un letargo, y el hombre se durmió. Le sacó una costilla y creció carne desde dentro, De la costilla que le había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre.

 El hombre exclamó:

 --- ¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Hembra, porque la han sacado del Hombre. Por eso el hombre abandona padre y madre, se junta a su mujer y se hacen una sola carne.

Los dos estaban desnudos, el hombre y su mujer, pero no sentían vergüenza.

 

 

II.-

 

La serpiente era el animal más astuto de cuantos el Señor Dios había creado; y entabló conversación con la mujer:

--- ¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?

 La mujer contestó a la serpiente:

 --- ¡No! Podemos comer de todos los árboles del jardín; solamente del árbol que está en medio del jardín nos ha prohibido Dios comer o tocarlo, bajo pena de muerte.

La serpiente replicó:

 --- ¡Nada de pena de muerte! Lo que pasa es que Dios sabe que, en cuanto comáis de él, se os abrirán los ojos y seréis como Dios, versados del bien y del mal.

Entonces la mujer cayó en la cuenta de que el árbol tentaba el apetito, era una delicia de ver y deseable para tener acierto. Tomó fruta del árbol, comió y se la alargó a su marido, que comió con ella. Se les abrieron los ojos a los dos, y descubrieron que estaban desnudos; entrelazaron hojas de higuera y se las ciñeron.

Oyeron al Señor Dios que se paseaba por el jardín tomando el fresco. El hombre y su mujer se escondieron entre los árboles del jardín, para que el Señor Dios no los viera.

Pero el Señor Dios llamó al hombre:

--- ¿Dónde estás? 

Él contestó:

 ---Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo, y me escondí.

El Señor Dios le replicó:

 ---Y, ¿quién te ha dicho que estabas desnudo? ¿Has comido acaso del árbol prohibido?

 El hombre respondió:

---La mujer que me diste por compañera me alargó el fruto y comí.

 El Señor Dios dijo a la mujer:

 --- ¿Qué has hecho?

Ella respondió:

---La serpiente me engañó y comí.

El Señor Dios dijo a la serpiente:

 ---Por haber hecho eso, maldita tú entre todos los animales domésticos y salvajes; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo: él herirá tu cabeza cuando tú hieras su talón.

A la mujer le dijo:

 ---Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará.

Al hombre le dijo:

 ---Porque le hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol prohibido, maldito el suelo por tu culpa: comerás de él con fatiga mientras vivas; brotará para ti cardos y espinas, y comerás hierba del campo. Con sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron; pues eres polvo y al polvo volverás. El hombre llamó a su mujer Eva, por ser la madre de todos los que viven. El Señor Dios hizo pellizas para el hombre y su mujer y se las vistió.

 

 

III.-

 

Y el Señor Dios dijo: ---Si el hombre es ya como uno de nosotros, versado en el bien y el mal, ahora sólo le falta echar mano al árbol de la vida, tomar, comer y vivir para siempre. Y el Señor Dios lo expulsó del jardín de Edén, para que labrase la tierra de donde lo había sacado. Echó al hombre, y a oriente del jardín de Edén colocó a los querubines y la espada llameante que oscilaba para cerrar el camino del árbol de la vida.”

 

Es un texto narrativo que tiene tres partes:

I)  Dios crea al hombre, lo coloca en el jardín del Edén y le pone condiciones para permanecer en el Edén.

II) La tentación de ser como Dios.

III) Dios expulsa al hombre del jardín del Edén para evitar que se convierta en Dios.

El autor, en esta narración que adrede no es histórica sino mítica—“sobre los orígenes”—, y también  sapiencial—“sobre el origen del mal y de la muerte”—, deja las cosas muy claras.

Dios creó al hombre y lo puso a vivir y trabajar en un lugar paradisíaco, plantado por Él ex profeso, donde no existía el mal, y por lo tanto tampoco la muerte. Pero le prohibió que pretendiese convertirse en Dios, esto es, le puso las condiciones de no pretender ser “versado en el bien y el mal” y de no querer tener definitivamente adquirido el “vivir para siempre”.

Pero al hombre le resultó atractiva la idea, sugerida por la serpiente, de convertirse en igual a Dios y lo consiguió a medias: logró ser un experto en el bien y el mal, pero no la inmortalidad. El precio que tuvo que pagar por ello fue la expulsión del paraíso y el quedar a merced de sus únicas fuerzas en el mundo real, mundo francamente hostil donde el mal, —el trabajo apenas productivo, el dolor físico y el terrible dolor moral de vivir, la inevitable y continua trasgresión propia y ajena de la ley natural y, lo peor de todo, la muerte— es la consecuencia de las propias limitaciones humanas y las del mundo en el que los humanos tienen que sobrevivir.

Las ideas de la felicidad e inmortalidad inicial, la del paraíso primigenio, y la del engaño culpable de la expulsión, entre otras, tendrán una muy larga y variada trayectoria en aspectos de nuestra cultura aparentemente muy diversos. Piénsese, v.g., en el “paraíso original” llorado y añorado por todas las ideologías nacionalistas.

 

Explicaciones de la muerte en nuestra cultura. 2) Tradición Clásica. Textos comentados de Catulo y Horacio.

 

El mundo grecorromano no desconoce la idea de un paraíso primigenio—recuérdese el tema de la Edad de Oro[4]—, pero la más aprovechable tradición clásica lo que tiene muy claro es que los dioses son inmortales y que los hombres son mortales. Para los más clarividentes, la barrera entre inmortales y mortales es insalvable. Nada o casi nada hay para los mortales, una vez que les sobreviene la muerte.

 

Catulo, en su poema V  explica bien qué es exactamente eso de “morirse uno y cómo  que hay que aprovechar el tiempo ante tan negra perspectiva:

 

“Vivamos, Lesbia mía, y querámonos y no valoremos en un céntimo las habladurías de los vejestorios demasiado estrechos.

Los días pueden anochecer y volver a amanecer. Pero a nosotros, cuando se nos apaga, sólo una vez, nuestra breve luz, una única noche, eterna, tenemos que dormir.

Dame mil besos, a continuación, un ciento; después, otros mil; más tarde, que sigan ciento; luego, hasta otros mil; después, otro ciento.

Por fin, cuando muchos miles hayamos amontonado, los revolveremos, para no saber cuántos o para que ningún desalmado pueda aojarnos al saber que hay tan grandísima cantidad de besos.” [5]

 

 En su poema III demuestra que tiene muy claras las ideas sobre la auténtica naturaleza de la muerte; la muerte es la fatal devoradora de todo lo placentero:

 

“Llorad, dioses de la belleza y mortales que apreciáis la hermosura, el primor y la delicadeza.

Ha muerto el gorrión de mi amada, el gorrión que hacía las delicias de mi amada; lo quería más que a las niñas de sus ojos porque era cariñoso con ella y había logrado ganarse a su ama tan bien como un niño chico sabe despertar el cariño de su madre. No se salía de su regazo, sino que, saltando por aquí y por allá, daba una vuelta tras otra dentro de él, sin dejar de piarle sólo a su dueña.

Pero ahora ya, por el camino de las sombras, va allí de donde se dice con razón que nadie vuelve.

¡Malditas seáis, criminales tinieblas del Reino de los Muertos, que devoráis todo lo placentero! ¡Un gorrión tan complaciente, me lo habéis robado!

¡Hay además otra desgracia! Ahora a mi amada — ¡pobre gorrión mío!— sus lindos ojitos, hinchados de tanto llorar por ti, se le han enrojecido y se le han quedado hechos una pena.” [6]

 

Para entender el poema V, hay que tener en cuenta que en el LI, una versión que Catulo hace de Safo expresando como nadie la emoción del primer enamoramiento, queda claro que, para él, conseguir el amor de Lesbia es más que convertirse en un dios:

             

“A mí me parece que es igual a un dios, mejor, si no es un sacrilegio, me parece que sobrepasa a los dioses, el que, sentado sin moverse frente a ti, te ve y te oye reír dulcemente; cosa que a mí, desgraciado, me deja sin sentido: en cuanto te veo, Lesbia, me quedo sin habla, mi lengua tartamudea y un fuerte calor invade todos mis miembros; con su propio zumbido me atruenan los oídos, y mis dos ojos con una misma noche se nublan.

El ocio, Catulo, no es bueno para ti; con el ocio te alteras y te excitas en demasía, el mismo ocio que ya antes arruinó a tantos reyes y ciudades felices.” [7]

 

Pero, igual que en el mundo judío, es también muy peligroso en el mundo pagano que los dioses  vean a los hombres igualarse a ellos o que los propios hombres observen que sus prójimos los aventajan en felicidad.

Sin embargo, es evidente que la vida humana es corta, que es la única que tenemos y que hay que aprovechar de ella hasta el último segundo. Catulo en el maravilloso Poema V nos enseña cómo resolver el aparente problema.

 

“Los días pueden anochecer y volver a amanecer. Pero a nosotros, cuando se nos apaga, sólo una vez, nuestra breve luz, estamos obligados a dormir una única noche, eterna.”

 

Estos dos versos son el núcleo central del Poema V. Porque lo que dicen  es verdad, Catulo acucia a Lesbia  a apresurarse a gozar juntos de la vida, entregados por entero al mutuo amor—“Gocemos de la vida, Lesbia, queriéndonos”—, sin hacer caso de las murmuraciones de los vejestorios, resentidos porque que ya se les pasó más que de sobra su ocasión. Pero hay que tener cuidado de que nadie, ni dios ni humano, pueda enterarse del exceso de felicidad y, envidioso, atraiga sobre los amantes la desgracia:

 

“Dame mil besos, a continuación, un ciento; después, otros mil; más tarde, que sigan ciento; luego, hasta otros mil; después, otro ciento. Por fin, cuando muchos miles hayamos amontonado, los revolveremos, para no saber cuántos o para que ningún desalmado pueda aojarnos al saber que hay tan gran cantidad de besos.”

 

Es, de otra manera, el tema del “carpe diem” que luego Horacio y otros desarrollarán con éxito.

 

En el Poema III, Catulo inicia el fecundo tema de los improperios contra la muerte, la devoradora fatal de todo lo placentero, la que nos hace traspasar las fronteras de la Nada, Nada de la que nadie ni nada regresa. La muerte nos roba todo lo agradable, todo lo gracioso, todo lo complaciente,  nos lo arrebata por la fuerza, lo “aniquila”— < “a-ni(c)hil-a-re”—, lo convierte en nada y… “ex nihilo nihil fit” [8], de la Nada, nada puede salir. Esa es la razón de que del más allá nadie regrese. Recordemos las palabras textuales de Catulo:

 

“Pero ahora ya, por el camino de las sombras, va allí de donde se dice con razón que nadie vuelve. ¡Malditas seáis, criminales tinieblas del Reino de los Muertos, que devoráis todo lo placentero! ¡Un gorrión tan complaciente, me lo habéis robado!”

 

Vayamos a Horacio:

 

“Se han derretido las nieves, retorna ya al campo la hierba y a la arboleda la fronda; cambia la tierra de estación y los ríos disminuyendo vuelven sus cauces a ver.

La Gracia, con las Ninfas y con sus dos hermanas, osa desnuda guiar sus danzas.

Nada esperes duradero; te lo dicen el año y la hora que el nutricio día te va arrebatando.

Los fríos invernales se templan con las brisas primaverales. A la primavera la arrolla el estío que, una vez que haya el fructífero Otoño derramado sus dones, ha de morir. Y pronto vuelve de nuevo el yerto invierno.

Pero las rápidas lunas reparan pronto los daños del cielo, más nosotros, en cuanto caemos donde el padre Eneas y donde el rico Tulo y Anco, ya somos ceniza y sombra. ¿Quién sabe si los dioses celestiales añadirán al total del día de hoy las horas de mañana? Todo lo que te hayas regalado a ti mismo con amistoso talante a las codiciosas manos de un heredero irá a parar.

Cuando hayas muerto y Minos, sobre ti, haya dictado su esclarecedora sentencia, no te van a salvar, Torcuato, ni tu linaje ni tu labia ni tu religiosidad; que en las tinieblas de ultratumba ni Diana libera a su casto Hipólito ni tiene Teseo el poder de romper las cadenas infernales de su querido Piritoo.” [9]

 

Horacio expone con claridad contundente en la Oda VII del Libro IV, la acabamos de leer, el trascendental tema del “paso del tiempo”. Explica muy bien el distinto efecto que el paso del tiempo tiene en la Naturaleza y en la vida humana. El eterno retorno de las estaciones, en la Naturaleza, termina una y otra vez dejando las cosas como estaban. No les ocurre lo mismo a los asuntos humanos, empezando por la vida misma. En todo lo humano rige el fatal principio formulado en toda su crudeza por Virgilio:

 

"Sed fugit interea, fugit irreparabile tempus…". “Pero huye entre tanto, huye el tiempo irrecuperable, mientras que del amor llevado me entretengo en cada pormenor.” [10]

 

En lo humano, en todo lo humano, el paso del tiempo conduce a la muerte segundo a segundo, minuto a minuto y hora a hora. La muerte, imprevisible en su momento de llegada, nos despoja de todo y nos convierte irremediablemente en sólo polvo y sombra que también acabarán por desaparecer. Recordemos las palabras literales de Horacio:

 

“Las rápidas lunas reparan pronto los daños del cielo, más nosotros, en cuanto caemos donde el padre Eneas y donde el rico Tulo y Anco, ya somos ceniza y sombra.”[11]

 

 

Tómanse de Horacio otras dos lecciones de vida: Odas I, II y  III, 30. La segunda rematada por Ovidio.

 

Primera lección. Como Catulo, Horacio, de la certeza de la imprevisible muerte, saca la acertada conclusión de que no estamos los humanos para andar perdiendo el tiempo. Hay que vivir con toda la intensidad posible, porque minuto que pasa, minuto que no vuelve.

Horacio es en esto muy “inglés”  y muy poco “latino”. No le gusta “perder el tiempo”, “pasar el rato”, “echar el día”, “matar la tarde”. Piensa que el tiempo es, más que oro, vida.

Horacio termina Odas I, II con estas lúcidas palabras:

“Dum loquimur, fugerit / invida aetas: carpe diem, quam minimum credula postero.” «Mientras hablamos, habrá pasado el envidioso tiempo; aprovecha el día confiando lo menos posible en el siguiente».[12]

He aquí, en su expresión más lograda el tema del «Carpe diem». Pero leamos el texto completo:

“Tú no indagues (sacrilegio es saberlo) qué limites, Leucónoe, los dioses han fijado para ti, y para mí, ni consultes la astrología babilónica. ¡Cuánto más vale sufrir cualquier azar!

Ya te conceda Júpiter más de un invierno, o éste sea el último, el que ahora quebranta el mar Tirreno en la barrera de los acantilados, sé cuerda, cuela tus vinos y para un lapso tan corto, cercénale a la esperanza sus excesos.

Mientras hablamos, celoso habrá huido el tiempo; goza el día de hoy, y no te fíes nada del mañana.”[13]

Un poeta anónimo de la segunda mitad del siglo IV p. C., en el que algunos han creído ver a Ausonio, escribió un bello poema sobre la fugaz hermosura de las rosas que termina así:

«Recoge, mujer, las rosas, mientras su flor es nueva y nueva su lozanía, y recuerda que así corren tus años».

Aquí se acuña el tópico del «Collige, virgo, rosas...»

Ambos temas produjeron hermosísimos textos literarios en el Renacimiento y en el Barroco.[14]

 

Segunda lección. Para Horacio hay una forma de alcanzar la inmortalidad: la fama de la obra bien hecha. Horacio es el primero en atreverse a lanzar con orgullo, con radical rebeldía, el grito de “Non omnis moriar”, “No me voy a morir del todo”.  Vamos a leer el texto de Odas, III, 30.

“He acabado un monumento más duradero que el bronce y más alto que las regias Pirámides, al que ni la voraz lluvia ni el impotente Aquilón podrán destruir, ni la interminable sucesión de los años, ni el paso de las edades.

No moriré del todo: una gran parte de mí se salvará de Libitina.

Creceré en los que vengan detrás de mí con gloria siempre nueva, mientras suba el pontífice al Capitolio junto a la virgen silenciosa.

Allá, donde el violento Áufido fluye con estrépito y donde Dauno, escaso de agua, reinó sobre rudos pueblos, se dirá de mí que, aunque de humilde cuna, fui el primero en ser capaz de trasladar los sones de la lira Eolia a metros Itálicos.

Toma para ti, Melpómene, la gloria ganada por mis méritos, que yo sólo quiero que ciñas de buen grado mi cabellera con laurel Délfico.”[15] 

Por si las cosas no habían quedado claras, Ovidio, recordando a Horacio, termina sus Metamorfosis con este desafiante final:

“Y  ya he concluido una obra que ni la ira de Júpiter ni el  fuego ni el hierro ni el voraz tiempo podrá destruir.

Aquel día, que en nada sino en este cuerpo jurisdicción tiene, cuando quiera, que  dé fin al tiempo de mi imprecisa edad; que, aun así, con la parte mejor de mí, sobre los altos astros, ya eterno, iré, y un nombre será indeleble, el mío; y por donde se abre el romano poderío a sus dominadas tierras, se me leerá con la boca del pueblo, y, si algo tienen de verdadero los presagios de los poetas, viviré, gracias a la fama, a través de todos los siglos.” [16]

 

Conclusión.

 

En el estrambote del soneto de Cervantes Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla está la mejor definición de bravuconería, de fanfarronada, de chulería y de lo que es un “farol”. Recuerden:

Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla;
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?

Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!,
Roma triunfante en ánimo y nobleza.

Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente.

Esto oyó un valentón, y dijo: "Es cierto
cuanto dice voacé, señor soldado.
Y el que dijere lo contrario, miente."

Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.

“Miró al soslayo, fuese y no hubo nada”. Horacio y Ovidio serían unos “faroleros” si, como el valentón, matasiete  o perdonavidas cervantino, “se hubiesen ido y no hubiera habido nada”. Pero ¡vaya que si hay! Dos mil años después, nos queda de ellos lo que ellos nos dijeron que nos quedaría: su obra. Somos muchos— y no precisamente los más tontos de cada casa— los que seguimos leyéndolos porque nos enseñan a vivir con dignidad humana.

Roma ha pervivido en sus grandes hombres porque ellos, como antes ocurriera con los griegos, vencieron a la muerte dejándonos unas obras que se han mostrado imperecederas. No importa que sus tumbas, las pocas que se han conservado, estén vacías. Su talento, su pericia sigue viva y vigente. Vivieron a fondo y dejaron una obra bien hecha. A quien siga su camino le acontecerá lo mismo que a ellos. Ellos y sus imitadores, con todo derecho, podrán preguntarle a la muerte:

 “—Muerte, ¿Dónde está tu victoria?”

Ellos fueron precursores de una laicidad, de una secularización, de una desacralización que no terminan de imponerse, aunque es el estilo de vida más radicalmente humano.

No necesitamos esperar ningún reino de los cielos, no necesitamos regresar a ningún paraíso perdido. Hay que vivir “a tope” sin necesidad de hacer daño a nadie, ni a sí mismo ni a los demás; por el contrario, hay que ser útiles a los demás. Esa es la inmortalidad que merece la pena.

Obrando así, moriremos, pero “¡qué nos quiten lo bailao!”

 


 

NOTAS

[1]Tumba de la catedral de Toledo en la que yace enterrado el cardenal Portocarrero (Luis Manuel Fernández de Portocarrero-Bocanegra y Moscoso-Osorio (Palma del Río8 de enero de 1635 - Toledo14 de septiembre de 1709), uno de los españoles más importantes de su tiempo. Sobre la lápida de bronce hay una inscripción en letras doradas que dice: Hic iacet pulvis, cinis et nihil (“Aquí yace polvo, ceniza y nada”).

[2] “La filosofía, según Heidegger, no puede ser más que una analítica e interpretación del Dasein. Este análisis del Dasein descubre, ante todo, la contingencia de su ser. El Dasein aparece inexplicablemente en la realidad, sobrenada durante su vida en el poder-no-ser, esto es, suspendido sobre la nada, y, entre sus muchas y fortuitas posibilidades, sólo una es necesaria: el morir. El Dasein es un «ser para la muerte» (Sein zum Tode).” RAFAEL GAMBRA, Historia sencilla de la Filosofía, 21ª edición, Rialp, Madrid 1996, pp. 227-229.

[3] Rubén Darío, Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas (1905). 

[4] La idea de una edad de oro aparece por vez primera en los Trabajos y los Días de Hesíodo . En latín fue descrita por Ovidio en sus Metamorfosis. Virgilio, en las Geórgicas, explica el por qué desapareció aquella paradisíaca edad, recreada por la poesía bucólica en la fantástica vida “pastoril” de una imaginaria “Arcadia feliz”. La Edad de Oro es recordada en el Quijote, II parte, capítulo XI.

[5] Catulo, Poema V.

[6] Catulo, Poema  III.

[7] Catulo, Poema  LI. 

[8] Ex nihilo nihil fit: de la nada, nada puede surgir; Lucrecio, De Rerum Natura, I, 155-6.

[9] Horacio, Odas IV, 7.

[10] Virgilio, Geórgicas, III, 284 – 285 . A veces el pasaje virgiliano es recreado así: «Tempus fugit, sicut nubes, quasi naves, velut umbra». El tiempo vuela, como las nubes, como las naves, como la sombra.

El “fugit… fugit… tempus…” virgiliano se convierte en “la edad ligera” del terceto final del hermoso Soneto XXIII de Garcilaso:

“Marchitará la rosa el viento helado,
todo lo mudará la edad ligera
por no hacer mudanza en su costumbre.”

[11] “Puluis et umbra sumus” en Horacio, Odas IV, 7, 16. En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada» del estremecedor soneto de Góngora. “Pulvis, cinis et nihil ” de la tumba del cardenal Portocarrero.

[12] Horacio, Odas, I, II.

[13] Traducción corregida en detalles de Ramón Irigoyen.

[14] Véase una selección en Antonino M. Pérez Rodríguez, En San Millán de Suso o el noble oficio de traductor; Biblioteca Gonzalo de Berceo, vallenajerilla.com

[15] Horacio, Odas, III, 30.

[16] Ovidio, Metamorfosis, XV, final.

 

 

 
 

 

Espigando textos clásicos “sobre la muerte”.

Antonino M. Pérez Rodríguez
C
atedrático del IES Lope de Vega de Madrid