BIBLIOTECA GONZALO DE BERCEO

 

"El diablo toma la forma de mugier por que a los buenos pueda enpesçer" [1]:
una faceta de la mujer en la literatura ejemplar

 

Graciela Cándano Fierro (UNAM)
Memorabilia

La mujer es el navío del perverso Satanás
[Anselm de Turmeda, Llibre de bons amonestaments]

 

     Si bien en los siglos xii y xiii e inclusive principios del xiv se permite a las mujeres excepcionales desenvolverse autónomamente hasta cierto punto, a partir del siglo xv se reduce considerablemente la relevancia de las sabias y las santas [2]. Efectivamente, es en ese siglo donde comienzan los maestros y oficiales de los gremios a atacar a sus competidoras -especialmente a las industriosas beguinas-, y cuando se desencadena el exterminio sistemático de decenas de miles de mujeres doctas y, principalmente, no doctas, en particular las más débiles, o sea, las ancianas, las menesterosas o las sin marido. Este proceso no concluirá sino hasta los albores del siglo XVIII en la Europa del Este [3]. Y tal desenfreno se da bajo el embozo de una ideología agudamente masculina y militar, que confinaba a las mujeres a una categoría de absoluta sumisión y que encomiaba las capacidades viriles de ataque, así como la fortaleza varonil ante cualquier agresión. Tal ideario, afirma Duby, tendía inequívocamente a no apiadarse de los más débiles [1990, p. 178].

      Sobre este fenómeno antifemenino por antonomasia es importante recalcar que mujeres de la talla de Hildegarda de Bingen o Juana de Arco (quienes reclamaron e hicieron firme uso de sus dones de mando y obraron con independencia) suscitaron desde el siglo xii, en dominios eminentemente masculinos -como el de las autoridades de la Iglesia y el de los gobernantes seculares-, un temor nacido de la idea de que, precisamente a causa de sus virtudes, en particular al poder de su palabra, tales mujeres y sus potenciales seguidoras podrían constituir una amenaza u oposición real a la supremacía del varón sobre el mundo conocido [4]. Y ese miedo, ese recelo resultante de haberse desafiado la autoridad del hombre por parte de un puñado de féminas portentosas, se fue extendiendo y multiplicando, ya convertido en fobia, incluso hacia las más humildes campesinas de toda Europa, "desde Finlandia hasta Italia, desde Escocia hasta Rusia", señalan Anderson y Zinsser [1992, p. 186]. Philippe Ariès observa:

es posible que durante la Edad Media la desconfianza hacia la mujer haya aumentado entre los hombres y, en particular, entre los clérigos, como una especie de reacción de defensa ante la importancia que había adquirido la mujer [1987, p. 67].

      Esta circunstancia se conjugó, deplorablemente, con arraigados atavismos, como la creencia de que la magia y las fuerzas sobrenaturales existían y de que la mujer estaba esencialmente vinculada a ellas. Asimismo, esta reacción antifemenina estaba conectada, a mi juicio, a otro novedoso y paradójico estado de cosas que explicaré enseguida.

Pronatalismo antifeminista

      Con el fin de poder comprender la nueva situación anunciada recurriré, primero que nada, a los historiadores Heinsohn y Steiger. Durante los 500 años que van del principio del siglo ix al final del xiii la población europea se incrementó sólo en 45 millones de personas (de 30 a 75 millones), y después decreció en el siglo xiv debido a la ominosa conjunción de la fatal peste negra, las hambrunas, las guerras y diversos desastres climatológicos [5]. En cambio, en los 500 años comprendidos de 1475 a 1975, esa misma población se decuplicó (aumentó de 64 a casi 640 millones [Apud Reinhard 1959, pp. 70-71]). Ahora bien, una de las fuentes del gran crecimiento demográfico europeo, iniciado en las postrimerías de la Edad Media, fue la bula pontificia Summis desiderantes affectibus, de 1484, en la que el papa Inocencio VIII instaba a la policía inquisidora a combatir un supuesto culto satánico que se estaba generalizando en los obispados alemanes, ordenando "destruir, ahogar y exterminar" los encantamientos desplegados, entre otras cosas, contra el buen desenlace de los partos de las hembras [Cf. Romermann, 1985, p. 3]. Esta iniciativa papal ocultaba el deseo de promover la natalidad en la población, como medida esencial para contrarrestar los estragos de la peste. De ella se derivó, dos años después, el "manual del perfecto cazador de brujas", el Malleus Maleficarum -o Martillo de las hechiceras- escrito a solicitud del propio Inocencio VIII por los clérigos Henry Kraemer y Jacob Sprenger. Para ambos dominicos la mujer era "a hidden and cajoling enemy" (un enemigo oculto y engatusador) [Apud Kors & Peters, 1978, p. 127].

      Semejante política, antisatánica y proclive al crecimiento demográfico, oficializaba ciertas actividades antifemeninas que ya existían en el siglo xiv, tanto en Florencia como en París. En estas ciudades las mujeres fueron acusadas desde entonces por los hombres de despertarles la impotencia o la lujuria con sus brebajes [Kieckhefer, 1976, p. 28], y existen pruebas parciales de unos 500 procesos realizados contra mujeres sospechosas de practicar la brujería muy frecuentemente alrededor de los fenómenos de la fertilidad y la fecundidad en Alemania, Francia y Suiza, durante los siglos xiv y xv [Cf. Anderson & Zinsser, 1992, pp. 186 y 188]. Uno de los primeros juicios en el que una mujer fue llevada a la picota por haber adquirido su maléfico poder mediante relaciones sexuales con un íncubo tuvo lugar en Irlanda, en 1324-1325 [Riquer, 1989, p. 342]. Y un caso extremo de la malévola fantasía que encerraban estos procesos fue el de una joven de Zwickau, Alemania, quien fue quemada en 1477 con todos sus libros y muebles "por haber abortado una fruta, con modo erróneo", aducían sus juzgadores [Romermann, 1985, p. 4].

      Estas prácticas persecutorias, que se desataron al margen de la siniestra orden monacal de los dominicos, fueron quizás el principal corolario de que la nobleza y la Iglesia patrocinaran una mayor reproducción humana con el fin de asegurar en el largo plazo el ya muy menguado poder feudal, después de la gran mortandad provocada por los cuatro jinetes del Apocalipsis trecentista. En Italia, por ejemplo, la población se redujo a la mitad [Leonardi, 1991, p. 203], y los pueblos de Alemania vieron perecer casi las dos terceras partes de sus habitantes, mientras que Provenza y Cataluña perdieron el ochenta por ciento de su población [6].

      Inocencio VIII fue, en última instancia, la punta de lanza de la histeria de los estadistas y los prelados, así como del orgulloso racionalismo misógino masculino y de una población ingenuamente crédula en general. La superstición tocaba todos los campos de la vida cotidiana. En materia de salud, desde la época carolingia se aplicaban, para aliviar los dolores, remedios como éste: si había dolor, se colocaba en la zona de molestia una flecha y se recitaba el siguiente ensalmo:

Sal, gusano, / con nueve gusanillos, / pasa de la médula al hueso, / del hueso a la carne, / de la carne a la piel / y de la piel a esta flecha

[Apud Power 1966, p. 27].

      Por otra parte, eran muchas las curas milagrosas de todo tipo, como es el caso de la sanación especialmente de enfermos deshauciados a través del simple contacto con libros sagrados. El hecho es que las víctimas fundamentales de los afanes repobladores fueron las personas dedicadas a esta clase de tratamientos, mágicos o no, es decir, las yerberas y, singularmente, las parteras, sapientes mujeres que conservaban la dilatada tradición asociada a la procura del buen alumbramiento, pero también a los recién satanizados ejercicios de la anticoncepción y el aborto por medio de pociones elaboradas con hierbas medicinales [7]. Ya a principios del siglo xiv, el afamado médico y sabio español Arnaldo de Villanova (1240-1313) desacreditaba a las comadronas de Salerno denunciando que, en el momento del parto, administraban a la parturienta un menjurje pimentoso mientras le susurraban al oído, junto con el Pater noster, esta misteriosa fórmula cabalística, y, en todo caso, diabólica:

Bizomie lamion lamium / azerai vachina deus deus / sabaoth, / Benedictus qui venit / in nomine Domini, / osanna in excelsis

[Bertini, 1991, p. 162] [8].

      Acerca de éstos y otros remedios, baste leer la descripción que hace Pármeno sobre la parafernalia que utilizaba Celestina para atender debidamente a mujeres y hombres: fragancias, afeites, alambiques, untos, lejías, aceites, redomas, bálsamos y técnicas diversas con objeto de hacer aparecer virgen a una mujer que no lo era: "tres veces vendió por virgen a una criada que tenía" [Rojas, pp. 69-70].

      Estas profesionales fueron tildadas de brujas, y, en una época en que se creía que Satanás había sido condenado al Infierno por haber tenido relaciones sexuales con las hijas de los hombres [Rubial 1983, p. 115], era consecuente que también se las tachara de relacionarse con el demonio. La sistemática campaña de desprestigio orientada a su exterminio que arrastró a muchas otras mujeres que representaron un peligro para el poder político y eclesiástico alcanzó, según el posiblemente exagerado cálculo de Romermann [1985, p. 1], la cifra de seis millones de mujeres inmoladas. Esta cantidad parecería influida justificadamente por las dimensiones del holocausto consumado por los nazis. Otros autores, más cautelosos, señalan que habrían sido liquidadas "únicamente" 300 mil mujeres desde que Inocencio VIII promulgara su implacable bula, hasta que fue quemada la última sentenciada en 1782: una doméstica suiza [Cohn apud Riquer, 1989, pp. 349-350]. Las estimaciones del rango de este sacrificio masivo varían entre 9 de millones y 40 mil mujeres asesinadas. Lo cierto es que eran ajusticiadas en la hoguera o mediante la tortura, el degollamiento, el estrangulamiento, la descuartización, la horca o la grotesca "prueba de agua". Tal prueba consistía en atar de pies y manos a las mujeres sospechosas de hacer encantamientos y en arrojarlas luego al agua; si se ahogaban, eran inocentes, pero si no, se demostraba entonces su identidad de brujas y hechiceras, razón por la cual se las condenaba a muerte.

      Las sospechas y las persecuciones se agudizaron en el siglo xvii, toda vez que la élite clerical y secular tuvo que crear las condiciones necesarias para reinstaurar la confianza en las instituciones reinantes, puestas en tela de juicio a raíz de la Reforma religiosa (primera mitad del siglo xvi) que cuestionó la fe católica y su liturgia y que produjo, en muchos países, el reemplazo de una doctrina por otra y de un príncipe por otro. Los recelos se exacerbaron tanto que Henningsen refiere que Pierre de Lancre, Consejero del Parlamento de Burdeos, al retornar en 1609 de una expedición al Pays de Laborud, lo hizo convencido de que ¡los 30 mil vascos de la región (mujeres y hombres) eran brujos! [Apud McKey, 1963, p. 22]; al año siguiente, el inquisidor de Pamplona juzgó y mandó ejecutar a "la reina de las brujas", la demoniaca vasca Graciana de Barrenechea, y a 52 miembros de su secta [McKey, 1963, p. 4].

      En esa revuelta atmósfera, las mujeres, con sus remedios tradicionales, arcaicos sortilegios y salmos ancestrales todos ellos ajenos a los poderes oficiales, parecían confabularse a fin de coadyuvar en la vacilación y el caos. Las hechiceras y brujas (y desde luego las curanderas, comadronas, alcahuetas, virgueras las que restituían la virginidad, o hacían virgos, barraganas, adivinas, ladronas, prostitutas, perfumistas, viudas, ermitañas, limosneras y un sinfín de campesinas analfabetas y más bien ancianas) terminaron siendo, pues, agentes del demonio y, en la delirante fantasía popular, hasta oficiantes de sucios ritos bajo diabólicos altares [9]. Ocasionalmente, las mujeres y los hombres sí llegaron a perpetrar aquelarres y misas negras, y a cometer crímenes con un claro contenido erótico, sintiéndose verdaderamente poseídos por Satanás (como sucedió en los cruentos prados de Berroscoberro). Al diablo que se hacía presente en esos cultos se le veía como un monstruo sexual caza-mujeres, de ahí que el dominico bretón Alain de la Roche (quien difundió el uso del rosario) viera al demonio anota Huizinga con repulsivas partes sexuales, de las que surgía un río de fuego y azufre que, con su humo, obscurecía la Tierra [1973, p. 312].

      En la tardía Edad Media ya se le adjudicaba a la mujer tener una relación con el diablo, bien sea en los aquelarres a través de las invocaciones que realizaban las brujas, o mediante la posesión satánica -incluso se la hacía susceptiple de practicar la copulación con el espíritu del mal y de ostentar máculas en la piel provenientes del contacto con Luzbel-, y también se la acusaba de poseer propiedades demoniacas, tales como emitir palabras dulces o capciosas, o de ser temporalmente hermosa [10].

      Acorde con las tendencias antihechiceriles el Arcipreste de Talavera, insigne cronista de su tiempo (la primera mitad del siglo xv), dice en tono didáctico, refiriéndose a las mujeres que desean atrapar a un hombre en sus redes amorosas:

Comiençan a fazer [...] fechizos, encantamientos e obras diabólicas más verdaderamente nonbrados, e ellas dízenles byenquerencias. Desto son causa las viejas matronas, malditas de Dios e de sus santos, enemigas de la virgen Santa María [...]; e entonce toman oficio de alcayuetas, fechizeras, e adevinadoras, por fazer perder las otras como ellas. ¡O malditas, descomulgadas, disfamadas, traydoras, alevosas, dignas de byvas ser quemadas! ¡Quántas preñadas fazen mover [11], por la vergüenza del mundo...! [Martínez de Toledo, pp. 171-72].

      Ante tal estado de cosas se instituyó un trío de consignas sobreentendidas, a saber: denunciar, enjuiciar y ajusticiar a todo supuesto engendro femenino. El primer ordenamiento lo realizaban fundamentalmente los lugareños, vecinos y parientes, que se acusaban mutuamente revelando la existencia de mujeres que vivían, como se ha expresado, al margen de las expectativas del pueblo, principalmente debido a su pobreza, vejez o soledad. Y cualquier denuncia estimulaba, con frecuencia, el arranque de una incontenible reacción en cadena o ramificada, ya que una inculpada podía, vengativamente, llevar al banquillo a otra u otras y así sucesivamente. Caro Baroja ejemplifica esta impune furia delatora con el caso de una reconocida hechicera de Hesdin, quien, antes de ser agarrotada, llevó a la muerte en 1317 a la inocente condesa de Artois por la infundada fabricación de filtros y venenos [1979, p. 114]. La segunda instrucción tácita se cristalizaba en los juicios, donde se llegaba a preguntar a las presuntas brujas cosas tales como si se mojaban cuando llovía o dónde se sentaba el diablo en los aquelarres [Nathan Bravo, 1995, p. 274]. La ejecución se llevaba a cabo gracias a la aplicación cabal del conjunto de ceremonias jurídicas, principios científicos y ordalías con que contaban los represores funcionarios de la Iglesia y del Estado [12]. William Monter [1976, pp. 156-157] refiere el siguiente caso, acontecido en 1539 [13]: Jeanette Clerc, llevada a los tribunales por su vecino como consecuencia de que éste había sufrido un daño, un castigo de Dios: había perdido su vaca, después de la penosa tortura "confesó" lo que la Inquisición ginebrina esperaba:

Ella montaba sobre una escoba y volaba hasta la sinagoga, acompañada por un demonio llamado Simón; con él practicaba el sexo contranatura, su semen era helado y la cicatriz que tenía en su rostro provenía de un mordisco dado por ese ser diabólico; ingería manzanas, pan blanco y vino blanco en los aquelarres, y celebraba satánicas reuniones los jueves y los viernes.

      Este tipo de horrendas declaraciones forzadas incluían la fornicación con animales, bestias imaginarias o sapos ataviados con ropajes fantásticos; conversaciones con infantes fallecidos o asesinatos y devoramientos de éstos antes del bautismo; profanación reiterada de la hostia y otros géneros de gravísimas herejías; transformaciones y metamorfosis diversas; provocación de tempestades y de plagas; impotencia masculina u odio entre personas; ilusión de que se ha perdido el miembro viril; derrotas en las guerras, y la consabida elaboración de ungüentos y pócimas con todo tipo de substancias nauseabundas, como excrementos y putrefacciones.

      Valiéndose de un creciente y perturbado alud de delaciones, juicios e inmolaciones, las autoridades oficiales debían, por una parte, apaciguar la angustia de los terratenientes por la pérdida potencial de sus espacios de señorío y facultad, y, por otra, aplicar sus desalmadas políticas repobladoras. No era menos importante su necesidad de mantener a raya al Maligno con la colaboración de la sociedad medieval en su conjunto y transferir sus faltas y culpas morales (manifiestas en los señalados castigos de Dios) a la enemiga número uno del poderoso varón: la mujer, la perversidad universal el mismísimo demonio apoderado de su genio y figura-.

      Hay un cierto tipo de relatos o exempla que nos habla de asignaciones diabólicas a mujeres, con el fin de que el hombre ponga una temerosa distancia entre ellas, como es el caso que se relata en Barlaam e Josafat, donde un joven príncipe, que hasta entonces ha pasado recluido aprendiendo la sabiduría acumulada por la humanidad, sale con su maestro de su refugio a conocer la realidad del mundo. El muchacho quiere saber qué es todo lo que ve, hasta que pasan dos muchachas hermosas por la calle. Entonces inquiere qué son esos seres que tanto le llaman la atención, a lo que su mentor le responde que son unos diablos. Y cuando el rey pregunta a su hijo qué es lo que más le ha gustado de todo lo que ha visto, el príncipe le contesta, inocentemente: "los diablos, padre". En el Libro de los exenplos por a.b.c. hay un relato similar. Esta colección de exempla, compuesta por el religioso Clemente Sánchez de Vercial entre 1400 y 1421, fue la más monumental de todas, pues llegó a contener hasta 540 pequeños relatos, aptos para ser utilizados en el sermón habitual de los domingos o en la prédica de los monjes mendicantes. Resulta, según el exemplum en cuestión, que se encuentran dos hermanos contemplando, desde una ventana, todo lo que transcurre por la calle. En eso:

vieron passar una mugier delante ellos bien vestida y bien afeytada. E el uno dellos, que nunca viera mugier, demando al otro que cosa hera, e dijole que hera cabra. Otros dizen que dixo que hera ojo del diablo... [Libro de los exenplos por a.b.c., cuento 300].

      Sin embargo, un fenómeno que rebasaba en malignidad a la semejanza con Luzbel, el trato carnal o la posesión, era la condición de la mujer como vehículo ideal escogido por el demonio para dañar al hombre; el que la mujer fuera, tal como lo describía Anselm Turmeda en 1398 (en su Llibre de bons amonestaments [14]: "el navío del perverso Satanás" [Apud Riu, 1959, p. 383]. Un ejemplo de esta iniquidad lo brinda Castigos e documentos para bien vivir ordenados por el rey don Sancho IV, texto elaborado de 1292 a 1293 por un equipo de eruditos clérigos españoles que acompañaron al rey Sancho en algunas campañas militares. El libro, estructurado mediante el recurso del padre que amonesta a su hijo (un espejo de príncipes), desarrolla toda una teoría de valores espirituales cristianos y promueve el interés por las prácticas religiosas. Enarbola como meta central transmitir numerosas advertencias de Sancho a su pequeño hijo, el futuro Fernando IV, con el laudable fin de que fuera un buen gobernante [15]. Su leit motiv es el no tomar el mal camino como consecuencia de dejarse llevar por el demonio, el mundo y la carne [16]. Este texto, si bien se sitúa dentro de la línea de la literatura alfonsí, no encaja exactamente dentro de la catalogación de colección de exempla, dado que sus más de veinte relatos muchos de origen oriental se mezclan con una profusión de consejos y máximas provenientes de la tradición medieval europea y de la patrística (entre sus páginas brotan desde Boecio hasta las Decretales de Gregorio IX, pasando por referencias extraídas de la Crónica de Alfonso X y de De regimine principum de Egidio Romano). Sus sententiae, como las que se citan de Pedro Lombardo, lo ubican más bien dentro de la literatura gnómica [Deyermond 1973: 180]. Veamos el exemplum:

      Un viejo ermitaño lleva treinta años de soledad y de alimentarse con agua y yerbas del monte. Pesándole al diablo un hombre tan casto y frugal, decide aparecérsele a la entrada de su cueva, un día de intenso frío, con la forma de una niña hermosa, huérfana, hambrienta y extraviada. El eremita, que siente afecto por todas las criaturas de Dios, la acoge, le da un poco de pan y la cubre con un tosco manto de pieles. Después de comer, ella rompe a llorar con gran desconsuelo, por lo que el ermitaño comienza a mirarla más a menudo, a hablarle y a acercarse a ella con ternura. La cálida e íntima situación provoca que se besen, y que el viejo desee "su voluntad conplir a más". De pronto:

muger çerca sí desfízose entre manos [17]. E el diablo saltó ençima de vna viga en semejança de cabrón e començó a reyrse a grandes risadas e fazié escarnio del hermitanno. [...] E el diablo le dezié: "Mesquino, para mientes [18] cómmo te sope yo engañar e cómmo te fiz perder en vn ora los treynta annos que has pasados" [Castigos, pp. 177-78].

      La "muger muy fermosa e muy ninna" era el mismísimo demonio... y el diablo era, precisamente, la niña. Esta es la concepción más negativa posible que se puede tener de la mujer, y es una imagen más o menos común en el Medievo. Uno de tantos ejemplos lo brinda una escena de tentación diabólica representada en un capitel del siglo xii de la iglesia de la Madeleine en Vézelay, en la que se ve a Satanás ofreciéndole una mujer a san Benedicto. Las descripciones de la época se refieren al trío de personajes, de derecha a izquierda, como sanctus Benedictus, diabolus y diabolus [Apud Frugoni, 1992, p. 421], respectivamente, es decir, que el diablo y la mujer son perfectamente intercambiables.

      "El diablo toma forma de mugier, por que a los buenos pueda enpesçer" [19], reza el epígrafe de un exemplum para predicadores tomado del Libro de los exenplos por a.b.c. [p. 105], donde se observa que el diablo es susceptible de presentarse, no sólo como hermosa doncella, sino como una anciana que parece buena persona, pasando así por todos los tipos de mujeres según la oportunidad. Esta colección de exempla, compuesta por el religioso Clemente Sánchez de Vercial entre 1400 y 1421, fue la más monumental de todas, pues llegó a contener hasta 540 pequeños relatos, aptos para se utilizados en el sermón habitual de los domingos o en la prédica de los monjes mendicantes . El exemplum en cuestión es como sigue:

      Un fraile apóstata anda fugitivo en compañía de una mujer de setenta años que le brinda su amistad y apoyo. En eso, un cierto ministro de la iglesia de Borgoña encuentra al relapso y le suplica dulcemente que retorne a la orden y que lleve a cabo la penitencia que le corresponde. Entonces la vieja se opone e insta al fraile a seguir su camino. Por fin, el renegado acepta volver a la religión y parte rumbo a León. La vieja, que no es otra que el demonio, dice en aquel momento:

Por aquel Dios que tomen todos los diabros del infierno, non sé qué feziste de mi conpañero; pero sé tanto que aquel que tú dizes non es mi conpañero, antes diversso de mí.

      Por lo tanto hay que estar atentos y atemperarse, pues el hombre puede ser seducido o atacado en cualquier momento por su demoniaca enemiga, la mujer. "Sed sobrios y velad", dice 1 Pedro 5:8, "porque vuestro adversario, el diablo [...] anda alrededor buscando a quien devorar"; y no debe olvidarse que las serpientes (animales diabólicos por excelencia) eran imaginadas como bestias que se escabullen, que se ocultan, que pueden aparentar que no están presentes, "pero que son devoradoras y hacen daño con la boca, con la palabra" [Cándano 1996, p. 17].

      Por último, véase cómo el demonio (o los demonios) acometen, con forma de mujer, a hombres ancianos, maduros o incluso a niños, con tal de atentar contra la castidad, inclinar a la apostasía u obtener una ventaja de cualquier tipo. En la colección Sendebar, (también conocida bajo el sugerente título de Libro de los engannos e assayamientos de las mugeres) extraordinaria obra de procedencia india, traducida al castellano a mediados del siglo XIII por orden de Fadrique, hermano de Alfonso X, el Sabio, se lee el siguiente relato:

      Un príncipe, persiguiendo un venado, se pierde en el monte. Yendo a caballo por una senda se encuentra a una moza que lloraba porque -le dice- se ha caído del elefante en que venía cabalgando junto con sus parientes; también se halla perdida. El niño se compadece de ella y la sube a la grupa de su caballo. Cabalgan hasta llegar a una aldea abandonada. Ahí, la moza baja de la bestia y penetra en una casa ruinosa...

E quando vio el niño que tardava, desçendió de su caballo e subió en una pared e paró mientes [20] e vio que era una diabla que estava con sus parientes...

      La moza -la diabla, el abominable súcubo- quería extorsionar al Infante por suponerlo rico, hijo de rey.

      Así pues, haciendo gala de una notable misoginia, el poder religioso y secular deseaba, mediante la literatura didáctica, convencer al hombre de que el demonio, convertido en mujer, ¡hecho mujer!, quería arrebatarle su fe, su pudor, su sabiduría y hasta su dinero.

      En este trabajo se han presentado algunos exempla en los que el diablo toma la forma de mujer para atentar contra la fe, la castidad y el patrimonio del hombre. El demonio adopta la figura de una hermosa niña desvalida, de una noble moza perdida o de una anciana buena samaritana, y ataca respectivamente a un viejo ermitaño, un niño y un fraile.

      Con esto deseo destacar la visión extrema del poder religioso y secular, que hizo aparecer al sexo femenino, en la literatura ejemplar de esos siglos, como un género rayano en lo diabólico.

* * *

      El desprecio y maltrato a la mujer alcanza, todavía hoy, niveles extremos absolutamente intolerables. En este momento, es probable que una niña somalí esté siendo sometida a la práctica de la "infibulación". Tal costumbre es, para desgracia de estas mujeres africanas, un sangriento rito consistente en cercenar, por lo común sin anestesia ni asepsia, el clítoris, los labios menores y la mayor parte de los labios mayores de la vulva. Tan irracional mutilación, ejercida por las culturas nómadas de Somalia, obedece a la creencia atávica de que los genitales femeninos son malignos, demoniacos. Las familias presuponen que únicamente después de esta "operación" las muchachas dejarán de ser impuras, lascivas e insaciables sexualmente. Sólo así podrán ser apetecibles para el matrimonio (concertado, desde luego, por el padre de la joven).

      Ante estas notables creencias milenarias, me pregunto: ¿dónde ha estado el demonio todos estos siglos, en la mujer, o en la cultura?

 


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ROMERMANN, Birgit, "La matanza de miles de `brujas' medievales", trad. de Herdis Jensen, en EXCELSIOR (de Der Spiegel de Hamburgo), dic. de 1985, pp. 1-6.

RUBIAL, Antonio, "Las metáforas del cuerpo en la religiosidad medieval", en Historiae variae, Vol I, México, Universidad Iberoamericana, 1983, pp. 105-120.

 Sendebar, ed. de María Jesús Lacarra, Madrid, Ediciones Cátedra, 1989.

SCHILLER, Reinhard, Remedios naturistas de santa Hidegarda. Los secretos curativos de la Edad Media, Barcelona, Tikal Ediciones, 1994.

 

 

 

 

 

NOTAS

[1] Enpesçer: Hacer daño. El título del presente trabajo es el de un relato de la colección de exempla: Libro de los exenplos por a.b.c. [p.105].

[2] Ya en el Concilio de Toledo de 1324 se califica a la mujer de liviana, deshonesta o corrompida.

[3] La persecución sistemática de las mujeres doctas sería a partir del siglo XVI.

[4] Dice Duby al respecto: "Y yo me pregunto si la fuerte ola de reacción contra las tendencias a la emancipación femenina [...] cuyos primeros signos se advierten el último tercio del siglo xii en los linajes aristocráticos, incitando a dejar a más jóvenes que tomaran mujer, [era] porque más valía poner a las muchachas bajo el control de un esposo" [1982, p.182].

[5] Sobre esta peste (la bubónica, misma que Boccaccio recuerda en el Decamerón), podemos decir que, apenas había transcurrido un tercio de siglo xiv, la más horrible de las pestes de que hubo memoria vino a devastar Europa. Como si quisiera anticiparse al Juicio Final, segaba todo lo que encontraba al paso.

[6] Estas políticas recuerdan lo ocurrido durante la Reconquista (718-1492), donde la Iglesia española condenaba a la mujer que, sin pertenecer al clero, renunciaba al imperativo de multiplicar la población de una comunidad medieval colonizada, cuya sobrevivencia dependía, en gran medida, de la fecundidad de sus mujeres [Cf. Dillard, 1989, p. 208].

[7] La mismísima Hildegarda de Bingen recomendaba, en el siglo xii, un abortivo preparado con leche y ramitas de ojaranzo o carpe [Schiller, 1994, p. 68]. Debe destacarse que en el Medioevo las parteras, comadronas y parientas con experiencia en el parto jugaban un papel trascendental, polifacético, en la sociedad. Aún en nuestros días existen países, tan cercanos como Uruguay y El Salvador, en los que sólo el 39 por ciento y el 25 por ciento de los partos, respectivamente, son atendidos por médicos (datos de 1977 [Las condiciones de salud, p.120]).

[8] Romermann [1985, p. 4] indica que "...las mujeres viejas, expertas en el oficio ginecológico y las bebidas afrodisiacas, fueron globalmente condenadas a muerte con una sola frase: `Nadie perjudica más a la religión católica que las parteras'".

[9] Coherentemente con ello, recuérdese que el personaje Sempronio, refiriéndose a la más célebre alcahueta y virguera de la literatura, dice en el acto 1: "Celestina, hechicera, astuta, sagaz en cuantas maldades hay" [Rojas, p. 59].

[10] La belleza inocua era un atributo exclusivo de la virgen María, pues en la mujer podía constituir una verdadera trampa mortal.

[11] Fazen mover: Hacen abortar.

[12] Existían actos probatorios como la búsqueda de la "marca del diablo", para el que en Alemania, Escocia, Francia e Inglaterra se desnudaba y afeitaba íntegramente a la mujer a prueba; acto seguido se le pinchaba el cuerpo con una aguja, especialmente en los senos y los genitales, hasta encontrar la zona que había tocado el diablo durante la copulación (dicha zona se descubría eventualmente cuando la atormentada no sangraba ni manifestaba dolor) [Larner apud Anderson & Zinsser, 1992, p. 196]. Es aterrador aquilatar que el jurista protestante Benedict Carpsov condenó él sólo a muerte en Leipzig, durante la primera mitad del siglo xvii, a 20 mil mujeres.

[13] Sólo 9 años después de que Martín Lutero expusiera su doctrina en La Confesión de Augsburg.

[14] Libro de sanas advertencias.

[15] Eloísa Palafox devela los propósitos enmascarados de Sancho IV de enaltecer, mediante Castigos e documentos, su propia imagen regia, guerrera y sabia, con el fin de consolidar su liderazgo político y fortalecer su credibilidad [1998, pp. 56-57].

[16] Simultáneamente a Castigos e documentos del rey don Sancho aparecieron obras político-morales del mismo corte como el Libro del consejo y de los consejeros.

[17] La muger çerca sí desfízose entre manos: La mujer que estaba a su lado se desvaneció entre sus manos.

[18] Para mientes: Fíjate.

[19] Se trata, naturalmente, del título del presente trabajo..

[20] E paró mientes: Y prestó atención.