Cantoral de la biblioteca del monasterio de Yuso en San Millán de la Cogolla (La Rioja). En la foto central anagrama mariano de la portada del mismo cantoral.
  

 

                                    
1. UNA EUROPA RENOVADA. LA ÉPOCA ROMÁNICA

      Es difícil marcar el inicio y el final de una edad histórica. El tiempo es continuo y sólo pueden notarse las diferencias entre dos periodos con una mirada de conjunto desde una perspectiva distante. La Alta Edad Media se caracteriza por el predominio de la vida rural sobre la urbana y por el protagonismo consiguiente de los monasterios sobre las catedrales. En España el culto se regía por las normas establecidas en los concilios toledanos y los documentos y libros se escribían en una letra nacional, la visigoda o mozárabe. En la Baja Edad Media la población, más abundante, se concentra, la vida urbana adquiere gran protagonismo y con ella las catedrales, pero el signo cultural más distintivo es la aparición de las universidades. Si la creatividad fue escasa en la Alta Edad Media, preocupada fundamentalmente por la conservación de los textos y de la doctrina, en la Baja Edad Media aumentaron las obras originales firmadas por su autor, tanto en latín como en las lenguas vernáculas.

     Queda entre ambos períodos otro intermdio, al que llamamos románico porque en él triunfó el estilo artístico de este nombre y con él iniciamos la exposición.

     Doblado el cabo del milenio, que tantos terrores había producido ante el inminente y temido fin del mundo, unificada la Iglesia por la política enérgica del pontificado, perdido el temor a la fuerza del Islam, Europa emprendió una marcha en el camino del progreso que se reflejó en un continuo aumento de la población y en la mejora de las condiciones de vida. Creció la producción del campo, desapareció la exclusiva tendencia al autoabastecimiento en las explotaciones agrarias y se variaron los cultivos, atendiendo, sin abandonar los cereales que continuaron siendo esenciales, a los que pudieran comercializarse, como los hortícolas, la vid y las especies industriales, tales el lino y el cáñamo. Un aumento de los animales de las granjas trajo, por un lado, una mayor fuerza de trabajo y, por otro, una dieta alimenticia más abundante y rica para los hombres.

      La expansión económica del campo dio lugar al renacimiento de las ciudades, postradas desde la invasión de los bárbaros en el siglo quinto, a las que confluyó el exceso de población rural y el de la mano de obra. Los campesinos y comerciantes acudían a ellas para vender en los mercados semanales o en las ferias anuales, y allí compraban los productos de una naciente artesanía. Se generalizó el comercio, se constituyeron sociedades para operaciones de gran envergadura dedicadas al tráfico con lejanas tierras, y aparecieron cambistas y prestamistas para facilitar los medios de pago.

      El poder político residía en teoría en el emperador que presidía el Sacro Imperio Germánico, pero a su lado había monarquías independientes, como la capeta, débil, que en Francia había heredado el poder de los carolingios; los reinos que se repartían los territorios de la Península Ibérica, empeñados en su lucha secular contra el Islam, la monarquía inglesa, dominada por los normandos, como el reino de Sicilia. Estas gentes del norte, después de haber saqueado las costas de Francia, Inglaterra y la Península Ibérica, obtuvieron de los reyes franceses un amplio territorio, el ducado de Normandía, desde el que conquistaron Inglaterra y la isla de Sicilia, donde presidieron una sociedad culta, que hablaba árabe, griego y latín, y facilitó el conocimiento en Europa del pensamiento escrito en lengua árabe. En una situación marginal se mantenía el Imperio Bizantino, que sobrevivía, como era su destino, resistiendo

      La urbanización sacó la vida cultural de los monasterios y facilitó su asentamiento en las ciudades, donde las escuelas catedralicias, con otras aparecidas a la sombra de los municipios, promovieron un renacimiento cultural. Junto a ellas surgió una población estudiantil y apareció la figura del maestro famoso, que ya no es un monje, sino un miembro del clero secular, que se desplazaba de una ciudad a otra impartiendo enseñanzas.

      Se despertaron nuevas inquietudes intelectuales y se estudiaron con profundidad la dialéctica y la lógica, que condujeron a la filosofía. También experimentó un cambio la retórica, que no pretendía formar oradores (oratio se entendía como plegaria, no como discurso), sino enseñar a escribir con corrección pues cada vez estaba más generalizada la expresión escrita para disposiciones de la autoridad, administrativas, contratos y cartas. Paralelamente se desarrollaron con empuje los estudios de medicina y derecho.

      Las lecturas y comentarios de los monjes encerrados en sus monasterios se orientaban exclusivamente a su perfección espiritual y buscaban su salvación. En cambio, los que enseñaban en los centros urbanos, además de buscar su propia salvación, tenían preocupaciones pastorales y se preocupaban de la de los demás mediante la predicación y la preparación para los sacramentos. También, en profundizar en sus conocimientos religiosos y seglares.

      El deseo de saber que sentían los profesores se sació con traducciones de obras árabes, realizadas en Palermo, en la Sicilia normanda, y fundamentalmente en Toledo, gracias, en gran parte, al patrocinio de sus arzobispos. Precisamente por haber coincidido en Toledo durante largo tiempo personas interesadas en conocer la ciencia árabe y en darla a conocer al resto de Europa, se popularizó el concepto de Escuela de Traductores de Toledo, que no se entiende como una institución, sino como un movimiento intelectual. Sin embargo, en Toledo hubo una escuela ligada al arzobispo, como en otras sedes, en la que se utilizaron los libros traducidos y los traductores probablemente impartieron lecciones.

      Toledo fue la primera de las grandes ciudades musulmanas reconquistadas, al finalizar el siglo once, por los cristianos, al cabo de tres siglos y medio largos. Conservaba una gran tradición cultural ininterrumpida desde la época visigoda y abundaban los hombres sabios, los libros y las bibliotecas. Allí coincidían y se entendían los miembros de las tres grandes religiones occidentales, musulmanes, judíos y cristianos, y, además, había muchas personas bilingües, que hablaban árabe y romance.

      Uno de los frutos de este entendimiento fue la labor traductora, que normalmente se llevó a cabo vertiendo el texto árabe al romance, que el traductor pasaba al latín escrito. El sistema parece tosco y produjo párrafos oscuros, poco o nada inteligibles. Normalmente eran traducciones de la más estricta literalidad, palabra a palabra, por un concepto erróneo de la traducción y por el respeto que inspiraban los textos escritos y que los buenos copistas, con buen acuerdo, no osaban corregir, aunque sospecharan que estaban errados. Introdujeron necesariamente nuevas palabras procedentes del árabe cuando en latín no existía la conveniente para designar el concepto. Con todo, los resultados fueron aceptables por la propiedad e incluso elegancia que algún traductor supo darle a su prosa latina. Después de todo, no se trataba de traducir textos literarios, sino obras de pensamiento para las que bastaba un lenguaje denotativo e inteligible.

      Dos centros de interés guiaron a los traductores: la ciencia y la filosofía. Trataban de conocer el pensamiento griego, de gran prestigio, pero mal representado en la literatura latina medieval. En vez de acudir a las fuentes directas en Bizancio, presente en el sur de Italia, con el que Roma siempre estuvo en contacto y con el que tuvieron buenas relaciones los Otones del Sacro Imperio, prefirieron llegar a él a través de los comentaristas árabes porque éstos lo habían analizado con detenimiento y lo habían completado con aportaciones persas, indostánicas y propias. Quizá también porque a los bizantinos les interesó más la literatura, desconocida por los árabes, que el pensamiento científico.

      El inglés Roger Bacon en el siglo trece, cuando ya eran numerosas las obras traducidas en Toledo, manifestaba que era preciso descubrir los secretos de la filosofía estudiando las obras árabes. La importancia de este caudal de traducciones fue reconocida por Renán, en el siglo XIX, cuando manifestó que estas traducciones dividen la historia de la ciencia de la filosofía en dos épocas enteramente diferentes.

      Los europeos tenían conciencia de que formaban parte de una comunidad política y religiosa, presidida por los emperadores germanos y por los pontífices romanos. La doble jefatura religiosa y política originó un grave conflicto porque un grupo de clérigos de Roma se afanó por la reforma de la Iglesia y por independizarla del poder temporal.

      El renacimiento del poder de la Iglesia produjo una renovación del fervor religioso, que empapó toda la sociedad y se manifestó, por ejemplo, en romerías y cofradías, así como en un afán de proselitismo, impulsor de la evangelización del este y norte europeos y de la lucha contra la herejía porque la inquietud religiosa facilitó la aparición de herejías, como las de cátaros y albigenses, y de órdenes religiosas. Una explosión en este sentido, apoyada en la conciencia de poder de los reinos cristianos, fueron las Cruzadas, serie de expediciones militares iniciadas al finalizar el siglo once para liberar los Santos Lugares en manos de los infieles musulmanes desde hacía cuatro siglos.

      Se iniciaron con una espontánea expedición desorganizada compuesta de aventureros y gentes ingenuas impulsadas por el fervor religioso que atizaban predicadores voluntarios y fue deshecha por los musulmanes sin gran esfuerzo. Luego vinieron hasta ocho en las que intervinieron monarcas y caballeros, cuyos resultados fueron la conquista temporal de Jerusalén y de algunas ciudades más. La cuarta cambió el rumbo por intereses comerciales y sus bárbaros guerreros asaltaron Constantinopla, quemaron libros y bibliotecas, y causaron un gran daño al Imperio Bizantino, que con dificultades se defendía de los musulmanes. Se despertó en Europa un cierto interés por el exotismo oriental, pero fue pequeño el poso cultural que dejaron. Ni unos se interesaron por los escritos árabes, ni los otros por los latinos.

      Se produjeron reacciones ascéticas, como la impulsada por la nueva orden de los cartujos, creada, 1084, por San Bruno en las soledades del valle de Grande Chatreuse, que tuvo influencias en la difusión del libro, pues como estaban obligados a guardar silencio y no podían servir a la religión predicando o enseñando, se dedicaron, después de meditar y orar, a la copia de libros rindiendo así un gran servicio a la comunidad cristiana. Para ello en sus celdas individuales los cartujos disponían de pergamino, plumas y tinta.

      Igualmente pusieron interés en la copia de libros los miembros de la orden de San Agustín, integrada por clérigos seculares que vivían en común y atendían a lo prescrito en su regla. Renunciaron a los trabajos manuales y a la oración para dedicarse más al estudio, a la actividad intelectual y a la labor pastoral. Un parecido con los agustinos tenían los premonstratenses, de la orden de San Norberto, cuya primera casa estuvo en Prémonté en la Lorena y cuya actividad principal se orientó a la labor misionera.

     Mayor importancia que las tres tuvieron los cistercienses. Su orden fue creada, 1098, por Roberto de Milesme en Citeaux, cerca de Dijon, y su principal miembro fue el fogoso San Bernardo de Clairveaus. Pretendían volver a la simplicidad primera de San Benito en el vestido, en la comida, en los edificios y en la ornamentación de los templos, y renunciaron a los objetos lujosos, entre ellos los libros con hermosas ilustraciones y encuadernaciones. Vivían en lugares solitarios y disponían de hermanos legos, conversi, sin formación intelectual, para las labores agrarias y oficios artesanales, lo que permitía a los monjes disponer de más tiempo para la misa, el coro, la meditación y la copia de libros, que debían estar escritos con tinta de un solo color. Vetados quedaban metales preciosos y joyas en las encuadernaciones.

      El arte románico, que da nombre al período de los siglos once y doce, se caracteriza por su robustez y por su nobleza. Es la expresión del poder económico conseguido por la sociedad medieval y de la fuerza de la Iglesia, que llenó Europa de nobles y sólidos edificios de piedra. Los canteros se esforzaron en reflejar representaciones de monstruos exóticos, figuras religiosas llenas de majestad al servicio del adoctrinarniento del pueblo y escenas religiosas y de la vida civil, especialmente de actividades agrícolas. Después de los canteros los ilustradores de los libros mejoraron el tratamiento de las figuras divinas y humanas, hasta este tiempo envueltas en amplios ropajes, como sacos, que sólo dejaban ver caras y dedos de las manos, aunque de gran expresividad.

      Siguen los escritorios de los monasterios ocupando un primer lugar, en los que los copistas, con cuidado y paciencia, venían trazando las letras, casi podíamos decir dibujando, para reponer los libros litúrgicos gastados por el uso en el oficio, y los escasos de perfeccionamiento espiritual que precisaban los monjes. Pero junto a ellos tomaron impulso algunos escritorios catedralicios, en los que trabajaban junto a clérigos profesionales laicos. También son frecuentes, aunque en monasterios, las mujeres, sorores, dedicadas a la preparación de los materiales trabajando al Iado de los fratres. Con independencia de los imprescindibles libros litúrgicos, destacan por su número, volumen y riqueza una buena cantidad de biblias, entre las que abundan las monumentales, en varios volúmenes. Van destinadas, más que a la lectura privada, a su exhibición en los altares y a su uso en las ceremonias de las fiestas solemnes. Obras de gran aliento y duración, como la construcción de sus catedrales, llevan atractivas iniciales, en cuyo interior puede haber escenas.

      Los textos escritos se enriquecen con obras de los Padres de la Iglesia (Ios santos Ambrosio, Jerónimo, Agustín y Gregorio Magno), las de Prudencio, Beda, San Isidoro, Casiodoro e Hilarlo de Tours, más las de los autores contemporáneos, cuya nómina muestra el resurgir intelectual, representados principalmente por San Anselmo, San Bernardo, Abelardo, Gilberto de la Porré, Pedro de Auxeme y Pedro Lombardo. Se puede observar, igualmente, un mayor interés por autores de la Antigüedad, como Terencio, Flavio Josefo y Plinio.

      España sufrió una profunda transformación en el siglo once. La lucha secular a la defensiva contra el Islam cambió de signo y los reyes de taifas, minúsculos estados en los que se fragmentó el todopoderoso califato del siglo anterior, se vieron obligados a sufrir las correrías de los cristianos y a pagarles tributos, las parias. No acabó inmediatamente la lucha porque de África pasaron sucesivamente a la península dos poderosas fuerzas, los imperios almorávide y almohade, que obligaron a castellanos, navarros y aragoneses a llevar a cabo sus propias cruzadas.

      Se produjo, al mismo tiempo un cambio cultural decisivo, la renuncia a consecuciones tradicionales muy queridas y la adopción de modas europeas, referentes a la letra, sustitución de la vieja escritura visigoda por la carolingia, y del culto mozárabe por el romano, que imponían los cluniacenses al servicio del pontífíce buscando la unidad de la Iglesia. Los monarcas españoles, y de forma destacada Alfonso VI, espoleados por los monjes franceses, se afanaron, no sin encontrar resistencia en el clero y en la caballería, por borrar viejas tradiciones y dar un aire nuevo a la liturgia.

 

2. LA BAJA EDAD MEDIA. LAS UNIVERSIDADES

      Los últimos siglos medievales, los que configuran la Baja Edad Media, se caracterizan por el poder alcanzado por los diferentes reinos, así como por la decadencia del Imperio Germánico, que es simplemente una potencia europea más. Francia interviene en la política de la Iglesia y consigue trasladar el pontificado de Roma a Aviñón, 1305, dando lugar a una grave crisis en la Cristiandad, el Cisma de Occidente, 1378-1418, porque llegó a haber dos papas, no sin escándalo para los fieles, uno en Aviñón y otro en Roma. Hay un largo conflicto, como lo indica su nombre, la Guerra de los Cien Años, entre Francia e Inglaterra, por cuestiones feudales, pues los reyes de Inglaterra tenían posesiones en Francia y eran vasallos de los franceses. Al finalizar la contienda los duques de Borgoña terminan sumando a sus dominios los Países Bajos, donde florece una conjunto de ciudades notables, y constituyen un estado poderoso, rico y culto.

      También adquieren un protagonismo destacado por su fuerza política, su riqueza y su cultura algunas ciudades italianas septentrionales, como Venecia, Génova y Florencia, convertidas en repúblicas aprovechando la debilidad del Imperio mientras que el sur de Italia y Sicilia son presas fáciles para invasores extranjeros La Península Ibérica se encuentra dividida en cinco reinos, Castilla, el más poderoso, Aragón, al que la finalización de su tarea reconquistadora le impulsó a expediciones y acciones en Grecia y en Italia, Navarra, encerrada entre sus poderosos vecinos, Portugal, nuevo reino que también siente el atractivo de las empresas marineras, y Granada, último bastión de al-Andalus que va a resistir a los cristianos hasta el final de siglo quince, 1492.

      El aumento de los conocimientos y el desarrollo de la metodología, por un lado, y, por otro, el crecimiento del número de alumnos y profesores dieron lugar a la aparición, ya en el siglo XIII, de las universidades, que en un principio se entendían como asociaciones de maestros y, a veces, también, de alumnos, como en Bolonia, que, al igual que cualquier gremio, se orientaban al autogobierno, es decir, a la independencia de los obispos y de las autoridades laicas, y a la facultad de conceder licencia de enseñanza, mediante estatutos otorgados por el Pontífice, con lo cual la cultura universitaria perdió localismo, ganó universalidad y sirvió para la unidad intelectual de la Iglesia.

      Antes de acabar la tercera década del siglo trece estaban funcionando varias universidades. La de París recibió el estatuto en 1215 y poco después las de Montpellier y Toulouse, en Francia. En Inglaterra, las primeras fueron las de Oxford y Cambridge; en España las de Palencia, trasladada después a Valladolid, y la de Salamanca, que iniciaron sus actividades en 1212 y 1215, respectivamente, y en Italia las de Padua y Nápoles, aparte de las de Bolonia y Salerno, cuya actividad como escuelas se inició en el siglo doce, la primera especializada en derecho, la segunda en medicina.

     Se dividieron en facultades, dirigidas por decanos y dedicadas a una rama de la enseñanza: derecho, medicina, teología y artes. Esta última, cuyos estudios comprendían gramática, lógica, aritmética, geometría, música y astronomía, es decir, las artes liberales, y la filosofía, era la más concurrida. Sus estudios duraban seis años, cursados por los alumnos normalmente entre los catorce y los veinte años, concedía el título de bachiller, el nivel inferior de estudios. El superior correspondía a la teología, materia en la que la universidad de París sobresalió sobre todas las demás.

      Los profesores más importantes de las universidades no eran principalmente ni monjes de monasterios ni miembros del clero regular. Normalmente pertenecían a las nuevas órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos, fundadas a principios del siglo trece por San Francisco de Assís y San Domingo de Guzmán. Se alojaban en sus casas, conventos, en las ciudades, se dedicaban a la predicación y a la enseñanza y viajaban de casa en casa y de universidad en universidad, siguiendo las instrucciones de sus superiores. Habían surgido para combatir la herejía mediante instrumentos intelectuales y escribieron grandes tratados, Summae, cuya denominación indica el deseo de dar visiones globales, bien trabadas y sistemáticas, de diversas cuestiones, naturalmente religiosas.

      Los rectores de los dominicos estaban tan interesados en la formación intelectual de sus miembros que les autorizaban a adquirir libros y a conservarlos en su poder. Es más, aunque a algunos les permitían dedicarse a la copia de libros, a otros les incitaban a no perder tiempo en esta tarea y a encargársela a copistas profesionales. Daban más importancia a la corrección del texto que a la ilustración con miniaturas e iniciales adornadas. Los libros no deberían ser para ellos objetos de lujo, sino simples instrumentos de trabajo.

      Con independencia de su labor universitaria y para el mejor cumplimiento de su tarea evangélica, sus superiores se preocuparon por proporcionar a los padres instrumentos útiles, como manuales para la predicación, colecciones de sermones, concordancias bíblicas y exempla, anécdotas y sucesos moralizantes sacados de biografías de los santos y de la vida corriente. Labor complementaria de la predicación fueron las confesiones, que los sermones generaban en gran número y la dirección espiritual de reyes, nobles y personas de consideración. Para todo lo cual prepararon material escrito.

      Las enseñanzas se impartían en latín, claro está, y el instrumento básico era el libro, que se utilizaba para la lectura de textos de autoridades famosas, que, a continuación, comentaba el profesor en la clase por lo que las universidades fueron la principal causa del crecimiento de la producción de libros.

      Los estudios médicos medievales descansaron en las doctrinas de Hipócrates y Galeno, los grandes médicos de la Antigüedad, a los que se sumaron después los médicos árabes que habían recibido la herencia de los griegos y la enriquecieron con sus experiencias y los conocimientos aportados por otros pueblos incorporados a la comunidad islámica, sirios, persas e indios, como Compendio de al-Razí, Canon de Avicena y Collige de Averroes. Traducidos al latín fueron utilizados en las universidades cristianas, incluso después de la invención de la imprenta. Una obra importante a lo largo de toda la Edad Media en Bizancio, en el Islam y en el Occidente Europeo fue Materia médica del griego Pedacio Dioscórides Anazardeo.

      El estudio del derecho tenía su base en el llamado Corpus iuris civilis, conjunto de disposiciones que el emperador Justiniano mandó preparar, bajo la dirección de Cayo Triboniano, entre los años 528 y 534. Consta de cuatro partes, el código, doce libros, las lnstitutiones, cuatro libros, un manual para los estudiantes, Digesta o Pandectas, cincuenta libros, que contenían de forma abreviada el antiguo derecho, ius vetus, y las Novellae, con las nuevas disposiciones imperiales. Su estudio lo inició en Italia a mediados del siglo doce Guarnerio, que pasa por ser uno de los fundadores de la que después sería Universidad de Bolonia. Entre los comentaristas que le siguieron sobresalió Francisco Acursio, el Glosador por antonomasia, cuya obra se denomina Glossa ordinaria.

      La base de la enseñanza del derecho eclesiástico fue Corpus iuris canonici, cuya sistematización inició también en el siglo doce un oscuro personaje, Graciano, monje camandulense que reunió cánones y decretos esparcidos por distintos libros, añadió, luego, citas de los Santos Padres y organizó la obra en dos partes, una visión general del derecho y una serie de causas o casos legales. Al trabajo preliminar, llamado generalmente Decretum Gratiani o simplemente Decretum, se sumaron disposiciones pontificias posteriores, decretales, emanadas principalmente de Clemente V, Bonifacio XI y Juan XXII, y los comentarios o glosas que suscitaron.

      Los textos jurídicos estaban escritos en códices enormes y muy pesados hasta el extremo de que no era sorprendente ver que los profesores y alumnos requirieran la ayuda de algún trabajador para el traslado de los pesados volúmenes a las aulas, donde su utilización era necesaria. Los textos ocupaban el centro de la página y a su alrededor se escribían en letra menor los comentarios o glosas. Incluso éstos eran rodeados de otros comentarios o notas, en letra más informal, hechos por los mismos propietarios. La gran producción de manuscritos jurídicos tuvo lugar en la universidad de Bolonia

      Los estudios más importantes se referían a la teología, cuyas clases se consagraban en los primeros años al estudio de la Biblia, tradicionalmente presentada en volúmenes de gran tamaño. Su destino era reposar en un atril para consultas ocasionales y principalmente para su lectura en voz alta durante las comidas. Su texto podía ir acompañado de glosas para una mejor interpretación de la palabra divina.

      En España destacan algunas biblias, como la que se conserva en la Academia de la Historia, en dos volúmenes y folio mayor, escrita en el siglo trece a dos columnas y letra gótica con abundantes abreviaturas en pergamino. Contiene ilustraciones de página entera e incluso de doble página. El rey Martín el Humano, Último de la dinastía aragonesa, culto y aficionado a las humanidades, encargó una biblia en tres volúmenes, que se guarda en la Biblioteca de Cataluña. Escrita a finales del siglo catorce o principios del quince a dos columnas en letra gótica clara, está pensada para la lectura, como muestran las ilustraciones, que son ornamentales.

      Como consecuencia del crecimiento de los estudios bíblico a finales del siglo doce y comienzos del trece se produjo un cambio, casi revolucionario, en la presentación de la Biblia. Surgió un nuevo tipo en París de pequeño formato, escrito en vitela muy fina a dos columnas con letras pequeñas y tinta negra. Sólo lleva una cabecera de página y unas iniciales sencillas, en rojo y azul, para señalar el inicio de los diversos libros, a los que se les anteponen los prefacios atribuidos a San Jerónimo. Se fijó entonces la sucesión de los diversos libros y se los dividió en capítulos a los que se asignaron números divisorios, que aun perduran, idea atribuida al profesor de la universidad parisina Esteban de Langton. Al final llevaba un diccionario de los nombres hebreos en latín.

      Por último el texto fue cotejado y corregido cuidadosamente, tarea en la que intervinieron los estacionarios, muy interesados en la cuestión, y los dominicos que acababan de establecer casas en las ciudades universitarias de París, Oxford y Bolonia. El nuevo formato, que respondía a las necesidades del clero secular y de los miembros de las nuevas órdenes mendicantes, tuvo un éxito enorme en toda Europa, que corrobora el gran número de códices supervivientes.

      Los últimos años de la enseñanza de la teología se destinaban a comentar las sentencias, conjunto de materiales de escritores antiguos y modernos al servicio de los estudios teológicos, ordenados por Pedro Lombardo, profesor de la catedral de Notre Dame y luego obispo de París, cuya obra, Setentiarum Libri IV o Magna Glossatura, está dividida en cuatro partes y trata de la Trinidad y de Dios, de la creación y de los ángeles, de la salvación y de los sacramentos. Fue, por su clara exposición, tan utilizada que los ejemplares de las Sentencias se multiplicaron hasta el extremo de ser la obra de la que han llegado a nosotros más manuscritos del siglo trece y también fue acicate para la aparición de numerosas obras con los comentarios de los profesores en clase.

      Destacó entre todos el dominico Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico, autor prolífico y responsable máximo de la doctrina escolástica, durante siglos la oficial de la Iglesia Católica. Aparte de comentarios sobre las obras de Pedro Lombardo y Aristóteles, de la Catena Aurea, comentarios a los Evangelios con citas de los Santos Padres, y de la Summa contra gentiles, su obra principal fue la voluminosa, aunque inacabada, Summa Theologiae, según un copista medieval la obra más larga, prolija y tediosa. Muestran la importancia de Santo Tomás durante la Edad Media los casi dos mil manuscritos de sus obras que han sobrevivido, aunque fue sobrepasado por los de Aristóteles, dos mil doscientas en latín.

 

3. EL LIBRO GÓTICO

      El libro gótico, característico de la Baja Edad Media y cuya producción ocupa los tres últimos siglos medievales, se caracteriza por los tipos de letra y por el estilo artístico de las ilustraciones. En él encontramos ejemplares cuyo valor reside exclusivamente en el contenido, pero también otros apetecidos por su presentación, bondad de la materia escritoria, caligrafía cuidada y riqueza de las ilustraciones, que les convierten en pequeñas obras de arte capaces de enorgullecer a sus poseedores, como los muebles, las armas los ropajes o las joyas. Antes de este tiempo los libros lujosos y caros se creaban para una iglesia, un monasterio o un soberano poderoso. A partir de estos tiempos de mayor riqueza, aspiran a su posesión los miembros de la alta nobleza.

     Cada vez hay más libros pequeños, delicados, de carácter secular o destinados a los rezos de los laicos. Aparecen, por otro lado, cambios temáticos en la ilustración, que se orienta a lo temporal y tiende a olvidar el simbolismo que caracterizó a los tiempos anteriores. Dada la intercomunicación entre las actividades artísticas al servicio de la religión y en manos de religiosos, el estilo de la ilustración se asemeja al que domina y caracteriza la arquitectura, la escultura y la pintura góticas.

      Se prestó mucha atención a los motivos decorativos y la ilustración siguió más al texto. Se generalizó el texto rodeado por bandas decoradas, y esta disposición gustó tanto que perduró hasta tiempos de la imprenta. En los fondos pueden admirarse, como es natural, construcciones góticas y poco a poco van apareciendo pequeñas escenas laterales, graciosas y preciosas, testimonio valioso de la época.

      Una serie de hechos condujeron a una gran actividad escrituraria y a una creciente demanda de libros; el desarrollo de la enseñanza y la manera de impartirla, que exigía la toma de apuntes y un número de libros superior a los que venían utilizándose en Europa; el crecimiento de la actividad comercial y contable y el de la documentación administrativa, debido a que las autoridades tenían que difundir sus decisiones ya que el desarrollo del derecho obligaba a más pruebas documentales en los actos jurídicos.

      La producción de libros se realizará, además de dentro de las comunidades religiosas, prácticamente las únicas productoras de libros en la Alta Edad Media, fuera de ellas en servicios creados en las universidades, estaciones, y en talleres laicos, cuyos artesanos, como los de las otras actividades laborales, llegan a formar gremios para defensa de sus intereses. También son escritos e ilustrados por clérigos o estudiantes que desean ganar un sueldo complementario o conseguir los libros que precisaban.

      Se llama gótica la escritura utilizada en Europa durante los tres últimos siglos medievales. La denominación de gótica se la dieron, en sentido peyorativo, los humanistas del Renacimiento para mostrar hacia ella la repugnancia que les inspiraba la arquitectura de esa época. A ellos les gustaba la carolingia, a la que llamaban romana. En realidad la letra gótica no es más que una evolución de la carolingia.

     Los primeros síntomas de esta evolución aparecieron en el siglo doce, en el nordeste de Francia, cuando las letras, por la precisión de escribir con más rapidez, fueron perdiendo redondeces y tendiendo a ser angulosos sus perfiles curvos.

Luego se generalizaron rasgos caligráficos y ornamentales innecesarios, buscando la belleza del conjunto.

      Precisamente la característica común, a pesar de la variedad de estilos, es el sacrificio de la individualidad de cada letra por la armonía del conjunto. A Petrarca le pareció una escritura más para la contemplación que para la lectura, pues, frente a la carolingia de letras claras, separadas y bien definidas, la gótica, por las numerosas abreviaturas y la ambigüedad, artificiosidad y recargamiento, resulta difícil de desentrañar.

      Así como la unidad del tipo de letra puede obedecer a influencia de las universidades, su variedad dentro de la unidad se puede explicar por la extensión geográfica, por la categoría de los escritos y por la competencia de los escribas. Los monjes escribían en los siglos anteriores sólo por la salvación de su alma. Ahora las cosas han cambiado, pues, aunque hay escribas profesionales que se ganan su vida al servicio de las universidades o de las cortes, otros actúan por libre y tienen que conseguir clientes mostrando la variedad y belleza de su trabajo y su disposición a adaptarlo a los deseos de los que pagan.

      Con las universidades aparecen numerosas personas que precisan los libros para sus estudios y posteriormente para el ejercicio de la actividad profesional, ya fuera el derecho, la medicina, la cátedra o la predicación.

      El libro no es ya sólo un depósito de la inmutable sabiduría antigua, sino, además, un instrumento para conocer las nuevas ideas. Aparecen nuevos grupos sociales interesados en la lectura, que gustan de los libros por su contenido, aunque también hay grandes príncipes bibliófilos que encargan para ellos libros bellamente escritos, e ilustrados y redactados en lenguas vernáculas, pues no dominan el latín, coto cerrado de una escasa minoría. Por unas y otras razones fue preciso reinventar la industria y el comercio del libro, hecho que se produce precisamente en las universidades, por la conveniencia de contar con textos correctos.

      Se crearon estaciones o librerías, confiadas a un estacionario o librero, cuya necesidad en cada estudio general, como entonces se decía, o universidad, como ahora diríamos, reconocen Las Partidas que ordenan que los estacionarios tengan en sus estaciones libros buenos y legibles, con textos y glosas correctos, para alquilarlos a los escolares a fin de que los copien o puedan rectificar los errores, cotejándolos. de los ejemplares propios. El estacionario debe ser autorizado por el rector, quien sólo le concederá la licencia después de haber ordenado que personas doctas examinen los libros del aspirante para saber si son buenos, legibles y correctos. Los rectores también fijarán el precio que, por alquiler, debía de cobrar al lector el estacionario, quien, además, tenía que responder de los libros cuya venta le confiaban y respetar la comisión señalada para la venta.

      El alquiler y copia de la obra se hacía por el sistema de la pecia, pieza o trozo, nombre que se daba a cada uno de los pliegos o cuadernos en que se fragmentaba el exemplar o modelo, texto corregido y aprobado por la universidad. La pecia consistía normalmente en un binión, una piel doblada dos veces para que ofreciera ocho páginas. El propio estudiante, o el profesor, podían realizar personalmente la copia de sus libros. Pero los que disponían de dinero pasaban el encargo al estacionario, que contaba con los elementos precisos para la fabricación: preparación de las pieles, realización de las copias, corrección o colación, encuadernación y, en caso preciso, iluminación.

      El sistema de la pecia, aparte de evitar la difusión de los errores de la copia, tenía la ventaja de que varias personas podían estar copiando simultáneamente el mismo libro, lo que permitía que se acelerara su acabado en el caso de que varios copistas trabajaran en la misma obra, o que varias personas copiaran para sí la misma obra al mismo tiempo.

      La abundancia de papel motivó una nueva modalidad de consecución de libros en las universidades, que empezó a sustituir a la pecia en la segunda mitad del siglo catorce, la pronunciatio, en virtud de la cual el profesor, u otra persona por encargo suyo, dictaba para su copia los libros de uso obligatorio por los alumnos.

      Los escribas o amanuenses, ya pertenecieran al clero, ya fueran simplemente laicos, se unieron para la defensa de sus intereses en gremios, especialmente cuando actuaban por libre. Los que trabajaban en las curias pontificias, reales o señoriales, así como los de las universidades, estaban respectivamente bajo la dirección del papa, de los reyes, de los señores o del rector.

      El papel, como sabemos, fue usado en la España musulmana en mayor proporción que el pergamino cuando, a partir del siglo diez, el establecimiento de fábricas lo permitió. Pronto se consolidó la industria papelera y fue capaz de producir una mercancía de buena calidad en los molinos cordobeses, junto al Guadalquivir, y toledanos, al borde del Tajo.

      Su empleo tardó en difundirse en la España cristiana y en Europa, en parte porque la producción de pergamino era suficiente, dada la escasa utilización de la escritura; en parte también porque se pensaba que su duración era corta y, en parte, finalmente, porque no parecía una materia escritoria noble, y así Pedro el Venerable, abad de Cluny, en su Tractatus contra judaeos, escrito a mediados del siglo doce, compara despectivamente con los libros que estaban en uso entre los cristianos y que, por tanto, parecían nobles, los hechos de papel, rasuris veterum pannorum, de desechos de paños viejos, que parece identificar con libros en árabe y en hebreo que habría visto en su visita a España. Esta falta de consideración social se refleja en que se usó para borradores y notas, como las tabletas de cera, para documentos privados y para algunos manuscritos mezclado con pergamino cuando éste escaseaba.

      El libro cristiano más antiguo, de los que han llegado a nosotros, escrito en España sobre papel, es un Misal del rito toledano o mozárabe, conservado en el monasterio de Silos, que quizá data del siglo once, y que es descrito como "de pergamino de trapos" en un inventario de los libros del monasterio del siglo trece, conservado en la Nacional francesa. De los 157 folios de que consta, solo treinta y ocho son de papel; los ciento diecinueve restantes, de pergamino. Sus dimensiones, 190 x 134 mm, aunque originariamente debieron de ser algo mayores, pues ha de haber sufrido varios cortes. El papel es grueso y resistente, y las fibras de lino poco refinadas. Las hojas están encoladas con una fuerte capa de almidón. El satinado era absolutamente necesario para que no se embotara el cálamo con la pelusa del papel ni la tinta calara como en un papel secante.

      Se conservan algunos documentos del siglo doce escritos en papel en el Archivo Histórico Nacional y en el Diocesano de Toledo. Son contratos privados de ventas, donaciones y finiquitos de cuentas, y representan una escasa minoría frente a los numerosos procedentes de Toledo de estos tiempos escritos sobre pergamino. El papel, llamado papyro toledano, procedería de los molinos de paños o trapos existentes junto al Tajo, sobre cuya existencia hay noticias documentales.

     El reconocimiento oficial del papel como materia escritoria figura en La Partida III, donde se indica qué documentos deberían escribirse en pergamino tradicional y cuáles en el nuevo pergamino de paño. En general, los documentos importantes, los que debían durar, irían en pergamino; en cambio, los que fueran una autorización o una orden de corta vida y los dirigidos a numerosos destinatarios, deberían ir en papel.

      En el Levante español adquirió, en tiempos musulmanes, fama como lugar productor de papel de alta calidad la ciudad de Játiva y todavía en Marruecos se llama satbí, jativense, al papel antiguo y de calidad. Después de la conquista, 1244, su actividad prosiguió sometida a la regulación de los reyes aragoneses, que imponían las tasas oportunas a la producción, vigilaban su calidad y reglamentaban su comercio. La producción de Játiva, pero también la de otros lugares de Cataluña de cuyos molinos tenemos noticias desde principios del siglo trece, fue tan importante, que en la segunda mitad de este siglo, y gracias a la proximidad del mar, se exportaba a Bizancio, Sicilia, Narbona, Perpiñá, Marsella, Túnez y otras ciudades mediterráneas. Precisamente este papel español era utilizado por los notarios del sur de Francia a mediados del siglo trece.

      En el siglo catorce la gran producción de papel pasó de España a Italia, donde se importaba desde el siglo doce y donde el rey normando Roger de Sicilia, 1145, y el emperador Federico II, 1231, prohibieron su uso en las cancillerías para diplomas y documentos públicos, temiendo su carácter perecedero.

      La localidad italiana de Fabriano se convirtió en el siglo catorce en un gran centro papelero. Sus industriales introdujeron novedades como la sustitución de las ruedas de los molinos por paletas, lo que permitió una pasta más uniforme, o el cambio de las colas vegetales por otras animales, que mejoró el satinado. Los italianos exportaron enseguida a Europa, incluso a España, por la calidad superior de su papel y por la agresividad comercial de los papeleros lombardos, que emplearon por primera vez, siglo trece, un dibujo grabado en la hoja, la filigrana o marca del fabricante, que se conseguía con los hilos del entramado. La filigrana ha servido para la datación de manuscritos sin fecha y para la fijación de su procedencia.

      Pudo atenderse la demanda creciente del papel por la extensión del cultivo de plantas textiles, cáñamo y lino, y el aumento de los desechos de cordeles y sacos, así como el de telas, cuyo uso se generalizó frente al anterior, casi exclusivo, de la lana.

      En la segunda mitad del siglo catorce aparecen molinos papeleros en la proximidad de otras ciudades italianas, como Padua, Génova y Venecia. El transporte del papel resultaba caro por el peso y cuando la exportación no se podía hacer por navegación fluvial o marítima y había un buen mercado, como en las proximidades de París, los emprendedores comerciantes italianos crearon o favorecieron la creación de molinos fuera de Italia, en Troyes y París, primero, y ya en el siglo quince, en los Países Bajos, Inglaterra, Alemania y Austria. La demanda de desechos de trapos fue tan grande que obligó a poner los molinos cerca de grandes urbes donde abundaban, así como a la organización de la recogida, que algunos consiguieron en exclusiva de las autoridades para determinadas regiones.

 

4. EL LIBRO EN LATÍN

      La gran mayoría de los libros continuaron escribiéndose en latín. El primer puesto es para los litúrgicos, que usaban a diario los sacerdotes para sus obligaciones religiosas. Fueron muy leidos los salterios, que suelen tener una apariencia sencilla porque sirvieron para enseñar la lectura a los novicios y muchos fueron copiados por sus propietarios. Sin embargo, desde los tiempos carolingios, algunos se ilustraron bellamente para los emperadores y los grandes duques. Una pieza notable es el Salterio Anglo-catalán, que se inició, al comienzo del siglo trece, en Canterbury, se terminó en Cataluña y hoy se guarda en la Nacional francesa.

      El contenido del breviario, formado por oraciones, himnos y salmos, de uso diario por sacerdotes, monjes y monjas puede variar entre las órdenes religiosas y las diócesis. Suelen ser de pequeño tamaño para sostenerlos en las manos y con frecuencia los copiaron sus propietarios. Pero no faltaron breviarios de mayor tamaño, bellamente ilustrados para personas ricas, laicos y eclesiásticos.

      Un misal notable de principios del siglo quince es el Misal de Santa Eulalia, catedral de Barcelona, encargado por el obispo Armengol al ilustrador Rafael Destorrent. Del final del período y de estilo renacentista es el Misal rico de Cisneros, siete volúmenes y 1.560 hojas de 46 x 33 cm, escritos e iluminados en Toledo, con gran riqueza de colores y oro, orlas, franjas laterales, letras de gran tamaño, medianas con salida, peones e iniciales pequeñas. Desde el siglo pasado se encuentra en la Nacional. Otro notable misal, aunque ligeramente de menor tamaño, pero del mismo estilo, es el Misal del Infantado, el más valioso de los hechos en España para una persona privada. Igualmente fue destacado el encargado por la reina Isabel para la catedral de Granada. Otra joya del arte renacentista, con profusión de oro y color, es el Libro de los Prefacios de la catedral toledana realizado en la primera mitad del siglo dieciseis. La decoración es muy rica y variada, candelabros, escudos, medallones, motivos vegetales, animales y angelotes o putti. Las hermosas ilustraciones tienen más espíritu pagano que evangélico pues incluso las escenas humildes, como el nacimiento de Jesús o la adoración de los pastores, muestran una riqueza más propia de los prelados toledanos que del humilde hijo de María.

      En España hay unos conjuntos de libros de coro sobresalientes, como los encargados para el monasterio de El Escorial, 219 volúmenes de 108 x 75 cm, que tiene numerosas, grandes y muy bellas ilustraciones, viñetas, orlas, iniciales mayores y peones, más variada y rica decoración como orlas, medallones, óvalos, putti, pájaros, insectos, jugosas frutas, guirnaldas florales, lámparas, bacantes e incluso carros romanos, toda una locura de paganismo. Su principal artista fue Fray Julián de Fuente el Saz, que también hizo para el mismo monasterio otra obra notable, aunque de menores dimensiones, el Capitulario. Entre las varias colecciones de libros de coro destaca la del monasterio de Guadalupe, hecha primeramente en el siglo quince y posteriormente rehecha en el dieciséis.

      En la Baja Edad Media se despertó gran interés por los libros de horas destinados a los laicos, hombres pero principalmente mujeres, que contenían textos evangélicos y de meditación, distribuidos por las horas de su lectura. Los destinatarios eran reyes, reinas, miembros de la alta nobleza, pero también mercaderes enriquecidos. Su tamaño, pequeño, permitía sostenerlos con la mano y leerlos en cualquier lugar, dentro de la casa o en el campo. Normalmente eran ejemplares personalizados, hechos para una persona determinada, cuyo nombre podía figurar en el libro. Además, los textos evangélicos eran los del breviario de su diócesis y entre los santos que aparecían en las ilustraciones figuraban los de su devoción particular. En la base de su aceptación se encuentra el auge de la devoción a María, que merecía en ellos un trato especial, razón por la que se les llamaron horas u oficios de la Virgen María.

      Estaban escritos con letra clara, de fácil y atrayente lectura, y muy ilustrados hasta el extremo de que las ilustraciones ocupaban más espacio que el propio texto. Abundaban los detalles ornamentales, como portadas que parecían retablos, iniciales adornadas, orlas con medallones, motivos florales y zoomorfos. Las escenas religiosas, como es natural, con graciosos anacronismos, se repiten en gran parte en unos y en otros porque ilustran los mismos textos evangélicos y se refieren fundamentalmente a la vida de Jesús y de la Virgen. También pueden aparecer leyendas medievales, vidas de santos y motivos paganos referentes al calendario con las actividades agrícolas propias de cada uno de los meses. Pueden considerarse enciclopedias gráficas en imágenes.

      Bellamente encuadernados, están escritos sobre pergamino excelente, con bellos colores, entre los que no solía faltar el oro, aunque también se utilizó la técnica de la grisalla, que emplea blancos, negros y grises para conseguir calidad de relieve en piedra, de gran delicadeza. Pronto se convirtieron en objetos de lujo, como las joyas o las pieles, más para mostrar y hojear que para leer. Por ello se utilizaron para regalos en fiestas familiares, como bautizos y bodas.

      Los ilustraron profesionales que, como artesanos, se agrupaban en gremios y para acceder a ellos tenían que presentar una obra que debía ser aprobada por sus futuros colegas. Hay grandes artistas, incluso pintores de caballete, que no desdeñaron este trabajo, en apariencia inferior. Pero los jefes de los talleres, en su afán por acumular ganancias o hacerlas mayores, con frecuencia emplearon peores materiales o hicieron el trabajo con excesiva rapidez.

      El descenso de calidad que a veces se produce, así como la repetición mecánica, se debió al aumento de la demanda entre los burgueses y la pequeña nobleza, que no podían abonar las elevadas cantidades de la alta nobleza o los reyes. De todas formas, algunos de estos modestos ejemplares muestran la huella de una lectura frecuente. La atracción por los libros de horas no decayó con la llegada de la imprenta y los impresores continuaron imprimiéndoles durante bastantes años, iluminados como los manuscritos.

      El mayor y más rico libro de horas y una de las obras más bellas de la miniatura medieval, hoy en el Museo Condé de Chantilly, es Tres riches heures du duc de Berry. El titular de la obra, Juan, hermano del rey de Francia Carlos V, fue un gran coleccionista que reunió en sus castillos animales exóticos y trescientos manuscritos, entre ellos dieciocho breviarios, dieciséis salterios y quince libros de horas, como otro notable, Petites Heures.

      No abundaron los libros de horas en España, pero algunos notables produjeron, entre otros, Bernat Martorell, Archivo municipal de Barcelona, Francisco Flórez, capilla real de Granada, y Leonardo Crespí, que iluminó el Salterio-Libro de Horas de Alfonso V el Magnánimo, British Library, con viñetas, orlas y miniaturas de página entera.

      Nos queda por ver un grupo formado por los destinados a la formación espiritual, que se leían de forma ocasional, no diariamente como los anteriores. Unos, no muchos, eran traducciones de los escritores griegos. Otros corresponden a los Padres de la Iglesia latina.

      Aparecieron libros que llegaron a ser populares y tener gran difusión. El espejo de salvación humana está compuesto de unos cinco mil versos en latín duro y fue escrito con la pretensión de mostrar que la vida de Jesús estaba prefigurada en el Antiguo Testamento y por ello, en las ediciones ilustradas, suelen aparecer enfrentadas escenas de uno y otro. Su popularidad fue tan grande que se conservan más de doscientos códices. También gozó de popularidad Vitae sanctorum a predicatore quodam, más conocida como La leyenda áurea o dorada. Su autor, oculto en el predicatore quodam, un dominico, fue Jacobo de la Vorágine, que llegó a ser arzobispo de Génova y redactó la obra en el siglo trece recogiendo tradiciones orales y escritas. Es un ameno santoral, del que se conserva una traducción castellana en El Escorial hecha para los Reyes Católicos.

      Notable fue la fama de la obra de Guyart des Moulins, Bible Historiale, adaptación al francés de la Historia scholastica, que a su vez lo era de la historia bíblica, realizada en la segunda mitad del siglo trece por Pedro Comestor, discípulo de Pedro Lombardo. Tuvo mucha difusión por su carácter histórico y se conservan más de setenta manuscritos, muchos bellamente ilustrados por haber sido lectura favorita de reyes y grandes señores. A todas ha superado en popularidad y pervivencia lmitatio Christi que ha sido atribuida a Tomás Kempis, y que no ha cesado desde que se escribió, en el siglo quince, porque, traducida a la mayoría de las lenguas, tras la aparición de la imprenta ha continuado imprimiéndose hasta nuestros días.

      De la historiografía castellana destacamos dos historias hechas para Doña Berenguela, madre de Fernando III, Chronicon mundi, de Lucas de Tuy, el Tudense, e Historia Gothica, de Rodrigo Jiménez Rada, arzobispo de Toledo, hombre de gran cultura y servidor del rey en empresas importantes

      Los comentarios al Apocalipsis de San Juan, reunidos en el siglo octavo por Beato de Liébana, a los que se llama beatos, merecieron un puesto destacado en la Alta Edad Media por la belleza de sus expresionistas ilustraciones, una de las páginas más brillantes del arte español. Siguieron copiándose fuera de España en letra carolingia iluminados en un estilo muy alejado del mozárabe de la Alta Edad Media. Destaca por su arte el Apocalipsis figurado de los duques de Saboya, que se conserva en El Escorial. Obra sobresaliente por sus ilustraciones, que inició en 1432 Jean Bapteur y acabó seis décadas más tarde Jean Colombe, no tiene relación alguna con la tradición mozárabe, pero es una aportación al arte de su tiempo.

      El deseo de adoctrinar a la población ignorante, que no sabía leer o tenía dificultades en la comprensión del texto, dio lugar a las llamadas biblias moralizadas, en las que la ilustración ocupa más espacio que el texto y parecen consecuentemente biblias gráficas. Las ilustraciones, encerradas en medallones ordenados en sendas columnas, ocupan la casi totalidad de la página, quedando el texto reducido a unas pocas líneas estrechas con una inicial destacada. Parecen aclaraciones de la ilustración, algo así como los pies que en los actuales libros llevan las figuras. Las biblias moralizantes, por su riqueza, eran caras y estaban destinadas a los reyes o a los miembros de la alta nobleza. Pero el afán de divulgación gráfica se extendió al finalizar la Edad Media a lo que se llama Biblia pauperum, algunas de las cuales fueron posteriormente impresas. No iban, no obstante el nombre, destinadas a pobres de dinero, sino de conocimientos. Son de corta extensión y las ilustraciones del Antiguo y Nuevo Testamento se limitan a unos pocos episodios.

      Señalemos que en el siglo trece se advierte una resurrección de la poesía latina religiosa, de carácter anónimo, en general, aunque se conocen o sospechan los nombres de algunos autores, como Jacopone da Todi y Tomás Celano, a los que se atribuyen respectivamente la autoría de dos muy populares, Stabat mater dolorosa y Dies irae, dies illa.

      La otra cara de la moneda se encuentra en las creaciones desvergozadas de los goliardos, vagabundos con algunos estudios, que sonaban en las tabernas (meum est propositum in taberna mori). La secularización en el siglo diecinueve de los bienes eclesiásticos permitió encontrar un códice con una antología de estos poetas, que se denominan Carmina Burana por haberse encontrado en el monasterio alemán de Beuron.

 

5. LAS LITERATURAS VERNÁCULAS

      Característica de la Baja Edad Media es la literatura en lenguas vernáculas, las habladas en diversos territorios por las gentes, que tratan de abrirse un hueco en el campo de la comunicación escrita, anteriormente dominada de forma exclusiva por la lengua latina, que utilizaba la escritura más que la palabra oral. En cambio, las primeras composiciones en lenguas vernáculas fueron orales y sus autores, juglares, trovadores y escaldas las recitaban en las cortes y en las plazas para recreo de grandes y chicos, hombres y mujeres de toda condición que no dominaban la escritura, sólo accesible a unos pocos. No tenían una finalidad estética, aunque debían ser entretenidas para despertar y mantener el interés de la audiencia. Su función principal resultó ser la cohesión de los vínculos sociales, la participación en actitudes, mediante la narración de acciones referidas a personajes muy famosos, míticos, con los que se identificaba la comunidad.

      En Europa se advierten dos corrientes, la nórdica, que se desarrolla en tierras que no fueron romanizadas, y la meridional, característica de los reinos formados en el desaparecido Imperio Romano, que hablaban, en principio, el latín, y terminaron evolucionando a una serie de lenguas románicas.

      En las tierras escandinavas existieron desde los primeros siglos de nuestra era manifestaciones literarias, los Edda, tradiciones poéticas recogidas por escrito en el siglo trece. También unas narraciones en prosa denominadas Saga, con las aventuras de personajes como Eirich, que viajó a Groenlandia o el rey ostrogodo Teodorico, conquistador de Italia, llamado Teodorico de Bern, Verona, donde estableció la capital de su reino y cuya fama llegó hasta tan lejanas tierras.

      El documento más antiguo de las literaturas germánicas es la traducción de la Biblia hecha en el siglo IV o V, que se conserva en la Biblioteca Universitaria de Upsala. Es el famosísimo Codex Argenteus, escrito en Bizancio sobre pergamino teñido de rojo con letras doradas y plateadas, que corresponden a un alfabeto original basado en las runas nórdicas y con influencias de los alfabetos griego y latino. No es un texto popular, autóctono, sino importado y el instrumento para que el pueblo godo conociera los fundamentos de la nueva religión cristiana a la que se habían convertido los dirigentes.

      También en Germania e Inglaterra clérigos cultos pusieron por escrito en fecha temprana cantares populares, como Cantar de Hildebrando, compuesto en el siglo octavo, en el que un padre en un desafío mata a su hijo, desconociendo el parentesco que los unía, o el de Boewulf, personaje histórico que luchó en el siglo sexto contra los francos, y en el cantar, que tiene cuatro mil versos, murió en lucha contra un dragón.

      En la Romania, la Europa surgida de la descomposición del Imperio Romano, la mayoría de la gente tampoco sabía leer, y entre los pocos que sabían, sólo una parte reducida de clérigos era capaz de entender el latín, la lengua escrita. Recurrieron a notas o glosas con la traducción de palabras del texto a la lengua hablada por ellos, el árabe en al-Andalus y los primeros balbuceos del castellano en los monasterios del norte.

      A partir de finales del siglo once algunos escritores recogieron las composiciones populares, las centraron en unas pocas acciones dramáticas y las dieron forma definitiva al consignarlas por escrito. Son los llamados cantares de gesta o hazañas, como la Chanson de Roland, sobre la retirada de Carlornagno y la muerte a manos de los musulmanes españoles en Roncesvalles del joven protagonista. La fama de la Chanson de Roland se extendió por toda Europa, aunque no llegan a diez los manuscritos supervivientes, todos de presentación sencilla y sin ilustraciones. El texto escrito, destinado a un círculo minoritario, no alcanzó la difusión de las composiciones orales, aunque fue admirado en los escritorios. Sólo en el siglo diecinueve, al ser impreso, pudo conocerlo el gran público.

      El Poema del Cid, otro gran cantar de gesta europeo, fue escrito a mediados del siglo doce por un poeta desconocido y su único manuscrito está en la actualidad en la Biblioteca Nacional. El público no pudo conocerlo hasta que a finales del siglo dieciocho lo editó el bibliotecario Tomás Antonio Sánchez y lo imprimió Antonio Sancha dentro de una Colección de poesías castellanas.

      También en Alemania, a principios del siglo trece, un autor anónimo escribió, basándose en leyendas anteriores, el Cantar de los Nibelungos, Nibelungenlied, historia de Sigfrido y de la pretensión de rescatar el tesoro arrojado al Rin. En el Cantar, a cuyo conocimiento generalizado en los tiempos moderno han contribuido las óperas de Wagner, intervienen, mitificados personajes históricos, como Atila y el rey Teodorico.

      Frente a los cantares de gesta, eminentemente populares, se escribieron narraciones, roman curtois o novela cortés, aunque roman significaba simplemente lengua romance, es decir, francés. Un lugar destacado le corresponde a la serie sobre temas del rey Artús y tiene por escenario Bretaña, y de ahí el nombre de materia de Bretaña que se da al conjunto. Se narran acciones fantásticas, con trama amorosa y espíritu caballeresco, como las aventuras de Perceval y la búsqueda del Santo Grial, la copa que Jesús utilizó en la última cena, y los trágicos amores de Tristán e Isolda, sobre los que se escribieron varias versiones en alemán y francés. Al principio, los autores de estas obras, origen de las novelas de caballerías, utilizaron el verso, pero terminaron escribiendo en prosa.

      Enorme popularidad alcanzó el largo poema, más de veinte mil versos, Roman de la Rose, cuyos primeros cuatro mil los escribió Guillermo de Lorris en la primera mitad del siglo trece, y fue acabado, cuarenta años más tarde, por Jean Copinete o de Meun. Es la narración de un sueño y, para Petrarca, la obra literaria francesa más importante. En la Biblioteca de la Universidad de Valencia se guarda un códice del siglo catorce con 177 ilustraciones muy bellas, que perteneció a los duques de Calabria, descendientes de Alfonso el Magnánimo.

      Probablemente los libros estaban en un atril y eran leídos en voz alta por un servidor en las reuniones familiares. Había una gran variedad de temas que atraían a los nobles, a la alta burguesía adinerada, a profesionales que habían estudiado en las universidades y a comerciantes prósperos, por ejemplo, la poesía trovadoresca en Francia y de los Minnesinger en Alemania, que cantaban canciones de amor destinadas principalmente a las damas, narraciones históricas, anoveladas y centradas en dos temas principales, la guerra de Troya y las hazañas de Alejandro Magno. También por obras de viajes a tierras exóticas, la caza, relaciones amorosas, animales, como los bestiarios, plantas, como los hervales, caballos y torneos, juegos, heráldica, fábulas, astrología, agricultura, química, música, cocina y pintura.

      En Italia se produjo un distanciamiento de la cultura escolástica, cuyo epicentro estaba en la Universidad de París. Siguiendo la tendencia general, aunque con algún retraso con relación a Francia y a España, brotó con gran fuerza una literatura en romance, a la que se llamó Stil nuovo, que llegó a las cumbres más elevadas con Dante Alighieri, 1265-1321, en Vita Nuova, serie de poesías líricas en las que canta a Beatriz, a la que conoció en su infancia, y especialmente en el gran poema Comedia, que él denominó así porque empezaba con terror y acababa felizmente y porque estaba escrita en lengua vulgar, no en latín.

      Por otra parte, surgió un movimiento intelectual, el humanismo, cuyos miembros sentían enorme interés por el estudio de la lengua latina, pero se desinteresaban del pensamiento medieval. Les entusiasmaba y se sentían orgullosos de su pasado romano y consideraban el latín como su lengua, en la que encontraban el encanto de su dulzura y sonoridad, y al que trataban de liberar de su exclusiva dedicación a la Iglesia, porque el grupo estaba constituido mayoritariamente por laicos que vivían de su trabajo como profesores o en las cancillerías, aunque, al final, en él se integraron hombres con altas posiciones en la Iglesia.

      Característica común de todos ellos fue su obsesiva búsqueda de obras perdidas de la Antigüedad romana. Registraron personalmente bibliotecas y, cuando no les resultaba posible hacerlo personalmente, encargaron a otros que buscaran por ellos. Celebraron cada hallazgo con un triunfo. Se adueñaron de los códices que pudieron y, si esto no era posible, los copiaron y revisaron cuidadosamente. Llegaron a poseer buenas bibliotecas personales. Pero su bibliofilia era especial pues copiado y corregido el texto, cesaba el interés por los viejos manuscritos y, en muchos casos, los dejaron perder, normalmente cuando, unos años más tarde, se hicieron ediciones impresas.

      El movimiento lo inició Francesco Petrarca, 1304-1374, autor de unas famosísimas poesías, Cancionero, escritas en italiano, que él no tuvo en mucho, pues de lo que se sintió orgulloso fue de sus escritos, prosa y verso, latinos. Fue el primer hombre que en los tiempos modernos formó una biblioteca particular de autores clásicos latinos.

      No estaba interesado ni por la lógica ni por la metafísica ni por las ciencias naturales. Se sentía, por consiguiente, alejado de la escolástica y de Aristóteles, y próximo a Platón ya San Agustín. Le preocupaban los valores humanos y el alma, la humanitas frente a laferitas, y entendía la primera como filantropía, aunque sus sucesores llamaron a los estudios que había emprendido Petraca sobre la AntigÜedad studia humanitatis, de ahí el origen de la palabra humanista, similar a legista o jurista, para designar a la persona dedicada a los estudios de gramática, retórica, historia, poesía y filosofía moral.

      Boccaccio, 1331-1375, gran admirador de Petrarca, cultivó el latín, aunque la fama posterior le vino por sus narraciones ligeras, cortas, frívolas y con aire moralizante escritas en italiano en el Decameron. Su amor a los viejos códices hizo que se le saltaran las lágrimas al ver el estado de abandono en que se encontraban los de Montecasino. Sus obras en italiano y traducidas a las lenguas europeas fueron muy leídas.

      Notable cazador de manuscritos fue Poggio Bracciolini, que en cuatro viajes pudo sacar o copiar de las bibliotecas francesas, suizas y alemanas (Cluny, Saint Gall, Fulda, catedral de Colonia, entre otras) en su calidad de secretario pontificio, valiosos manuscritos. A él se debe la instauración de la letra humanística, como imitación de la carolingia, que Poggio y sus colegas llamaban littera antiqua. Finalmente debemos recordar a Lorenzo Valla, 1407 -1457, al que se debe el adjetivo gótico en sentido despectivo e injurioso, que ha sido aplicado a la escritura y al arte posteriores al románico.

      Al comienzo del siglo trece vivió a dos pasos de aquí en el Monasterio de San Millán de la Cogolla Gonzalo de Berceo, el primer escritor castellano de nombre conocido y autor de poemas en honor de la Virgen y también sobre Alejandro Magno. Deseaba escribir para el pueblo, de forma clara y sencilla, utilizando la técnica poética, de cuyo dominio se sentía orgulloso. Sin embargo, sus obras tuvieron escasa difusión hasta el siglo dieciocho cuando fueron publicadas por Tomás Antonio Sánchez.

      Figura señera en la cultura española, y en el libro, fue el rey Alfonso X que ha recibido por su labor el calificativo de El Sabio. Nacido en Toledo e hijo de Fernando III, se sintió atraído por el estudio y se preocupó de conocer y dar a conocer el pensamiento encerrado en los libros escritos en árabe, siguiendo la trayectoria de los que vinieron a la ciudad en la centuria anterior. En realidad, al rey le preocupaba la felicidad de sus súbditos y esta es la explicación de su gran labor editora, pues su papel en los libros que se le atribuyen no fue el de autor, sino el de editor porque se preocupó de seleccionar las obras, de reunir los colaboradores, traductores y redactores, pagados y acogidos por él, y de hacer un conjunto bibliográfico que iba desde la ciencia, la historia, la doctrina y ordenamientos jurídicos a las simples obras de entretenimiento.

      Como su pretensión era dotarles de instrumentos intelectuales, escogió como medio de expresión su querido castellano, en vez del latín que se usaba en toda Europa, y era entendido, pero mal, por las personas de formación superior. Por otra parte, ya su padre había ordenado que los documentos salidos de la real cancillena, salvo algunas excepciones, fueran redactados en castellano para conocimiento de sus oficiales y del pueblo.

      Pasando por alto las obras científicas o pseudocientíficas y las de entretenimiento, nos limitamos a recordar cuatro. La que tuvo más difusión y estima fue Las Siete Partidas, cuya finalidad era recoger y actualizar la legislación de sus reinos. No tanto éxito tuvieron sus importantes obras históricas, Grande e general Estoria, historia universal, intento demasiado ambicioso, y Estoria de Espanna, conocida posteriormente como Primera Crónica General y terminada en el reinado de su hijo Sancho IV, que tuvo la originalidad de incluir prosificados leyendas y cantares de gesta.

      La obra más personal, que muchos se inclinan a pensar que fue redactada por el propio rey, es las Cantigas, conjunto de poesías en honor de la Virgen en gallego, que se conservan en cuatro códices, uno en la Nacional madrileña, otro en Florencia y dos en El Escorial, de éstos el denominado Códice Príncipe es, desde el punto de vista literario, el más completo y valioso con 427 cantigas en 361 folios, escrito y quizá ilustrado por Gundisalvo en el siglo trece en letra gótica a dos columnas con algunas palabras en rojo e iniciales con rasgos salientes. Su ilustración es escasa. En cambio, en el otro códice, de 256 hojas, aunque de menos cantigas, 193, la ilustración es muy rica, con series de seis u ocho escenas por página en las que se narran gráficamente cada uno de los milagros. El conjunto es un documento muy valioso para conocer aspectos de la vida en el siglo trece y desde el punto de vista artístico, la obra maestra de la miniatura de la Baja Edad Media española, como la de los beatos es la de la Alta Edad Media.

      El rey contó con un taller en la corte para copiar sus obras, en delicado pergarnino y con caligrafía cuidada, taller que continuaron sus sucesores y en los que se produjeron obras de lujo para el entretenimiento, como La Crónica Troyana, Libro del Caballero Cifar y Libro de la montería de Alfonso XI, o de la literatura sapiencial, como Los castigos del rey don Sancho, y obras legislativas, como el Ordenamiento de Alcalá. Frente a estos libros al servicio de la corte, un clérigo toledano Juan Ruiz, escribió una de las obras más destacadas de la literatura española, Libro de Buen Amor; alegre canto a la vida que se ofrecía en el reino de Toledo donde convivían las tradicionales culturas medievales españolas. Se conserva en tres códices sencillos y permaneció inédito hasta finales del siglo dieciocho cuando lo publicó el benemérito bibliotecario Tomás Antonio Sánchez.

      Una obra sobresaliente por su tamaño, presentación cuidada e ilustraciones es la llamada Biblia de Alba, que se guarda en la casa ducal, escrita en castellano y cuya traducción fue encargada por Don Luis de Guzmán, gran maestre de la orden de Calatrava, al judío Mose Arragel de Guadalajara.

 

6. LA LECTURA Y LAS BIBLIOTECAS

      La urbanización del final de la Alta Edad Media trajo un aumento considerable de lectores, de libros y de bibliotecas. Las escuelas catedralicias mantuvieron colecciones de libros, de no muchos volúmenes y no faltaron profesores que se interesaran por la posesión de algunos libros sobre los temas de su particular interés. Aumentó el número de bibliotecas a partir del siglo trece con la aparición de las universidades al servicio de profesores y alumnos. Reunieron mayor número de libros que las monacales y catedralicias porque fueron concebidas como instrumentos de trabajo y las enseñanzas se apoyaban en la lectura y comentario de un texto.

      Las bibliotecas universitarias estaban fragmentadas en colecciones pertenecientes a las facultades o colegios. La consulta y lectura estaba reglamentada y en general los libros se dividían en dos secciones, libraria magna, con libros de consulta, que no se podían prestar y debían ser consultados al pie de la estantería pues, además, estaban encadenados, libri catenati, y la libraria parva con los destinados al préstamo, libri distribuendi. Es fácil imaginar que entre ellos no había libros lujosos por sus ilustraciones y adornos.

      Los profesores, especialmente los miembros de las nuevas órdenes mendicantes, dominicos y franciscanos, que se orientaron principalmente a la enseñanza, dispusieron de libros propios y de bibliotecas en sus conventos proporcionadas por la orden. También poseían libros los que, tras estudiar en las universidades, ejercían actividades liberales, como la medicina y el derecho, la mayoría referentes a su profesión, pero otros de temas religiosos, filosóficos, históricos o literarios, de acuerdo con sus aficiones.

      A partir del siglo trece, como hemos visto, experimentan un desarrollo las literaturas vemáculas, que cada vez contaban con un público más amplio entre los que sabían leer, pero no eran capaces de entender el latín. Este es el caso de reyes, nobles y muchas damas aristocráticas, que encargaban libros bellamente ilustrados, no escritos en latín, que leían directamente o, con más frecuencia, encargaban a un capellán o a un criado que se los leyera.

      Una de las grandes bibliotecas del siglo trece, por la cantidad, pero principalmente por la riqueza de los volúmenes, fue la que reunieron Alfonso X el Sabio y su hijo Sancho IV para que sus colaboradores pudieran preparar y escribir las obras unidas a sus nombres. Los códices no debieron de estar todos juntos ordenados en una sala. Eran trasladados, como el equipaje, con el rey cuando este cambiaba de residencia y normalmente se guardaban en arcones. Sus sucesores acrecentaron la biblioteca y muchos de estos volúmenes llegaron a poder de Isabel la Católica y Felipe II. Entre las bibliotecas de la nobleza, destaca la del marqués de Santillana, poeta y bibliófilo, que encargó códices muy bellos en Italia, bastantes de los cuales se encuentran hoy en la Biblioteca Nacional.

      Los reyes franceses, empezando por San Luis, fueron amantes de los libros, muy en particular de los bellamente ilustrados. Uno de ellos, Carlos V, los guardaba en una torre del Louvre, se sentía atraído por las obras narrativas e históricas en francés, menos por las escritas en latín, y ordenó la traducción de Padres de la Iglesia, como San Agustín, de filósofos de la Antigüedad, como Aristóteles, e incluso de autores modernos, como Petrarca. También fueron buenos bibliófilos sus hermanos, Luis de Anjou, que llegó a ser rey de Nápoles, Juan de Berry y Felipe el Atrevido, duque de Borgoña.

      El prototipo de la biblioteca bajomedieval al servicio de la aristocracia es la de los duques de Borgoña, que gobernaban Borgoña y el Franco Condado, al este de Francia, y los Países Bajos al noroeste. En Dijon Juan sin Miedo había reunido unos doscientos cincuenta códices y su hijo y sucesor, Felipe el Bueno, aumentó la colección de modo considerable hasta superar los ochocientos. Al duque le gustaba escuchar a diario la lectura en voz alta de sus libros escritos en francés, ya fueran obras originales o traducciones, unas y otras copiadas con una clara letra bastarda y adornadas con bellísimas ilustraciones. El rey Felipe II, propietario y admirador de la colección, ordenó que quedara instalada en Bruselas como biblioteca real.

      Bibliotecas importantes fueron las de los normandos en Sicilia, favorecedores de las traducciones del árabe y del griego, con obras en latín, griego y árabe, la papal de Aviñon, Avenionensis, que llegó a reunir dos mil volúmenes y se disolvió cuando cesó el cisma. También fue rica y selecta la del rey Matías Corvino en Budapest, que tuvo corta vida pues en 1526 fue conquistada la capital por los turcos.

      Pero, sin género de dudas, las más notables fueron las surgidas en Italia, cuyos creadores, por un lado, buscaban manuscritos latinos antiguos y griegos rescatados de Bizancio. Por otro, encargaban libros lujosos bellamente ilustrados por los mejores artistas. Aunque no se puede dudar de su amor a la cultura escrita, estaban motivados fundamentalmente por la presunción.

      En Florencia reunió un millar de volúmenes Coluccio Salutati, muerto al iniciarse el siglo quince, cantidad superior a la conseguida por su paisano y contemporáneo Niccolo Niccoli. Les superó Cósimo de Medici el Viejo, primera mitad del siglo quince, fundador de varias bibliotecas, y cuyos descendientes, entre los que destaca Lorenzo el Magnífico que da forma definitiva a la que sería llamada Laurenziana Medicea, se preocuparon igualmente de reunir libros valiosos. Otros bibliófilos notables fueron el cardenal Bessarion, bizantino radicado en Italia, que donó su magnífica biblioteca, en la que había más de quinientos manuscritos griegos, a la ciudad de Venecia y fue el origen de la Biblioteca de San Marcos o Marciana.

      Nicolás V, uno de los más afamados cazadores de manuscritos, recreó en la segunda mitad del siglo quince la Biblioteca Vaticana, pues aunque desde los primeros tiempos había habido una biblioteca en la residencia papal, los libros fueron dispersados repetidamente por avatares históricos. Los papas siguientes, Gregorio IV y Sixto IV, se preocuparon de aumentar la colección y de instalarla dignamente. Así los escasos trescientos volúmenes que reunió Nicolás V se transformaron en más de tres mil al finalizar la centuria. Posteriormente continuó creciendo en calidad y cantidad hasta convertirse hoy en una de las más ricas del mundo.

      Otra biblioteca notable fue la creada por los reyes aragoneses en Nápoles formada por códices lujosos ilustrados por los mejores artistas, que además de códices griegos, latinos e italianos tenía bastantes en castellano. Al caer el reino de Nápoles en poder de los franceses, 1495, éstos se llevaron a París más de un millar. Otros códices han terminado en la Biblioteca Universitaria de Valencia, en donde se estableció el duque de Calabria, hijo del último rey de Nápoles, y algunos llegaron a la Biblioteca escurialense.

      Merece una mención entre las otras bibliotecas renacentistas, la formada por Federico de Montefeltro, duque de Urbino, más apasionado por los bellos códices que por la lectura. Llegó a superar el millar de códices, entre los que no permitió que se pusiera ningún libro impreso.

 

7. LA ENCUADERNACIÓN

      La encuadernación, que fue necesaria cuando cambió la forma del libro del rollo al códice, se perfeccionó con dos planchas, las tapas, una delante y otras detrás, y con el lomo por la parte del cosido. Las tapas al principio eran simples pieles; después fueron de madera recubierta de piel y más adelante, cuando se generalizó el uso del papel, normalmente se acabó sutituyendo la madera por cartón. Cuando algunos libros eran tenidos en gran estima, la piel se adornaba con grabados repujados, simples dibujos geométricos o también signos religiosos como la cruz e incluso con joyas.

      La decoración fue enriqueciéndose con el paso del tiempo y de los motivos geométricos y vegetales se pasó en la Baja Edad Media a representar personas y animales y a la inclusión de motivos heráldicos y simbólicos. La nueva técnica de repujar se vio favorecida por inventos, la rueda o rodillo, que permitía hacer una larga incisión, y la plancha, cuya impresión ocupaba una amplia superficie. A este tipo de encuadernación sencillo, se le viene llamando monástica por haberse generalizado su uso en los monasterios y se caracterizaba, en ocasiones, al no llevar cuero, por estar la madera de pino o de nogal al descubierto.

      En cambio los ejemplares destinados al culto que tenían que reposar en el altar a la vista de lo fieles, fueron enriquecidos con tapas de marfil, láminas metálicas, o de cuero decorado con elementos metálicos, y piedras preciosas y con grabados en relieve de temas religiosos, que a través de una artística composición dieron belleza y magnificencia al libro. La encuadernación lujosa se inició en Bizancio y como después se desarrolló en Europa Occidental se la llama bizantina y también de orfebrería o de altar porque recordaban el lujo de los relicarios bizantinos. Normalmente la tapa embellecida es la superior, la que se presenta al público. Ésta y la inferior, suelen llevar clavos de cabeza gorda o bollones, para preservar la piel cuando el libro debía pennanecer abierto. Fue relativamente corriente, cuando se disponía de ellas, la utilización en ejemplares lujosos de placas de marfil romanas. A veces, al finalizar la Edad Media la piel de la encuadernación se recubrió de terciopelo, brocados y seda.

      En el Islam el libro fue más objeto de uso que de lujo y en los libros de lujo se puso la atención preferentemente en la caligrafía. Al libro, destinado a la lectura, se le pedía que fuera manejable y resistente. La piel podía ser de cabra, que se trabajaba muy bien en Córdoba, y de ahí el nombre de cordobán, o de carnero, más basta y de menor calidad. Los musulmanes tuvieron dos tipos de encuadernación, caja y carpeta. En la primera, la tapa de arriba cierra sobre pestañas laterales; en la segunda, sobresale la piel de la tapa superior, que dobla y se cierra como un sobre o una carpeta. La superficie de la tapa se adornó con decoración vegetal o geométrica, encerrada en recuadros hechos con hierros calientes. El libro se cerraba con un broche o manecilla y también con un simple lazo.

      Una encuadernación muy rica de tipo bizantino es la realizada, a finales del siglo diez, en el monasterio de Richenau para el Evangeliario de Otón III. Está cuajada de joyas y en el centro lleva una placa de marfil con una escena religiosa, hoy en la Biblioteca Bávara.

      Se conservan algunas tapas españolas de encuadernaciones lujosas de los siglos doce y trece, como la de Evangeliario de la reina Felicia de Aragón y algunas en las catedrales de Gerona y Tortosa ilustradas con la Crucifixión y el Pantocrator. En el siglo trece las grabaciones exteriores de las tapas tienden a asemejarse a las interiores. Aparecen edificios y escenas de la vida, animales fantásticos y reales, y continúan los motivos geométricos de origen musulmán.

      En España se generalizó una decoración nacional llamada mudéjar, porque había sido realizada por artesanos mudéjares, musulmanes que vivían entre los cristianos. Utilizaban el estezado, humedeciendo previamente la piel para que recibiera bien la impresión, y el gofrado, impresión en seco mediante hierros calientes. Los motivos mudéjares, geométricos, tienen origen copto, y fueron heredados por los musulmanes. El color de la piel suele ser leonado, rojo oscuro, morado e incluso negro. El cierre se hacía con tiras de la misma piel que enganchaban en ojales o pletinas. Después se impusieron broches metálicos, que recibían un tratamiento artístico como las cantoneras, los bollones y los clavos protectores. Al final de estos tiempos, se colorearon los cortes, en los que solía ponerse el título, en vez de en el lomo, como se hizo unos siglos después.

 

LIBROS Y BIBLIOTECAS
EN LA BAJA EDAD MEDIA

Hipólito Escolar Sobrino
Madrid  
 

 


La enseñanza en la Edad Media
Nájera, 1999
INSTITUTO DE ESTUDIOS RIOJANOS
Logroño 2000