Transgresiones

Iñaki Bazán / Ricardo Córdoba de la Llave / Cyril Pons

 

Algunas de las conductas contrarias al orden sexual establecido:adulterio,barraganía,amancebamiento,estupro y violación

 

      Las relaciones sexuales durante la Edad Media debían circunscribirse al rígido guión marcado por la voluntad divina que establecía el orden natural de las cosas, fuera del cual todo proceder era considerado contra natura y contra la recta razón y, en consecuencia, punible. La única unión carnal posible era la heterosexual y con fines procreativos. Y la única unión hombre-mujer consentida era la sancionada por el sacramento del matrimonio. Las restantes relaciones, como la barraganía, el comercio carnal, el adulterio, el amancebamiento de clérigos, el incesto, la homosexualidad o el bestialismo conducían directamente ante los tribunales de Justicia. Ahora bien, cabría matizar el rigor legal desplegado contra algunas de estas relaciones, concretamente contra las dos primeras, toleradas como medio de evitar pecados de mayor consideración y alteraciones del orden público.

Adulterio


 
Durante la Edad Media existió una alta tasa de ilegitimidad, prueba inequívoca de la existencia de relaciones sexuales extraconyugales. Cinco razones justificarían tales comportamientos. Primera, la propia concepción del matrimonio cristiano, monógamo, indisoluble y al margen del placer sexual. Segunda, una sociedad en la que el sistema ideológico reconocía únicamente como estados perfectos el eclesiástico y el matrimonial debía disponer, necesariamente, de una puerta trasera abierta a otro tipo de vínculos hombre-mujer, aunque sin aceptarlos legalmente, sí tolerados, fundamentalmente para aquellos que no podían casarse debido a sus circunstancias sociales y económicas. Tercera, las estrategias familiares unían parejas que carecían de vínculos afectivos. Cuarta, la subordinación de la esposa a los deseos sexuales del marido sin que éste tuviera en cuenta los de aquélla. y quinta, la búsqueda de un heredero cuando éste no se conseguía dentro del propio matrimonio.
  El adulterio, desde la racionalización moral cristiana expresada, entre Otros, por G. Chaucer, supone una grave transgresión al romper la fe matrimonial, en la cual reside la clave del cristianismo, y sin ella se torna vacío y yermo. Más aún, incurrir en adulterio supone perpetrar un vil y horrendo hurto y homicidio: hurto, porque se despoja de algo a alguien en contra de su voluntad, y si es la mujer la adúltera, con su comportamiento «roba su propio cuerpo a su marido y lo entrega a un lujurioso, lo profana, y roba su alma a Cristo y la entrega al diablo»; homicidio, porque con la relación adúltera se «escinde y [ se J rompe en dos lo que fue una sola carne». Además, se comete una impureza y un sacrilegio al quebrantar y mancillar el sacramento del matrimonio que Dios instituyó en el Paraíso «durante el estado de gracia original para multiplicar el género humano».
  Para la Iglesia y el Derecho Canónico, las infidelidades conyugales tenían la misma trascendencia si las cometían mujeres o hombres. En este sentido, San Pablo hablaba de la paritaria fidelidad de los esposos y San Agustín, en su De bono conjugali, señalaba que los tres bienes del matrimonio eran lides, proles y sacramentum, exigía fidelidad mutua y consideraba la traición de los varones igual de censurable que la de las mujeres.
  Por el contrario, para la sociedad medieval los deslices de las cónyuges representaban un plus de gravedad al contribuir a la subversión y destrucción del orden social. En primer lugar, al poner en peligro el orden natural de la descendencia y la transmisión de la herencia familiar con la introducción de la bastardía, lo que ocasionaba la mayor afrenta a la cohesión del grupo parentelar. No nos extenderemos en explicar las razones por las que, atendiendo a la lógica médica medieval de raíz hipocrática y galénica, el bastardo del hombre no ocasiona ese tipo de perjuicios. y en segundo lugar, de estas relaciones extraconyugales de las mujeres nacían deshonras; eran un atentado al honor del marido y de la familia, a su buena fama pública, que exigía ser restituida con el recurso a la sangre, a la violencia, con lo cual se producía una alteración de la paz ciudadana. Esta consideración social del delito condujo a que el empleo del término «adulterio» quedara reservado exclusivamente para la falta en las mujeres y se utilizara el de «amancebamiento» en los hombres; y a la postre supuso una mayor sanción penal para aquéllas. Esta forma de entender el adulterio entronca directamente con la tradición del Derecho Romano, que marcaba una neta desigualdad penal entre ambos cónyuges a favor del varón en caso de incurrir en una relación extraconyugal. En principio simplemente fue un delito de naturaleza privada, pero a partir de la lex Julia de adulteriis pasó a ser considerado público.
  Según el Derecho Castellano, el marido estaba facultado para matar a los adúlteros si así lo deseaba y para disponer de sus bienes como quisiera. Ahora bien, y como se recoge en el Fuero Real ( ca. 1252-1255), no podía vengar la afrenta sufrida con la vida de uno solo de los adúlteros y perdonar la del otro; o los dos o ninguno. El Ordenamiento de Alcalá de Henares (1348) se hizo eco de esta filosofia penal:

     Si el esposo los hayare en uno, que los pueda matar, si quisiere, ambos a dos, así que no pueda matar al uno, y dexar al otro.

  Sin embargo, se introdujo la posibilidad de canalizar la resolución de este conflicto por cauces menos expeditivos, arbitrando otra posibilidad: recurrir a los tribunales de Justicia.
  Las Leyes de Toro (1505) siguieron en sintonía con la tradición, pero ahondaron en el camino abierto por el Ordenamiento de Alcalá al advertir que aquellos que se tomaran la Justicia por su mano no recibirían la dote de sus esposas ni los bienes de sus amantes, lo que sí ocurriría si primero reclamaban ante los tribunales. Con este proceder se pretendía evitar las alteraciones de la paz ciudadana que traían aparejadas estas acciones, ya que la familia del amante muerto exigía también venganza.
  La documentación judicial muestra que ese privilegio que la ley concedía a los maridos para tomarse la Justicia por su mano se llevaba a la práctica con relativa frecuencia. Así ocurrió en 1479 en el caso de Juan de Zambrana, vecino de Úbeda ( Jaén ):

     Mató a Eluira de la Torre su muger e a [ ...] su criado porque los halló en vno  hasiendo la maldad.

  y también hacia 1490 ocurrió con Juan de Ateca, vecino de Munguía (Vizcaya ):

   [Encontró a su mujer Mari Báñez] en vna cama con Ortuño de Ateca, su hermano del dicho Juan de Ateca, clérigo,fasiendo trayçión e adulterio, e que asy él los falló juntos de tal manera diz que el dicho Juan de Ateca les dio çiertas puñaladas al dicho Ortuño e a la dicha Mari Vañes, de las quales dichas heridas la dicha Mari Vañes murió, e que el dicho Ortuño de Ateca después de herido dio dos lançadas al dicho Juan de Ateca su hermano, de la qual diz que llegó a punto de muerte.

  Desgraciadamente, en muchas ocasiones los maridos burlados desoyeron el tenor de la ley y dieron muerte exclusivamente a sus mujeres una vez enterados de la traición. Tal fue el caso de Juan de Salamanca, vecino de Segovia, que mató a su mujer Catalina; pero alcanzó el perdón real en 14 76 «consyderando la cabsa que os mouio a matar a la dicha vuestra muger» y porque se acogió al privilegio de «omiciano»: reos o personas con causas pendientes con la Justicia que consiguen el perdón tras servir a su costa en los ejércitos de la Corona durante un tiempo.
   Igualmente, y sobre todo con vistas a conseguir los bienes de los adúlteros, se recurrió a los tribunales, y luego, tras la sentencia condenatoria, las autoridades judiciales entregaban a los culpables al marido en el cadalso de la plaza pública para que hiciera con ellos su voluntad, desde perdonarles hasta ejecutarles, haciendo las veces de verdugo. Este acto público servía para que el marido ultrajado, infamado y deshonrado ante su comunidad vecinal por el comportamiento de su mujer, recuperara su honra y buena fama. Así, por ejemplo, en 149 I se expidió una ejecutoria «a favor de Alonso de Vergara, vecino de Baeza, para que [ castigase ] en la forma que [ creyese ] conveniente a su mujer por haber cometido adulterio». y en 1500 el alcalde ordinario de Vitoria condenó a la mujer de Juan de Gaona, Marina de Gámiz, y a Juan de Adurza por cometer adulterio:

[ a que ] fuesen dados e entregados presos con todos sus bienes, atados pies e manos públicamente en la plaça e mercado de la dicha çibdad, debaxo de la picota e justiçia de ella el día del pronunçiamiento de la dicha sentençia para que de ellos e de cada vno de ellos e de sus bienes el dicho Joan de Gaona fiziese e dispusyese lo que quisiese e por bien tubiese segund e por la vía e forma que la ley en tal caso lo disponía e mandaba.

  En Francia, al Sur de la línea que va de Poitou hasta el Mâconnais a través del valle del Loira, existía la costumbre de someter a la pareja infiel a un paseo infamante, atados incluso por el sexo, durante el que sufrían todo tipo de insultos, pullas y burlas. La Iglesia luchó por erradicar esta práctica y llegaron a darse casos, como en Bayona en 1394, en los que el obispo excomulgó a toda la comunidad.
  Al margen de estas acciones, también existía la posibilidad de reconciliación cuando las mujeres infieles alcanzaban el perdón de sus maridos. Esta posibilidad estaba prevista en la legislación; concretamente las Partídas señalaban:

  Si después que la muger ha fecho el adulterio, la recibe el marido en su lecho a sabiendas, o la tiene en su casa como a su muger [...] entiéndase que la perdonó.

Con semejantes argumentos fue defendida la bilbaína Teresa de Urquiaga por su procurador ante la acusación de su marido por el adulterio que había cometido en 1488:

  La perdonó e dormió e comió e pasó su cópula carnal con ella e la beso diversas veses.

  Para evitar dudas que en el futuro pusieran en graves aprietos a estas mujeres perdonadas, como le ocurrió a Teresa, podían exigir a sus maridos que sancionaran por escrito y ante notario su perdón. Estos documentos notariales eran designados con el nombre de «cartas de perdón de cuernos», y en ellas se consignaba la voluntad de volver a reiniciar la vida en común. La Iglesia era favorable a la concesión del perdón del marido a fin de evitar venganzas y derramamientos de sangre, y para ello se apoyaba en el ejemplo de Cristo, que perdonó a la mujer adúltera.
  En el Norte de Francia desde el siglo XIII el delito de adulterio pertenecía a la jurisdicción de la Iglesia, que imponía su control sobre los asuntos matrimoniales. A partir de ese momento se entabló un conflicto por la competencia de este delito entre la Justicia laica y la eclesiástica. En tiempos de Felipe el Bello Pierre Dubois diseñó un plan para que la Corona se hiciera con esta jurisdicción. Distintos hitos de un proceso que no culminó hasta el primer tercio del siglo XVI fueron la asamblea de Vincennes de 1329, la ordenanza de julio de 1336, distintas disposiciones de Carlos VI al baile de Amiens y la ordenanza de Villers-Cotterêt (1536), que reservó claramente los casos de adulterio para los tribunales del rey.

 

Barraganía y amancebamiento


  
Las relaciones prematrimoniales y conyugales protagonizadas por novios y esposos antes y después de contraer matrimonio no fueron las únicas establecidas entre hombres y mujeres en la sociedad medieval con vistas a la formación de un hogar y el mantenimiento de una vida en común. Por el contrario, existió todo un mundo de relaciones extraconyugales protagonizadas por solteros que no quisieron renunciar al sexo y a la vida en pareja aunque no pudieran o no desearan contraer matrimonio. Eran relaciones basadas en la expresión de una libre voluntad que permitía convivir bajo un mismo techo y compartir la mesa y los alimentos, la cama y la crianza de los hijos y la propiedad de los bienes.
  Dentro de lo que supone la formación de parejas estables, es decir, de auténticos hogares integrados por personas solteras -o, en todo caso, separadas o viudas, pero nunca casadas ni obligadas a celibato-, interesa diferenciar claramente dos modalidades, cuya existencia se prolongó a lo largo de toda la Edad Media. Algunas de estas parejas suscribieron un acuerdo ante notario en el que expresaban su voluntad de vivir juntos y redactaban una serie de cláusulas o condiciones para regular su vida en común. Estas uniones puestas por escrito tuvieron un cierto carácter legal o, cuando menos, fueron consentidas y reguladas por la legislación medieval y constituyen la relación denominada «barraganía» en los fueros altomedievales de la Península. Las mujeres que así vivían fueron llamadas barraganas, mientras que de sus compañeros masculinos se decía que vivían abarraganados.
   En otros casos, la convivencia de la pareja se verificó no solamente al margen de la institución matrimonial, sino también de cualquier acuerdo escrito. Éste fue el tipo de relaciones que en los documentos de los siglos XIV y XV aparece mencionado como «mancebía». Las mujeres solteras que vivían con un hombre sin estar casadas eran llamadas «mancebas», mientras que de los hombres que compartían con ellas el hogar se decía que «estaban amancebados». La relación de mancebía no afectó solamente a personas solteras --como fue el caso de la barraganía, relación que exigía para firmar el contrato notarial la soltería de los contrayentes-, sino también a hombres casados y clérigos obligados a voto de castidad. En realidad, fueron estos últimos los principales protagonistas de ella en los años finales de la Edad Media.
  La vida en común de una pareja de no casados no llegó a diferenciarse de manera notable por el hecho de haber o no firmado previamente un contrato notarial. Muchos de los problemas surgidos en ambos tipos de relaciones fueron comunes -procesos de separación, crianza de los hijos, relaciones entre los protagonistas y sus familias- y la única diferencia importante entre ambas, que suponía una considerable ventaja para quien podía firmar un contrato notarial, era que lo pactado protegía a las partes, especialmente a la mujer, considerada siempre como la parte más débil y sometida de la relación, de forma que a la hora de compartir la propiedad de ciertos bienes, reconocer la paternidad de los hijos o exigir la implicación del padre en los gastos de la crianza, las barraganas estuvieron en una posición mucho mejor que las simples mancebas.
   En todo caso, y por lo que hace referencia a la práctica de la primera de esas instituciones, es decir, a la firma de contratos de barraganía, habría que comenzar indicando que en el siglo XV dicho término casi nunca aparece, quizá por haber caído en desuso o resultar malsonante o hiriente, y preferir enmascarar la realidad con términos más suaves y, desde luego, más oscuros. Las actas notariales empleaban una terminología tan diversa como indeterminada para designar esta situación, hasta el punto de que en muchas ocasiones no se sabe en realidad si quienes así convivían habían suscrito previamente un contrato notarial o simplemente buscaban una forma de denominar la relación. Era frecuente el uso de la expresión «estar juntos a casa mantener
», lo que daba a entender que se convivía bajo un mismo techo y que ambos miembros de la pareja participaban en el mantenimiento del hogar; o la expresión «hacer vida en uno», fórmula muy gráfica que hacía referencia a la cohabitación. En 1479 los sevillanos Juan García e Isabel García declararon en el momento de firmar su compromiso ante el escribano:

  Son de acuerdo de faser vida en uno casy maridablemente.

  Los rasgos principales de este tipo de contratos los describió de manera espléndida para la Edad Media -basándose en el estudio de las disposiciones forales- Enrique Gacto y mantuvo a lo largo del tiempo unas características muy similares. Constituía un rasgo característico de este tipo de uniones la existencia de una serie de condiciones personales previas que ambos miembros de la pareja debían reunir para poder acceder a la firma. La primera obligatoriedad era la de soltería, es decir, no estar casado ni desposado en el momento de concertar su acuerdo; así lo pone de manifiesto de forma expresa el contrato suscrito en Sevilla entre el cuchillero Juan García y su barragana o allegada, Isabel García, en el que ambos declararon «ser personas solteras y no sujetas a ningún matrimonio». En cuanto a la edad, parece que las jóvenes menores de I8 años tenían que contar previamente con la autorización paterna, como evidencia la declaración realizada en 1495 por el pintor sevillano Diego Martínez y su mujer de «que les plazía e consentían» que su hija María Fernández «viviese maritalmente» con Luis Fernández.
   Una segunda característica general de este tipo de compromisos era la de constituirse mediante el libre consentimiento de los contrayentes y a través de la firma de un contrato ante escribano. De igual manera que la expresión «de libre voluntad» fue el requisito indispensable para otorgar validez a un matrimonio eclesiástico, desde el siglo XIII lo fue también para convalidar estas uniones realizadas ante notario. La relación que así se establecía era estable pero temporal, y podía ser disuelta por común acuerdo de sus protagonistas o por el deseo personal y unilateral de uno de ellos; lógicamente, en este segundo caso, el contrato solía contemplar algún tipo de compensación para la parte abandonada. Uno de los rasgos que mejor definían esta convivencia de pareja semimatrimonial y que, a su vez, mejor contribuían a diferenciarla de la simple mancebía -es decir, la realizada sin mediar contrato- era el derecho a la copropiedad de bienes de la mujer abarraganada.
   Como la relación de barraganía establecida en estos contratos, aunque consentida por la legislación civil, resultaba pecaminosa para la
 Iglesia y censurable desde el punto de vista moral, cuando estas parejas decidían separarse era habitual que recurrieran a justificar dicha ruptura por librarse de pecado. Por ejemplo, los cordobeses Cristóbal e Isabel López declararon en 1479 que, tras permanecer dos años «en uno abarraganados, sin haber entre ellos palabra de matrimonio, salvo en una compañía de mesa y cama», rompían dicho acuerdo «por se quitar de pecado».
   Aparte de la barraganía, funcionó como relación de pareja estable a fines de la Edad Media la denominada mancebía o amancebamiento. Es de sobra conocido que los términos «manceba» y «mancebía» fueron utilizados durante el siglo XV con un doble sentido: por una parte, para designar a las prostitutas y los lugares donde éstas ejercían la prostitución; y por otra, para referirse a aquellas mujeres que mantenían una relación sexual estable al margen del matrimonio, tanto si el hombre con quien mantenían la relación se hallaba soltero como si se encontraba casado u obligado a celibato eclesiástico.
  Estas relaciones de amancebamiento suponían un tercer escalón en las relaciones estables de las parejas medievales. Si las de carácter legal y reconocido eran las uniones matrimoniales bendecidas por la Iglesia, los acuerdos ante notario suponían un compromiso a medio camino, admitido legal y jurídicamente, pero condenado por la Iglesia -salvando las distancias, una especie de matrimonio civil de la época-, en tanto las relaciones de mancebía eran no sólo condenadas por la sociedad, sino penadas por las legislaciones civil y eclesiástica. Por supuesto, era contemplado de manera bien distinta el amancebamiento entre una pareja de solteros, no comprometidos por vínculo matrimonial ni voto de castidad alguno, y el protagonizado por hombres casados y clérigos, mucho más perseguido y reprimido.
   Es difícil conocer la procedencia y el origen social de todas estas mancebas que vivían como mujeres de hombres con los que no llegaron a contraer matrimonio. ¿Qué mujeres ponían en entredicho su reputación y la de sus propias familias para convertirse en mancebas? ¿Por qué aceptaban una relación sexual en esas condiciones? Aunque no es fácil responder de manera cierta a esta pregunta, por lo que sabemos las mujeres que aceptaron el mantenimiento de relaciones extraconyugales más o menos estables lo hicieron impulsadas, fundamentalmente, por la necesidad.
   Algunas mancebas pudieron haber sido en origen mujeres casadas que, tras separarse de sus maridos, iniciaron una convivencia estable con otra persona con la que ya no podían volver a contraer matrimonio. No hay que olvidar que los procesos de separación eclesiástica incoados en época medieval solían obtener la separación de cuerpos, pero casi nunca la declaración de nulidad matrimonial, de manera que los antiguos cónyuges no podían volver a contraer nuevo matrimonio. En otros casos las mancebas tuvieron su origen en viudas sin medios de vida que aceptaron la protección de un hombre y la relación sexual con él para poder seguir subsistiendo. Otras parecen provenir del grupo de jóvenes que habían sido objeto de una violación; un caso muy claro, citado por Mª Carmen García Herrero, fue el de Sancha de Bolea, que marchó en 1460 como manceba de un mercader darocense:

  [Otro hombre] hubo mi virginidad y fui deshonrada et estaba en punto de ir por los burdeles [y pedía ] que vos placiese tomarme en vuestra casa por casera o sirvienta, a estar e dormir con vos e hacer de mi cuerpo a toda vuestra guisa.

  La disolución del vínculo notarial o del acuerdo verbal suscrito por la pareja era lógica dado que dicha posibilidad existía desde el principio, pero, ¿por qué se producían las separaciones? ¿Qué causas inmediatas determinaban la disolución de los contratos o la finalización de una convivencia de hecho? La riqueza de la casuística reflejada por la documentación hace difícil apuntar tendencias generales, pero en un número de casos realmente significativo la separación se produjo por matrimonio de uno de los miembros de la pareja, generalmente del hombre. Éste elegía su pareja, bien como barragana o como manceba, de entre muchachas pobres o desprotégidas y, tras un tiempo de convivencia, decidía cambiarla por un matrimonio eclesiástico con una doncella de buena reputación y, quizá, de mayor fortuna.
  Aunque no existían reglas sobre el destino, llamémosle «normal», de las mancebas una vez terminado el periodo de convivencia, hay que decir que el pecado de la manceba no se presentaba nunca como insalvable para la sociedad medieval, es decir, toda mujer que hubiera estado amigada tenía la posibilidad de rehabilitarse al transformarse en una buena casada y entrar en el mercado matrimonial, por supuesto con alguna desventaja respecto de las doncellas vírgenes, pero no insuperable. Hubo numerosos casos de esposas que declaraban haber sido, antes que mujeres legítimas, amigas o mancebas de otros hombres, cuando no madres de hijos naturales. Una vecina de la cordobesa localidad de Adamuz, Catalina Rodríguez, cuando era ya mujer de Miguel Sánchez, testimonió ante escribano que ella nunca estuvo desposada ni casada con Fernando de Ceballos, «salvo que la conoció cierto tiempo por su manceba y hubo un hijo en ella».
  Un problema que aparece muy bien documentado y que, por lo mismo, debió causar no pocas controversias cuando las parejas consumaron su separación era el relativo al reconocimiento de la paternidad de los hijos naturales. Este reconocimiento era importante para que el padre ayudara en el mantenimiento del hijo y para que éste pudiera participar en la herencia paterna a través de las correspondientes mandas o legados. En las actas notariales se conservan numerosos testimonios aportados por las madres de hijos ilegítimos expresando la paternidad de uno u otro individuo y solicitando implícitamente su reconocimiento. Todos ellos tienen en común el que la madre juraba no haber conocido a otro hombre y que aquel con quien había convivido era el padre de la criatura. Al mismo tiempo, la mayor parte de dichos testimonios dejaba bien claro que ellas habían atendido a la crianza del niño durante sus primeros meses o años de vida y de alguna forma solicitaban la ayuda del padre declarándose insolventes.
  Una vez reconocida la paternidad, la Justicia se encargaba de que las madres solteras percibieran la ayuda que el padre debía proporcionar. De hecho, los fueros altomedievales señalaban que durante los tres primeros años de la vida de un niño la madre se había de encargar de atenderlo, por razones obvias, y el padre contribuiría con una pensión semanal o mensual. Tras cumplir los 3 años, el hijo debía pasar a depender totalmente del padre, que lo criaba hasta su mayoría de edad. Por lo demás, es fácilmente comprensible la trascendencia de conseguir este reconocimiento para unas mujeres que las más de las veces carecían de recursos propios, pertenecían a los sectores más desheredados de la sociedad y debían, además, hacer frente a la crianza de sus hijos sin ayuda de ningún tipo. Numerosos testimonios demuestran hasta qué punto la Justicia solía amparar los derechos de las madres solteras y cómo éstas podían acudir ante los jueces para conseguir la ayuda paterna en el mantenimiento de los hijos.

 

Estupro


 
El Derecho Romano, concretamente la lex Iulia de adulteriis, tenía un concepto muy amplio del delito de estupro, que comprendía no sólo el acceso carnal con mujer virgen o viuda honesta, sino también el adulterio, la pederastia o el estupro sine vi, que aludía a los casos en los que la acción se realizaba sobre mujeres con las que no se podían contraer justas nupcias. Y cuando el acceso sexual se producía empleando la fuerza, entonces la lex Iulia de vi publica definía el delito como estupro con violencia. Estas nociones confusas fueron trasmitidas a la Edad Media. Un factor que contribuyó a complicar más aún la inteligencia del delito de estupro fue la confusión medieval entre el ámbito de la moral (fuero interno) y el Derecho (fuero externo ), o lo que es lo mismo, entre pecado y delito. Así, y a la postre, enunos casos el estupro abarcaba todo pecado de lujuria y licencia sexual; en otros exclusivamente el acceso carnal con una virgen o viuda honesta; y por último, cuando el acceso se producía mediante engaños, halagos o incluso por la fuerza.
   Los textos que emanan de la Iglesia o de sus representantes consideraban el estupro, en primer lugar, como un pecado perteneciente al grupo de la lujuria, y en segundo lugar, lo definían como el conocimiento carnal de una mujer virgen. Dentro de este grupo de pecados de lujuria se encontraban también incluidos la fornicación simple, el adulterio, el incesto y el pecado contra natura, según se establecía en el catecismo del obispo de Segovia Pedro de Cuéllar (1325), o en el del obispo de Pamplona Arnaldo de Barbazán (1354), o en las constituciones sinodales del obispo de Calahorra y la Calzada Diego de Zúñiga (1410).

   La fornicación suponía el ayuntamiento o cópula carnal fuera del matrimonio «quando algún suelto conosçe a alguna suelta». La condición de la mujer calificaba el tipo de fornicación, que se denominaba simple, si mediaba cópula entre dos personas de diferente sexo sin vínculo conyugal; adulterio, si la mujer estaba casada; incesto, si existía grado de parentesco entre la mujer y el hombre; o estupro, si la mujer era virgen o doncella. Las vírgenes o doncellas eran mujeres castas, honestas, enteras y no corruptas. Para la sociedad medieval, la castidad poseía, como señala el código alfonsino de las Partidas, un valor intrínseco y trascendente al proporcionar directamente la salvación de las almas:

  Ella sola cumple para presentarlas animas de los omes, e de las mugeres castas, ante Dios.

   Por tanto, arrebatar la virginidad a una doncella, esto es, estuprarla, suponía, en palabras del escritor y moralista inglés G. Chaucer, «despojarla del más elevado estado de la presente vida, privándola del precioso fruto que la Escritura denomina el céntuplo». El estupro, desde un punto de vista teológico y moral, comprometía la posibilidad de salvación directa de las mujeres. Además conllevaba importantes consecuencias sociales y económicas para ellas, como la deshonra de sus familias; el quedar marcadas como no limpias, corruptas y deshonestas; la pérdida de expectativas en el mercado matrimonial y de sus familias para alcanzar una ventajosa unión con otro grupo o linaje; la pérdida de la herencia y la obligación de manifestar exteriormente, ante toda la comunidad, su condición de no virgen con un tocado.
  Como consecuencia de la estrecha interrelación existente entre el orden espiritual (fuero interno) y el orden temporal (fuero externo), la legislación penal asumía la postura de la Iglesia sobre el pecado de lujuria en su apartado de estupro. Así, por ejemplo, las Partidas especifican que los que corrompen a mujeres que vivían honestamente, ya sean vírgenes, viudas o religiosas, «faz en pecado de luxuria»; o el repertorio de leyes de Castilla ordenadas por ABC de Hugo de Celso (1538) advierte que el que se «ayunta carnalmente con virgen no corrompida» comete estupro. Como se comprueba, la doctrina penal expresada por las Partidas extendía la noción de estupro al trato sexual con viudas honestas y con religiosas, cuando hasta ese momento este delito sólo afectaba a las vírgenes o doncellas. Más aún, el código alfonsino también tipificó las formas por las que podía producirse ese corrompimiento: con «plazer della» o su consentimiento y al «sosacar e falagar las mugeres sobredichas, con prometimientos vanos, faziéndoles fazer maldad de sus cuerpos». Esta segunda forma alude a los engaños, a las falsas promesas de matrimonio y a toda estrategia artera empleada por el varón para vencer la voluntad de la mujer y conseguir accederla sexualmente. Entre esas estrategias cabría incluir la fuerza, no contemplada en las Partidas, aunque sí en la legislación navarra al introducir la figura delictiva del estupro violento, que convendría matizar, aunque éste no es el momento para ello. En la documentación judicial se aprecia bien esta doctrina. Fue el caso de Juan González de Carmona y el plan que urdió en 1381 para sacar del convento de Santa Clara de Murcia a María Díaz y conseguir mantener relaciones con ella. El engaño fue descubierto por la propia víctima y Juan González, condenado a 100 azotes y destierro perpetuo. En la sentencia se indica que «maliçiosamente a manera de alcayuete por engañar a la dicha María Díaz e por la sacar del dicho monasterio e por fazer con ella el o otro pecado de luxuria».
  Las mujeres víctimas de un estupro se sentían burladas, corrompidas, humilladas e infamadas y la sociedad las consideraba deshonestas y de mala fama. La mejor forma de comprender estas sensaciones y situaciones sociales a las que se enfrentaban es acceder a sus propias palabras o a las de sus procuradores en los siguientes procesos de finales del siglo XV:

  - Porque así de [h]aver corronpido el dicho parte contraría a la dicha su parte quedara ynfamada de manera que perdiera casamiento. (Procurador de Margarita de Mendizarroz, vecina de Guetaria, Guipúzcoa ).
  - Estando la dicha María Hortiz en su [h]ávito virginal, donzella en cabello, un bonbre que por su ynformaçión se çertífícaría vino allí y con sus banas promesas y ofresçimientos, prometiendo fee matrimonial se [h]avía seduzido y engañado y dormido con ella e le [h]avía desflorado y esturpado y de donzella le [h]avía becho dueña. (Procurador de María Ortiz Deznarrizaga, vecina de Lujua, Vizcaya).

   - [Francisco de Fuentes] con promesas que le fizo de casarse con ella e con çiertas manillas de oro e otras cosas que dyó a su sobrina, [h]ouo aceso a ella e corronpió su virginidat.
(Cristóbal Salvago, como tío de la víctima, vecina de Sevilla ).

   - Fue atrayda e engañada por el dicho Juan Merino, el qual diz que con palabras engañosas e prometyéndole e dándole su fe e palabra de se casar con ella diz que estando en el yermo, en el canpo, regando unos linos, que contra su voluntad e por fuerça la corronpió e ovo su virginidad e que por la fe e esperança que le dio de se casar con ella, porque hera fijo de [h]onbre [h]onrrado con quien podía ygualmente casar, no reclamó de la dicba fuerça, e que como quier que le requirió muchas veses traxese a efeto el dicbo casamiento e se desposase con ella públicamente diz que escusándose con temor de su padre lo alargó basta agora que ella paría [ ...] por manera que ella quedaua desonrrada e menguada e perdida.
(María de Segovia, vecina de Segovia ).

  El castigo previsto por incurrir en el delito de estupro según el Derecho Canónico, fundamentándose para ello en las decretales del Papa Gregorio IX, era el de desposar a la estuprada o dotarla para que consiguiera un marido que pudiera ignorar que había yacido en brazos de otro:

  Si un hombre seduce a una virgen, no desposada, y se acuesta con ella, le pagará la dote, y / [o] la tomará por muje.

  En el apartado penal de las Partidas se hacían los siguientes distingos: si el estuprador fuera hombre honrado, perdería la mitad de sus bienes; si no lo fuera, sería azotado y desterrado a una isla durante cinco años; si fuera sirviente de la casa donde cometiera la acción, la pena sería la hoguera; y si la mujer con la que se tuviera la relación no fuera religiosa, ni virgen, ni viuda, ni de buena fama, entonces no recibiría castigo alguno.
  A través de la documentación judicial mencionada se constata cómo detrás de una denuncia por estupro se encontraba una mujer que había sido víctima de una seducción, engaño o burla, pero también esa misma documentación revela la existencia de situaciones inversas en las que el engañado había sido el varón. Se trata de las falsas acusaciones por desfloración con objeto de alcanzar un marido o dote para casarse que por otros medios no lograban, casos que fundamentalmente protagonizaban mujeres de familias de escasos patrimonios.
  Así, en el último cuarto del siglo XV el Ayuntamiento de Bilbao se hizo eco de una práctica que se estaba extendiendo: mujeres que habían mantenido relaciones sexuales, y que no se ponían el obligatorio tocado en la cabeza para indicar al resto de su comunidad que ya no eran vírgenes, iniciaban una nueva relación con otro varón y luego lo demandaban judicialmente por una desfloración que había tenido lugar con anterioridad. A su vez en la legislación navarra del siglo XVII se indicaba que se recurría a estas prácticas «con ánimo de escoger maridos a su gusto» o para ser dotadas.
  Para evitar estos fraudes, durante el siglo XVI en Vizcaya y a lo largo del siglo XVII en Navarra y Guipúzcoa, se estableció una legislación especial con vistas a limitar en el tiempo la persecución de este delito al hacer que prescribiera al pasar entre cuatro meses y dos años de acontecidos los hechos, según los casos.

 

Agresiones sexuales

   En los textos medievales los términos «violación» o «violar», al margen de aparecer con escasa frecuencia en la documentación, suelen hacer alusión a la transgresión o incumplimiento de una norma jurídica o de una cláusula legal. Para referirse a lo que hoy se entiende como violación sexual, las expresiones más utilizadas en los diversos escritos desde el siglo XI hasta el XVI eran las de «forzar» y «cometer fuerza» sobre una mujer. Muchos de los fueros y textos legislativos de los siglos XI al XIII hablan de «fuerza de mujer» siempre que quieren referirse a la violación y otros documentos de época bajomedieval utilizan expresiones como «la conoció carnalmente por la fuerza».
  Mujeres de todos los sectores sociales y de todas las procedencias geográficas debieron de haber sido en la época objeto de violación. Sin embargo, el delito aparece escasamente documentado entre las familias privilegiadas y, en lo que se refiere a las víctimas, era un crimen que incidía fundamentalmente sobre los sectores más humildes. Casi todos los investigadores que se han acercado a este tema están de acuerdo en señalar a criadas y mozas del servicio doméstico como el grupo más expuesto a sufrir una violación. Alejadas de la protección familiar, desprotegidas por la Justicia, obligadas a realizar actividades fuera del hogar, no resulta extraña la abundancia de agresiones sexuales que padecían. Esa desprotección de la Justicia quedó reflejada en la legislación. Un buen ejemplo son las Partidas, según las cuales los agresores de mujeres carentes de honestidad, de buena fama y honra, entre las que se podrían incluir prostitutas, mujeres amancebadas, criadas, etc., no eran necesariamente castigados y este extremo dependía de la voluntad del juez.  La filosofia penal inherente a esta actitud partía de la base de que si estas mujeres carecían de honra, la Justicia no tenía ningún daño que reparar por la violación sufrida.
  Existía otro tipo de situaciones en las que las mujeres se veían sometidas a las pulsiones sexuales de los varones. Se trata del denominado «derecho de pernada». El régimen feudal y señorial incorporó algunos derechos, o mejor dicho, abusos o malos usos, que contribuyeron a ahondar más en las relaciones de dependencia, como el ius primae noctis. Según se desprende de la Sentencia arbitral de Guadalupe de 1486, existía la costumbre entre los señores catalanes de pasar fisicamente la noche de bodas con su vasalla recién casada, aunque también podía limitarse a pasar sus piernas por encima de ella echada sobre el tálamo nupcial:

   Ni tampoco puedan [los señores] la primera noche que el pagés prende mujer dormir con ella; o en señal de senyoría la noche de bodas de que la muger será echada en la cama, pasar encima de aquella sobre la dicha muger.

 

   Prácticas similares tuvieron lugar en Galicia por el obispo Rodrigo de Luna y otros señores, según se evidenció durante la revuelta de los hirmandiños; o también en el País Vasco, con señores como Juan Alonso de Múxica y Lope García de Salazar.
   Los violadores utilizaban métodos muy diversos, desde el engaño hasta el uso de la violencia. Las denuncias que la documentación registra ponen el énfasis en estas dos fórmulas. En el caso de la seducción, el violador mentía, hacía falsas promesas, engañaba a la víctima mediante lisonjas, regalos o bellas palabras y conseguía atraerla para lograr su objetivo. Es decir, sería un estupro violento: la «estupró por la fueça e contra su voluntad». Si, por el contrario, el agresor utilizaba la violencia, a la violación se añadían otros delitos, como el allanamiento de morada, rapto de la víctima, robo de bienes de la casa familiar, amenazas verbales y heridas físicas.
   Quizá el recurso más utilizado por parte de los agresores fuera el de poseer un conocimiento previo de la situación de su víctima, especialmente del estado de indefensión en que ésta se hallaba cuando se perpetraba el crimen. Los violadores buscaban sacar partido de una de estas tres situaciones: la ausencia del hogar de la persona que protegía a la víctima, la relación de amistad o vecindad que ligaba al violador con la familia de su víctima y la condición de miembro de la misma familia.
  ¿Qué destino aguardaba a la mujer que había sido objeto de una violación? ¿Era posible que rehiciera su vida normal, como si nada hubiese pasado, o la violación se convertía en una marca permanente? No es fácil dar respuesta adecuada a estas preguntas, porque la documentación casi nunca dice nada sobre los sucesos posteriores a la propia agresión, de forma que únicamente podemos entrever cuáles fueron algunas de las soluciones aportadas a estos casos y algunos de los destinos que esperaron a las muchachas violadas. Uno de ellos, quizá el más rápido y fácil, y sin duda el más deseado por buena parte de la sociedad, fue el de contraer matrimonio con el violador, bien porque los protagonistas de la violación aceptasen voluntariamente contraer matrimonio, o que el agresor proporcionase un marido a su víctima, en el caso de que ésta se negara rotundamente a desposarse con él. Esta solución, que hoy repugnaría a la mayoría, era entonces muy utilizada y juzgada como el «mal menor» que le podía suceder a la víctima. En 1488 Catalina, criada del maestro Pedro, perdonó al hermano de éste por forzarla sexualmente a condición de que contrajera matrimonio con ella.
   Otro fue el de recibir una compensación económica por parte del agresor que, en casi todos los casos, se utilizó como ayuda para disponer de una dote más elevada, necesaria para la joven que había perdido su virginidad antes de contraer matrimonio y cuya familia se veía obligada, por lo tanto, a elevar su cuantía a costa del bolsillo paterno. Ese aumento en la dote para compensar al futuro marido por la honra perdida se expresa claramente en un sabroso caso ocurrido en 1501I: Ruy García de Carrión, vecino de dicha localidad zamorana y físico de la villa, protestaba de que durante los 18 meses que había tenido a dos escuderos del conde de Benavente alojados en su casa, uno de ellos le había deshonrado a una criada y sobrina que él mantenía, a
«da qual -dice Ruy García- ove de casar con dolor de mis bienes, pues que le ove de dar çinco mill mrs. más de dote de lo que le deuía dar si aquella deshonra no pasara».
  Pero algunas de estas mujeres no podrían recuperar por medio alguno su honor y buena fama y terminarían entrando en el mundo de la prostitución y la marginación social. J. Rossiaud afirma que muchas de las prostitutas del Dijon del siglo XV entraron en ese gremio con menos de 17 años y que de ellas casi la mitad fueron obligadas a entrar en él, un cuarto fueron prostituidas por su propia familia por necesidades económicas y más de un cuarto lo fueron como resultado de haber sido víctimas de una violación previa.
  Un rasgo que se dibuja con nitidez en época medieval es la escasez de denuncias por violación. Esa falta de denuncias se explica parcialmente por la abundancia de arreglos extrajudiciales con que se resolvieron muchas violaciones. En muchos casos las víctimas y sus familias preferían un arreglo privado con el agresor y el reembolso de una compensación en especie o dinero antes que recurrir a la Justicia, sobre cuyos resultados, dilación y costes se tenían serias dudas. En 1537 el calcetero malagueño Lope Sánchez, después de acusar al joyero Gonzalo Soto por haber «corrompido y habido la virginidad» de Isabel Díaz, acabó por llegar a un acuerdo económico con él y concederle su perdón «por bien de paz y concordia y por evitar los gastos y daños entre ellos».
  Pero también se explica por la exigencia de un comportamiento muy estricto si deseaba ver su caso reconocido por la Justicia. Las dudas mantenidas por la sociedad de la época respecto del grado de consentimiento de la mujer en el acto sexual y su interés por perjudicar al denunciado inducían a los legisladores a exigir pruebas incontrovertibles para emitir una condena por violación y, entre esas pruebas, debían contarse la evidencia del carácter violento de la agresión, de la contumaz resistencia ejercida ante ella y de la rapidez de su denuncia. El hecho de dar voces y gritos, patalear, insultar o arañar al agresor fue puesto siempre en evidencia en los procesos por violación para demostrar de esa forma la realidad del abuso sexual cometido contra la voluntad de la víctima y la violencia física presente en el acto. El Derecho Foral altomedieval exigía que la mujer interpusiera su demanda ante los tribunales en un plazo no superior a los tres días, que se arañara su rostro como prueba de dolor por la afrenta sufrida, que declarara el hecho a cuantos se encontrara a su paso y se sometiera al peritaje forense de matronas o parteras que certificarían el daño ocasionado.

  Sea por las dudas mantenidas por los jueces, o por la consideración social de este delito, lo cierto es que las penas que los jueces impusieron a los violadores en su práctica cotidiana rara vez coincidieron con las previstas en la legislación medieval. Todos los autores que se han ocupado del tema destacan este hecho y puede afirmarse que, aun cuando la pena de muerte fue contemplada de forma general en toda Europa para quienes incurrieran en dicho delito, lo cierto es que ésta rara vez llegó a ejecutarse. En este sentido, un factor determinante fue la condición social de la víctima y del violador. Cuando éste pertenecía al estamento social privilegiado y aquélla no, el castigo quedaba generalmente atemperado, se imponía una sanción económica con objeto de contribuir a su dote, un destierro por un periodo de tiempo determinado o cárcel, o una mezcla de todas ellas. Sólo las violaciones de niñas menores, de mujeres casadas y de rango social superior o de religiosas motivaron fuertes condenas, culminadas con la horca en algún caso excepcional.

 

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Biblioteca Gonzalo de Berceo