Las viejas quitan la escoba de las manos á las que tienen buenos vigotes;las dan lecciones de volar por el mundo, metiendolas por primera vez, aunque sea un palo de escoba entre las piernas.(Manuscrito de la Biblioteca Nacional)  

el ballet del 
inquisidor y la bruja

Julio Caro Baroja  

     Si hay alguien al que en España le persiguen las brujas todavía, ese alguien es un servidor de ustedes. Porque una vez cada trimestre, según cálculo veraz, se me presentan en casa exigiéndome toda clase de tributos: conferencias. artículos, ponencias. Porque, eso sí, vivimos en un mundo tan solemnemente burocrático y hasta «científico», que una bruja puede ser objeto de una ponencia. También de un «Iogos». He aquí la «Brujología» como muestra. Es inútil que diga a voces y proclame que no creo en el poder de las brujas. Las brujas se me presentan en persona para pedirme hasta prólogos para sus obras.

 

¡Linda maestra!
Dibujo preparatorio, sueño 4.
Tinta de bugallas a pluma.
Goya, Museo del Prado. Madrid.

Biblioteca Gonzalo de Berceo

   
  
Por otra parte, también he de admitir que durante mi vida he tratado o por lo menos sufrido, a varios inquisidores a la moderna. No todos hispánicos y católicos. sino también nobles representantes de las razas nórdicas o de la raza de Israel, los cuales han fiscalizado mis escritos y hasta mis actos, con poca benevolencia.
   Paciencia, pues, y sigamos con el trato de la bruja y el inquisidor. Al fin y al cabo, peor es tratar con otras gentes que el lector puede adivinar fácilmente quiénes son. ¿Es mejor un contratista de grandes obras o un arquitecto de casas baratas o un capitalista con dinero en Suiza que un inquisidor que se paseara tranquilamente con otros letrados por los alrededores de una ciudad antigua y de vez en cuando mandara pegar cien azotes a una bruja? Desde luego que no.
  Soñando con mis papelotes a un lado y unos discos de «ballet» a otro he pensado que si tuviera talento y conocimientos musicales, lo cual me falta en absoluto, podría componer un «ballet» que se llamara «El inquisidor y la bruja
», para hacer competencia a los que los han metido en las tablas en forma, a mi juicio, excesivamente dialéctica y sin ir al meollo de la cuestión.

Dos personajes en busca de autor

   Relación viejísima, estructural y funcionalmente considerada. Porque el juez es igual a si mismo a lo largo de los tiempos y la mujer acusada aún más, si cabe. La mujer, aparte de «otros excesos» como el de volar, por el que dicen que condenaron en cierta ocasión a una monja reverenda, da bebedizos de amor, provoca el desamor, mata niños, arruina haciendas, causa naufragios, pedriscos, metamorfosis. El juez la juzga.
  ¿Desde cuándo?
   Un amable magistrado del Parlamento de Burdeos, que a comienzos del siglo XVII achicharró a una porción de brujas y brujos en el dulce país vecino al mío del Labourd, publicó en 1612 un grueso tomo recogiendo sus experiencias como tal achicharrador. El libro lleva de lema una prescripción del Éxodo, capítulo veintidós, versículo dieciocho, que, en la versión española de Cipriano de Valera, se traduce así: «A la hechicera no dejarás que viva». El Éxodo es un libro compuesto de partes muy distintas entre sí, que abarca la historia de los israelitas en la época de los grandes movimientos. Sea la que sea la fecha en que se compiló y fijó su texto, resulta claro que de él arrancará todo lo que puede decirse de la hechicera o la bruja ante el inquisidor o el juez laico en los países cristianos. La ley rotunda, breve, queda ampliada en el Deuteronomio (XVIII, 11-12).

Hechiceras romanas

  Pero el oficio de inquirir, de averiguar si en la propia sociedad se dan delitos contra la religión establecida, sacrilegios, hechizos y otros actos similares que deben ser castigados, se encuentra, claro es, fuera del Judaísmo y fuera del Cristianismo en sus distintas ramas.
  Un ejemplo típico de «acción judicial» de esta clase es el que podría llamarse «affaire» de las Bacanales, en Roma, precedido y seguido por otros dos grandes procesos en que las mujeres hicieron el gasto.
  En efecto, en el año 33 a. de C. se habían producido muchas muertes en Roma. Todas con los mismos síntomas y entre gente importante: muchos magistrados. En cambio, las mujeres aparecían libres de aquella especie rara de plaga o peste. He aquí que una mujer, humilde criada o sierva, va a ver al edil curul y le promete revelar la causa del mal a condición de que se le perdone. El  Senado acepta la condición y la mujer, ante una comisión, manifiesta que todo el mal es debido a unas matronas que preparaban cocciones venenosas, drogas y ponzoñas que tenían escondidas. Descubiertas las maléficas, se les obligó a beber aquellas pociones y murieron. La culpabilidad de las primeramente denunciadas quedó clara y de grupo en grupo se llegó a condenar hasta setenta. Cuenta esto Tito Livio con excesiva sobriedad de detalles. Entre los modernos, unos aceptan la realidad de los crímenes. Otros, la niegan. Casi lo de menos es si el hecho es cierto o no. Lo de más es que nos pone:
  1.º Ante una mujer humilde, denunciante.
  2.º Ante uno o varios magistrados que investigan y juzgan.
  3.º Ante unas mujeres, importantes, acusadas, convictas, confesas y condenadas, según las leyes vigentes. Estas mujeres envenenadoras serían también hechiceras, según la opinión extendida, desde la misma antigüedad clásica. Dejemos los arquetipos a un lado.
   El caso es que en el 180 a. de C. hubo otro asunto parecido. Enfermedades de hombres, muerte de patricios, acusación de mujeres, juicio y condena. A estos dos hay que asociar, pero sólo desde un especial punto de vista, el referido asunto de las Bacanales; porque el mismo Tito Livio dice que la encuesta, abierta el año 186 a. de C., también empezó a causa de las denuncias de una mujer mal afamada, la cortesana Hispala, que hizo ciertas confidencias acerca de iniciaciones en que participó de joven, al cónsul Postumio. Las confidencias están llenas de detalles sobre horrores que se atribuían a mujeres y hombres de las mejores familias de Roma, en orgías que celebraban en honor a Baco. La encuesta sirvió para acusar hasta siete mil secuaces de la secta religiosa de origen extranjero. Una ola de denuncias sucedió a otra. Los acusados eran juzgados rápidamente.
  En este caso, es sobre todo el mecanismo del procedimiento el que interesa. Volvemos a encontrar a la delatora, al magistrado, a los acusados, sobre todo, mujeres, amenazando el orden de modo peculiar. Lo religioso prima.

Los efectos del bulo

  El lector puede establecer por su cuenta la conexión que pueden tener estos hechos con lo que en castellano se llama «bulo», que es una clase muy especial de noticia falsa, con efectos graves. Algunos etimologistas nos dicen que «bulo» viene de «bulla» y que, por lo tanto, se relaciona con bola. Otros niegan la conexión. En cualquier caso, de la simple «bola» al «bulo», hay una distancia bastante grande. Porque la «bola» supone una acción individual que produce risa y descrédito desde el primer momento. El «bulo», en cambio, es un acto colectivo. En su difusión, participan muchas clases de gentes y se puede estudiar en sociedades muy diversas.
  Los niños, en las escuelas, fabrican ya bulos alarmantes sobre exámenes que han de ocurrir en condiciones que asustan. Las comadres en los mercados también los elaboran. Cuando hay un momento de tensión política o religiosa el bulo domina sobre multitudes. Durante la República todos oímos hablar de ciertos caramelos envenenados que produjeron irritación popular y nuestros bisabuelos hubieron de oír los bulos que corrieron cuando el cólera de 1834. Se envenenan las aguas, se produce la muerte de inocentes. Los responsables son gentes odiadas: los beatos, en un momento, los jesuitas, en otro; en otro, los masones, los judíos, en fin. A lo largo de la historia de Europa este triste bulo de los envenenamientos ha producido terrores parecidos.
  Pero lo grave es que la gente de autoridad le dé crédito y se planteen situaciones como la que se dio en Milán el verano de 1630, cuando la peste famosa. Manzoni en «I Promessi Sposi», dio una descripción dramática de la situación que, en general, parece que está de acuerdo con lo que los eruditos italianos han averiguado sobre el asunto. En 1937 Fausto Nicolini publicó un estudio comparando el texto novelesco con ciertos documentos. En 1975, Luigi Ferrarino ha publicado varios documentos españoles que perfilan nuestro conocimiento del caso.
  La peste va unida a muertes y traiciones sin castigo... pero sobre todo a «ungüentos envenenados y polvos de la misma calidad que en pocas horas hacen morir a las personas». Hay, sin duda, una conjura y a ella pertenecen los «untori» que renegaban de Dios, se convertían en bestias y entraban donde no pueden entrar hombres. « Todo se hace por parte del Demonio». Además, se dice que los convictos y confesos mediante el modernísimo sistema del tormento decían haber recibido grandes cantidades de dinero por «sembrar los polvos y untar los lugares más comunes del comercio».
  Un comisario y un barbero fueron los principales acusados. He aquí al señor inquisidor actuando. He aquí la receta mágica para producir la peste: «cuerpos de hombres, niños de leche, apestados vivos puestos a hervir en una caldera...» Sierpes también, claro es. Los polvos así confeccionados se soplaban con ciertas cañitas sobre tiendas, iglesias, confesonarios. La gente moría. Las ollas se repartían, se vendían. Se complicó a mercaderes, caballeros de San Juan, canónigos, curas, frailes: todos «untadores». Tales cosas dice la relación de un hombre espantado. Otras se ajustan a las mismas convicciones. En una carta del 31 de agosto se cuenta cómo el Cardenal Borromeo y el Inquisidor Mayor, por orden de Su Santidad, «citaron personalmente al diablo» para que aclarara la situación. Las estantiguas corrían por el cielo. El diablo dio la fecha de San Miguel para responder sobre el remedio...
  Mientras tanto se instruyen causas, se sentencia, se mata de modo cruel a los acusados que aceptan su papel en casos. En casos se niegan a reconocer nada, lo cual se considera también como signo evidente de culpa.
  Si en la historia hay un «bulo» que haya producido errores famosos es este que produjo la peste de Milán en momentos de tensiones políticas gravísimas.

Dios y el César

  Religión y Política mezcladas. Los intereses de Dios y los del César juntos. El bulo haciendo estragos. Jueces actuando. En la Roma republicana lo mismo que en Milán dependiente de Felipe IV y de su valido el Conde Duque.
  Parémonos a reflexionar un poco acerca de lo contado y preguntemos en primer término: ¿Qué clase de juez es el que puede actuar en estos casos? De un lado, se puede pensar que se trata de un hombre de fe estrecha para el que el poder del Mal, queda expresado en un dios extranjero o maligno (los paganos aceptaban la existencia de dioses con malignidad) o en el diablo. De otro, que es un burócrata o alto funcionario sombrío y ordenancista, como hay muchos, que cree en la represión por principio. Incluso sin creer demasiado ni en Dios, ni en el Diablo; o creyendo más en el segundo que en el primero.   

¿Cómo se ejerce la Justicia entonces? Aceptando todo lo que pueda suponer culpa, lo que pueda considerarse objeto de castigo y represión, como «realmente ocurrido» y establecido. Si canta el reo en el tormento todo va sobre ruedas. Si no canta. iAh! iPor algo será! jY qué decir de los testigos! Todos valen. Mujeres histéricas, niños aterrorizados, hombres de mala voluntad. Toda clase de odios, resentimientos, miedos, pasiones oscuras, valen para formar un juicio.
  Si, sobre esto, el juez es un poco pedante y letrado (cosas que van muy bien juntas) puede acogerse a las leyes antiguas, expresión de la mayor pureza. Si hasta Platón decía que había que castigar el abuso de la Magia, podían invocarse altísimas autoridades para castigar . Pero en el mundo cristiano, las leyes represivas arrancan del «Éxodo» y llegan a los códigos de Teodosio y Justiniano, para pasar luego a otras colecciones.
  Esto pesa más, claro es, que las burlas e ironías de los escépticos o satíricos. Gravedad, ante todo... Mas en esto de la gravedad también hay su quid. Cierto Lord inglés que se distinguió por su perspicacia, dijo en forma de sentencia que la gravedad es un signo de impostura. Es decir, no todos los hombres graves son impostores, pero sí muchos impostores son hombres graves. Al que le parezca escandalosa esta proposición le recomiendo que recuerde los textos evangélicos acerca de los fariseos.
  No se trata ahora de determinar la calidad intrínseca de los de la secta: sí de fijar el arquetipo de los «separatistas» que fundan la separación en su propia superioridad haciendo de los formalismos religiosos, de ritos nimios, de ademanes y apariencias, los elementos básicos de la Religión para producir efecto sobre el pueblo. Los cristianos que han aceptado el término «fariseísmo» para expresar el tipo más repulsivo de hipocresía, también han usado por estas tierras de la palabra «santón» : un falso santo, fuera del Cristianismo. Un hombre hipócrita que aparenta santidad, dentro de él. Un hombre con poder también sobre grupos algo atontados o fanáticos. ¿Cuántos magistrados, cuántos jueces, cuántos inquisidores han sido representantes de un poder farisaico, «separatista», de una piedad sospechosa, de una beatería endomingada y perversa?
   La cuenta está por hacer. Pero la distinción entre el fanático de verdad y el falso fanático, ya está planteada desde la época de Jesús, víctima de unos hombres de leyes.

Sociedad medieval y magia

  Pero volvamos a nuestros jueces e inquisidores, en trance de juzgar a gentes humildes y acusadas de especiales delitos.
  Es evidente que cuando se trata de los de Magia. la sociedad cristiana medieval recogió no sólo el espíritu y la letra de las leyes judaicas, sino que también aceptó lo que se prescribía en el Derecho Romano y en el Derecho germánico de origen no cristiano. Es evidente también que los jueces civiles durante largo tiempo estuvieron más apegados a leyes tajantes que los eclesiásticos, por una razón sabida. Cuando los Padres de la Iglesia tuvieron que luchar con los paganos y sus creencias, utilizaron gran parte del arsenal de los filósofos y escritores griegos y romanos que les habían combatido o aún combatían, como vulgaridades propias de gente del común, fábulas ridículas, prescripciones grotescas e inmorales.
  En esta condena, de una manera más o menos equívoca, queda incluida la Magia, objeto de burlas de hombres como Petronio, Luciano y otros. Y en un momento determinado, un gran padre cristiano, nada menos que San Agustín, llega a decir que algunos de los actos más populares y corrientemente atribuidos a las brujas o hechiceras eran debidos a que estas mismas padecían ensueños, durante los cuales creían actuar.
   La teoría del ensueño fue conocida por los teólogos medievales y tuvo partidarios siempre frente a los que seguían una tesis realista, radical, entre los que quedaron muchos magistrados civiles. Hay que reconocer que esta doctrina se refiere a una parte tan sólo de lo que se considera delitos de Magia. Dígase lo que se haya dicho en torno a la naturaleza y orígenes del llamado «pensamiento mágico», éste es mucho más vario y fluido de lo que dan a entender algunos teorizantes. Pero la cuestión, ahora, es subrayar que siempre hay algo de equívoco al considerarlo.
   Por otra parte, en la praxis de los jueces civiles durante mucho tiempo se aceptaron procedimientos que pueden considerarse mágicos para averiguar si eran ciertos o no los mismos delitos de Magia: porque no puede pensarse que sean otra cosa las «ordalías» o «salvas» de agua hirviendo, hierro candente, etc., que fueron condenadas por hombres de Iglesia de épocas distintas, incluyendo con ellas el duelo y el «Judicium Dei», en general. Así pues, en ningún caso el juez, civil o eclesiástico, ha estado menos «centrado» que cuando se trata de juzgar a magos, hechiceros, brujas de alto copete o de poca importancia en la sociedad. Porque tratándose de otros asuntos, las leyes, sus leyes, eran clarísimas. Tratándose de Magia hay desde textos de graves escritores cristianos que se burlan de creencias tales como los vuelos de las viejas parleras y malfamadas, a disposiciones severísimas contra las mismas. Desde Juana de Arco, acusada de trato con el Diablo y quemada por ello, a la vieja beoda, objeto de burlas y chascarrillos, hay toda una escala de mujeres que se encuentran, siempre, en un momento de su vida, ante el mismo personaje semirreligioso, semipolítico (o policía), que las ha de juzgar .

Brujería y crisis política

  No es fácil imaginarse un proceso por Brujería o Magia dentro de un contexto inteligible para nosotros. Porque, por ejemplo, en España, los abundantísimos legajos que se conocen, con causas de los siglos XVI, XVII y XVIII, se extienden de modo mayor o menor en contar detalles. Pero ni podemos decir gran cosa del carácter de los jueces ni tampoco se reconstruye del todo el de las acusadas. Son casi siempre los testigos los que hacen el mayor gasto.
   Por otro lado, cuando un inquisidor aparece muy destacadamente por presentar ciertos rasgos de credulidad, se convierte en una especie de fantoche: o de personaje de «ballet
», precisamente. Recordemos, por vía de ejemplo, aquél ante el cual, con su escribano y sus oficiales presentes, voló una bruja navarra en tiempos de Carlos V y del que hablan relaciones de la época y la misma historia del Emperador, escrita por Fray Prudencio de Sandoval. Vuelen enhorabuena las brujas ante notario para satisfacción de los ocultistas y otras gentes que con exceso se dan en estos tiempos. Pero recordemos en las circunstancias en que vuelan; de honda crisis política también, a veces.
   En contraste con este caso y con algunos otros de los que luego se hablará, hay que reconocer que la Inquisición española en general y los inquisidores en particular, no se dejan llevar o arrastrar siempre de «lo que se dice» y que suelen tener que frenar al pueblo alborotado y a algunas autoridades civiles, también sobreexcitadas.
  El asunto es largo y complejo. Sobre todo es complejo cuando se trata de casos de lo que se puede llamar «Brujería colectiva», muy distintos a los de otros tipos de Magia.
 

Diablo omnipresente

  En cualquier ciudad o pueblo de la península, allá por los siglos XVI y XVII, se dieron causas contra mujeres y hombres malfamados, tenidos por hechiceros que, aplicando técnicas distintas ( «malas artes» ), creían entrar en relación, de forma más o menos explícita, con el Diablo.
   El Diablo anda por todas partes, según es bien sabido: pero las mujeres se entienden con él para satisfacer sus pasiones y odios, amorosos en gran parte, o para ganar dinero, vendiendo sus conocimientos mágicos a otras mujeres y hombres que también están dominados por la pasión, pero que se consideran ignorantes.
  Volvemos a los arquetipos. Circe, mujer seductora por sí misma, es hechicera. Medea, mujer violenta y frustrada en su amor, es hechicera. Canidia, terrible, es hechicera. Todas con propios fines. Pero aparecen además las viejas, sin ilusión erótica propia, que trabajan para otros. Ya salen en los costumbristas griegos y latinos, en los poetas eróticos. Y he aquí que pasados siglos, los modelos son los mismos para dramaturgos y novelistas. Para los inquisidores también. Porque, en efecto, aquí está el proceso contra una dama más o menos bien situada y enloquecida de amor. Aquí el de la mujer lujuriosa, violenta, entrada en años, que no se resigna a la renuncia, así como así. Aquí, por fin, el de la Celestina: alcahueta, perfumista, vendedora de aderezos femeniles y sobre esto, hechicera: fabricante de filtros de amor o desamor, conocedora de conjuros en que saldrán desde los príncipes del Infierno al «Diablo cojuelo». El señor inquisidor en su tétrico despacho de Toledo, de Cuenca, de Valladolid, o cualquier otra ciudad, tendrá que interrogarlas, llamar a testigos, deliberar, sentenciar .
  Si se piensa que casi todas salen convictas y confesas de haber tenido tratos muy familiares con el Demonio y de haber cometido una serie de feas fechorías, parece que la pena común de auto o autillo con coroza, paseo en asno por las calles de la ciudad, cien azotes y alguna penitencia más, no es muy grave. Más si se considera también a qué penas estaban expuestos aquellos que por la misma época y creyendo en Díos, tenían acerca de El ideas un poco diferentes a los señores del Santo Oficio y otros teólogos.
  Tal vez, en un caso, el inquisidor actúa como juez de costumbres y castiga como tal, mientras que en el otro actúa como juez de ideas y ya se sabe que con las ideas no hay que jugar. Una cosa son las mujeres y los mozos enamorados y otra los herejes. Con éstos, toda dureza es poca. Pero, leyendo a Fernando de Rojas, a Cervantes, a Lope, a otros autores de los siglos XVI y XVII, puede uno llegar a preguntarse hasta dónde no hay algo de impostura o de fariseísmo en la manera de actuar de estos jueces, doctos y sesudos, que ven al que hace pactos diabólicos más tranquilamente que al que invoca al Dios de Israel o piensa que en Roma hay muchos abusos.

Brujería colectiva

  La «praxis» resulta más complicada cuando se trata de procesos de lo que pudiéramos llamar «Brujería colectiva», es decir, de aquéllos en que quedan acusadas muchas personas a la vez, por haber ido al aquelarre o sabbat, haber adorado al Demonio, haber cometido mil fechorías sobre hombres, animales, haciendas, provocando muertes y enfermedades, tempestades, pérdidas de cosechas. Todo lo malo que se pueda imaginar y en sociedad o asociación.
  Estos procesos se dieron en muy distintas partes de la Europa medieval. Es complicado seguir los pasos a la acción de la justicia, simultáneamente, pero no cabe duda de que en los Pirineos hay un viejo foco de acción y que, en la Península, donde más abundan es en las provincias Vascongadas y Navarra, aunque no falten en otras partes. En todo caso, los rumores básicos se fundan en tradiciones muy viejas y extendidas acerca de la existencia de conventículos de brujas que, en cada país, tienen un lugar famoso. Fuera de las áreas referidas, Cernégula, Barahona, Gallocanta, etc. Lo mismo se darán en tierras germánicas lejanas. Mas la tradición se convierte en terrible realidad cuando, a lo largo de los siglos XIV y XV, se mata a mansalva a los acusados de haber adorado al Demonio en conventículos tales y no sólo esto sino que también se escriben manuales enderezados a facili
tar el trabajo a los jueces. Descollará entre estos manuales el «Malleus maleficarum», compuesto por dos dominicos alemanes.
  Los horrores producidos por la especie de locura teológica que se da, sobre todo, a raíz de la bula «Summis .desiderantes
» de Inocencio VIII (5 de diciembre de 1484), han sido contados mil veces.
  En pleno Renacimiento, en época de papas letrados y aun tenidos por algo escépticos y paganizantes, se repitieron los actos de terror que, en principio, -fuerza es confesarlo- se justificaron en libros de hombres muy eruditos en letras sagradas y profanas, los cuales no sólo conocían las leyes viejas, sino también los textos griegos y latinos que podían apoyar la creencia en la acción real de brujas y hechiceras. En ningún caso parece más cierta la sentencia de Heráclito de que aprender mucho no hace fuerte a la inteligencia, como al leer aquellos libros abominables.
  Como coronación archierudita de tal literatura podría ponerse el libro de Martín del Río con sus disquisiciones mágicas; pero hay otros anteriores, igualmente detestables en espíritu, como el de Bodin y algunos posteriores, como los de De Lancre: los dos, hombres civiles. Como civiles, también actuaron una serie de magistrados de Francia, Alemania, Inglaterra, católicos y protestantes, que dejaron triste memoria.


Actitud de los inquisidores

  La literatura en lengua castellana no es de las más descomedidas y, a lo largo de los siglos, hay teólogos que defienden la vieja tesis del ensueño: esto, en pleno siglo XV, en pleno siglo XVI. El parecer de los inquisidores es vario. En unos momentos, hay procesos en que se acepta la doctrina de la realidad. Esto ocurre, por ejemplo, en Navarra, poco después de que las tropas de Carlos V entraran en el antiguo reino. También cuando en tiempo de Felipe III se celebraba el escandaloso auto de fe de Logroño del que corrió una relación que produjo estupor. Pero, en otros casos que se dan escalonados, parece que los inquisidores procuran frenar las pasiones populares e incluso la acción de señores rurales, corregidores y otras autoridades, lanzadas a administrar justicia por su cuenta. Pase el negocio por donde tiene que pasar. Mucho papeleo. Mucha deliberación. Consultas a la Suprema. Al final incluso, sobreseimientos o silencios.
  No nos imaginemos, pues, grandes hogueras con brujas ardiendo vivas ni otras escenas horribles y estereotipadas de esta clase, pero sí a muchas pobres mujeres y hombres encarcelados, llevados de aquí a allá, esperando la sentencia y muriendo, a veces, mientras llega. Pensemos también en familias afrentadas, en matrimonios deshechos, en vecindades destruidas por el odio. En pequeñas autoridades locales ejerciendo un poder con sadismo e histeria. Cada vez se abre un foso mayor entre los que creen y los que no creen, pero los padecimientos no cesan porque haya hombres de cabeza que defienden la «teoría» tal, frente a la «teoría» cual: irrealidad frente a realidad.

  El auto de fe de Logroño

    Llegó, sin embargo. un momento en que las cosas llegaron a su límite. El citado auto de fe de Logroño, celebrado los días 7 y 8 de diciembre de 1610, fue objeto de una «relación» impresa, como otros. Pero no era esta una relación sucinta de delitos y castigos, sino una larga descripción de los horrores que llevaban a cabo los brujos y brujas allá en la Montaña atlántica de Navarra, en mis tierras familiares de Vera, Lesaca. Zugarramurdi, el Baztán, el valle de Santesteban. El que escribió el relato. utilizó parte del proceso. pero bordó otra. Ha sido una de las piezas de mayor descrédito contra la Inquisición que se utilizaron en el momento en que se abolió. Como es sabido, Moratín hijo, publicó una edición con notas burlescas de la que se hicieron bastantes reimpresiones a lo largo del siglo XIX.
   En ella quedaban en muy triste lugar don Alonso Becerra Holguín, del hábito de Alcántara; don Juan Valle Alvarado y don Alonso de Salazar y Frías, inquisidores apostólicos. En realidad, los responsables de lo ocurrido fueron los dos primeros. El tercero actuó. pero de una manera que no ha sido conocida hasta mucho después. En la zarabanda o baile convulsivo final con que podría terminar nuestro «ballet
», bailan de manera feroz y descompuesta Becerra Holguín y Valle Alvarado. Bailan también brujos y brujas. testigos, niños, sapos con cogulla, machos cabríos. Todos en su ámbito propio, en la cueva infernal, con el púlpito en que predican los doctores de la secta y el «Infernako erreka» atravesándola. Todo es verdad. Vuelos, metamorfosis. «untos» tan terribles como los de Milán, sortilegios de todas clases dentro de una organización que es como la «Contraiglesia», la inversión total del Cristianismo. Participan en tales actos, señoras y sacristanes, molineros. viejos caseros y caseras, hidalgos de pueblo. iQuién lo diría!
  ¿Se puede creer todo esto y darlo a la publicidad? Don Alonso de Salazar y Frías, un sacerdote más jurista que teólogo. que había estado en Roma y que murió casi a la vez que Lope. de canónigo de Jaén, dudó, al parecer, desde el principio. Los señores de la Suprema, en Madrid, también. Pidieron dictamen a eruditos como Pedro de Valencia. Al fin comisionaron al mismo Salazar para que, con un «edicto de gracia» en mano, revisara todo lo ocurrido.
  Y aquí termina el «ballet». A unos movimientos furiosos sigue una paralización total. El inquisidor se sienta. Los brujos también. Hablan sin levantar la voz. Todo lo dicho antes es mentira. No ha habido ni hay juntas, ni machos cabríos, ni unciones y metamorfosis, ni sapos vestidos de fraile, ni niños cuidándolos. Todo lo declarado ha sido producto del terror colectivo, del miedo: del «bulo», en fin. Para que no vuelva a pasar lo ocurrido, lo mejor es no hablar de ello. Tal es el último dictamen del licenciado Salazar y Frías.
   Lo malo es que se siguió hablando. Sin embargo, sus informes surtieron cierto efecto porque, por lo menos en los países teatro de las persecuciones, no volvió a haber grandes procesos. Lo cual no quita para que literatos de mayor o menor renombre siguieran aludiendo a la brujería vascónica como a cosa conocida y para que hoy todavía haya gente que, por temperamento, prefiera creer en que las brujas vuelan y sostengan que los inquisidores deben aceptar todos los testimonios como buenos, a pensar que «el sueño de la razón produce monstruos».

 

 

Por Julio Caro Baroja
Historiador y antropólogo

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