El verano de 1613 los inquisidores de Logroño se vieron muy atareados. No tuvieron tiempo de asistir a las corridas de toros ni de dar paseos por el campo. Apenas si pudieron visitar la bodega para solazarse con el buen vino de Rioja; estaban enterrados en trabajo, de la mañana a la noche, incluso domingos y días festivos tuvieron que sacrificarse con el fin de abarcarlo todo.
    
Intentaban resolver el mayor proceso de brujería que conoce la historia, tanto en el aspecto cuantitativo (comprendía 7.000 causas) como en el cualitativo; pues, como uno de los inquisidores lo expresó satisfecho, ese fenómeno nunca había sido investigado tan a fondo, La verdad es que tampoco lo fue desde entonces.

 

 
  
El tribunal de Logroño llevaba cinco años trabajando en el proceso. Se había dado comienzo en enero de 1609, y los 31 primeros brujos habían sido sentenciados en el auto de fe de 1610, en el que 11 fueron condenados a la hoguera.
  Tras el auto, el tribunal optó por hacer una pausa; se creía haber descubierto una secta de brujos, con numerosos adeptos, en las montañas del País Vasco.
  Se proclamó una amnistía a los brujos habitantes de la zona, con la promesa de que todos cuantos, voluntariamente, se delatasen a sí mismos y a sus cómplices quedarían absueltos de castigo. Con este motivo, Alonso de Salazar, el más nuevo de los tres inquisidores, dedicó la
mayor parte del año de 1611 a recorrer la región vasca para propagar el edicto de gracia entre sus habitantes.
    Las delaciones se multiplicaban; Salazar regresó a Logroño con 1.802 confesiones de brujerra (de las que 1.384 correspondían a niños entre siete y catorce años) y más de 5.000 nombres de personas que no se habían presentado al Santo Oficio a confesar por sí mismas.
    Las actas de las audiencias dadas durante el recorrido de la visita llenaban más de 11.000 páginas, lo que dio tanto trabajo a los jueces, que en los dieciocho meses siguientes no tuvieron tiempo de pensar en otra cosa.
    En el verano de 1613, época en que el plazo de gracia del edicto hacía tiempo que había expirado, el tribunal aún no había procedido contra ninguno de los 5.000 acusados, por el desacuerdo existente entre los tres inquisidores respecto a las medidas que deberían tomarse contra los reos.
    Los dos inquisidores más antiguos se inclinaban por la línea dura, mientras que Salazar -que realizó la investigación de la zona- abogaba por la anulación de todas las causas. Alegaba para ello que él, en el curso de su viaje por las provincias vascongadas, no había conseguido ni una prueba de la existencia de una secta de brujos.
    Había regresado a Logroño dominado por un gran escepticismo respecto al proceso incoado por sus colegas algunos meses antes de su propio ingreso en el tribunal, en junio de 1609. Ante la discordia que el parecer del tercer colega produjo en el tribunal, la causa fue remitida al Consejo de la Suprema a Madrid.
  En el año 1612 envió Salazar varios memoriales a Madrid informando a la Suprema de todo. Sus colegas tardaron tanto en remitirlos y tantas excusas pusieron a su demora, que acabaron por hacer perder la paciencia a la Suprema, que exigió los informes sin ulterior aplazamiento. Por esta causa el tribunal de Logroño se veía obligado a trabajar a toda marcha aquel verano.

 

 

Los inquisidores.


  
¿Quiénes eran los tres inquisidores que no acertaban a ponerse de acuerdo? El más antiguo, presidente del tribunal, era el doctor Alonso Becerra y Holguín, monje de cincuenta y tres años, miembro de la aristocrática orden de AIcántara. El segundo inquisidor era el licenciado Juan de Valle Alvarado, de sesenta años. Fue antes párroco, pero había ido subiendo hasta alcanzar el puesto de secretario del anterior inquisidor general, por quien había sido nombrado inquisidor de Logroño en 1608.
  El tercer inquisidor era el licenciado Alonso de Salazar Frías, y tenía cincuenta años. Al ingresar al servicio de la Inquisición contaba con
una carrera como jurista y diplomático a sus espaldas. Además era hombre extraordinariamente bien relacionado: durante muchos años fue protegido del cardenal y arzobispo de Toledo don Bernardo de Sandoval y Rojas, tío del favorito del rey (el duque de Lerma).
  Al ser nombrado arzobispo inquisidor general en 1608, concedió a su protegido el primer puesto de inquisidor que quedó vacante; de este modo Salazar vino a prestar sus servicios en Logroño. A su llegada se encontró con que el tribunal estaba metido hasta las cejas en un proceso de brujería.
  Durante los dos. primeros años, parece que Salazar se guió de sus colegas más antiguos, fiándose en la competencia de ambos. No obstante, cuando en 1610 hubo de votar la suerte de aquellos reos que saldrían al auto de fe, se permitió criticar puntos tocantes a las pruebas de culpabilidad, con lo que redimió de las llamas a dos encausados. Esta discrepancia puso fin a la concordia entre los miembros del tribunal. Salazar fue advertido por sus colegas de que no conseguiría un momento de tranquilidad si no se sujetaba en todo a la opinión de ellos, advertencia que no quedó en vacía amenaza.
  No había pasado mucho tiempo cuando Becerra y Valle insinuaron que su colega debía de estar compinchado con el demonio; aseguraban que solamente Satanás podía haber arreglado las cosas de modo que Salazar fuese enviado a Logroño; y a él mismo le acusaron directamente de defender a las brujas cegado por el demonio.
  La ola de indignación subió muy alto aquel verano cada vez que los tres inquisidores, sentados en torno a la mesa del tribunal, hubieron de leerse mutuamente, en alta voz, los dictámenes de cada uno, antes de lacrarlos y remitirlos a Madrid. Varias veces tuvo que entrar el portero para advertir a los señores que sus voces se oían en la calle. Pero entremos nosotros en la sala y observemos por unos instantes cómo los tres inquisidores debaten el sino de 5.000 seres humanos. Tiene la palabra Salazar:

 

 

Discrepancias

 

  Mis colegas pierden el tiempo cuando aseguran que los aspectos más complicados y difíciles de este asunto solamente pueden ser comprendidos por aquellos iniciados en los misterios de la secta, puesto que las circunstancias, pese a todo, requieren que el caso sea juzgado en este mundo por jueces que no son brujos.
  Nada consiguen arreglar con decir que el demonio es capaz de esto o aquello, mientras machaconamente repiten la teoría de su naturaleza angélica
y hacen referencia a los sabios doctores de la Iglesia. Todo ello resulta aniquilante, ya que nadie ha puesto en duda esas cosas.
  El problema es: ¿Hemos de creer que en talo cual ocasión determinada hubo brujería, solamente porque los brujos así lo dicen? No, naturalmente, no debemos creer a los brujos,
y los inquisidores creo que no deberán juzgar a nadie a menos que los crímenes puedan ser documentados con pruebas concretas y objetivas, lo suficientemente evidentes como para convencer a los que las oyen.
  Mas ¿cómo poder documentar que una persona, en cualquier momento, vuele por el aire
y recorra 700 km en una hora; que una mujer pueda salir por un agujero por el que no cabe una mosca; que otra persona pueda hacerse invisible a los ojos de los presentes o sumergirse en el río o en el mar y no mojarse; o que pueda a la vez estar durmiendo en la cama y asistiendo al aquelarre... o que una bruja sea capaz de metamorfosearse en tal o cual animal que se le antoje, ya sea cuervo o mosca? Estas cosas son tan contrarias a toda sana razón que, incluso, muchas de ellas sobrepasan los límites puestos al poder del demonio.
  
Los dos inquisidores escuchaban a Salazar boquiabiertos y vibraban de indignación ante el arrogante desprecio con que trataba las opiniones por ellos formuladas; así, pues, protestaron:
  No comprendemos cómo puede haber quien se atreva a decir que sean los sabios y el Consejo de la Inquisición quienes estén sumidos en el error y durante tanto tiempo hayan procedido injustamente.
  
Becerra y Valle estaban realmente alarmados ante la resistencia de su colega a aceptar las explicaciones de los propios brujos como pruebas evidentes; sobre todo, porque acababan de pasarse año y medio examinando las 1.802 confesiones. Prosiguieron:
  Nos asombra que intente convencernos de que la gran mayoría de las confesiones de los
brujos no sean otra cosa que sueños y fantasías. No obstante, hemos de reconocer que el demonio ha hecho trampas y se ha servido de engaños y comedias para cegar la razón de muchos. y todo ello, naturalmente, ha dado grandes facilidades al demonio para proteger a sus brujos.
  
Becerra y Valle no se movían ni un ápice de su convicción de que los brujos, realmente, iban a los aquelarres y participaban en ellos en carne y hueso y tenían fe en que el demonio era Dios. En su informe al Consejo describieron los ritos hasta el último detalle, al tiempo que exponían una larga serie de citas procedentes de las actas originales.

 

 

Argumentos


  
El argumento principal de los dos inquisidores más antiguos era que las confesiones de los reos concordaban entre sí y correspondían con las opiniones que podían leerse en los libros de demonología. Así pues, tenían que ser ciertas.
  A esto objetó Salazar, que sus colegas habían ido seleccionando los casos según iban examinando el material y que, por tanto, su veredicto en la gran causa de los brujos se basaba en una evaluación subjetiva de las confesiones.
  Para subsanar las contradicciones que resul
taban de cotejar los procesos, sus colegas habían dividido a los acusados en tres grupos: buenos confidentes, diminutos confidentes y malos confidentes.
  
Pero en opinión de Salazar no existía regla alguna que permitiese evaluar las declaraciones; eran las arbitrarias usadas por sus colegas, a las que hacía referencia en su informe,
  Salazar rechazó también los argumentos de sus colegas en una serie de casos relacionados con desgracias acaecidas en conexión con brujerías, como maldiciones o conjuros.
  En su opinión, mientras no quedase demostrado de un modo contundente que tal o cual caso se debía a maleficia, no podían sus colegas decir que había pruebas.
  Recordó a sus superiores de Madrid que no se poseía más información sobre los efectos nocivos de los conjuros, que la proporcionada por los reos en sus declaraciones; y continuaba explicando que no existía más razón para creer aquello que para creer las demás cosas que contaban sobre sus juntas, danzas y aquelarres, las cuales sobrepasaban con mucho la frontera de lo creíble.
  Salazar concluía su escrito aconsejando al inquisidor general que se retirasen las acusaciones a todos los encausados, puesto que eran inocentes, y tachaba a todo aquel proceso de escándalo, el mayor que se conocía en la historia de la Inquisición.
  Sin embargo, los otros dos inquisidores se mantuvieron inflexibles hasta el final y deploraban que el aplazamiento del proceso contra los 5,000 acusados hubiera hecho al demonio y a sus brujos más osados, y que la secta siguiese aumentando sus miembros.
  Esta amarga escisión en el tribunal, del que dependían las vidas de más de 5,000 seres humanos, no se debía tan sólo a una diferencia de temperamentos. Reflejaba también el choque entre dos modos de pensar .
  Los tres inquisidores eran sacerdotes y los tres habían estudiado en la universidad; pero mientras Becerra y Valle habían cursado estudios de teología, su colega Salazar se había licenciado en derecho canónico.
  Así pues, en lo que los dos inquisidores examinaban los testimonios a la luz de las opiniones de los doctores -o sea, de lo que las autoridades en demonología habían dicho a través de los tiempos- su colega más nuevo solamente se interesaba por la evidencia obtenida en cada caso concreto.
  Becerra y Valle, partiendo de las teorías de los demonólogos, únicamente tenían en cuenta aquellas confesiones que concordaban con las opiniones de los viejos doctores, En cambio, Salazar sólo se interesaba por aquello que se dejaba demostrar empíricamente en cada caso individual, y por ello no podía aceptar las declaraciones de los brujos mientras no fuesen probadas por hechos palpables o atestiguados por personas no brujas.

  El inquisidor general, evidentemente, era partidario de la filosofía inductiva de su protegido, y lo mismo ocurría con el Consejo. Muy en contra de su deseo había consentido la quema de brujos en 1610, porque los informes recibidos de Logroño le habían asustado.
  Normalmente la Suprema se mostraba muy escéptica respecto a casos de ese género. La quema de brujos anterior había tenido lugar en 1526 y en 1538 la Suprema había aconsejado a los inquisidores no creer en todo lo que decía el Malleus maleficarum (Colonia, 1487), ya que dicho libro podía estar tan lleno de errores como tantos otros.
  El inquisidor general y sus consejeros, cuando decretaron la suspensión del proceso en 1614, no hicieron otra cosa, en realidad, que volver a tomar el rumbo tradicional de la Inquisición en causas de brujería.
  Al mismo tiempo, el Consejo, basándose en una propuesta de Salazar, redactó unas instrucciones nuevas en las que se exigía un mayor rigor en la presentación de pruebas, lo que en la práctica significó que España dejase de quemar brujos cien años antes que el resto de Europa (excepto en un par de ocasiones, en que las autoridades locales llegaron a quemar una bruja antes que el Santo Oficio tuviese tiempo de intervenir).


 

 

Razones de un temor

 

  Mas si Satanás no anduvo suelto por el verde y frondoso País Vasco, ¿por qué cundió el pánico de las brujas por la región en los comienzos del siglo XVII?
  Los archivos de la Inquisición y, especialmente, los informes que Salazar hizo de su visita a las provincias vascas en 1611, nos permiten hoy reconstruir con gran precisión cómo surge y se propaga una epidemia de brujomanía, algo que aún no ha sido posible a los historiadores hacer en otras zonas.
  En el norte de Navarra, donde el pánico se extendió en el curso del invierno de 1611 a 1612, observó Salazar que los sospechosos corrían peligro de ser linchados por las masas: se les tiraba piedras, encendían hogueras alrededor de sus casas ya algunos les destruyeron la casa con ellos dentro.
  La gente de los pueblos recurría a toda clase de tormentos para obligar a los sospechosos a confesarse brujos.
  Algunos fueron atados a los árboles frutales y abandonados allí durante la noche de invierno; pusieron a otros con los pies en agua hasta que ésta se helaba; descendieron a otros con una cuerda desde un puente y les sumergieron en las gélidas aguas del río.
  En algunos lugares la gente sacó arrastras a los brujos de sus casas en hilera, los colgó por las piernas de los peldaños de una larga escalera de mano, y de esa guisa recorrieron el pueblo alumbrados por antorchas entre gritos, golpes e improperios.

  La violencia popular de las montañas de Navarra llegó a costar la vida aquel invierno a varias personas. Entre las víctimas se encontraba una mujer encinta, que expiró atada a un banco, mientras un nutrido grupo de gente en nombre de la ley la interrogaba aplicándole el garrote.
  Mas Salazar no se limitó a informar, intentó, también, hallar una explicación. Deseaba comprender aquel súbito pánico -puesto que realmente había sido repentino-, y uno de los resultados más sorprendentes de sus pesquisas fue el descubrimiento de que, antes del inicio de las persecuciones, la supuesta secta de brujos era totalmente desconocida entre los vascos de la parte española de los Pirineos.
  Existían, ciertamente, temores respecto a alguna aislada bruja de pueblo, a la que se creía con poder para hechizar a los vecinos, mas nadie había tenido noticia de que las brujas perteneciesen a una organización secreta ni de que celebrasen juntas nocturnas.
  Incluso los más ancianos aseguraban ignorar lo que era un aquelarre. los aldeanos vasco-españoles lo supieron cuando el juez francés Pierre de Lancre, del Parlamento de Burdeos, hizo quemar, en 1609, a 100 brujos del País de Labourd, al lado francés de los Pirineos. Hasta ese año el furor de la brujomanía no se extendió a España, y, para empezar, atacó solamente a cuatro o cinco pueblecitos de la frontera.
  Las noticias de la existencia de una secta de brujos llegaron por varios conductos: a través de rumores procedentes de Francia; por boca de personas que se habían desplazado a Bayona a presenciar la quema de brujos y brujas franceses y, por último, por medio de los sermones de los curas locales, exhortados por la Inquisición a prevenir a sus feligreses contra los brujos que se decía pululaban por aquellas parroquias.
  En Ias otras zonas pertenecientes a la jurisdicción del tribunal de Logroño reinaron la paz y la tranquilidad hasta el año 1610, fecha en que varios predicadores fueron enviados a las montañas para convertir a los que se hubieran dejado influir por la mala secta:
  
Cuando el auto de fe, con los primeros brujos, se celebró en logroño en 1610, más de 30.000 personas acudieron de todas partes a escuchar la lectura de las sentencias y verlos quemar.
  La cruzada de los predicadores y el impacto del auto de fe suscitaron la expansión de la brujomanía por toda el área.

 

 

Un mal sueño

 

 La fuerza impulsora del fenómeno resultó ser una epidemia onírica. Gran número de personas, pero, sobre todo niños, empezaron a soñar que eran transportados al aquelarre por las noches mientras se hallaban durmiendo en sus camas.
  Este estallido de lo que los psicólogos llamarían sueños estereotipados, fue extendiéndose de pueblo en pueblo; noche tras noche, numerosas personas, afectadas por la ola onírica, soñaban que eran transportadas al aquelarre.
  Tan pronto como los adultos y los niños em
brujados comenzaron a contar públicamente sus experiencias nocturnas, se puso en marcha la rueda del pánico. O como expresó el propio Salazar: No hubo brujos ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar y hablar de ellos.
   
Mas los sueños no dieron lugar inmediatamente a las acusaciones; pasó algún tiempo sin que los niños se atreviesen a revelar la identidad de las personas que iban a buscarlos por las noches.
   En Aranaz, al norte de Navarra, no se empezó a perseguir a los brujos hasta que un padre consiguió que su hijo confesara que un pastor, llamado Iricia, se lo llevaba al aquelarre. El excitado padre fue a buscar al tal Iricia y apretándole un puñal contra la garganta le conminó a revelar por qué habla embrujado a su hijo.
   En cuanto Iricia confesó, fue conducido ante el agente local de la Inquisición, quien anotó sus declaraciones y envió al pastor a prisión a Logroño.
  Al día siguiente, 30 niños más revelaron que el pastor se los llevaba al aquelarre; pero tras la detención del hombre, los niños convinieron en que ahora los llevaba una viuda de sesenta años, y al ser ésta arrestada, los niños no tardaron en acusar a otra mujer.
  En las zonas del área afectada por la epidemia de brujomanía se daban los tres componentes: adoctrinamiento previo, sueños estereotipados y confesiones extraídas por la fuerza.
  Parece ser que la epidemia llegó a su apogeo en verano y otoño de 1611, fechas en que Salazar y sus ayudantes recorrieron la zona publicando el edicto de gracia.
  Cada vez que se leía el edicto en una parroquia se predicaba luego contra los brujos en términos tan realistas y sugerentes que Salazar quedó preocupado: En el insano clima actual -escribía en enero de 1612- es pernicioso nombrar esas cosas públicamente, puesto que sólo pueden acarrear al pueblo mayor daño del que ya ha experimentado.
  
Salazar recomendaba como el mejor remedio contra la expansión de la brujería el silencio absoluto. A partir de entonces, la histeria colectiva inició el descenso, y un año más tarde, en 1613, habla desaparecido totalmente, a excepción de algunos valles del Pirineo, donde la brujomanía apareció tarde. En ningún lugar duró la epidemia más de dos o tres años.
  El motivo principal de que durase poco tan peligrosa situación fue su monstruosidad. En algunos lugares se acusó de brujería a más de medio pueblo: niños, mujeres y hombres, ricos y pobres, sacerdotes y seglares -ningún grupo social se libró-. Los niños acusaron, incluso, a sus padres, y viceversa.
  Cuando el pueblo, por fin, se dio cuenta de que estaba a punto de provocar el colapso de la sociedad local, surgieron deseos de llegar a un arreglo sin la intervención de la justicia.
  A nivel local la epidemia podía neutralizarse a
sí misma. Pero la idea de hacer las paces mutuamente tendría que abandonarse en el momento en que la autoridad central se interfiriera y exigiese que la justicia siguiera su curso y condenara a cuantos acusados fuesen hallados culpables.
  Esto era, precisamente, lo que Becerra y Valle deseaban: pero gracias a Salazar, la fiebre vasca no pasó de ser un desagradable entreacto. Después de suspender el proceso en masa de Logroño, el Consejo de la Inquisición tornó a su praxis anterior; y mientras varias instancias judiciales europeas continuaron hasta el fin del siglo condenando a las llamas a miles de brujos y brujas, la Inquisición española castigó a un par de miles con penas leves cuando no los declaró inocentes.
  No obstante, fue solamente en lo de no quemar a los brujos en lo que España se adelantó al resto de Europa, pues, aunque resulte paradójico, la Inquisición siguió juzgando casos de ese género mucho tiempo después de que los jueces del resto de Europa dejaran de hacerlo.
  Tan tarde como en 1791 procedió el tribunal de Barcelona contra una mujer acusada de pacto con el demonio. Por lo visto aún quedaban inquisidores del género especulativo, que pensaban en dirección contraria a la de Salazar Frías, el abogado de las brujas.

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA


Brian Easley, Witch Hunting, Magic, and the New Philosophy An Introduction to Debates of the Scientific Revolution, 1450-1750, Brighton, Harwester Press, 1980 (cap 12)
Gustav Henningsen, The Witches' Advocate Basque Witchcraft and the Spanish Inquisition (1609-1614), Reno, University of Nevada Press, 1980 Versión española: El abogado de las brujas, Madrid, Alianza, de próxima aparición.
Henry Charles Lea, A History of the Inquisition of Spain. New York, 1906-7 (tomo IV)

 

 

 

 

GUSTAV HENNINGSEN
Director de Danish Folklore Archivs, Copenhague

 

Traducción de Marisa Rey Henningsen, de la revista History Today, 1980.

Texto de HISTORIA 16 (1982)

 

 

 volver a la Inquisición