Los frailes son regularmente predicadores plagiarios; pero como se alaban mucho unos à otros, el auditorio necio está con la boca abierta. (Manuscrito de la Biblioteca Nacional)  

las últimas hogueras

José Manuel Cuenca Toribio  

     En 1788, a la muerte de Carlos III, a despecho de las medidas regalistas decretadas por el trono, de la críticas de cenáculos esotéricos o de las secuelas de la expulsión de la Compañía de Jesús, la posición de la Iglesia en el conjunto de la monarquía hispana era preponderante y, en muchos aspectos, hegemónica. Con sus 7.170 seculares, 52.300 regulares, 25.813 religiosas y una legión de sacristanes, monaguillos y servidores, sus innumerables bienes -fincas de regadío, de secano, rústicas y urbanas-, su control sobre la actividad cultural -medios de opinión, empresas intelectuales-, la Iglesia hispana ofrecía una realidad omnipresente en el cuerpo social de la Monarquía Católica cuando los Cahiers de doléance movilizaban la opinión pública francesa...

¡Que pico de oro!
Sanguina sobre lápiz negro.
1797-1798.
Goya, Museo del Prado. Madrid.

Biblioteca Gonzalo de Berceo

   
  ¿
Con qué actitud se enfrentaba ésta, en su versión española, con la institución eclesiástica y sus miembros? Guiados por el ejemplo galo, algunos de los escasos estudios sobre el tema han recargado las tintas en las indudables y numerosas lacras que presentaba la situación interna del ordo clericales. Fallas que justificarían sobradamente las críticas de ciertas esferas elitistas, cuyo alcance y penetración se magnifican con desmesura. Probablemente, una vez  rematadas las monografías  necesarias, se acuse en dicha tesis un frecuente y comprensible error de perspectiva, producto de la excesiva dimensión concedida a los testimonios provenientes de los estratos intelectuales a las denuncias de sus detractores, a la manera de Cevallos o Forner. Incluso otorgando a tales datos una amplia relevancia, es evidente, por ejemplo, que la crítica anticlerical no puede parangonarse con el volumen y la proyección de la sátira política, meticulosamente analizada en fecha reciente por Teófanes Egido y Aguilar Piñal.

  Obviamente, el estamento clerical no estaba, empero, dominado por el angelismo ni tan siquiera atravesaba por un estado de buena salud. Toda institución tiene sus albañales y sus elementos corruptores. Los más visibles de la expresión temporal de la Iglesia del momento radicaban en la implacable fiscalidad de ciertos organismos y cuerpos, en la leonina usura de buena porción de sus miembros, en el nepotismo sin freno, el rutinarismo, la relajación de la disciplina de algunas órdenes, el recelo, en fin, con que observaba el avance de corrientes aún no decantadas, a las que siempre contraponía el viejo adagio Bona non nova, nova non bona... Los ejemplos son tan conocidos y múltiples que una breve síntesis como la presente puede ahorrarse su anotación. Más importante es señalar que, a despecho de este estado de cosas y del tradicional anticlericalismo nacional, el crédito de la Iglesia y sus ministros era elevado en la España borbónica. En términos generales, continúan firmes las líneas trazadas en dicho terreno por Domínguez Ortiz hace veinte años en la Sociedad española del siglo XVIII y ratificadas posteriormente por el mismo historiador.

La Reforma religiosa, problema nacional

  Organismo vivo inmerso en una sociedad que iba a recibir estímulos transformadores de considerable cuantía en la postrera década de la centuria, la Iglesia hispana se mostró sumamente receptiva ante los sucesos revolucionarios de ultrapuertos, con una reacción de acentuado corte negativo. Dicho signo no azemó, empero, la fuerza propagadora de la ideología revolucionaria y, sobre todo, no logró que, a partir de esas fechas, la reflexión sobre la naturaleza y funciones de la Iglesia se convirtiera progresivamente en una cuestión nacional. Bien ilustrativo de ello resulta ser la formación religiosa de jóvenes como Toreno, Martínez de la Rosa, Argüelles o Alcalá Galiano, que patentizan un clima inexistente en el XVIII, cuando la Universidad no tiene como meta primordial convertirse en la conciencia crítica de la sociedad y la condición de intelectual no adquiere el rango y dimensión que le prestará el triunfo político de la mentalidad burguesa en Francia.
  Ante el envite, un sector no desdeñable del clero apegado a la tradición se percató del cambio de postura de parte de la sociedad ante el hecho eclesial y dio a su apologética un aire de contemporaneidad, infrecuente en el pasado. No sólo el beato Fr. Diego José de Cádiz, sino predicadores menos encendidos, como el P. Santander, no ahorraron en sus sermones y prédicas incisivas alusiones al tiempo presente. A nivel en ocasiones intuitivo, algunos de ellos alcanzaron a comprender que en adelante y en contraposición, al menos parcial, con las épocas anteriores, cualquier proyecto de reforma nacional tendría como meta la transformación de la Iglesia, considerada como el principal obstáculo para abrir las rutas del porvenir.
   Junto con el conocimiento de los eventos franceses, dos factores contribuyeron en medida decisiva a esta proyección de la cuestión religiosa al primer plano de la actualidad. En las esferas dirigentes, la crecida de la controversia jansenista arrastró consigo un gran número de asuntos vinculados con el retorno a una moral primitiva, encarnación del auténtico espíritu evangélico. En un momento en que, por vez primera en la historia, la función del Estado dejaba de circunscribirse a la organización de la sociedad para ocuparse primordialmente del bienestar de sus súbditos, ello comportaba colocar sobre el tapete de la discusión pública temas atañaderos al poder temporal de la Iglesia -cuestión de señoríos eclesiásticos, por ejemplo- y la misión social de sus riquezas. En efecto, la polémica desplegó entonces su vuelo con mayor fuerza -y violencia- que nunca, añadiendo aristas a la imagen de la Iglesia española de la época.

  De igual modo, no carece de cierto fundamento suponer que la clase política afecta al cambio estimó que su comienzo era más factible en la institución eclesial que en la monárquica, que vería incluso con agrado, en la línea de una tradición plurisecular, limitar el poder de la Iglesia. Sin embargo, no cabe negar en este campo, cuando las hipótesis se levantan sobre plataformas documentales endebles o se construyen con migajas bibliográficas, resulta siempre muy socorrido acudir a la mencionada versión o a la estrechamente emparentada con ella de la diversión operada por el elemento gobernante para escamotear en sus súbditos la atención de los arcana imperii y buscar un chivo expiatorio. No obstante, fuentes impresas de distinto valor, como las memorias de Godoy o la historia del reinado de Carlos IV del Abate Muriel legitiman una caracterización general en el sentido apuntado.
  Con todo, la política eclesiástica en el cruce de uno a otro siglo fue muy oportunista y vacilante, desplegada desde la Corona en función de factores de complejidad desconocida hasta entonces, como la vacancia de la silla pontificia o
las discontinuas y taraceadas relaciones con Francia. El movedizo suelo diplomático y las incesantes luchas por el poder entre los clanes palatinos aclaran el panorama de la prolífica y, a veces, contradictoria legislación eclesiástica del período, en la que, no obstante, es perceptible un acrecentamiento de la esfera de la potestad civil en la espiritual. La desamortización de 1798, la Novísima Recopilación, o la concesión a España por la Santa Sede de un superior nacional para las órdenes religiosas existentes en su territorio -Bula Inter graviores, 15V-1804-, corroboraron lo expuesto.
  La alianza entre el Trono y el Altar se escoraba así a favor del primero, como preludio de lo que sucedería en el porvenir. ¿Tuvo por causa este proceso la insegura e incierta posición de la Iglesia, amenazada por el doble ejemplo francés y cesaropista y minada de una eventual resistencia por la labor del cualificado sector de los filojansenistas? Así parece confirmarlo el que, tras los ataques a la monarquía absoluta en las Cortes de Cádiz, la alianza no invirtiese sus términos, aunque su dinámica sería distinta.

Situación del tribunal de la fe

  A buen seguro el cuadro descrito basta para evidenciar las hondas fisuras que agrietaban el todavía externamente grandioso edificio la Iglesia española. Los claroscuros, las contradicciones anidaban en ella con mayor frecuencia que otras épocas anteriores. Es, pues, desde estas perspectivas como deben enfocarse las vicisitudes de la Inquisición durante el reinado de Carlos IV. A lo largo de éste, el llamado Santo Oficio ejemplifica paradigmáticamente la atmósfera de crisis en que se debatían organismos e instituciones eclesiásticas. La pluma de Muriel lo acertó a expresar concisa e insuperablemente.

  «¿La Inquisición? Su antiguo poder no existía ya: la autoridad horrible que este tribunal sanguinario había ejercido en otros tiempos quedaba reducida a muy estrechos límites, puesto que el Santo Oficio había venido a parar en ser una especie de comisión para la censura de libros; no más, y aún para conservar esta existencia tenía necesidad de ser sufrida y tolerante... Podrá formarse cabal idea del poquísimo recelo que tenían los que propagaban ideas antirreligiosas por el hecho siguiente. El visitador general de una diócesis, el que por confianza de su prelado la regía plenamente en su nombre con absoluta autoridad, daba él mismo a leer las obras de Voltaire y Rousseau a aquellos párrocos que habían adquirido alguna tintura de la lengua francesa, ponderándoles la importancia de tales escritos, por su lectura añadía, sacudirían ideas que hasta allí habían tenido por ciertas. Hacíales, a la verdad, a tan criminal confianza con reserva u circunspección; pero su precaución era ilusoria por el hecho de ser crecido el número de los llamados a la iniciación» (Historia del reinado de Carlos IV. Madrid, I, 1960, 270).

  El testimonio del abate afrancesado no es único. Sin esfuerzo pueden espigarse muchos otros en las memorias y diarios de la época, a la manera de los Recuerdos de Jovellanos, Godoy o Alcalá Galiano. Todos testifican de la descomposición que minaba su cuerpo, desde sus estratos dirigentes hasta sus mermados recursos financieros, sin olvidar los fundamentos ideológicos de su existencia. «Policía intelectual» del establishment, éste le asestó un duro golpe cuando, tras los fallidos intentos de reforma emprendidos por Jovellanos y Urquijo, el Príncipe de la Paz designó inquisidor general al arzobispo Arce, dimitido anteriormente de sus funciones a raíz mismo de su nombramiento. Acéfala, la institución navegó a la deriva en la segunda etapa de la dictadura godoyesca, sin pautas de comportamiento general. Un libro sañudamente perseguido por el tribunal de Logroño se vendía sin excesivas cautelas por los libreros sevillanos. Un grabado considerado pecaminoso en Valladolid se exhibía en los escaparates valencianos. A menudo, tal discrecionalidad guardaba conexión directa con las relaciones entre los ministros del tribunal y las autoridades locales y el mayor o menor grado con que éstas se encontraban imbuidas de su poder. Entre otros muchos, los dos episodios que a continuación vamos a narrar así lo prueban. En 1796, el corregidor de Murcia mandó exornar la Alameda del Carmen con dos estatuas estimadas por el presbítero denunciador de turno como gravemente procaces y libidinosas. La acusación no siguió el curso habitual ante el temor de la reacción del arrogante corregidor, Vicente Cano y Altares de Almazán. Veinte años más tarde, observa Defourneaux cómo la denuncia presentada ante la Suprema por una pintura francesa colocada en la Villa y Corte fue inmediatamente aceptada por los poderes locales, que secuestraron el cuadro considerado atentatorio a la moral católica.    
  No obstante este desconcierto normativo, sería erróneo deducir la inoperatividad o formulismo de la actividad inquisitorial. En pos de Llorente, los historiadores posteriores han tendido quizás con exceso a subrayar la templanza o inefectividad de su actuación. Pero si es cierto que sus condenas en la etapa final de su recorrido histórico fueron en general muy moderadas y, a las veces, simbólicas, no lo es menos que su mera existencia entrañaba un potencial enemigo de cualquier corriente política e intelectual que discurriese fuera de los caminos del «Altar y el Trono
». Con cierta exageración, pero indudable exactitud, el conde de Toreno denunciaría en las Cortes de Cádiz: «En mi concepto es infundado afirmar que las luces del siglo hayan influido en la Inquisición para hacerla más ilustrada y menos perseguidora. Siempre ha continuado en observar y pesquisar la conducta de los sabios y literatos, Con dificultad se podrá mencionar uno en estos últimos tiempos que no haya sido encerrado o sindicado por la Inquisición... Yo apenas he conocido persona alguna adornada de luces que no haya tenido que ver con la Inquisición».
  La crítica del entonces diputado asturiano descubre cuando menos cómo la Inquisición, sin fe en los propios destinos y envilecida en su esencia más genuina por el poder, se convertiría en el trapo rojo que catalizó el sentimiento anticonformista con la realidad de la España de Carlos IV. En la polarización antiinquisitorial de la mayor parte del ideario de la juventud educada cara al horizonte delimitado por el gran movimiento revolucionario de fines del XVIII se encuentra un elocuente ejemplo -y ello más que una crítica es simple constatación- del saldo siempre negativo que para la Iglesia entraña su alianza con el «imperio
». De ahí que no sea de extrañar la aceptación calurosa de los afrancesados ante la erradicación del Santo Oficio decretada por Napoleón en el territorio bajo su soberanía a comienzos de diciembre de 1808.
  A su vez, las minorías que poco más tarde de dicha supresión intentaron sentar en Cádiz las bases del futuro ordenamiento jurídico del país y de la convivencia entre sus habitantes, mostraron también -en número considerable- una indisimulable hostilidad hacia la Inquisición. Subyacente en gran parte de las intervenciones de los diputados liberales anteriores a la proclamación de la Constitución, sus convicciones afloraron sin encubrimiento alguno una vez consagrada aquélla.

La Inquisición en las Cortes de Cádiz

  Estudiosos de la máxima solvencia han sostenido en fechas recientes que la controversia inquisitorial en las Cortes generales y extraordinarias respondió, en esencia, a motivos políticos y coyunturales, por cuanto a más de extinguida en la España de José I, el Tribunal se hallaba desairado y escarnecido por su condena del levantamiento popular de mayo de 1808 y la incardinación de su jerarca supremo, el ya mencionado Arce, en la órbita afrancesada. Sin intención alguna de polemizar con autores tan merecidamente prestigiosos como Sánchez Agesta y otros, nos inclinamos a dar sustantividad propia al pleito gaditano. Cuando éste sentó plaza en el congreso -enero de 1813-, la derrota de Bonaparte en Rusia despertaba alguna confianza en los círculos dirigentes de que el día de la liberación comenzaba a atalayarse. Su fisonomía cambiaría sustancialmente con la presencia o ausencia del célebre Tribunal de la Fe...
  Al margen de interpretaciones, recordaremos que a comienzos de 1813 se abría la más extensa y áspera polémica de las numerosas que tuvieron como escenario el Cádiz de las Cortes. En sus intervenciones, los adversarios de la Inquisición mezclaron razonamientos acertados y certeras puntualizaciones con múltiples afirmaciones inexactas desprovistas de base histórica alguna. Todos los lugares comunes que constituirían en adelante uno de los capítulos de la leyenda negra inquisitorial -aniquilación de las letras nacionales tras el apogeo del Santo Oficio, su duro sistema carcelario matanzas que lindaban con el genocidio, tibetanización del país, etc.- adquirieron su carta de naturaleza en los debates gaditanos al mismo tiempo que se realizaban profundas calas en la sicología colectiva del pueblo español, forjada en muchas de sus manifestaciones más típicas y esenciales en su actitud ante el célebre tribunal.
  Las leyendas rosadas hicieron también acto de presencia en la defensa llevada a cabo por los diputados conservadores. Habiendo situado sus enemigos el tema en discusión en el terreno regalista, los partidarios del Santo Oficio se colocaron en posiciones antípodas. Muy por el contrario de lo que exponían sus detractores, la Inquisición no había emanado de la potestad regia, sino de la pontificia. Sin la aquiescencia del Papa, el Gobierno español no podía decidir unilateralmente la suerte del glorioso tribunal.

Instrumentalización del Santo Oficio por Femando VII

  Decretada su extinción -90 votos a favor, 60 en contra- uno de sus más fogosos defensores -el futuro cardenal Pedro de Inguanzo- entonaría un emocionado réquiem del Santo Oficio. En última instancia, pese a todos sus indisimulables fallos, fue beneficioso para la nación. El espíritu altamente religioso de la comunidad hispana, que sentía la necesidad de los principios católicos como vertebradores de la nacionalidad, trajo como natural consecuencia y alimentó por varios siglos al tribunal encargado de velar por la pureza de la fe. Y la Inquisición, no obstante las claudicaciones y desviaciones de sus fines en la última etapa de su trayectoria -explicables, al fin y al cabo por ser obra de hombres-, cumplió, en líneas generales, ejemplarmente con su misión. Por ello podía presentarse sin temor ante la barra de la historia y esperar su veredicto: la unidad de la fe durante muchas generaciones fue su fruto más serondo.
  Tras su supresión por los legisladores gaditanos, la Inquisición permaneció arraigada en la masa popular, que evidenció -de modo particular en su vertiente campesina- el más radical apoyo a su restablecimiento. En muchas localidades -especialmente en aquéllas en que la opiniión pública era obra del estamento clerical- la derogación del sistema constitucional en los primeros días de mayo de 1814 fue seguida sin solución de continuidad de la reimplantación del Tribunal. Su reposición oficial, empero, vino fijada por un real decreto de 21 de julio del mismo año:

     «El glorioso titulo de católicos con que los Reyes de España se distinguieron entre los otros príncipes cristianos por no tolerar en el reino a ninguno que profese otra religión que la católica, apostólica romana, ha movido poderosamente mi corazón a que emplee para hacerme digno de él cuantos medios ha puesto Dios en mis manos. Las turbulencias pasadas y la guerra que afligió por espacio de seis años todas las provincias del reino: la estancia en él por todo este tiempo de tropas extranjeras de muchas sectas, casi todas inficcionadas de aborrecimiento y odio a la religión católica, y el desorden que traen siempre tras sí estos males, juntamente con el poco cuidado que se tuvo en algún tiempo en proveer lo que tocaba a las cosas de la religión, dio a los malos suelta licencia de vivir a su libre voluntad, y en ocasión a que se introdujesen en el reino y asentasen en él muchas opiniones perniciosas por los mismos medios con que en otros países se propagaron. Deseando, pues, proveer de remedio a tan grave mal, y conservar en mis dominios la Santa Religión de Jesucristo que aman, y en que han vivido y viven dichosamente mis pueblos, así por la obligación que las leyes fundamentales del Reino imponen al príncipe que ha de reinar en él, y yo tengo jurado guardar y cumplir, como por ser ella el medio más a propósito para preservar a mis súbditos de disensiones intestinas, y mantenerlos en sosiego y tranquilidad, he creído que seria muy conveniente en las actuales circunstancias volviese al ejercicio de su jurisdicción el Tribunal del Santo Oficio. Sobre lo cual me han representado prelados sabios y virtuosos, y muchos cuerpos y personas graves, así eclesiásticos como seculares, que a este Tribunal debió España no haberse contaminado en el siglo XVI de los errores que causaron tanta aflicción a otros reinos, floreciendo la nación al mismo tiempo en todo género de letras, en grandes hombres, y en santidad y virtud. y que uno de los principales medios de que el opresor de Europa se valió para sembrar la corrupción y discordia de que sacó tantas ventajas, fue el de destruirle, so color de no sufrir las luces del día de su permanencia por más tiempo, y que después las llamadas Cortes generales y extraordinarias con el mismo pretexto y el de la Constitución, que hicieron tumultuariamente, con pesadumbre de la nación, le anularon. Por lo cual, muy ahincadamente me han pedido el restablecimiento de aquel Tribunal: y accediendo Yo a sus ruegos y a los deseos de los pueblos, que en desahogo de su amor a la religión de sus padres, han restituido de sí mismos algunos Tribunales subalternos a sus funciones, he resuelto que vuelvan y continúen por ahora el Consejo de la Inquisición y los demás tribunales del Santo Oficio al ejercicio de su jurisdicción, así la eclesiástica, que a ruego de mis augustos predecesores le dieron los pontifices, juntamente con la que por su ministerio los prelados locales tienen, como la de la Real que los reyes le otorgaron, guardando en el uso de una y otra las ordenanzas con que se gobernaba en 1808, y las leyes y providencias que para evitar ciertos abusos y moderar algunos privilegios convino tomar en distintos tiempos. Pero como, además de estas providencias, acaso pueda convenir tomar otras, y mi intención sea mejorar este restablecimiento, de manera que venga de él la mayor utilidad a mis súbditos, quiero que luego se reúna el Consejo de la Inquisición, dos de sus individuos, con otros dos de mi Consejo Real, unos y otros los que nombrase, examinen la forma y modo de proceder en las causas que se tienen en el Santo Oficio, y el método establecido para la censura y prohibición de los libros: y si en ello hallara cosa que sea contra el bien de mis vasallos y la recta administración de justicia, o que se deba varias, me lo propongan y consulten para que acuerde Yo lo que convenga.»

  Ponderado con detenimiento, como habrá hecho el lector, el documento transcrito anuncia claramente el carácter absolutamente temporal y el bastardeamiento consiguiente que daría tono al despliegue final de la Inquisición. Identificadas las causas del Altar y el Trono y del Sacerdocio y el Imperio con mayor fuerza que en ningún otro momento anterior, el sexenio fernandino presenció la madurez de la confusión de los planos temporal y espiritual. Proceso puesto en marcha tiempos atrás, según ya vimos, pero cuyas últimas y aberrantes consecuencias se plasmarían en el período aludido. Igual que en decenios atrás, la Inquisición concentró su actividad en la extirpación de los brotes oposicionistas al régimen, surgidos en los centros masónicos, meros instrumentos por lo general del descontento antigubernamental de sus afiliados, de los que únicamente un número muy reducido participaba de las doctrinas impartidas por las logias.
  La seducción de los años heroicos del liberalismo no debe, sin embargo, llevar a preterir el análisis de un factor clave en el catolicismo español contemporáneo: el impacto de la dominación francesa en la religiosidad de las diferentes capas sociales. La documentación inquisitorial de estos años proporciona interesantes noticias al respecto, pero el tema está prácticamente sin desflorar. Ni siquiera se ha acometido el estudio, relativamente fácil, de la influencia masónica sobre los prisioneros españoles en la Francia del I Imperio. En fechas últimas, la historiografía gala ha mostrado, para un caso algo similar, la enorme importancia que entraña reconstruir «una geografía» de los ex combatientes de Lafayette para el conocimiento de los orígenes de la revolución francesa. Con referencia al esclarecimiento de nuestro anticlericalismo, por ejemplo, sería de máxima trascendencia cotejar el asentamiento de los ex cautivos con los lugares de máxima incidencia de las denuncias del Santo Oficio. A la espera de dichos trabajos, cabe resaltar que tales denuncias atribuyen un papel esencial en la pérdida de las buenas costumbres y aun de la misma religión a la presencia de las tropas napoleónicas. «Se pervirtió con los franceses» es casi una frase estereotipada en los procesos de la época.

La Inquisición en el Trienio

  El valor de símbolo de la Inquisición explica que su supresión fuera una de las medidas iniciales del restablecimiento del sistema constitucional en 1820. La «hidra infernal» volvía a ser decapitada.
   Un extenso sector vio, en ello, sin embargo, la ruina religiosa de la nación. Abatidas las compuertas inquisitoriales que la preservaban de la riada de la impiedad, sus aguas acabarían inexorablemente por anegarla. No obstante, la tregua acordada tácitamente entre la Santa Sede y el episcopado con el nuevo régimen en el comienzo de su singladura, gran parte del clero campesino y regular blandió el espectro de la inminente pérdida de la religión católica a causa de la desaparición de su valladar inexpugnable.
  
La contraofensiva de los eclesiásticos partidarios del régimen liberal no se hizo esperar. De entre su abundante y pro
fusa publicistica merece, acaso, destacarse, porque se situaba en el surco en que habría de crecer el porvenir, la carta pastoral del obispo de Mallorca, Vallejo: «...Para este importante fin anunciamos con la seguridad de no engañarnos y proponemos como un punto doctrinal que el Tribunal de la Inquisición no es necesario en la Iglesia para conservar la pureza de la fe, como que no ha existido en ella hasta el siglo XIII y en la mayor parte de nuestra España no ha sido conocido hasta el fin del XV,
  La religión católica, que por el carácter divino de su perpetua duración, brilla y brillará en todas las edades, y como obra del divino Hacedor salió perfecta de sus manos, no puede depender de las obras del tiempo y de los hombres, que son perecederas como ellos, y que siendo puramente humanas sufren al fin el destino de la destrucción y el olvido; mas aunque no haya variado ni varíe jamás, y permanezca fija e inalterable hasta la consumación de los siglos, ha cambiado y cambia frecuentemente la Iglesia en aquellos ritos, figuras y formas que no la son esenciales según lo han exigido los tiempos y las circunstancias, y así, cabalmente ha sucedido con el Tribunal de la Inquisición.»

Las Juntas de Fe, un sucedáneo

  Cerrado el paréntesis constitucional y emprendida la última etapa del gobierno fernandino, considerables núcleos eclesiásticos volvieron a recaer en la actitud del sexenio. Púlpitos y confesionarios se transformaban a veces en cajas de resonancia, desde las que se exhortaban a la violencia y a la venganza. La publicistica de aquellos meses, en su casi totalidad de origen eclesiástico, insistió hasta el aturdimiento en la inseparabilidad de la monarquía y la Iglesia, de modo que cualquier embate contra alguna de las dos instituciones minaba el terreno de la otra. La postura de los extensos sectores clericales que creían en la dureza como último refugio de un sistema que se sentía amenazado de muerte, no se hallaba enfrentada con la explicitada por gran parte de la sociedad española.
  Según la profecía de un municipio gallego, el odio de los liberales por parte «de los buenos españoles pasaría de padres a hijos, de generación en generación y hasta la más remota e incalculable posteridad
». Para el ayuntamiento barcelonés, en representación enviada al monarca, los liberales habían «hecho alarde de blasfemar del nombre del Eterno con una impiedad que, tal vez no tiene ejemplo..., para ellos no queda más arbitrio que la severidad y el suplicio. Los delitos de que están cubiertos los han puesto fuera de la ley social y el bien común clama por su exterminio. El excesivo odio que los sectarios han manifestado siempre al Tribunal de la Inquisición y su empeño en desacreditarle son indicios que pantetizan lo mucho que estorba a sus planes la existencia del Tribunal de la Fe; por eso cree el Ayuntamiento que sería necesario su restablecimiento».
  Mas a pesar de todo, la Inquisición no
fue restablecida. En un libro lúcido, documentado y sereno, Alonso Tejada ha estudiado con precisión la serie de contrapuestas presiones ejercidas sobre Fernando VII en torno a la restauración del Tribunal. Maestro en el arte de la política menor, el rey consiguió coronar su propósito negativo. Subestimar las fuerzas que apoyaron su deseo -en primer término, la diplomacia francesa y hasta la misma pontificia- sería tan desacertado como infravalorar las opuestas. Una de las muchas corrientes que convergieron en el nacimiento del carlismo tuvo su origen en la defraudación que la postura religiosa del soberano produjo en los ambientes más ultras.
   El vacío provocado por la ausencia de la Inquisición fue pronto rellenado en algunas diócesis, ocupadas por prelados enragués. Organismos titulados comúnmente Juntas de Fe vinieron a sustituir y desempeñar las más importantes funciones del desaparecido Santo Oficio. A una de ellas, la valenciana, le cupo la triste singularidad de haber ordenado la muerte del bueno y atrabilario maestro de escuela Cayetano Ripoll, última persona ejecutada en nuestro bronco país por «hereje, pertinaz y acabado». La noticia de haberse cumplido la sentencia -agosto de 1826- anduvo apresuradamente las tierras de la Europa occidental.
   Tal suceso reforzada la posición moral de los miles de españoles que, por su fe en la libertad, recorrieron los caminos del exilio en los inicios de la segunda restauración fernandina, y evidenciaba la exactitud de sus críticas a un régimen que envolvía a su nación «en las tinieblas del despotismo y el terror». Africa comenzaba aún en los Pirineos. y España seguía siendo la tierra de la intolerancia, alumbrada por las hogueras inquisitoriales.
   En este contexto, la reacción de las minorías dirigentes occidentales -particularmente de las francesas e inglesas- fue de abierta y total repulsa ante la muerte de Ripoll. Aunque en ambos países se encontraban en el poder gabinetes conservadores partidarios del afianzamiento de Fernando VII en un clima de moderantismo, el control de la prensa más influyente por los círculos liberales les acrecentó en los cuadros de aquellas naciones su sentimiento de hostilidad hacia la monarquía hispánica, frustrando cualquier intento de atenuar la trascendencia del acontecimiento que pudieran albergar los gabinetes de Canning o VIlIele.
    Espontáneo o calculado el repudio de Fernando VII fue también vivo, arraigándole dicha condena en su idea del desfase histórico de cualquier ventural restablecimiento de la Inquisición y la necesidad perentoria de suprimir de cuajo las Juntas de Fe, surgidas como sucedáneo del Santo Oficio al socaire de la exaltación monárquico-religiosa que siguió de la segunda experiencia constitucional y de la fragmentación del poder que la acompañó.

Fin y legado de la Inquisición

  En julio de 1834, el ministerio de Martínez de la Rosa abolía definitivamente la Inquisición. «El antes poderoso y temido tribunal se desvaneció sin un murmullo, tragado por los feroces conflictos del siglo XIX sin que le prestara ayuda la clase que había presidido su institución, y abandonada por el clero y el pueblo, para los cuales su existencia había sido una vez sinónimo de la existencia de la propia Cristiandad.» Con tales palabras acaba una de las mejores síntesis divulgativas que acerca de la Inquisición poseemos, la del profesor Kamen. Sin embargo, su contenido distó un poco de cumplirse en la sincopada historia del XIX español. Los sectores más radicalizados de la esperpéntica corte del primer pretendiente carlista acariciaron durante largo tiempo el anhelo de restaurar el «antemural de la fe.  Incluso,tiempo adelante, en la preparación ideológico-propagandística que precedió al estallido de la tercera guerra civil, una de las proclamas -autor: Aparisi y Guijarro; fecha: junio, 1869-, redactadas al efecto pretendía por sensibilidad histórica la eventualidad de su reposición: «Murieron antiguas instituciones, algunas de las cuales no pueden volver a renacer.»
  De igual manera, aunque el buril galdosiano cargue indudablemente la suerte en la descripción de la utopía religiosa anhelada, según el novelista canario, por los vascos de la tercera guerra carlista, la peroración de Tito a su aldeano auditorio encierra quizá la trasposición de un ideal no desechado por completo...:

  «Sólo me falta deciros que para la realización de este divino ideal, de lo que llamaríamos política de Dios y gobierno de Cristo, hemos de establecer la estricta unidad de sentimientos religiosos, hemos conseguir que en toda la nación no exista una sola alma que discrepa del sacrosanto dogma. ¿Qué necesitamos para este fin indispensable? Pues necesitamos un órgano, un instrumento de limpieza, un salutífero purificador de las conciencias. ¿ y cuál es este órgano, este instrumento en que se combinan lo divino y lo humano? En la mente de todos los que me escuchan, en sus labios, diré con más propiedad, está la respuesta. El órgano purificante y unificante es la dulce Inquisición... Sí, la llamo dulce, porque sus efectos nos llevarán a un dulcísimo estado de beatitud, porque los rigores que a veces empleara contra la herejía son cosa blanda en parangón de la paz y dulcedumbre que ha de dar a la nación, porque si emplea el fuego para ahuyentar a los demonios, nos trae frescura y aire delicioso con el batir de alas del sinnúmero de ángeles que el Cielo nos enviará para consuelo y alegría de las españolas.
  Delirio, palmoteo frenético, berridos de aldeanos, lloriqueos de señoras... (Episodios Nacionales. Amadeo ,. Madrid, IV, 1971, 541.)

  No es propósito del autor de este artículo, ni a él le ha sido encomendado, el perfilar el balance de una, sino la más conocida institución del Antiguo Régimen. Tema recurrente, mucha tinta se ha vertido en ello y se seguirá derramando. Fiscales y abogados defensores no faltarán nunca cuando su causa se dilucide por los sucesivos tribunales generacionales. Por nuestra parte, y limitándonos tan sólo al período enmarcado por su fase postrera, sólo únicamente deseamos observar que el Santo Oficio debilitó cuando no extirpó las defensas -y los estímulos- racionales que toda sociedad moderna requiere y necesita para una positiva evolución.

 

 

José Manuel Cuenca Toribio
Catedrático de Historia Moderna

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