Triunfo de San Agustín. CLAUDIO COELLO.Óleo sobre lienzo 271x203 cm. Madrid, Museo del Prado.  

    

    Habría que distinguir, como mínimo, cuatro grupos básicos en el conjunto de las órdenes mendicantes: por un lado, los proyectos femeninos de vida conventual, orientados al ascetismo y la vida contemplativa, fundamentalmente; por otro, el de los franciscanos y dominicos, básicamente volcados en la enseñanza y predicación; por otro, los agustinos y carmelitas, de presencia más tardía y menos frecuente en nuestras tierras, centrados en la vida contemplativa más que en la actividad pastoral, y, en fin, los trinitarios y mercedarios, a caballo entre los monjes y los mendicantes, en el primer caso, y entre los caballeros y el convento, en el segundo, cuya misión se orienta básicamente hacia la redención de cautivos. 

   

Biblioteca Gonzalo de Berceo

Catálogo  general


   INTRODUCCIÓN

       En contra de lo que una mirada superficial pudiera sugerir, los tiempos medievales, en el conjunto de la Europa occidental, son tiempos de una gran vitalidad, manifiesta de manera clara y contundente en los siglos centrales del período y en la totalidad de los planos en que se materializa la existencia de los protagonistas de aquella historia. A partir del año mil, en efecto, comienza un largo periplo expansivo en la cristiandad occidental, expansión que se evidencia en el aumento de la población, propicia el despertar de la vida urbana, provoca un alto grado de dinamismo social, cristaliza en un complejo sistema institucional y, en fin, permite un innegable progreso espiritual, tanto en el campo estrictamente religioso como en el más amplio y convencionalmente designado como cultural.
        Es posible que el progreso estrictamente religioso -tanto doctrinal como práctico, privado o institucional- no estuviera a la altura de las exigencias derivadas del crecimiento económico y del dinamismo y conflictividad sociales del momento. Lo que resulta, en cualquier caso, evidente es la gran talla espiritual de un buen número de hombres de aquella iglesia, particularmente atentos a las inquietudes espirituales del conjunto de los fieles. En una sociedad rabiosamente dinámica, la Iglesia no podía permitirse el lujo del inmovilismo o la impermeabilidad, defectos difícilmente atribuibles a la iglesia medieval, en cuyo seno se sienten los fuertes latidos de un organismo desesperadamente vivo y, al mismo tiempo, inclinado al exceso del radicalismo práctico o doctrinal.
        En ese contexto dinámico y vitalista surgen, a comienzos del siglo XIII, las órdenes conventuales o mendicantes, en respuesta a una variada gama de interrogantes y problemas planteados al conjunto de la sociedad desde las más diversas instancias -la insolidaridad urbana, el cautiverio, la familia, la insatisfacción espiritual del común-, de cuya respuesta o propuesta de solución dependía en gran manera la estabilidad del sistema. Cada una de esas órdenes, por consiguiente, encuentra su razón de ser histórica en un ambiente problemático determinado y se proyecta institucionalmente en consonancia con los presupuestos ambientales que justifican su aprobación oficial. Cada orden, en consecuencia, requiere una atención particularizada en su análisis histórico, exigencia que convierte en irresponsablemente arriesgado todo intento de aproximación global al fenómeno de la expansión de las órdenes conventuales 1, en cualquier territorio, en las condiciones de tiempo y espacio que enmarcan actuaciones como las programadas en esta espléndida SEMANA medieval najerina.
     Hay que ponerle, pués, algún límite al tema, con el fin de aprovechar en profundidad el tiempo disponible, en la seguridad de que los aspectos hoy marginados podrán encontrar digno tratamiento en futuras SEMANAS. Nuestra atención se va a centrar en el análisis de las condiciones en que se produce, en el conjunto de Europa occidental, en general, y en tierras castellano-leonesas, en particular, la expansión de los dominicos y franciscanos -en sus respectivas versiones masculinas- durante el siglo XIII, entendiendo, por un lado, que ambas órdenes ostentan principios programáticos similares en muchos aspectos, y, por otro, que el siglo de referencia se sitúa al final de un largo trayecto evolutivo de signo relativamente homogéneo y estable, trayecto que, como sabemos, se quiebra en sus décadas finales, para dar paso a las turbulencias del siglo XIV, en cuyo contexto las propias órdenes religiosas se ven obligadas a un continuo y tortuoso replanteamiento de su razón de ser y de sus posibilidades de intervención en un mundo dramáticamente dislocado. Tiempos, por tanto, que requieren una atención específica, que no podemos, en razón a lo anteriormente expuesto, prestarle en esta ocasión.
    Limitamos, en fin, nuestro campo de observación al fenómeno de la aparición y primera expansión de estas dos órdenes religiosas nacidas en la plenitud de los tiempos medievales para situarse en la vanguardia de la experiencia religiosa en muchos aspectos, como luego veremos. Nuestra aproximación a la aventura histórica de estos mendicantes va a arrancar del examen del proceso de degradación cultural de los benedictinos, por un lado, y de la desidia pastoral del clero secular, de otro, procesos ambos de largo recorriqo, cuyos hitos más destacados pasamos a considerar.


I. LAS REFORMAS DEL SIGLO XI : ÉXITOS Y FRACASOS

    En las décadas finales del siglo décimo, y tras un largo período de tenebrismo y postración, comienzan a sonar en todo el occidente europeo voces de alarma que reclaman una reforma radical de las estructuras eclesiásticas, cuyo fin no es otro que recuperar para la Barca de San Pedro el rumbo de la historia y su sentido de universalidad y presencia salvadora en el mundo. Este espíritu se manifiesta paralelamente en dos instancias fundamentales en el organigrama eclesial del momento: el monacato, por una lado, y el papado, por otro.


El mundo de los monjes

    A lo largo del siglo X y comienzos del XI, la institución religiosa cristiana que había conseguido acaparar todo el interés de los fieles fue el monacato: en el claustro se formalizaba el ideal humano y religioso de la vida comunitaria, tanto en su vertiente material o económica como en el orden espiritual; los monjes constituían un ejemplo de organización social en lo que a la planificación de la producción de bienes ya su distribución dentro de la propia comunidad respecta, y, además, representaban el ideal de perfección religiosa en virtud de su participación comunitaria en la realización de unas actividades litúrgicas cuya rigurosa ejecución garantizaba la benevolencia divina hacia los que participaban regularmente en ellas 2. De esta manera, las comunidades monásticas, al margen de su normativa reguladora, habían conseguido acaparar todas las virtualidades de la espiritualidad cristiana, tanto en el ámbito privado como en el institucional. Por un lado, efectivamente, el monje se identifica con la noción de cristiano virtuoso, y, por otro, se constituye en piedra angular de la especulación eclesiológica en función de la identificación, propiciada en el seno del propio monacato, de sus instituciones con la que se suponía su antecedente más genuino: el Colegio Apostólico, cuyo espíritu pretenden asumir y reproducir dentro de sus muros 3. Todo ello, además, acarreó el ejercicio de un estricto monopolio en el control de los ritos de salvación, problema crucial en una sociedad cuyas representaciones celestes están impregnadas de un escatologismo apocalíptico que invade todos los rincones del espíritu y que provoca una actitud de ansiada espera -más que esperanza- y expectación dramática de los últimos tiempos, situación que da pie a la exacerbación del gesto colectivo como elemento preparatorio de máximo valor para garantizarse un lugar entre los justos. Sin duda, la religiosidad monacal del momento, rigurosamente ritualizada y desarrollada en el estricto marco de la comunidad 4, se adaptaba perfectamente al medio social que le servía de soporte, aproximación que va a sufrir alternativas varias en función tanto de la evolución del propio monacato como de las corrientes religiosas de su entorno.
     En efecto, el siglo XI precipita una serie de procesos cuyo sentido evolutivo trastoca inevitablemente los cuadros mentales de quienes se sienten empujados por los acontecimientos. El desarrollo económico; las posibilidades de movilidad social y geográfica o de acceso a un protagonismo individual, por encima de la familia o la comunidad; los traumas de la reorganización jerárquica; la frecuente degradación hacia condiciones insolidarias de pobreza en la que caen muchos en el camino hacia la emancipación, estos y otros factores convierten a los nuevos tiempos en un cúmulo de experiencias ininteligibles desde los postulados culturales del inmediato pasado, postulados a los que, sin embargo, se aferran los monjes como único referente de su personalidad. Estadisociación cultural no pasa inadvertida en los círculos institucionales de la Iglesia, y desde diversas instancias de la misma, así como desde posiciones marginales, se fomentan nuevas opciones que van desde el conservadurismo más barroquizante hasta la ruptura radical, pasando por posturas más conciliadoras y renovadoras y propuestas integradoras francamente novedosas.
     Los monasterios cluniacenses representan, a lo largo del siglo XI y primeros decenios del XII, el triunfo del continuismo espiritual dentro del monacato reformado. Su desprecio del mundo y su liturgia funeraria 5 no dejan de representar, sin embargo, un mundo religioso inasequible para la mayoría de los campesinos dependientes y villanos desafortunados, quienes fácilmente pueden considerarse identificados con el objeto de desprecio de estos monjes por su condición de trabajadores 6, en tanto que sus rentas eran bien recibidas por la comunidad de monjes y sus aliados: los feudales y los burgueses adinerados 7, primerísimos beneficiarios, además, de los tesoros espirituales de estos monasterios por su condición de defensores y bienhechores cualificados de los mismos.
     Frente a esta concepción elitista de la espiritualidad monacal aparecen alternativas que pretenden integrar en su esquema de valores algunos de los anhelos espirituales de la sociedad laica -rehabilitación del trabajo y de la pobreza, personalización del hecho religioso, atención a la formación de los fieles por la predicación- o capitalizar los movimientos de hostilidad hacia las nuevas formas de organización social y económica que van cristalizando a lo largo del siglo XI. Casa-Dei (1043), Grandmont (1074), La Cartuja (1084), Citeaux (1098) y Fontevreault (1101) concitan, junto a otros centros de menor incidencia y desarrollo, los esfuerzos renovadores de un monacato que busca la conciliación entre la fidelidad a la tradición y la absorción de las tendencias radicalizadas que, al margen de toda regla, pretendían dar la medida extrema de las nuevas exigencias religiosas: el eremitismo radical y los planteamientos rigoristas, que suponían, por una parte, la exaltación beligerante de la pobreza y, por otra, la personalización absoluta de la vivencia religiosa al margen de cualquier instrumentalización institucional.
    Ahora bien, la pregunta subsiguiente ha de girar en torno a esta cuestión básica: ¿pretendían estos proyectos renovadores una reforma de la sociedad o simplemente del monacato? Sin duda, las posibilidades de una incidencia amplificada de la revitalización monacal fueron advertidas por numerosos rectores de la vida política del occidente cristiano, cuyos gestos de largueza hacia los monasterios demuestran un convencimiento profundo sobre la viabilidad y eficacia de tales postulados 8. Sin embargo, los resultados no pueden considerarse exitosos: el esplendoroso siglo XII que va a vivir el monacato gracias a las reformas -su «último resplandor» 9, por otra parte- se sustenta, entre otras cosas más evidentes, en el acaparamiento de las riquezas espirituales del cristianismo en detrimento del conjunto de los laicos. Al sustraer y monacalizar las aspiraciones religiosas que bullían entre éstos consiguen una orgullosa perfección a costa de cerrar las vías de acceso a la misma a los que no han podido o querido encerrarse dentro de los muros del monasterio. No resulta difícil imaginar una sensación de frustración entre los simples fieles al comprobar cómo, sistemáticamente, les son arrebatadas las señas de identidad religiosa por parte de quienes, en principio, parecían haberlas comprendido mejor. Si tomamos como ejemplo la pobreza, ¿acaso sus recientemente reconocidos valores religiosos sólo podían rentabilizarse a la sombra del claustro? ¿Qué tiene que ver, material y espiritualmente, la pobreza del monje con la del menesteroso de la ciudad o del campo? 10.
     Evidentemente, la reforma monacal trajo consigo un florecimiento económico en torno a las nuevas comunidades 11, lo cual provocaría una identificación religiosa con las mismas por parte de aquellas personas más afortunadas en el reparto de los beneficios del sistema en crecimiento 12. Pero, si se identifica perfección espiritual con éxito material -lo cual no era difícil a la vista de los acontecimientos-, ¿qué posibilidades de integración religiosa se ofrecen a los desafortunados? ¿No se les está condenando a sobrevivir con la conciencia de imperfectos, impuros o, incluso, malditos? El fraude de la reforma monasterial de los siglos XI y XII debió ser percibido por numerosos cristianos de entonces: el alejamiento del mundo deriva en unos casos en desprecio insultante de los que se ven constreñidos a vivir en él o, en otros, a extender en los despoblados las formas de desarrollo económico y social de las cuales teóricamente se huía 13; el desprecio del señorío no implicaba, en su caso, una actitud de denuncia de un determinado sistema de articulación social ni de la riqueza 14; la concepción y práctica de la pobreza no tenía, como decíamos antes, nada que ver con las situaciones de indigencia insolidaria que afectaban a los nuevos pobres; la predicación e instrucción programáticas pronto dejaron paso a la dedicación administrativa de los recursos propios 15; en fin, los monasterios se convierten en reductos amurallados donde la vida espiritual se desarrolla al margen o a costa del ostracismo del resto de la población, del mismo modo que las torres de los feudales reproducen un género de vida netamente diferenciado del conjunto de los trabajadores de su entorno. En ninguno de los casos, sin embargo, el desprecio del común constituyó un obstáculo para vivir de sus rentas.


El papado: la «reforma gregoriana»

     Por parte de la Santa Sede, se inician, durante el siglo XI, una serie de reformas de las estructuras eclesiásticas tendentes a implantar sobre la cristiandad un conjunto de directrices con el fin de lograr la sumisión de todos sus elementos. Para salvar el mundo no basta con orar, es necesario tomar su dirección; esta es la consigna 16. Con el fin de obviar los inconvenientes que la costumbre había convertido en ley desde los tiempos postcarolongios en la -iglesia occidental, se preconiza una vuelta a las fuentes de la espiritualidad cristiana. De la misma forma que el monacato reformado había tomado su renovador impulso a partir de una relectura de la regla benedictina y de la aproximación a su espíritu teóricamente más genuino, la reforma papal pretende hundir sus raíces en el pasado más remoto de la Iglesia, asumiendo como guía espiritual y doctrinal las experiencias y enseñanzas de la primitiva comunidad cristiana tal como ésta se expresa en los Hechos de los Apóstoles. El acercamiento a la comunidad apostólica provoca una sobrevaloración de la actividad predicadora y, en general, de la cura animarum, elementos que definen la nueva propuesta de «vida apostólica». En síntesis, se viene a decir, vivir según la iglesia primitiva es algo más que vivir en comunidad 17.
     Si bien es cierto que los movimientos reformadores monacales también participaron de un espíritu de autenticidad y de afirmación del valor personal del hecho religioso, corresponde, sin embargo, a la iglesia secular el mérito de haber actuado con mayor coherencia y consecuencia a la hora de su aplicación práctica sobre el conjunto de los fieles. En este sentido, el clero secular asume el compromiso de ejercitarse en la práctica de la nueva «Vida apostólica», una de cuyas exigencias es la elevación del nivel de formación religiosa de los fieles a través de la palabra, cuyo dominio hace imprescindible un aprendizaje, no ya sólo de los contenidos oportunos, sino también de las técnicas de transmisión correspondientes 18. El púlpito y el confesionario van adquiriendo protagonismo como puntos de referencia de la religiosidad popular, necesitada de nuevas señas de identidad. La palabra, individualizada en su percepción, pretende sustituir a los ritos litúrgicos colectivos donde los cantos de todos tan solo pretendían manifestar ante el Señor la actitud de espera de la comunidad ante su triunfal llegada.
Frente al escatologismo, el apostolado implica una valoración intrínseca de la espera -es la esperanza-, de la existencia; en definitiva, del mundo 19.
    Los efectos más espectaculares y renovadores de la reforma gregoriana, por lo que a su incidencia en la espiritualidad laica se refiere, se manifestaron con ocasión de la estructuración ideológica y predicación de las primeras cruzadas: la lucha contra el infiel alcanza la categoría de rito salvífico puesto al alcance de los laicos y realizado por ellos, previas unas formalidades mínimas. La sacralización de esta actividad propia de laicos se inscribe en un proceso de intervencionismo de la iglesia secular en este sentido, cuyos jalones más significativos son la imposición de la Tregua y la Paz de Dios como mecanismo de control y legitimación de la guerra feudal, y la ritualización del ingreso en el orden de caballería a finales del siglo XII. Sin duda, un gran éxito ante tóda la cristiandad; los laicos van a disponer de una vía de salvación -auténtico problema religioso de la época- que les libera de la dependencia directa de los que, hasta entonces, se habían constituido en monopolizadores exclusivos de los ritos de acceso al favor divino, fundamentalmente los monjes. La iglesia secular -el papa y los obispos a la cabeza- redondeaba de esta manera sus expectativas de éxito en el intento de control de toda la cristiandad; y la palabra, convertida en consejo a través del confesionario, en sermón cuando se derrama desde el púlpito o en indulgencia plenaria cuando se plasma en convocatoria de lucha contra el infiel o el disidente, se revela como el arma más eficaz para orientar y someter las conciencias, las de los guerreros primero, y después, y con su ayuda, las del resto de los fieles o, en su caso, también las de los infieles. La misión de hacer cumplir las directrices eclesiásticas reinserta a una importante masa de laicos en el entramado eclesiástico: de frecuentes patronos de sus pequeñas iglesias locales pasan a ser defensores de la gran Iglesia universal, evolución que conlleva la pérdida de la condición de pequeños señores para adquirir la de vasallos de un gran Señor.
    Las pretensiones papales de potenciación del clero secular encontraron un firme apoyo en los reyes y en los más altos príncipes de la cristiandad. Para ellos, los clérigos eran mucho más útiles que los monjes, estaban mejor adaptados a las condiciones generales del desarrollo, más cerca del mundo. «En el siglo XII, el clero llegó a ser, igual que la caballería, el auxiliar natural del poder temporal» 20. Esta ayuda se hizo patente y eficaz en la decidida contribución a la recuperación y elaboración de una teoría del poder y de una praxis organizativa de tendencia centralizadora, cuyos postulados favorecían la consolidación del poder del príncipe 21. «Estimulados tanto el uno como el otro por el crecimiento económico, el renacimiento del Estado y del clero se respaldaban y reconfortaban mutuamente. Tanto la expansión urbana como el reforzamiento de la autoridad de los más grandes señores permitió acceder a un primer plano al episcopado y devolvió a los clérigos el primer papel en la creación cultural» 22.

 

El difícil equilibrio del siglo XII

     Las consecuencias prácticas del proceso que hemos escozado de harán evidentes en el siglo XIII, pero las tendencias quedan marcadas y definidas en fa centuria anterior.
 
progresivo confinamiento de los monasterios, cuyos valores religiosos y concepciones eclesiológicas entran en competencia con los planteamientos de renovación y concepción de la «vida apostólica» auspiciados por los dirigentes de la iglesia secular; afianzamiento de la catedral y la colegiata urbana frente al ruralismo monacal, y consiguiente implantación de la schola frente al scriptorium. A pesar de todo, el ideal monástico estará vigente en la gran mayoría de las manifestaciones religiosas de los hombres a lo largo del siglo XII, ya su emulación tenderán tanto los profesionales del combate temporal -los caballeros- como aquellas otras personas que pretenden la delineación de una auténtica espiritualidad popular 23.
     La pervivencia del ideal monástico a que hemos hecho referencia se debe en gran medida al limitado alcance que las reformas auspiciadas desde el papado tuvieron en su desarrollo práctico durante el siglo XII: la reforma del clero secular fracasó en lo referente a la formación 0 a la implantación de la vida en común entre sus miembros, lo cual supuso la pérdida de unas señas de identidad propias y de un eficaz instrumento culturizador en los medios tanto rurales como urbanos. Así, la inmensa mayoría de los pastores tienen que debatirse en la desconcertante tesitura de saberse integrados en instituciones administrativas -Ios obispados- relativamente bien organizadas, al tiempo que carecen de las más elementales señas de identidad religiosa 24, dado el carácter espiritualmente despersonalizado de las entidades de encuadramiento citadas. Por su parte, los llamamientos de Gregorio VII a «todos los fieles» para proceder a la reforma de la Iglesia encuentran un fervoroso y entusiástico eco en la respuesta de las masas a la primera cruzada, lo cual evidencia un cambio importante en la sensibilidad religiosa colectiva por cuanto los laicos están decididos a asumir un protagonismo directo en los asuntos de la Iglesia y en la definición del camino de la propia salvación. El escatologismo de los primeros cruzados irrumpe en la historia como una manifestación de rechazo tanto al quietismo misticista de los monjes como a la incapacidad e incompetencia de los clérigos seculares, proclamando la lucha abierta por la implantación próxima del reino de los humildes. El espíritu de cruzada convierte a las masas en destinatarias de una misión divina, y el encargo es aceptado sin reservas. Al fin y al cabo, era el medio de salvación más al alcance de su mano, salvación que los monjes con su desprecio del mundo -del mundo de los laicos- y los clérigos con sus escasas e insustanciales palabras consideraban difícil de alcanzar en la vida cotidiana laica. El espíritu de cruzada despertó, imprevista, pero lógicamente, un anticlericalismo virulento entre aquellas personas que habían asumido el principio de la acción y del desprendimiento radical para colaborar en el triunfo del reino de Dios 25. Consecuentemente, también, el papado y los príncipes laicos no tardaron en reaccionar encauzando debidamente la actividad bélica, con el fin de precisar y delimitar las condiciones anejas a la práctica de tal ejercicio y, por tanto, al acceso a los beneficios espirituales inherentes al mismo. La profesionalización y sacralización de la milicia y su institucionalización a través de las Órdenes Militares apagan los ecos de la llamada universal de Gregorio VIl, privando al común de los fieles de lo que parecía una salida capaz de conciliar las incertidumbres de una vida material azarosa con la certeza de unas creencias religiosas cuyas virtualidades prácticas suponen una vía autóctona de salvación. Además, los papas reaccionan frente al empuje popular con favores ininterrumpidos a las iglesias y monasterios, con la evidente intención de oponer a las pretensiones anarquizantes de los laicos una tupida red de vigorosos centros de poder eclesiástico férreamente jerarquizados y eficazmente administrados.
    No es de extrañar, por tanto, que la efervescencia religiosa deviniera con frecuencia hacia planteamientos radicales de signo rupturista y manifiesta tendencia desestabilizadora. Las inconsecuencias de las reformas papal y monacal en la valoración del trabajo, la pobreza, el dinero, la mujer y la vida conyugal, así como la sustracción de la auténtica Palabra de Dios de que fueron víctima los laicos -a pesar de los programas renovadores en sentido contrario- provocaron una sensación de malestar en el conjunto de la feligresía cristiana, sensación que va a tomar cuerpo, de forma provocadora, a través de los proyectos de renovación religiosa que implicaban una ruptura estructural dentro de la Iglesia: los movimientos heréticos, que, en su versión evangélica o dualista, pretendían una adecuación práctica y, en su caso, también doctrinal entre las enseñanzas evangélicas y la praxis cristiana. En todos los casos se produce un rechazo del monopolio del sacerdocio oficial en relación con los ritos de salvación, y una radical reivindicación de la Palabra de Dios, el trabajo, la pobreza y la vida familiar como valores espirituales a desarrollar por cualquier cristiano 26.
    Ante este reto, la Iglesia actúa de manera agresiva en la represión de tales desviaciones, ya la defensiva en el mantenimiento de sus concepciones tradicionales, levemente matizadas y al mismo tiempo más consolidadas con ocasión de las respectivas reformas. El carácter penitencial -negativo- que los cistercienses dan a su trabajo dista mucho de la valoración que esperaba del mismo la persona que se veía obligada a abrazarse a él como único medio de subsistencia. y el desprecio que los mismos monjes manifestaban hacia sus conversos difícilmente podía ser asumido como modelo de integración de los laicos en cualquier proyecto de vida religiosa. Tan sólo a finales de siglo se aprecian, bajo los auspicios del papado, algunos cambios en la apreciación de los valores religiosos reivindicados por los trabajadores laicos: el reconocimiento de los grupos menos radicalizados de los Umiliati, las disposiciones sobre la lectura de la Biblia, las reservas en tomo a la calidad de los preceptos reguladores de la vida conyugal y del valor de la virginidad como vía de acceso obligatoria para alcanzar el estado de perfección son aspectos que demuestran un cambio de sensibilidad -muy limitado en su alcance, ciertamenteen las instancias institucionales de la Iglesia, preparando el camino a las nuevas concepciones pastoralistas del siglo XIII 27.
    En este mismo orden de cosas, ni la pobreza ni la caridad, tal como se vivía y practicaba en el siglo XII, podían identificarse con la situación material y prácticas piadosas de los monasterios, iglesias episcopales o colegiatas. Las dificultades de supervivencia en el mundo, sobre todo en el medio urbano, favorecían sin duda el desarrollo de una especial sensibilidad hacia los problemas físicos y síquicos de los más desafortunados, cuya integración en la comunidad se realiza en los círculos donde se cultiva una espiritualidad más ligada a las vicisitudes de una vida azarosa y cambiante, más comprometida con la Historia, donde se espera alcanzar la plenitud. Es incuestionable que el mundo de los laicos se muestra más receptivo a estos nuevos planteamientos; para la mayoría de los que viven en el siglo XII la propia historia le resulta más interesante que la oscura visión del fin de los tiempos. El descubrimiento del Cristo histórico equilibra las inquietudes religiosas y las tensiones vitales, al tiempo que permite la integración espiritual de las situaciones más discordantes que se suceden a su alrededor, como pueden ser las que rodean al mundo de los pobres, cuya presencia puede fácilmente ser considerada como una representación actualizada de la andadura histórica del Cristo del Evangelio 28. Todas estas inquietudes, tensiones y planteamientos quedan especialmente lejanos para los monjes; en su inmediato devenir histórico tendrán que hacer frente a las consecuencias de su huida del mundo.


II. LOS CAMBIOS DEL SIGLO XIII


La marginación de los benedictinos

    Parece claro, para comenzar este apartado, que el monaquismo occidental se sumerge, durante los siglos XIII y XIV al menos, en una profunda crisis de supervivencia. J . A. 'García de Cortázar nos ofrece un esquema de análisis del monasterio de San Millán para los siglos XII y primera mitad del XIII basado en la progresiva reclusión del mismo, que culmina con una política de «defensa a ultranza del patrimonio» en el segundo tercio del último siglo citado 29. Desde una perspectiva más amplia, Fr. J. Pérez de Urbel nos previene de los desastres que rodean a los monjes bajomedievales españoles con las oportunas aclaraciones sobre el punto de inflexión de la prosperidad cenobítica: «A principios del siglo XIII, el monaquismo había alcanzado su grado más alto de esplendor, lo mismo en lo que se refiere a la observancia que en lo tocante a la influencia social. Esta prosperidad... se extiende hasta los días de Alfonso el Sabio.
Después, durante más de dos siglos, nos da la sensación de vivir del pasado, al cual se adhiere con tenacidad, aunque a causa de la rudo de los tiempos le es imposible conservarlo intacto» 30. De forma similar concluye J. Mattoso para el benedictinismo portugués 31, confirmando las impresiones de un buen conocedor del mundo monástico medieval de principios del presente siglo, dom U. Berlière, quien sentenciaba en 1927: «Jamais le monde monastique n'a été dans son ensemble aussi profondément atteint par la conception matérialiste de la vie et par l'abssence d'idéal qu'aux XIIIe et XIVe siecles» 32.
     Los desastres que jalonan la existencia de los benedictinos negros españoles durante los siglos XIII y XIV se manifiestan, en palabras de A. Linage Conde, en los siguientes aspectos: «La ofensiva real contra los abolengos de resabio feudal y la episcopal contra la jurisdicción canónica exenta de los monasterios, el acaparamiento por las familias nobles de los abadiatos o su tranquilo despojo de sus tierras, la encomienda, la división de las rentas entre el abad y la comunidad -y, de la parte de éstas, entre los distintos oficiales- y los gastos de los continuados pleitos» 33.
     En realidad, y visto el problema de puertas adentro, los monjes no parecían haber cometido error alguno que les hiciera acreedores a tales castigos 34. Nada nos autoriza a pensar que se dieran cambios o se produjeran desviaciones sustanciales en la concepción de los ideales de pobreza y de perfección religiosa entre los miembros de las comunidades monásticas en relación con los tiempos en que tales principios les habían reportado indudables beneficios espirituales y materiales. Los cambios que han ido produciéndose en las formas de mantenimiento o expansión del esplendor de los tiempos pasados 35 no deben significar demasiado frente a la férrea voluntad de mantener en pleno vigor el ideal religioso consagrado en los claustros. iQué importancia puede tener la prosaica forma de obtener los recursos frente al noble destino que se da a los mismos! Ese ideal religioso, como apuntábamos antes, responde a una concepción claramente aristocrática de la existencia, que se venía manifestando, desde comienzos del siglo XI de una forma palmaria, en el desprecio radical del mundo -irremisiblemente sometido a la sordidez del trabajo ya la tiranía del pecado-, posición que se renueva, frente a los progresos de la urbanización ya los avances en la división social del trabajo, con la condena de los valores subyacentes a los fenómenos señalados -afán de mejora económica y cultural, agilización mercantil y monetaria, desarrollo técnico- y sus secuelas de claro gusto antiaristocrático -individualismo, promiscuidad, asociacionismo, anonimato- y que, en toda lógica, les permite disfrutar de un confortable distanciamiento en relación con los problemas religiosos, éticos, morales y políticos en que se va a debatir la sociedad que les rodea 36.
     Los monjes permanecen fieles a sus principios sin percatarse de que, en la medida en que los parámetros culturales van evolucionando, la vigencia de aquéllos queda cada vez más claramente reducida a la marginalidad, situación que no podía resultar cómoda ni fácilmente comprensible para quienes, acostumbrados al calor fervoroso de un amplio círculo social, comienzan a sentirse más asediados que protegidos por sectores sociales cada vez más nutridos y numerosos de su entorno habitual.
     En estas coordenadas se inserta todo un rosario de calamidades, cuyo origen hay que situar en el abandono del carro de la historia por parte de los propios benedictinos: descenso de vocaciones -dejan de ser imitados-, vacío social -dejan de ser admirados-, y olvidos y agresiones de reyes, obispos y poderosos -dejan de ser útiles-. Ahí están, como consecuencia, las dificultades para mantener la integridad patrimonial, las agresiones descaradas de los malhechores feudales, o, más sutiles, de los encomenderos, las amenazas expropiatorias de los textos legales, el retraimiento gerencial y las malversaciones de los rectores y administradores monásticos y, en fin, la degradación moral de muchas comunidades -si nadie aprecia su virtud, ipor qué habría de escandalizarse de sus vicios!-. Hay que resaltar, no obstante, dentro de este oscuro panorama, la persistencia de la protección y tutela papal hacia los centros monásticos benedictinos en todo momento. Tal protección, sin embargo, radicalmente conservadora, no significó alternativa real alguna que pudiera hacer salir a los monjes de la dinámica degradante en la que estaban envueltos; más bien al contrario, y en función de su atención casi exclusiva a los problemas de régimen interno -administrativos o disciplinarios-, tales reconvenciones más parecían una condena a la marginalidad que un intento de rehabilitación eclesial37.

  

La aparición de los franciscanos y dominicos

     Con el telón de fondo de la marginación del monaquismo, vamos a detener la atención en algunos fenómenos que, a nuestro juicio, constituyen hitos importantes en el proceso evolutivo de la mentalidad medieval. A comienzos del siglo XIII irrumpen con fuerza en el panorama eclesial dos órdenes religiosas nuevas de significación trascendental: los franciscanos y los dominico-s. Ante el recluimiento de los monjes, la inhibición de los obispos 38 y la incapacidad de los clérigos seculares 39, los miembros de aquellas nuevas órdenes asumen el compromiso de armonizar doctrinal y prácticamente el mensaje cristiano con las situaciones vitales más novedosas y arriesgadas de la sociedad del doscientos 40. Nos interesa destacar de manera particular tres líneas de actuación de estos frailes: su intervención contra la herejía, su labor intelectual y su influencia en la elevación del tono espiritual dellaicado. Ante todo, y frente al simbologismo trascendentalista vigente en los ámbitos monacales y episcopales, los frailes toman de la realidad ambiental más dinámica y controvertida -del mundo de los mercaderes y cambistas- los principios operativos de su programa espiritual: las nociones de cálculo, riesgo y rentabilidad presidirán sus pasos en todo momento, desde los inicialmente dirigidos a la organización interna de las comunidades conventuales, pasando por los encaminados a la elección de asentamiento, construcción de iglesias y formación interna, hasta los dados en la acción pastoral o intelectual fuera de sus estrictos dominios 41.
    Frente a la herejía, los frailes no tienen inconveniente en descender a la palestra de la confrontación dialéctica, donde se presentan con la parafernalia efectista 42 propia de cualquier mercader, cuya retórica propagandística, lejos de todo alarde ostentoso que pudiera provocar una admiración inhibicionista en el auditorio, destaca las cualidades de su mercancía, cuyo disfrute se pone al alcance de todos en un gesto de proclamada generosidad y desprendimiento que hace pasar desapercibidos los beneficios que el vendedor consigue en la operación.
    En el ámbito intelectual y doctrinal, las aportaciones de franciscanos y dominicos fueron espectaculares en todos los órdenes. Desde sus propios centros, desde las escuelas catedralicias o desde las cátedras universitarias, los frailes contribuyeron decisivamente a la liberación de la razón como cualidad específicamente humana, cuyo desarrollo va a permitir la reducción a la escala humana de un universo material y espiritual durante siglos inaccesible. La fe busca apoyo en la razón, dando lugar a la teología, en tanto que la moral intenta una reconciliación entre la fe y las actuaciones humanas de cuyo sentido la razón da suficiente cuenta. Esta aproximación entre fe y razón va a hacer posible una rehabilitación moral de actividades y actitudes tradicionalmente sumidas en el desprecio, tales como el ejercicio del comercio 43, el préstamo con interés 44 o el profesionalismo liberal 45, con sus inevitables secuelas lucrativas, fenómenos radicados fundamentalmente en las ciudades cuya pujanza es coherentemente celebrada por los frailes 46. De la experiencia urbana de éstos surge también una nueva doctrina en torno a las nociones de pecado, delito, culpabilidad y pena, cuyas repercusiones van a afectar, incluso, a las concepciones del más allá vigentes hasta entonces 47. El mundo de las ciudades es el mundo de la libertad individual. Ahora bien, el ejercicio de la libertad conlleva un alto riesgo de caída en el foso del delito o el pecado, circunstancia que habrá de tenerse en cuenta a la hora de reprimir tales desviaciones si no se quiere caer en el contrasentido de convertir a la justicia en elemento disuasorio de la práctica de tan arriesgado ejercicio. Pues bien, corresponde en gran manera a los frailes del siglo XIII el mérito de haber llevado, en el ámbito espiritual, los presupuestos de la libertad hasta sus últimas consecuencias. En el tribunal de la penitencia, el pecador, lejos de todo miedo a la pérdida de la libertad, conserva el protagonismo que se le supone en la comisión del pecado. La confesión -relato de situaciones más que enumeración de pecados-, el arrepentimiento -factor vinculado al perdón-, y el cumplimiento de la penitencia -privada y adaptada a cada caso 48- representan un importante reforzamiento de la experiencia de la libertad, al vincular a la misma el borrado de la culpa y la expiación de la pena merecida por las transgresiones cometidas en su nombre. Más allá, incluso, de las reformas introducidas en el desarrollo procesal de este sacramento, la doctrina de la responsabilidad individual alcanza su máximo grado de equilibrio cuando compensa los riesgos del ejercicio de la libertad con el reconocimiento de la capacidad personal directa para conseguir, in articulo mortis, el perdón de las faltas propias .mediante el expediente sumario del arrepentimiento interior. El purgatorio y la posible solidaridad de los vivos constituyen la oportuna alternativa expiatoria de cara a la salvación personal 49.
     En fin, en el orden pastoral, los franciscanos y dominicos manifiestan un especial interés, de acuerdo con su compromiso de lucha contra la herejía y defensa de la Iglesia, y en consonancia con sus inquietudes intelectuales, en acercarse a las necesidades de los laicos mediante la predicación, la elaboración de manuales, el fomento del asociacionismo caritativo y de prácticas paralitúrgicas, el reconocimiento de la vida interior o el ejemplo de la pobreza y humildad. De la amplitud de su programa y de su compromiso con la Iglesia se desprende con facilidad que «los dominicos y franciscanos hicieron algo más que reemplazar a los humillados y valdenses. Sumaron y sintetizaron la reforma canónica y la nueva espiritualidad laica» 50.
     
A tenor de lo expuesto, saltan a la vista los contrastes entre lo que representaban los monjes y lo que aportan los frailes en la esfera espiritual del siglo XIII. Ahora bien, los términos de comparación y el análisis histórico de lo que significan ambos fenómenos debe hacerse con cuidado. Ciertamente, «la aparición de las órdenes mendicantes con su cuadro religioso revolucionario sin precedentes, renovará las conciencias a la par que las categorías mentales, planteando en toda su crudeza.el problema de la validez del monacato de cuño antiguo» 51. Pero los frailes no aparecen en la escena histórica para luchar contra los monjes, sino para allanar el foso que se estaba creando entre éstos y el clero secular, por una parte, y el conjunto de los laicos, por otra. y es precisamente la eficacia histórica de esta labor la que va a determinar, en última instancia, el plano que cada institución va a ocupar en la representación del conjunto. El aislamiento de los benedictinos había comenzado con anterioridad a la llegada de franciscanos y dominicos, y, en todo caso, las adhesiones que éstos reciben no se justifican por su presunta beligerancia contra los monjes sino por los beneficios directos que representan para quienes las profesan. Los laicos encuentran en los frailes, más que un modelo digno de admiración, un instrumento adecuado para desarrollar su propia espiritualidad; y es en esta parcela donde los resultados de la acción de franciscanos y dominicos superan, incluso, los límites de lo que, exclusivamente como tal modelo, representan ellos y otros en la historia. «Es a partir de (principios del siglo XIII) cuando empieza a resquebrajarse el monopolio cultural y religioso detentado durante siglos por el monacato; paralelamente se multiplican los grupos de laicos religiosos y "mulieres religiosas" que se esfuerzan por vivir en el mundo con vocación cristiana. Uno de los resultados inmediatos de este movimiento de renovación religiosa protagonizado por el laicado fue la ampliación de los modelos de perfección cristiana, antes reducidos a aquellos que discurrían dentro de los cuadros monásticos» 52. Este despertar del laicado, estimulado por los mendicantes 53, adquiere un grado de desarrollo autónomo y un protagonismo tales que «en el período siguiente al establecimiento de las órdenes mendicantes, desde fines del siglo XIII hasta la Reforma, el área más significativa de desarrollo de la vida religiosa no se encontraba en las órdenes formalmente reconocidas como tales, sino en las diversas manifestaciones de piedad laica en grupo. Los siglos XIV y XV constituyen, como decía Marc BloCh "la edad dorada de las pequeñas asociaciones piadosas laicas"» 54.
     
Pero «la sociedad europea a fines del Siglo XIII no estaba dirigida por los mercaderes ni los profesionales, ni el paisaje de aquel tiempo estaba dominado por las ciudades. El campo, sus habitantes, sus productos, su imaginería y sus ritmos determinaban la apariencia general y la dirección de la vida. Y, sin embargo, las ciudades, Con sus habitantes y sus productos y sus formas particulares, habían llegado a desempeñar un papel en los circuitos contemporáneos de importancia considerable respecto a SU pequeño tamaño. A Su vez, los sectores dominantes de la sociedad urbana habían adquirido una influencia desproporcionada, y su tipo particular de hombre santo, el fraile, había heredado el papel principal en la vida religiosa que antaño tenía el monje. La metáfora del paraíso invocada por Alberto Magno en sus sermones de Ausburgo no se refería al claustro monástico sino a la plaza de la ciudad» 55. La ciudad, en efecto, ejerció, desde el Siglo XIII, una poderoSa atracción sobre el mundo exterior, sobre los hombres del campo y los productos agrícolas; además, «como centros de consumo y como mercados para la distribución de bienes, las ciudades recobraron el gran papel monetario que ya habían tenido en la antigüedad» 56, en función de lo cual y de su capacidad productiva manufacturera, se convirtieron también en centros de difusión de productos, prácticas económicas y pautas culturales que se hicieron presentes más allá de sus muros 57.


III. FRANCISCANOS Y DOMINICOS EN CASTILLA Y LEÓN EN EL SIGLO XIII


De ciudad en ciudad

    El joven Domingo de Guzmán se hace presente en las páginas de la historia en un entorno aristocrático rural, dedicado seriamente al estudio y rigurosamente entregado a su vocación sacerdotal, cuyo ejercicio le sitúa pronto en los peldaños más prestigiosos de la jerarquía diocesana en que se incardina. De viaje, desde su Castilla natal, hacia el norte de Europa -en misión diplomática encomendada por Alfonso VIII al obispo de Osma-, Domingo toma contacto con la herejía -la albigense-, a cuyo combate dialéctico decide, junto con su obispo, entregarse con toda su sabiduría y entusiasmo. En 1206 se inicia en la nueva experiencia vital, centrada en la predicación y en la refutación de los errores heréticos, ampliamente extendidos por el Languedoc francés.
     En torno a ese mismo año -1206-, Francisco, un divertido joven de la burguesía mercantil de Asís manifiesta los primeros síntomas de unos fervores religiosos que le llevarán, tres años más tarde, a dedicar su vida a la predicación, entre sus hermanos de credo, de la penitencia y la sencillez cristianas.
     Es así como, desde horizontes geográficos tan lejanos -Castilla y Umbría-, a partir de situaciones vitales tan dispares -el campo y la agricultura, de un lado; la ciudad y el comercio, de otro- y liderados por personajes claramente diferenciados en el organigrama sociojurídico eclesial -un clérigo y un laico- se presentan en la historia dos proyectos de vida religiosa y acción pastoral llamados a jugar un papel trascendental en la espiritualidad cristiana del Occidente medieval.
      Ambos proyectos, en efecto, encuentran buena acogida en los círculos próximos al papado, y ambos se organizan pronto en comunidades informales que, en el mismo año de 1217, deciden expandirse fuera de sus fronteras originarias: el Languedoc, para los dominicos, e Italia, para los franciscanos. Unos y otros se otorgan, también en el mismo año de 1220, la respectiva Regla formal, toda vez que las correspondientes normas organizativas de los primeros tiempos se manifiestan claramente insuficientes para regular la compleja vida de las órdenes en continua y rápida expansión.
      Desde puntos de partida tan diversos, por tanto, la historia hace que estas dos instituciones coincidan temporalmente en la vivencia de sus momentos más trascendentales. Símbolo de estas coincidencias puede ser el probable encuentro en Roma de los dos fundadores en 1220. Más importante y definitivo para los proyectos de ambos resultó ser el encuentro providencial de un laicado sediento de doctrina y unos predicadores comprometidos en ofrecer los mínimos medios para remediar tan sentida y extendida carencia.
      En esa tarea común de la predicación, los dominicos parten de posiciones en cierto modo más elevadas, a tenor de la condición sacerdotal y amplia formación teológica de Domingo de Guzmán -lo que, en consecuencia, les permite la elección de objetivos pastorales más selectivos: el combate dialéctico de la herejía, por ejemplo-, frente a los cuales los franciscanos -más «populares», en principio- se entregan a una actividad frenética e indiferenciada sin aparentes límites a su pasión misionera, lo que favorece una expansión más rápida y profusa en los primeros momentos. Unos y otros, sin embargo, buscan fundamentalmente en las ciudades y villas más desarrolladas el campo de actividad pastoral más sugestivo, percibiendo, con acierto, en estos lugares los centros de fermentación de los valores culturales resultantes del largo período de desarrollo plenomedieval, valores a cuya jerarquización los frailes quieren contribuir de manera clara y decidida.
      Las ciudades y villas castellano-leonesas no son inmunes a las viejas carencias ya los nuevos dramas, y en sus calles se van a dejar ver pronto, como en cualquier otro lugar de la cristiandad occidental, los franciscanos y los dominicos, con el fin de redimensionar, de acuerdo con sus respectivos programas religiosos, la espiritualidad de sus gentes 58. Más lentos y más selectivos en la penetración por tierras del Duero, los dominicos se instalan pronto en Segovia, Palencia y Zamora, para recalar en Burgos y Salamanca entre 1224 y 1230, y, en la segunda mitad del siglo, en León, Ciudad Rodrigo, Valladolid, Benavente y Toro. Los franciscanos, por contra -y de acuerdo con su mayor espontaneísmo inicial- se cuelan de rondón en la mayor parte de los rincones de la geografía normeseteña, excepción hecha de las tierras de Ávila, donde no fueron vistos hasta tiempos posteriores a los considerados aquí. Los cuadros adjuntos aportan los datos particulares y el contraste general entre una y otra orden 59.
 

FUNDACIONES DE LOS DOMINICOS EN CASTILLA Y LEÓN EN EL SIGLO XIII

FUNDACIONES DE LOS FRANCISCANOS EN CASTILLA Y LEÓN EN EL SIGLO XIII
 

    Son, pues, diez los conventos dominicos fehacientemente 60 instalados en tierras castellano-leonesas en el siglo XIII, y 24, los franciscanos. Simples datos para integrar la teoría expuesta en la primera parte de esta exposición y para tener en cuenta en futuros estudios sobre estos temas.


Dificultades y conflictos

     El siglo XIII -lo hemos dicho muchas veces- es un siglo de remodelación cultural, y los reajustes entre los agentes mediatizadores de los viejos y nuevos valores no siempre se realizaron dentro de los límites que la calidad de los protagonistas involucrados en los cambios y la elevada calificación de los principios debatidos sugieren. Constituye, en este sentido, un lugar historiográfico común la llamada batalla de los diezmos, librada en este siglo entre los obispos y los abades de los grandes monasterios benedictinos al hilo de la cristalización de la red parroquial.
     A esta gran batalla le acompañan otras disputas de tono aparentemente menor, en las que se mezclan -como no podía ser menos- los más variados argumentos, pretextos y disculpas para dirimir la naturaleza de unos derechos que para unos son adquiridos y para otros susceptibles de serIo. Las competencias pastorales; el control de las conciencias de los vivos y de los cuerpos de los muertos; la predicación, la confesión y la disposición de un cementerio propio constituyen, en definitiva, los motivos de fondo -¿cómo distinguir aquí entre lo material y lo espiritual, entre el funeral, la herencia y la limosna, por ejemplo?- que alientan los enfrentamientos entre los mendicantes y las instancias eclesiales tradicionales, enfrentamientos que no se detienen, como insinuábamos antes, en la respetuosa marca de la disputa dialéctica, sino que se expresan frecuentemente de manera agria y violenta, unas veces mediante el expediente de la excomunión -como hiciera el abad de Sahagún con la comunidad franciscana instalada en el lugar 61-, otras con la amenaza de las censuras eclesiásticas -como las lanzadas por el cabildo vallisoletano contra los franciscanos de la ciudad 62-, o, más pintorescamente, dificultando las nuevas construcciones de templos y casas religiosas -como sucediera a los dominicos de San Pablo de Burgos, a quienes, en plena polémica con el obispo y cabildo de la ciudad, les fueron robadas las piedras dispuestas a pie de obra para la construcción de su nueva iglesia 63-, o, en fin, menos poéticamente, utilizando el argumento radicalmente disuasorio del incendio del nuevo convento -como hicieron los monjes de Silos, en plena noche, con la casa habitada por los franciscanos en el «burgo» de jurisdicción abacial anexo a la abadía 64-.
    Muestras, para terminar, de vitalidad. Poco a poco los viejos rectores y los nuevos maestros van pactando una convivencia que la Iglesia necesitaba y de la que todos saldrían beneficiados. Por otra parte, la iglesia tradicional pudo asumir muchas de las virtudes de la espiritualidad mendicante, al tiempo que los frailes se impregnaban de algunos de los vicios ya tradicionales en esa secular iglesia. Al final, el equilibrio, como siempre sobre bases poco seguras.
 

 

 

NOTAS

   1. Habría que distinguir, como mínimo, cuatro grupos básicos en el conjunto de las órdenes mendicantes: por un lado, los proyectos femeninos de vida conventual, orientados al ascetismo y la vida contemplativa, fundamentalmente; por otro, el de los franciscanos y dominicos, básicamente volcados en la enseñanza y predicación; por otro, los agustinos y carmelitas, de presencia más tardía y menos frecuente en nuestras tierras, centrados en la vida contemplativa más que en la actividad pastoral, y, en fin, los trinitarios y mercedarios, a caballo entre los monjes y los mendicantes, en el primer caso, y entre los caballeros y el convento, en el segundo, cuya misión se orienta básicamente hacia la redención de cautivos. 
   2. Vid. VAUCHEZ, A., La espiritualidad del Occidente medieval (siglos VIII-XII), Madrid, 1985, pp. 32-34.
   3. Vid. ibid., p. 71.
   4. Vid. ibid., pp. 14-20, donde se destaca el cariz veterotestamentario de este ritualismo monacal primitivo.  
   5. Vid. ibid., pp. 36-46, y DUBY, O., Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, Barcelona, 1983, pp. 251 y 283.
   6. Vid. ibid. , pp. 40-46, 254 y 286, respectivamente.
   7. Vid. DUBY, O., Los tres órdenes..., pp. 254 y 286-287.
   8. Las expectativas suscitadas por los monasterios reformados entre los príncipes cristianos no siempre se hicieron realidad. Ciertamente, las comunidades monásticas contribuyeron a consolidar las estructuras sociales dominantes -«A diferencia de las catedrales, el monasterio no es un instrumento de reforma de las relaciones sociales» (ibid., p. 255)-, pero con frecuencia su papel adquirió perfiles de competidor económico y social en relación con sus benefactores, gracias al prestigio religioso ya una administración eficaz de sus recursos. El ejemplo de Cluny es claro: tras un siglo de alianza con los feudales, desde el segundo tercio del siglo XII deposita su confianza en los burgueses situados alrededor de la abadía, con el fin de hacer frente a la coalición hostil compuesta por los obispos, los caballeros, los curas rurales y el campesinado (vid. ibid., pp. 286-287).  
    9. Ibid., p. 305.
   10. Los monjes habían acuñado en su beneficio un concepto de pobreza al margen de las condicio-
  nes materiales de la existencia: pobre era toda persona débil en tanto en cuanto había renunciado al poder, no a la riqueza (vid. LITI'LE, L. K., Pobreza voluntaria y economía del beneficio en la Europa Medieval, Madrid, 1983, p. 94). Para el indigente, esta identificación no deja de ser una falacia: ¿era necesario «renunciar» al poder para considerarse pobre? ¿Cuántos disfrutaban de esa posibilidad?
   11. El siglo XII fue el siglo de los administradores, más que de los santos (vid. LIlTLE, L. K., Pobreza voluntaria..., p. 95, y VAUCHEZ, A., La espiritualidad..., pp. 76-77).
   12. No obstante, «Ios efectos económicos de la reforma monástica preparan a largo plazo la condena del monacato, tanto en sus formas renovadas como en sus formas tradicionales» (DUBY, G., El monaquismo y la economía rural en Hombres y estructuras de la Edad Media, Madrid, 1980, pp. 272-287, p. 287).
   13. Así sucede, por ejemplo, en el caso de la gran abadía borgoñona de Casa-Dei, instalada en principio en las «soledades estériles» del Macizo Central francés y convertida pronto en centro de un paisaje profundamente transformado tanto demográfica como económicamente (GAUSSIN, P .-R., L 'abbaye de La Chaise-Dieu (1043-1518), París, 1962, pp. 100-117 y 657-668).
   14. Muy al contrario, en el caso de los cistercienses, supuso una perfecta adaptación a las nuevas condiciones de la producción y los intercambios (vid. DUBY, G., El monaquismo..., pp. 285-287, y PÉREZ-EMBID, J., El Cister en Castilla y León. Monacato y dominios rurales (siglos XIl-XV), Valladolid, 1986, pp. 118-120).    
   15. Vid. VAUCHEZ, A., La espiritualidad..., p. 77.
   16. Vid. ibid., pp. 58-59.
   17. Vid. ibid., pp. 70-72.
   18. DUBY, G., Los tres órdenes..., pp. 327-331.
   19. La reforma gregoriana se desarrolla en el ambiente favorable del progreso ininterrumpido de los siglos XI y XII. Gracias a este crecimiento, el mundo -la existencia- va poco a poco adquiriendo una personalidad autóctona y unos valores intrínsecos, reconocidos implícitamente en el programa papal en cuanto que en el mismo se propugna la separación de lo sacro y lo profano y la dedicación apostólica del clero secular (vid. ibid., pp. 295-296, y VAUCHEZ, A., La espiritualidad..., pp. 67-70).
   20. DUBY, O., Los tres órdenes..., pp. 324-325.
   21. Vid. ibid., p. 325.
   22. Ibid.

   23. Vid. VAUCHEZ, A., La espiritualidad..., pp. 62-63.
   24. Vid. ibid., pp. 81-85. «Durante toda la Edad Media e incluso hasta el concilio de Trento, el simple sacerdote no dispondrá de un modelo espiritual adaptado a su situación concreta y a su nivel de cultura... Del intento de que los clérigos adoptaran la vida apostólica solamente ha quedado el celibato eclesiástico... y algunas órdenes religiosas cuyo mérito principal es el de haber mostrado que la preocupación material y espiritual por el prójimo era una dimensión esencial de la vida consagrada» (ibid., pp. 84-85).
   25. Vid. VAUCHEZ, A., La espiritualidad..., pp. 89-93.    
   26. Vid. ibid., pp. 93-102.
   27. Vid. ibid., pp. 106-109.  
   28. Vid. ibid., pp. 109-114. Aunque, para nuestros propósitos, y tanto en este punto como en los anteriormente tratados, la obra que citamos nos parece sumamente acertada y suficiente para un acercamiento a la cuestión, nos parece, así mismo, inexcusable hacer referencia en esta ocasión, con el autor de aquélla, al conjunto de la obra de M. MOLLAT en tomo a la pobreza, punto de partida para todo medievalista que quiera adentrarse en profundidad sobre el tema y su significado en la Europa Occidental durante la Edad Media.
   Manifestaciones de los cambios culturales comentados, son, por una parte, la exclaustración progresiva de los centros de asistencia, que adquieren una importante autonomía bajo el patrocinio de los reyes o de los cabildos catedralicios, primero, y, desde los años centrales de la Edad Media, de los propios laicos o de los mismos monasterios, y, por otra, el desarrollo de las cofradías, asociaciones benéfico-religiosas y/o profesionales que aparecen en el siglo XI para desarrollarse, en variadas formas, en los siglos siguientes. (Una síntesis sobre el particular y una panorámica en tomo a estas instituciones en la ciudad de Burgos puede verse en MARTÍNEZ GARCÍA, L., en W. AA., Burgos en la Edad Media, Valladolid, 1984, pp. 446-460).
   29. El dominio del monasterio de San Millán de la Cogolla (siglos X-XIII). Introducción a la historia rural de la Castilla altomedieval, Salamanca, 1969, pp. 301-339.
   30. Los monjes españoles en la Edad Media, Madrid, 1934; 2 vols., t. II, pp. 526-527.
   31. «A história beneditina portuguesa do século XIII está... muito longe de ser brilhante» (A vida religiosa dos benedictinos po11ugueses durante o seculo XlIJ; en Homenaje a Fray Justo Pérez de Urbel OSE, t. II, Santo Domingo de Silos, 1977, pp. 365-408, p. 399, enumerando, a continuación, sus problemas más fácilmente observables).
   32. Les élections abbatiales au Moyen âge, p. 63, citado por GAUSSIN, P.-R., L 'abbaye..., pp. 457-458. 33. En VV. M., Historia de la Iglesia en España. 11-2.": La Iglesia en la España de los siglos VlII-XIV,
 
Madrid, 1982, p. 152. La situación de los cistercienses no difería mucho de la presentada en el texto citado para los monjes ne~ros; si acaso, pueda tenerse en cuenta el retraso de aquéllos en el inicio del proceso decadente (vid. PEREZ-EMBID, J., El Císter..., pp. 352-368).
   34. Las referencias al exterior -a la dinámica general de la sociedad- aparecen esporádicamente en algunos estudios sobre instituciones monásticas concretas: «La decadencia del Císter bajomedieval se debió ante todo a la esclerosis del papel que jugaron los monasterios en la sociedad de su entorno. En una época en que las órdenes mendicantes vehicularon la piedad, ejercieron la pastoral y la docencia y se beneficiaron de la generosidad de todo el pueblo, los monjes blancos continuaron aferrados al ideal de alejamiento del mundo, de la oración y del trabajo en un desierto que cada vez lo era menos. Es por tanto, en su fidelidad a sí mismos -truncada muy a menudo por los desórdenes que determinaban las coyunturas económicas o de la vida eclesiástica- donde radica el desenganche cisterciense de la vanguardia eclesial y social del Bajo Medievo» (PÉREZ-EMBID, J., El Císter..., p. 582).
   35. Nos referimos, en general, a los cambios en los modos de gestión de los patrimonios monásticos, dentro de la tradición cluniacense o en el ámbito innovador de los cistercienses (vid. DUBY, G., El monaquismo...), y en las reformas administrativas que en una y otra orden llevan a la partición de bienes entre diversos oficios comunitarios o a la constitución de las mesas del abad y de la comunidad con sus haciendas respectivas (vid. PÉREZ DE URBEL, J., Los monjes españoles..., pp. 555-559, y PÉREZ-EMBID, J., El Císter..., pp. 583-585).
   36. «Nadie estigmatizó tan rudamente a la ciudad, como instrumento de perdición, como San Bernardo, quien en el siglo XII iba a París para tomar consigo algunos estudiantes de la escuela de la ciudad y llevarlos a la escuela del claustro, donde podrían alcanzar la salvación: "iHuid del polvo de Babilonia, huid y salvad vuestras almas!"" (LE GOFF, J., La ciudad como agente de civilización: c. 1200-1500, en VV. M., Historia económica de Europa: La Edad Media, Barcelona, 1981, pp. 78-114, p. 80; vid. LI1TLE, L. K., Pobreza voluntaria..., pp. 34-46).
   37. Tanto las disposiciones de Inocencio III y el Concilio IV de Letrán, de principios del siglo XIII, como las de Benedicto XII, de la tercera década del siglo siguiente -centradas de manera predominante en la regularización de la celebración de capítulos, tanto generales como provinciales o singulares; en el establecimiento de controles administrativo-contables centralizados en cada entidad, y en el cumplimiento de una mínima disciplina claustral- parecen obedecer a la «acertada conclusión de que la reforma moral dependía de la reorganización económica" (LINEHAN, P., La Iglesia española y el papado en el siglo XIII, Salamanca, 1975, p. 35), apreciación excesivamente simplista con la que, a tenor de lo que venimos diciendo y de lo que expondremos a continuación, no estamos de acuerdo. Para un somero acercamiento al tema de las disposiciones papales en relación con los monasterios en esta época, vid. MORETA VELAYOS, S., El monasterio de San Pedro de Cardeña. Historia de un dominio monástico castellano ([092-[338), Salamanca, 1971, pp. 213 y 225; PÉREZ DE URBEL, J., Los monjes españoles..., pp. 570-574 y PÉREZ-EMBID, I., El Císter..., pp. 356-361.
    Una línea de ruptura del círculo vicioso a que nos venimos refiriendo se encuentra en las disposiciones de Benedicto XII en torno a la necesidad de que cada monasterio se preocupara de organizar para sus monjes los estudios de latinidad, gramática y filosofía, así como de enviar a los mejor dispuestos a cualquiera universidad para especializarse en las disciplinas teológica o canónica que tanta solidez habían alcanzado en el occidente cristiano. Estas recomendaciones, que serán asumidas por los reformadores benedictinos de fines del XIV y del XV, sí posibilitan un reencuentro de las comunidades monásticas con su entorno cultural, fuera del cual resultaba prácticamente inviable cualquier proyecto de regeneración social.
    38. La dejación de las responsabilidades pastorales por parte de los obispos les acarreó las iras tanto de los papas como de los clérigos comprometidos (vid. LINEHAN, P., La Iglesia..., p. 10).
    39. Aparte otros vicios, «el nivel cultural de los sacerdotes seculares tampoco rayaba, por lo general, a mucha altura... Tomando al pie de la letra muchas de las constituciones sinodales bajomedievales, se tiene la impresión de que los rectores de las iglesias desconocían los rudimentos más elementales e imprescindibles en orden a ejercer con alguna garantía el ministerio pastoral» (FERNÁNDEZ CONDE, J., en W. AA., Historia de la Iglesia... II-2.º, p. 429. Sobre la tradición reformista en Castilla y León durante el siglo XIII y primer cuarto del XIV, vid. MARTÍN J. L. y LINAGE CONDE, A., Religión y sociedad medieval. El catecismo de Pedro de Cuéllar ([325), Salamanca, 1987).
    40. «La innovación socio-religiosa de la segunda edad feudal es que prácticamente toda la sociedad cristiana, les gustase o no (a los monjes), pasó por la urbanización. Los guardianes de la conciencia no testaban equipados de una ideología o una ética favorables a la vida urbana» (LITTLE, L. K., Pobreza voluntaria..., p. 55); sin embargo, «esta fuerza impulsora de las ciudades, que se produjo del siglo XIII en adelante, nadie la comprendió mejor en su tiempo que los superiores de las nuevas órdenes mendicantes -franciscanos, dominicos, agustinos y carmelitas- que se enraizaron en el centro de las ciudades» (LE GOFF, J., La ciudad..., p. 85).
   41. «Los frailes compartían las mismas actividades que eran más características de la nueva sociedad urbana, especialmente de la élite urbana: precisamente aquellas actividades que, a mayor abundamiento, constituían la base del argumento sobre la corrupción moral de las nuevas profesiones urbanas..., (hasta el punto de que) al igual que los cluniacenses que en tiempos habían sido insultantemente llamados soldados y descritos con trajes militares y armados de sus espadas, sus lanzas y sus yelmos, los franciscanos y dominicos eran análogamente denunciados por su avaricia, su riqueza, sus tratos comerciales y sus negocios: en suma por su parecido con los mercaderes" (LI1TLE, L. K., Pobreza voluntaria..., pp. 246 y 248; vid. pp. 243-254).
   42. La predicación, concebida como un arte -ars praedicandi- exige formación y capacidad de adaptación al auditorio, con vistas a lograr la comprensión, la asimilación, el convencimiento y, en suma, la formación eficaz de los fieles. La apariencia sencilla jugaba un gran papel en el desarrollo de esta actividad (vid. ibid., pp. 190, 194-196, 204-205 y 228-238, y LAMBERT, M. D., La herejía medieval. Movimientos populares de los bogomilos a los husitas, Madrid, 1986, pp. 115-116).
   43. Vid. LITTLE, L. K., Pobreza voluntaria..., pp. 221-222.
   44. Vid. ibid., pp. 223-227, y LE GOFF, J., La bolsa y la vida. Economía y religión en la Edad Media, Barcelona, 1987.
   45. Vid. LITTLE, L. K., Pobreza voluntaria..., pp. 220-221.
   46. A este respecto son ilustradores los sermones de Alberto Magno en Augsburgo (vid. ibid., pp. 263-264, y LE GOFF, J., La ciudad..., pp. 85-86).
   47. Nos referimos a la sustantivación e identificación del purgatorio, inventado «en la interiorización del sentimiento religioso que, pasando de la intención a la contrición, reclama al pecador más una conversión interna que actos exteriores» (LE GOFF, J., La bolsa y la vida..., p. 109), doctrina que se impone desde el siglo XII al XIII y que encuentra unos destinatarios especialmente receptivos en los usureros (vid. ibid., pp. 107-133, y, del mismo autor, El nacimiento del purgatorio, Madrid, 1985.
   48. Vid. LITTLE, L. K., Pobreza voluntaria..., pp. 231-241, y LE GOFF, J., La bolsa y la vida..., pp. 16-18.
   49. Vid. obras citadas en la nota 47.
   50. LITTLE, L. K., Pobreza voluntaria..., p. 211; vid., en esta obra, pp. 258-264. «(La) contribución más importante (de los frailes) fue la que prestaron al cambio de la piedad popular, por medio de su insistencia en las vicisitudes de la vida de Cristo y en sus sufrimientos y su aceptación del mundo creado y el disfrute de la naturaleza» (LAMBERT, M. D., La herejía medieval..., p. 116).
   51. GÓMEZ, I. M., Condición social de las vocaciones cartujanas en España, en Homenaje a Fray Justo Pérez de Urbel OSB, t. II, p. 270; subrayado en el original.
   52. MUÑOZ FERNANDEZ, A., Mujer y experiencia religiosa en el marco de la santidad Medieval, Madrid, 1988, pp. 18-19.
   53. «Cualquiera sabe que en el siglo XIV, al menos en las ciudades, debido a la acción propagandística de las órdenes mendicantes, el cristianismo comenzó a transformarse en una religión popular -cosa que había dejado de ser desde hacía siglos-; gracias al sermón en lengua vulgar, al teatro, a las sacre reppresentazioni, al canto de los laudes, se fueron revelando poco a poco al pueblo laico un cierto número de preceptos evangélicos y una imagen de Cristo hasta ese momento inaccesibles» (DUBY, G., La vulgarización de los modelos culturales en la sociedad feudal en Hombres y estructuras de la Edad Media, Madrid, 1980, pp. 198-208, p. 198).
   54. LITTLE, L. K., Pobreza voluntaria..., p. 258, citando a M. FOURGERES, (Marc Bloch), «Entr'aide et piété: les associations urbaines au moyen âge», Mélanges d'histoire sociale..., V (1944), p. 106.
   55. Ibid., p. 270.
   56. LE GOFF, J., La ciudad..., pp. 88-89.
   57. Vid. ibid., pp. 85-103.
   58. La historia económico-social o simplemente «cultural» de los mendicantes en tierras castellano- leonesas está en gran manera por hacer. Todavía dependemos para su estudio de las obras de carácter general, metodológicamente vinculadas al estilo cronístico y sentimentalmente teñidas de un profundo tono evocador, obras, por tanto, que deben ser complementadas con estudios menos ambiciosos en sus objetivos espaciales y más abiertos a los temas que dominan las investigaciones históricas de mayor reconocimiento entre los historiadores. Con estas referencias, conviene citar las obras de GARCÍA ORO, J., Francisco de Asís en la España medieval, Santiago de Compostela, 1988, y de URIBE, A, La Provincia franciscana de Cantabria. I: El franciscanismo vasco-cántabra desde sus origenes hasta el año 1551, Madrid, 1988, referidas a los franciscanos, y, para el caso de los dominicos, a HOYOS, M. M.ª de los, Registro documental hispano dominicano, Madrid, 1961; 3 vols. Nos parece obligado dar cuanta aquí del importante esfuerzo llevado a cabo por los dominicos en la recuperación del relativo retraso en que se movían respecto a los franciscanos en el estudio de su propio pasado: la revista «Archivo Dominicano» publica, desde 1980 y con buen criterio, los fondos documentales de la Orden de Predicadores, labor complementada con estudios de diversa índole y variado interés para los medievalistas, entre los que queremos citar, en la esperanza de que se hagan pronto extensivos a nuestra tierra, los de PALOMARES IBÁÑEZ, J. M.ª, Aproximación histórica a la presencia de los dominicos en Galicia, en «Archivo Dominicano», III (1982), pp. 85-115, y MIURA ANDRADE, J. Mª, Las fundaciones de la Orden de Predicadores en el reino de Córdoba, en «Archivo Dominicano», IX (1988), pp. 267-372, y X (1989), pp. 231-389.
  59. El mayor rigor organizativo de los primeros dominicos puede verse reflejado en la relativa certeza con que los estudiosos han podido, en la mayoría de los casos, establecer las fechas de asentamiento de comunidades conventuales en cada lugar, certeza nacida, sin duda, del control administrativo ejercido por los primeros frailes en relación a su propia experiencia expansiva. Las fechas del cuadro en que se recogen las fundaciones de los dominicos están tomadas de HERNÁNDEZ, R., Registro Antiguo de la Provincia de España (I), en «Archivo Dominicano», II (1981), pp. 245-298, pp. 250-255, coincidentes con las ofrecidas por HOYOS, M. Mª. de los, Registro documental..., t. I, p. 67. Los franciscanos, por contra, debieron vivir unas primeras décadas en las que el entusiasmo sólo parece superado por la desorganización y el abandono a la inercia de los acontecimientos. Las dificultades para determinar, en la práctica totalidad de los casos, el momento de las fundaciones son una clara muestra del descontrol administrativo inicial. Las secuencias que proponemos en el cuadro son, generalmente, aproximadas, dada la vaguedad con que se expresan en este asunto los autores consultados.
  60. A medida que la infonnación se nos haga más accesible y los estudios de detalle, más numerosos, las cifras podrán ampliarse con algunos otros de los que hoy resulta difícil ofrecer datos precisos.
  61. Vid. GARCÍA ORO, J., Francisco de Asís..., pp. 202-210.
  62. Vid. ibid., pp. 191-192.
  63. Vid. RUIZ, T. F., en VV. AA., Burgos en la Edad Media, pp. 182-183 y 187-188, y ARRIAGA, G., Historia de el insigne convento de San Pablo, de la ciudad de Burgos y de sus ilustres hijos, manuscrito del siglo XVII, publicado en Burgos en 1972, pp. 37-55.
  64. Vid. FEROTIN, M., Histoire de l´Abbaye de Silos, París, 1897, pp. 111-113.


 

 EXPANSIÓN DE LAS ORDENES CONVENTUALES EN LEON Y CASTILLA :
FRANCISCANOS Y
DOMINICOS EN EL SIGLO XIII

 
F. JAVIER PEÑA PÉREZ
(Universidad de Valladolid. Campus de Burgos)   

 

III SEMANA  DE ESTUDIOS MEDIEVALES  - NÁJERA 1992-
IER LOGROÑO 1993

Biblioteca Gonzalo de Berceo