La persistencia de las estructuras jurídicas bajomedievales en el área del Derecho privado determinó que, durante toda la Edad Moderna, se mantuviera en vigor una serie de principios que, en determinados aspectos, atribuyeron a la mujer un status jurídico diferente al de los varones.
     Se trata, en su casi absoluta mayoría, de principios de estirpe romana, puestos en circulación por todo Occidente desde mediados del siglo XIII en el seno de una corriente de renovación jurídica que, protagonizada por las Universidades, se caracterizó por su desprecio hacia los derechos tradicionales procedentes de la Alta Edad Media,primitivos y toscos, y por la exaltación sin límites del Derecho justinianeo, más técnico y científico, considerado ahora como la razón escrita.
     Bastantes de estos principios cristalizarán en una discriminación por razón del sexo que haría a la mujer de peor condición que el hombre. En algunos casos, sin otro fundamento que un conjunto de prejuicios secularmente arraigados en el ámbito cultural de una sociedad que hereda del Medievo concepciones transidas de manifiestas prevenciones misóginas. En otros, la diferencia de tratamiento recibe justificación más razonable en función de las peculiares características fisiológicas del sexo femenino, aunque a la postre se resuelven también en una limitación de la capacidad de obrar de la mujer. y por fin, un tanto paradójicamente, la estimación peyorativa de que ésta es objeto en el mundo del Derecho llega en algunos supuestos a redundar en su propio beneficio, puesto que se le reconocen ciertos privilegios de los que no participan los varones, en la Iínea de los que amparan a los seres que se consideran necesitados de protección, como pudieran ser los menores de edad o los débiles mentales.

 

Simplicidad y flaqueza del sexo

     Al ocuparse de la incidencia del sexo sobre la capacidad de obrar de las personas, la doctrina jurídica de la Edad Moderna suele repetir una sentencia que aspira a recoger sintéticamente los criterios básicos que presiden la cuestión: Son de mejor condición los varones que las hembras en lo tocante a la dignidad, y las hembras que los varones en lo tocante a la debilidad.
     
Está presente aquí la convicción de que la imbecillitas seu fragilitas sexus a que continuamente hacen referencia los tratadistas (la simpleza y debilidad del sexo femenino) aconseja no reconocer a la mujer una capacidad jurídica plena en asuntos que impliquen un cierto nivel de responsabilidades. Y, en lógica consecuencia con ello, la aceptación del principio de que su reconocida inferioridad puede favorecerla en algunas materias, en cuanto aquélla se le tiene en cuenta para justificar determinados comportamientos que se consideran antijurídicos o no excusables cuando los protagoniza un varón. Para decirlo de otro modo, la incapacidad relativa de las hembras en el ámbito del Derecho civil se corresponde en ocasiones con una menor exigibilidad en la esfera del Derecho penal. Las Partidas, que constituyen la piedra angular del Derecho castellano a lo largo de todo el Antiguo Régimen, consignan el siguiente axioma al tratar sobre el estado de las personas:

Otrosí, de mejor condición es el varón que la muger en muchas cosas, e en muchas maneras, assi como se muestra abiertamente en las leyes deste nuestro Libro que fablan de todas estas razones.

     La formulación va a concretarse, para empezar, en la regulación de los dos momentos críticos de la existencia humana: el nacimiento y la muerte. Cuando en ellos concurren seres de uno y otro sexo, entran en funcionamiento sendas presunciones de decisiva trascendencia en el marco del Derecho sucesorio, procedentes ambas del Derecho romano y de prolongada vigencia en nuestro ordenamiento jurídico histórico. Por lo que respecta al nacimiento se consagra el principio de que la primogenitura, en supuestos de parto múltiple, corresponde al varón:

Nascen a las vega das dos criaturas del vientre de alguna muger, e contesce que es dubda qual dellas nasce primero; e dezimos que si uno es varón e el otro fembra, que devemos entender que el varón salio primero.

     En cuanto a la cuestión de la premoriencia, la norma, en el mismo sentido, considera que la vida de la mujer se extingue antes que la del hombre:

Muriendo el marido e la muger en alguna nave que se quebranta en la mar, o en torre o en casa que se encendiesse fuego, o que se cayesse, entendemos que la muger, porque es flaca naturalmente, moriría primero que el varón; e tiene pro saber esto, ca por la muerte del que primero muere, gana a las vezes el otro...

     A esta postergación de la mujer, sustentada en el presupuesto de su menor fortaleza física, vendrían a sumarse otras limitaciones que traen su origen en las aprensiones acerca de la índole moral del alma femenina -porque son las mugeres naturalmente cobdiciosas e avariciosas, dirá una ley de Partidas- y en la desconfianza que el legislador alberga hacia su capacidad de discernimiento.
     En virtud de esta pretendida imbecillitas, se consideraría a la mujer exenta de la obligación general de conocer las leyes, de manera que en ciertas situaciones les es posible beneficiarse de la alegación de ignorancia. No pueden ejercer la tutela más que sobre sus hijos, con las restricciones que en seguida veremos; ni ser testigos en los testamentos, aunque sí en los procesos criminales, en los que, por dificultad de prueba, se admiten testigos ordinariamente inhábiles, como ocurre en el delito de adulterio. No están obligadas a presentarse ante el tribunal en los juicios civiles, por lo que se les toma juramento y testimonio en sus domicilios. Tampoco se les permite constituir fianza en favor de terceros, y disfrutan del privilegio de no ser encarceladas por deudas procedentes de cualquier tipo de obligación civil.
     Pero donde la limitación de la capacidad jurídica de la mujer encuentra reflejo paradigmático es en la prohibición de desempeñar cargos que lleven aparejada jurisdicción y, en general, cualquier oficio público, o la de ejercer el empleo de abogado y el de procurador, profesiones que no pueden practicar porque, según la ley, quando las mugeres pierden la vergüença, es fuerté cosa el oyrlas, o el contender con ellas. Mención aparte merece la preterición de la primogénita del rey en beneficio de sus hermanos varones a la hora de suceder en el trono, principio sancionado por el Derecho histórico y aún hoy día alojado en el artículo 57.1 de nuestra Constitución, a despecho de la proclamación de igualdad de sexos que consagra el artículo 14. Da la impresión de que todavía tiene alguna actualidad la reflexión que hace casi cuatrocientos años se hacía Castillo de Bovadilla:
En estos Reynos y Monarquías sabemos por historias sagradas y profanas que han reinado mugeres, y gobernado admirablemente, aunque como cosa rara no se ha de imitar, y háse de temer.

Compañera te doy

     Durante todo el Antiguo Régimen la comunidad doméstica aparece diseñada desde una concepción patriarcal en la que el cabeza de familia centraliza monopolísticamente las facultades básicas, asumiendo funciones supremas de gobierno y dirección ante las cuales los restantes miembros, y entre ellos la mujer, quedan relegados a posiciones de obediente sumisión.
     Sobre la esposa, al marido le corresponde un oficio protector y directivo que toda la doctrina reitera y justifica hasta bien entrado el siglo XIX, del que deriva como primera secuela arquetípica la facultad que le asiste de fijar libremente el domicilio conyugal.
     En el ejercicio de esta función tutelar, que se parece bastante a la que tiene sobre los hijos, el marido ostenta un mesurado derecho de corrección que incluye la potestad de administrar castigos físicos leves cada vez que la esposa diera motivo para ellos. El parecer unánime de los juristas reprobó las llamadas palizas atroces e inmoderadas, entendiendo por tales las que se propinaran con látigos, correas, sogas, garrotes o bastones, sobre todo si éstos se rompían por la furia con que se descargaban los golpes, o si iban dirigidos a la cabeza o a la cara, o si la mujer sangraba copiosamente. Un autor de tanto prestigio como Farinaccio llega a justificar, sin embargo, estas sevicias en casos de excepcional maldad de la esposa, como, por ejemplo, en la contingencia de sorprenderla en adulterio.
     Si la vida de la mujer llegaba a correr peligro como consecuencia de estos malos tratos, quedaba legitimada para solicitar del juez autorización para abandonar el domicilio familiar, y aun podría marcharse por propia iniciativa cuando no le resultara fácil acudir a los tribunales, debiendo el marido; en tales supuestos, proveer a su subsistencia.
     Frente a los hijos, es el marido quien ejercita, con exclusión de la mujer, el derecho básico de corrección y la facultad de otorgar su consentimiento para que puedan contraer matrimonio; tenía, además, la facultad de desheredar a las hijas que se casaran en contra de la voluntad paterna, discriminación ésta que termina hacia la mitad del siglo XVI, cuando Felipe II ordenó que la norma fuera extendida también a los hijos varones menores de edad.
     Desde el punto de vista patrimonial, la centralización del gobierno económico del matrimonio en manos del hombre determina que la mujer se convierta, prácticamente, en mera espectadora del control por éste de la fortuna familiar. Porque al marido le compete la administración de todos los bienes adquiridos después de la boda -gananciales-, con plena capacidad dispositiva y sin ninguna limitación, ni siquiera en la circunstancia extrema, académicamente planteada por la doctrina, de que los dilapidara de manera evidente, o les diera un empleo inmoral, como gastárselos en el juego u otros vicios degradantes. Ningún freno jurídico coarta este supremo poder de administración mientras el matrimonio persiste; sólo cuando se haya disuelto, el marido tendrá que devolver, a la propia mujer o a sus herederos, la mitad de los gananciales relictos.
     Se le reconoció también al marido la administración de la hacienda aportada por la mujer al matrimonio en concepto de dote, y el derecho a adquirir ya aprovechar los frutos por ella producidos, que tienen la consideración de bienes gananciales. Hay que señalar que, al hacerse cargo de la dote, el varón asumía la obligación de restituirla a la disolución del matrimonio, y para proteger los intereses de la mujer, todo el patrimonio de aquél se consideraba legalmente gravado con un crédito preferente, en garantía del cumplimiento de dicha obligación.
     Asimismo, administraba el marido los bienes que él mismo hubiera llevado a la sociedad conyugal -arras-, aunque no podía enajenarlos, y una vez disuelto el matrimonio tenía que pasar a la mujer o a los hijos comunes.
     Por último, la mujer solía confiar a su cónyuge casi siempre la administración de los bienes propios de ella -parafernales-, aunque no estaba obligada a hacerlo; porque si se la reservaba para sí, quedaban prácticamente inmovilizados, ya que ella no podía contratar, ni denunciar o resolver contratos ya constituidos, sin la previa licencia marital, de forma que quedaba a merced del hombre para todo lo que no fuera la pasiva percepción de los frutos, que, por otra parte, administraba el marido ex lege, en cuanto tenían la condición de gananciales.
     El régimen bajo el cual el varón administra los bienes parafernales era el mismo previsto para la dote: absoluta y libre disponibilidad, pero obligación de responder de la gestión cuando el matrimonio se deshiciera, obligación garantizada también con una hipoteca tácita que vinculaba el patrimonio del marido para que sobre él, al fin del matrimonio, la mujer o sus herederos se resarcieran de los eventuales perjuicios que hubieran podido experimentar como resultado de una inadecuada gerencia.

 

Tiempo de llorar

     La disolución de la comunidad conyugal por muerte del marido provoca algunos efectos limitativos en la capacidad de obrar de la mujer viuda, entre ellos los derivados de la obligación que tiene de observar el tempus lugendi (tiempo del llanto, o del luto), por virtud del cual queda incapacitada para contraer matrimonio durante un cierto período (nueve meses, o diez, o un año) a contar desde el momento en que muere el anterior marido. La incapacidad aparece en todos los ordenamientos jurídicos hispanos desde época romana, e intentaba dar solución al problema de la commixtio o perturbatio sanguinis vel seminis, esto es, el de la incertidumbre acerca de la paternidad de los hijos que hubieran nacido en los meses inmediatos a la muerte del marido.
     Porque en virtud de la presunción jurídica que considera que el marido de una mujer es el padre de los hijos de ésta (presunción que se prolonga después del fallecimiento de aquél, para conferir cobertura de legitimidad a los hijos póstumos), en caso de permitir la boda de la viuda nada más muerto el esposo, cabía llegar, si ella daba a luz en los nueve o diez meses siguientes, a la aberrante conclusión de que, conforme a Derecho, podían ser dos los padres de la criatura.
     Neutralizadas recíprocamente las presunciones en favor de la paternidad de los dos maridos, se desembocaba en una aporía jurídica de solución irremediablemente insatisfactoria en una materia susceptible de originar perturbaciones patrimoniales de imprevisible alcance, como consecuencia de la confusión de estirpes y del consiguiente trastrueque en las líneas sucesorias.
     Pero incluso en un supuesto como éste, justificable desde la objetividad de los plazos de la gestación humana, las Partidas no dejan de deslizar insinuaciones bien significativas de la cautela con que consideran el alma femenina; la mujer -explica una de sus leyes- ha de dejar que transcurra un año desde la muerte del marido antes de volver a casarse, por dos razones:

La primera es, porque sean los omes ciertos que el fijo que nasce dellas es del primer marido. La segunda es porque non puedan sospechar contra ella, porque casa tan ayna, que fue en la culpa de la muerte de aquel con quien era ante casada...

     Algún ordenamiento jurídico, como el visigodo, añadió a este propósito otro argumento disculpativo de la disposición: el de evitar el peligro de un aborto que el legislador temía llegara a producirse, como consecuencia del inmoderado ardor que era de suponer en una viuda que tan precipitadamente se entregaba a un nuevo hombre.
     El Derecho terminó fijando el período de prohibición en un año, creo que por facilidad en el cómputo; la infractora era sancionada con la declaración de infamia y con la pérdida de las arras, de la donación esponsalicia y de las mandas testamentarias que le hubiera dejado el difunto.
     Circunstancias sociológicas, en especial la despoblación del país a consecuencia de la peste negra, determinaron en Castilla la suspensión provisional de esta obligación de respetar el tempus lugendi, que fue decretada a comienzos del siglo XV. Pero esta norma que venía a permitir el matrimonio de las viudas dentro del año de luto,transitoria y provisional, resultó inexplicablemente incorporada a la Novísima Recopilación (1805), con lo que el más reciente Derecho español del Antiguo Régimen abrió las puertas a uno de los más serios e inquietantes problemas históricos del Derecho de familia. La crítica doctrinal unánime a este precepto no sirvió de nada en el ámbito civil, aunque sí en el penal, lo que provocó la peregrina situación jurídica de que, mientras la recopilación civil predicaba la licitud de estas uniones, los códigos penales tipificaran como delito el comportamiento de la viuda que contrae nupcias antes de transcurrido el período de luto -ahora fijado en trescientos un días- o antes del parto, si hubiera quedado embarazada. El Código civil reiteraría luego la prohibición en los mismos términos que el penal, y superado el desajuste, esta incapacidad continuó gravitando sobre las mujeres, hasta que fue suprimida por la reforma de 1981.

 

La tutela sobre los hijos

Sin una explicación jurídica tan convincente como la que fundamenta la existencia del tempus lugendi, concurrieron en la viuda otras limitaciones, derivadas ya de una discriminación sexual de base sociológica. Así, el deber de observar una conducta honesta y de hacer vida retirada, bajo pena de perder los bienes que le hubiera transmitido el difunto, e incluso su parte de los bienes gananciales, obligaciones de fidelidad post mortem que el Derecho nunca exigió a los viudos.
     La muerte del marido no significa siempre para la mujer la asunción de las funciones que aquél ejercía con respecto a la persona de los hijos -educarlos y autorizar su casamiento-, y lo mismo cabe decir respecto a la administración de los bienes de que aquéllos fueran titulares. En efecto, como consecuencia de la admisión en España de los dogmas propios del Derecho romano, mientras la muerte de la ma dad de la comunidad doméstica, la del padre originaba su disolución. En consecuencia, los hijos debían pasar, hasta su mayoría de edad, al cuidado del tutor o curador testamentario, el que el propio padre hubiera designado en su testamento, apartándose a la madre de tal menester. Sólo si el padre no hizo testamento, o si no señaló en él un tutor, o si señaló a la misma madre como tutora, el juez podía encargarla, siempre que fuera buena muger, e de recabdo, del gobierno y asistencia de los hijos, bien entendido que en calidad de tutora y, como tal, sometida al régimen general que regula la institución tutelar: redacción de un inventario con expresión de todos los bienes cuya administración recibe, establecimiento de fianza bastante en garantía de que indemnizará a los hijos-pupilos en caso de inadecuada gestión, periódica dación de cuentas a los otros parientes de los niños, etcétera.
     Además, como condición especial que el Derecho sólo exige a la viuda-tutora, la madre debería renunciar formalmente a contraer segundas nupcias; con este motivo, resuenan de nuevo en las Partidas las reflexiones suspicaces sobre la fragilitas sexus: si se permitiera el matrimonio de la madre-tutora podría acaescer que por el gran amor que avría a su marido que tomasse de nuevo. non guardaría tan bien las personas nin los bienes de los moços. o faría alguna cosa que se tornaría en gran daño dellos.
     
En el caso de que hubiera recibido la tutela y faltara después al compromiso de mantener la viudez, inmediatamente deven sacar el huérfano de su poder. porque dixeron los Sabios que la muger suele amar tanto al nuevo marido que non tan solamente le daría los bienes de sus fijos, mas aún que consintiera en la muerte dellos por fazer plazer a su marido.
     
La doctrina entendió este requisito lato sensu. considerando que el mantenimiento de relaciones sexuales extramatrimoniales por parte de la madre era motivo suficiente para arrebatarle también la tutela sobre sus hijos. Lo contrario se admitió con respecto al padre viudo, que conservaba la patria potestad, aunque viviera lujuriosamente, porque -escribe un autor- es más fuerte. y tiene más constancia. de manera que no arden en él con tanta fuerza como en la mujer la concupiscencia y el estímulo de la carne.
     
No faltaron juristas que mostraron su disconformidad con una legislación que permitía a las mujeres tutelar a los hijos, aunque fuera con las cautelas que hemos analizado. Sirva de ejemplo este párrafo de Castillo de Bovadilla:

Algunas mugeres son tan disipadoras y perdidas en gastar. que, como dizen las leyes. son de frágil consejo, y trabajan contra los propios provechos. y es gran culpa de los maridos. conociendo su talento, dejarlas por curadoras de sus hijos. pero por no afrentarlas publicándolas por incapaces. lo dejan a la ventura. y muchas mugeres, debajo del gobierno y sujección de sus maridos, tienen reprimidas y sofocadas algunas imperfecciones e impertinencias que con la viudez y libertad se descubren y desatan. y se abalanzan a mil errores.

     Esto no obstante, a partir del siglo XVII la literatura jurídica se manifestó cada vez más inclinada a otorgar a la madre la patria potestad sobre los huérfanos y, lógicamente. defendió en Iíneas generales como necesaria una reforma de la ley en el sentido de confiarle a ella la tutela antes que a cualquier otra persona, incluso si volvía a contraer matrimonio, y a este respecto se alega como ejemplar la solución tradicional del Derecho aragonés, donde la viuda bínuba estuvo siempre reconocida como tutora legítima de sus hijos.
     Desde el punto de vista de la responsabilidad criminal, el Derecho tuvo en cuenta la presunta precocidad de las niñas en el tránsito de la infancia a la adolescencia, imponiéndoles un tratamiento inicial que -en relación con los varones- empeoraba su estado a efectos de graduar la existencia de malicia, en cuanto la edad a partir de la cual era posible apreciar el dolo, fijada para los niños en los catorce años, se adelantaba a doce para ellas.

 

Delitos y penas

     A pesar de lo cual, como quedó apuntado antes, la mujer se benefició en el ámbito penal de esa debilidad moral y física que el Derecho le atribuía con respecto a los varones adultos. En esta línea hubo todo un complejo de presupuestos que jugaba en su favor, sobre todo si el sexo femenino entraba en combinación con otras circunstancias que determinaban la aplicación de un trato especialmente indulgente, aproximado al previsto para enjuiciar a los niños ya los ancianos. Como ellos, la mujer puede disculpar sus actos antijurídicos, al menos en parte, con la excusa de haber obrado bajo los efectos del miedo o la coacción, aunque fueran leves, y lo mismo que los rústicos, su pretendida credulidad y simpleza les permite acogerse también a la atenuante de la ignorancia, que se admite en ellas con mucha más facilidad que en los hombres de su misma condición social.
     Resultó también aceptada, con general beneplácito, la regla de que las mujeres no debían ser castigadas con el mismo rigor que los hombres, por lo que, teniendo en cuenta su menor resistencia a las privaciones y al dolor físico, los juristas aconsejaron que se atenuara para ellas la dureza de las penas ordinarias. Y, en efecto, el sexo fue considerado como circunstancia atenuante a efectos de eximirlas del cumplimiento de determinadas condenas, como la de galeras, que se les conmutaba por el destierro para que su honestidad no sufriera deterioro en medio de la promiscua convivencia con los forzados. No se libraron, en cambio, de la pena de azotes, aunque éstos se les administraban conforme a un ritual especial que procuraba no herir la decencia de espectadores y condenadas con la inoportuna exhibición de sus carnes pecadoras.
     Por fin, tanto la legislación como la literatura jurídica insistieron en que ninguna pena corporal, ni la de muerte, ni tampoco el tormento, debían ejecutarse en tanto la mujer estuviera embarazada, por razón de la criatura que tiene en el vientre, que non meresce mal.
     
Pero también hubo delitos cuya gravedad crecía por la condición femenina del agente, como el de blasfemia y el de embriaguez, que desdecían del decoro propio del sexo, y, sobre todo, como el de adulterio, en el que mejor se advierte una represiva discriminación.
     Para el ordenamiento jurídico, el adulterio del hombre casado surge sólo cuando la relación extramatrimonial tiene carácter permanente, es decir, cuando mantiene públicamente a una barragana, o cuando abandona el hogar para irse a vivir con ella. Ambos supuestos fueron castigados con penas pecuniarias: el primero con la pérdida de la quinta parte de los bienes del adúltero y el segundo con la confiscación de la mitad de su patrimonio.
     Y, sin embargo, la mujer cometía adulterio siempre que realizara un acto sexual, aunque fuera episódico, con cualquier hombre que no fuera su marido. Legisladores y juristas se pertrechan otra vez con argumentos de tipo biológico para defender la diferencia de trato, fundándola en el riesgo de un eventual embarazo de la mujer como consecuencia de esta relación ilícita -también aquí la commixtio sanguinis-, lo que podría originar fraudes sucesorios, puesto que el Derecho atribuirá al marido de la adúltera la paternidad del niño.
     En la penalización del adulterio femenino discreparon el Derecho tradicional castellano, recogido en el Fuero Real, y la regulación romana de las Partidas, que no llegaría a arraigar en Castilla. Mientras aquél consentía que el marido matara por sí mismo a los culpables, o los entregara a la justicia para su ejecución, las Partidas castigaron a la mujer con la reclusión perpetua en un monasterio, mientras permitían la muerte del cómplice. El Derecho posterior optó por confirmar la solución castiza, insistiendo, como ya había previsto el Fuero Real, en que si la determinación del marido era la de matar a los adúlteros, debía proyectarse necesariamente sobre ambos, de manera que no pudiera matar a uno y perdonar al otro. Desde principios del siglo XVI vino a añadirse una nueva precisión, dirigida a despojar de dimensiones económicas la decisión del marido: si mata con sus manos a los adúlteros, aunque está actuando justamente -dice la ley- no puede ganar para sí la dote de la mujer infiel, como hasta entonces se había practicado. A partir de la segunda mitad del siglo XIX la condición jurídica de la mujer deriva cada vez más hacia posiciones de aproximación al hombre, al compás de la promulgación de los distintos códigos, pero habrá que esperar al siglo xx, y aun a los años más inmediatos de él, para que esa igualdad, cada día menos discutida en el nivel teórico, se llenara de contenido.
     Así, en el ámbito de los derechos políticos la primera declaración formal de la igualdad de sexos no se registra hasta la Constitución de 1931. Aunque desde 1918 queda reconocida la facultad de la mujer para optar a los empleos públicos, sólo en 19ó1 se regula su ingreso en las plazas de la Administración pública, salvo en la de Justicia para los cargos de magistrado, juez y fiscal (discriminación que desaparece en 19óó), y salvo en las Armas y Cuerpos de los tres Ejércitos, institutos y cuerpos cuyo servicio implique el uso habitual de armas, prohibición que todavía se mantiene (*).
     En Derecho penal, los códigos del XIX no formularon expresamente ninguna diferencia por razón del sexo, pero, sintomáticamente, adoptan una regulación aunque residual importante en tema de adulterio, al tipificar el uxoricidio -muerte de la adúltera por su padre o por su marido- como un homicidio atenuado, de penalización casi simbólica. Mientras que el perpetrado por la mujer sobre su cónyuge se considera en todo caso parricidio, una especie de homicidio agravado. La diferencia persistió hasta la reforma de 1963. Veinte años más tardó en desaparecer, en cambio, la circunstancia agravante de desprecio de sexo, concebida para intensificar el rigor de la pena en aquellos delitos en los que la mujer apareciera como sujeto pasivo.
     Pero ha sido en el campo del Derecho civil donde con más trabajo se abren camino las modificaciones que permitirían la efectiva igualdad jurídica. Aunque ya el Código civil marcó cierta tendencia aproximadora -por ejemplo, declaró a la mujer capaz para constituir fianzas-, la mayor parte de las limitaciones irrogadas por el sexo no desaparecerían, sino a partir de la serie de reformas que se inician en 1958: reconocimiento de la capacidad femenina para el desempeño de la tutela y para ser testigo en los testamentos, y regulación unificada del adulterio como causa de separación en los matrimonios civiles. Hasta entonces el de la mujer se consideraba siempre como causa de separación, pero el del marido sólo si implicaba escándalo público o menosprecio del cónyuge.
     El siguiente avance vino determinado por la reforma de 1975, que sustituyó la tradicional fórmula consagratoria de la primacía marital -El marido debe proteger a la mujer y ésta obedecer al marido- por la actual, más acorde con las concepciones modernas -El marido y la mujer se deben respeto y protección recíprocos-. Congruentemente, suprimió también la facultad que asistía al varón de fijar el domicilio conyugal, y reconoció la plena capacidad dispositiva de la mujer sobre sus bienes propios, y la de defenderlos procesal mente sin licencia del marido.
     En 1981 la patria potestad -que había sido ya reconocida a la madre, subsidiariamente, por la Ley de Matrimonio civil de 1870- se configura como un poder compartido por el padre y la madre, aunque pueda ejercerlo uno solo con el consentimiento del otro. Por fin, en el ámbito patrimonial, la misma ley establece la administración conjunta de los bienes gananciales como régimen ordinario, en defecto de pacto en contrario.

(*) Prohibición que está a punto de ser removida durante la presente legislatura.

 

Por Enrique Gacto
Catedrático de Historia del Derecho.
Universidad de Murcia

 

 

 

Indice del monográfico
LA MUJER EN ESPAÑA

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