I  N  T  R  O  D  U  C  C  I  Ó  N

 

 

 

     EI interés que la Biblioteca Riojana, y en particular Manuel de las Rivas, han mostrado por el humilde guitón concebido por Gregorio González a principios del siglo XVII me enfrenta con la tarea no siempre grata de volver sobre un trabajo realizado en un tiempo ya ido y en unas circunstancias bien diferentes, y digo que no siempre grata, porque lo es muy poco el reavivar la memoria de los errores propios y ajenos que dieron lugar, en este caso, a una edición que estoy lejos de considerar satisfactoria 1, Tengo ahora la posibilidad de enmendarlos, y éste es uno de mis principales motivos de agradecimiento a la colección y a su director. Sigo considerando válida, no obstante, la introducción de entonces, que es, salvadas las inevitables modificaciones, añadidos y actualizaciones, la que ahora sigue.

 

1. EL GUITÓN ONOFRE Y EL MODELO PICARESCO.

 

De las muchas reflexiones que puede suscitar una obra con las características que acompañan a El guitón Onofre, casi todas se ven condenadas de manera poco menos que inexorable a rehuir como objeto el texto en sí mismo para dirigir su atención hacia consideraciones de tipo intertextual. En efecto, gran parte del interés que ha sido susceptible de recabar sobre sí la narración de Gregorio González es el de constituir un nuevo dato que ha de ser forzosamente tenido en cuenta por todos aquellos que se han venido preocupando por la literatura picaresca. y ello a pesar de otros problemas que no por anecdóticos dejan de condicionar fuertemente el modo en que hoy podemos aprehender este relato. De entre ellos, sobresale con diferencia el modo azaroso en que esta obra ha llegado a nuestro conocimiento.

Ciertamente, la irrupción del texto de Gregorio González en el panorama de la literatura española del Siglo de Oro sólo se produce, de manera efectiva, en una fecha muy reciente, 1973, año en que el Guitón alcanza por vez primera los honores de la impresión. La tradición no se construye siempre bajo la férula de la cronología. Y, en el caso concreto de la obra de González, es difícil escapar, al leerla, de lo que se lleva escrito sobre el género y sobre otros textos picarescos posteriores, conocidos por nosotros, sin embargo, desde mucho antes, los cuales, paradójicamente, pudieron acaso haber nacido bajo su influencia.

Al mismo tiempo, en justa reciprocidad, el texto picaresco protagonizado por Onofre obliga a reconsiderar, con todas la limitaciones que se quieran, algunas de las ideas de uso más común sobre la serie de la que forma parte. De hecho, así ha sido. Quienes le han prestado alguna atención en los últimos años -Hazel G. Carrasco, Manuel Criado de Val, José Miguel Oltra, Emilio Moratilla, Fernando Cabo...- han coincidido en subrayar tanto la inequívoca relación de la obra del escritor riojano con lo que se ha dado en llamar picaresca como la peculiaridad, entendida diversamente, de esa misma relación. Frente a la tradicional parcialidad de contemplar la serie reducida a tres de sus grandes hitos -Lazarillo, Guzmán, Buscón-, se ha ido imponiendo paulatinamente la necesidad del estudio más detenido de otras obras hasta hace poco sumidas en la oscuridad y sin ediciones adecuadas, al mismo tiempo que, por otro lado, se consideraban en relación a la serie nuevos textos -por ejemplo el Diálogo intitulado el Capón 2- o se vindicaba la necesidad de un replantearniento de la opinión general acerca de ciertas narraciones de pícaros. Creo que éste es el contexto adecuado para acercarse fructuosamente a El guitón Onofre.

Pero quizá lo más destacado del Guitón en este orden de cosas sea el hecho de que puede ser aceptado como uno de los más firmes argumentos en contra del esquematismo que a veces ha predominado en la consideración del género. El influjo de raigambre formalista sobre la manera de entender la evolución literaria, en algún caso, o el afán por resaltar la modernidad narrativa de la picaresca, en otros, han favorecido una intelección de su historia construida a partir de la dialéctica entre aquellas obras privilegiadas a quienes se atribuye la conformación del género -el Lazarillo y el Guzmán- y todas las restantes, unidas, al modo de entender de los más radicales, en un compartido malentendimiento de lo que los primeros textos habían significado. El Guitón, escrito posiblemente, tal como recuerda José Miguel Oltra, sin conocimiento de la segunda parte del Guzmán, muestra que al menos no es tanta la nitidez de este modelo. Hay obras importantes de la serie que surgieron cuando el supuesto paradigma todavía no habría cuajado y que, por tanto, no cabe considerar epigonales en el sentido estricto del término. Lo que todo esto parece indicar es que la construcción de la picaresca es, sin duda, algo más complejo, menos unívoco, de lo que a veces se ha creído. Y, sobre todo, que no debieran condenarse al ostracismo crítico los textos que no encajan en una ortodoxia genérica impuesta desde una percepción sesgada del género. El Guitón, abordado desde este punto de vista, puede permitirnos entender a su vez cuál es el verdadero dinamismo que caracteriza la serie en este momento, más afín al conflicto y la disidencia que a la mera incomprensión.

Hasta ahora, sin embargo, la crítica no ha pasado de valoraciones muy generales del texto de González. Valoraciones de signo diverso que oscilan, por situar dos extremos, entre la cálida recensión de Manuel Criado de Val, que procura situarlo en el punto de encuentro de las tradiciones celestinesca y picaresca -«El Guitón Honofre no es una obra insignificante de la picaresca de los primeros años del siglo XVII. Es un libro bien escrito, con evidentes señales de ser obra de un profesional, dueño de sus recursos y conocedor no sólo de las obras más características del género picaresco, en los mismos años que él escribe ( 1604 ), sino también de los principales aspectos de la literatura celestinesca, con la que no niega en ningún momento su relación y la dependencia que todavía se acusa en su estilo» 3- y la acogida mucho más reticente que José Miguel Oltra le proporciona, sobre todo como consecuencia de haber entendido su relación con la primera parte del Guzmán de Alfarache de una manera muy concreta. Éste, en su impronta sobre el Guitón, «se muestra en opinión de Oltra como modelo, entre otros factores, de la sistemática incomprensión a que fue sometido por los epígonos y en el mimetismo banal de quien no puede asumir la experiencia narrativa desde posiciones autónomas» 4.

De lo que no hay duda, en cualquier caso, es de que todavía queda mucho por decir de El guitón Onofre y del lugar que ocupa dentro de la serie picaresca. No parece que González sea un escritor profesional; pero se hace evidente que las tradiciones fundamentales en que se apoya son la literatura celestinesca y, por supuesto, la literatura de pícaros. Por otro lado, es palpable la capacidad mimética de Gregorio González respecto a sus modelos tanto celestinescos como picarescos; sin embargo, no creo que esta imitación se pueda calificar, sin más, de banal.

 

 

 

2. LA FECHA 

 

El año 1927 Paul Langeard descubrió en París el único manuscrito del Guitón que ha llegado hasta nosotros, y tres años más tarde dio cuenta de su hallazgo mediante una nota publicada en la Revue Hispanique 5. Anteriormente sólo existían noticias muy incompletas de la obra y ninguna mención directa en textos literarios: Tamayo de Vargas la había incluido el año 1624 en la Junta de libros; Nicolás Antonio repetirá años más tarde, en el primer volumen de su Bibliotheca Hispana (1672), los exiguos datos aportados por aquél:

GREGORIO GONZALEZ, domo ex oppido Rincon de Soto Calagurritani territorii, scripsit. Primera Parte de Onofre Cavallero Guiton M. S. in 4. Vidit O. Thomas Tamajius.

     De esta doble noticia es posible extraer dos suposiciones con visos de verosimilitud. Parece cierto que la obra no llegó jamás a publicarse, por de pronto no hay la más mínima noticia en ese sentido, se podría pensar que ni Nicolás Antonio ni Tamayo de Vargas tuvieron nunca en su poder el manuscrito. El primero, Antonio, casi lo reconoce en forma explícita al remitirse a Tamayo, quien, por su parte, es tan parco en sus datos, que provoca el reproche de Langeard: «Il est facheux -dirá el erudito- que Tamayo de Vargas n'ait point laissé une description plus détaillé du manuscrit cité». ¿Llegaría Tamayo de Vargas a tenerlo en sus manos? El que ha llegado a las nuestras, en cualquier caso, pasó por una serie de peripecias, sólo conocidas ahora en parte, que lo llevaron, por ejemplo, a servir como medio, aprovechando la hoja de guarda del final del códice, para enviar una carta durante la Guerra de sucesión (1706), escrita, según cabe inferir del contenido de la misiva, desde Francia por un oficial del ejército que apoyaba las pretensiones del futuro rey de España. He aquí la breve epístola transmitida por tan original conducto (modernizo la ortografia y la puntuación):

Amigo y querido mío:

Estas novedades te escribo con este artificio, que son las siguientes: que Francia pone ducientos mil hombres en campaña, y lo cierto es que los enemigos no tienen fuerza ninguna y que el Sr. Archiduque trae engañados a los catalanes y demás parciales. Y en buen ánimo hasta que nos veamos fuera de aquí y en nuestra amada patria España debajo del amado yugo de nuestro rey y señor natural Don Felipe V, que Dios guarde como necesitamos los cristianos. A Dios querido...

 

Pasado más de un siglo, después de 1821, año de la independencia peruana, sabemos, por un sello que lleva impreso, que llegó a formar parte de los fondos de la Biblioteca Pública de Lima. Y cuando transcurre una nueva centuria, en 1927, resurgirá en París, sin que conozcamos nada de su errabundo destino entre los años mencionados. En la actualidad se halla entre los fondos de la Biblioteca del Smith College (Massachusetts).

El problema es, por encima de estas circunstancias, la difusión que pudo alcanzar en su época el Guitón. No es un obstáculo, en principio, para un conocimiento relativamente extenso de esta obra el hecho de que no fuese publicada: sabido es que el manuscrito era un vehículo notablemente capaz en este aspecto. Mayor peso tiene el argumento de la nula huella, explícita al menos, que ha dejado en los textos contemporáneos. Sin embargo, tampoco a este respecto está todo dicho. Y la prueba es el papel que está empezando a desempeñar el libro de González en la polémica acerca de la fecha de una obra ciertamente relacionada con él, aunque no me atreva a decir hasta qué punto: el Buscón de Quevedo.

Mil seiscientos cuatro, el año en que aparece fechada la carta dedicatoria del autor a don Carlos de Arellano y Navarra, puede ser aceptado como datación de la escritura de El guitón Onofre, sin negar que pudiera haber sido iniciado algo antes. Las referencias a otras obras picarescas, Lazarillo y Guzmán, así como el situar la Corte en Valladolid -allí tuvo su emplazamiento entre 1601 y 1606-, en lo que sería excepción dentro de la familia picaresca, hace verosímil, a pesar de la reticencia de José Antonio Maravall 6, este dato.

Así las cosas, es tentador buscar relaciones con el pícaro quevedesco para ayudarse de ellas en el mucho más difícil empeño de fijar la fecha del escurridizo Buscón, pero ello no quiere decir, evidentemente, que sea una tarea fácil. Así lo indica, de hecho, el desacuerdo de los historiadores. Dos muy destacados coinciden en una circunstancia, que tampoco, por otra parte, está fuera de discusión: ambas obras guardan entre sí una relación directa. De otra manera: una de ellas ha influido sobre la otra. Mas el desacuerdo surge inmediatamente en el momento de precisar el sentido de la supuesta influencia. 

Francisco Rico es rotundo. La narración picaresca de Gregorio González es en su opinión «testimonio básico» de que «el Buscón se compuso y circuló hacia 1604» -algo similar a lo aventurado en 1973 por Joseph H. Silverman 7-, y ello fundamentalmente por dos supuestas huellas de Quevedo en el Guitón: «podrán desterrar hoy mis dientes... por vagamundo[s) y el servicio de Onofre a «don Diego ...que era un santico», donde se delataría la impronta de la pareja formada por Pablos y el otro don Diego a quien también servirá el pícaro de Quevedo 8. Por el contrario, Domingo Ynduráin sostiene una tesis opuesta, sin abandonar por ello la hipótesis de la relación directa entre ambas obras:

Si la influencia de Mateo Alemán y su continuador es en el Buscón indudable, la de Quevedo en el Guitón es más discutible ya que cabe pensar en un cambio en la dirección de la influencia, esto es, que Quevedo haya tomado elementos de Gregorio González. Desterrar los dientes no me parece hallazgo tan original como para excluir una fuente común y, en cualquier caso, nada indica la dirección del influjo. En cuanto al Sr. D. Diego, todo el capítulo, desde el título, la huida, el contraste santico / trabesuras, etc:; muestra coincidencias con el Buscón. Pero, como otras ya señaladas, no aclaran quién depende de quién. Yo me inclino a pensar que el deudor es Quevedo, por las razones aducidas en mi prólogo, y porque Quevedo intensifica, al reducir los temas y motivos ampliamente desarrollados en los textos que utiliza 9.

Estas dos posiciones no hacen más que subrayar, no obstante las llamativas coincidencias entre ambos textos, el carácter escasamente concluyente de los argumentos manejados y la dificultad de dar una respuesta tajante a esta cuestión. Si, por una parte, se trata de concomitancias en absoluto desdeñables, incluso si las parangonamos con las que el Guitón tiene con el Lazarillo, el Guzmán o La Celestina, hay que valorar, por otra, el hecho de que no encontremos ninguna alusión lo suficientemente diáfana como para considerarla un índice comparable a los que, en distintos momentos, apuntan hacia la obra anónima quinientista o a las de Rojas y Alemán. Esto evidentemente no prueba nada y, sobre todo, no explica la cantidad y diversidad de semejanzas, que van mucho más allá de la similitud en expresiones o juegos de palabras. Oltra ha señalado estos, a veces, sorprendentes parecidos en el valioso trabajo ya mencionado:

 

Sin entrar en el problema de la fecha en que fue escrito el Buscón, sí es interesante observar una comunión de elementos con el Guitón: una irreverencia rayana en lo prohibido; una comprensión lingüística que genera chistes y juegos de palabras similares en Quevedo y González; la coincidencia de ser un mismo personaje, don Diego, la encarnación de la nobleza, único del que no reniegan Pablos ni Onofre, el humor escatológico en que los dos pícaros se ven envueltos, víctimas de bromas estudiantiles; la huida al final de un proceso de profunda degradación moral del protagonista; la imperceptibilidad del proceso psicológico; la burla del deshonrado 'protagonista', el ataque sistemático a ciertas instituciones; el desprecio por la mendicidad; el cinismo y la hipocresía que caracteriza a ambos pícaros 10.

Y a todo ello podríamos añadir además otros hechos como, por caso, la circunstancia de que la estafa epistolar con que Onofre empieza a enriquecerse tenga una correspondencia casi idéntica en el Buscón (III, 1). Tampoco esto prueba nada, siempre cabe la posibilidad de una fuente común o la inspiración en una práctica fraudulenta real; pero no puede dejar de ser notado. Además, si difícil es de imaginar cómo pudo haber llegado a las manos de Quevedo el manuscrito de nuestra obra, tampoco resulta hacedero el justificar la enorme rapidez de redacción y difusión que hubo de tener el Buscón, obra escrita como muy pronto a finales de 1603, para haber llegado a influir sobre el provinciano Gregorio González, quien a su vez habría tenido que escribir su propia obra en un plazo en verdad reducido 11.

No se olvide tampoco que, en el «Prólogo al lector», González asegura que comenzó la escritura de la obra «por entretenimiento de una grave enfermedad» -dato que aparece avalado por el poema preliminar escrito en latín- y que la concluyó posteriormente a requerimiento de otras personas. Hay que coincidir, sin embargo, con José Miguel Oltra cuando asegura que, aun si aceptásemos lo que González afirma, hay que pensar en una 'reescritura' completa realizada en la fecha de la carta dedicatoria, es decir, 1604 12. En este sentido, quizá habría que tener en cuenta la curiosa circunstancia de que en el capítulo 14 una serie de topónimos aparecen tachados y sustituidos por otros. Madrid es reemplazado por Valladolid; Alcalá de Henares por Medina de Rioseco; la Puerta de Guadalajara por la vallisoletana Plaza del Ochavo. ¿Podría pensarse en el vestigio de una versión anterior que situase la acción no más tarde de 1601, cuando la Corte se hallaba aún en Madrid? Claro que entonces el enmendador de estos pasajes, sea quien fuere, en su esfuerzo de actualización renuncia a la lógica temporal interna de la obra, puesto que, teniendo en cuenta que ésta se firma en 1604 y que la parte que ahora se sitúa en Valladolid no puede remitir a una época anterior a 1601, ¿qué período de tiempo correspondería al relato que Onofre reserva para la prometida segunda parte?

Son cuestiones de difícil respuesta. La datación de la obra de Gregorio González respecto a la fecha del Buscón no es, por ahora, determinante, pero sí es una muestra palpable, en cambio, del momento decisivo en la evolución de la serie en que se viene a instalar este recién llegado. Porque, efectivamente, la fecha en que con toda probabilidad fue escrito, 1604, lo sitúa en uno de los momentos más interesantes de la serie picaresca; aquel en que, precisamente, ésta se afianzaba como tal. El Guitón coincide cronológicamente con la segunda parte del Guzmán de Alfarache, es posterior en dos años a la continuación apócrifa firmada por Mateo Luján de Sayavedra, anterior en uno a La pícara Justina, y cercano, lo dejamos así, al Buscón de Quevedo. Sólo esta feliz circunstancia temporal justificaría el interés de la obra de Gregorio González.

 

 

3. EL AUTOR.

 

Pero, ¿qué podemos decir sobre su autor? En realidad, es bien poco lo que sabemos de él, a pesar de la impresión apuntada, no muy convincentemente, por Paul Langeard de que «L'auteur a raconté, du moins en partie, ses propres aventures». No obstante, sí cabe afirmar, como veremos, que González buscó escenarios que tanto él como sus lectores más próximos conocían a la perfección. Onofre se desenvuelve en lo que podemos denominar un 'mundo familiar', lo cual tiene un papel determinante además en su configuración literaria. No hay que descartar incluso una lectura en clave de algún episodio o personaje, ni, sobre todo, la relevancia ideológica que puede tener esta ficcionalización de un mundo próximo desde una perspectiva tan particular como parece ser la del autor del Guitón.

Casi todo lo que sabemos del escritor riojano procede de las noticias desperdigadas aquí y allá en los preliminares de la obra. Nació en Rincón de Soto, pequeño pueblo de la provincia de Logroño situado en las proximidades de Calahorra. El soneto que le dedica el licenciado Espinosa indica que fue alumno del Colegio Trilingüe de Alcalá de Henares, uno de los llamados colegios menores, y también de la Universidad de Salamanca. Emilio Moratilla ha podido completar este último dato al encontrar en los libros de registro del Archivo Universitario de Salamanca su matrícula de alumno de cuarto curso de Leyes correspondiente al año 1592, así como su acta de bachiller del año 1594 13. Ello sin duda añade verosimilitud a la fecha de composición de El guitón Onofre; no muy posterior, por tanto, a la experiencia universitaria de su autor. Manuel Fernández Galiano añade que «evidentementehabía estudiado también en Sigüenza» 14, por aquel entonces centro universitario de segundo orden. También lo cree así Emilio Moratilla, y ambos insisten en el preciso conocimiento de la ciudad y de su entorno que se exhibe en el relato picaresco. Nada de extraño tendría, en efecto, el conocimiento de esta ciudad universitaria, estrechamente ligada a Calahorra, y adonde acudían buen número de estudiantes riojanos En Sigüenza transcurren seis capítulos de la obra, y sin duda buena parte del efecto cómico del episodio de rasgos entremesiles que protagonizan Onofre, Teodoro -el sacristán seguntino al que sirve-, y doña Felipa -de quien este último se enamora- depende de, digamos, su sabor local y del conocimiento de la vida seguntina. Como ha mostrado Manuel Fernández-Galiano, la casa de la dama aparece situada con toda claridad en las inmediaciones de la catedral y conjetura que puede tratarse de la que hoy en día está ocupada por el ayuntamiento de la ciudad, enfrente de la torre del Santísimo y en uno de los lados de la Plaza Mayor. Incluso aventura, por la planta de la casa, que el padre de doña Felipa pudiera ser comendador de una orden militar. Sea como fuere, resulta patente la importancia social de esta familia, corroborada por la descripción del interior de la casa y de las obras de arte que allí se contienen, así como, indirectamente, por la zona de la villa en la que se sitúa la acción: el barrio más pujante en la época, habitado por eclesiásticos y familias principales y nobles. Hay que valorar entonces la segura comicidad que, aprovechando la convivencia de los dos estamentos, se deriva de ver a esta joven de buena posición sometida a los ardores de un sacristán, tanto más si a ello se añade una probable confrontación de la ficción con el conocimiento de la Sigüenza contemporánea que sin duda compartían con el autor los lectores próximos.

La actividad profesional de González se inscribe en el ámbito del derecho: fue, en el sentido amplio del término, un jurista -según el desmesurado elogio de don Juan de Arellano, nada menos que «de nuestro tiempo el más notable»-. Sin ser tan hiperbólicos, podemos imaginarlo como uno de tantos licenciados en derecho que, no habiendo alcanzado ningún cargo prestigioso en la administración real, ejercían su profesión al servicio de algún noble acaudalado. Así parece ser. La segunda nota del epígrafe inicial sitúa a Gregorio González como gobernador de Alcanadre, que, como precisa Fernández-Galiano, no es más que una forma pomposa de decir que era el administrador de las posesiones de don Juan Ramírez de Arellano, señor de Alcanadre, Ausejo y Murillo de Río Leza. Y precisamente esta relación con los Ramírez de Arellano es uno de los rasgos más significativos del autor de El guitón Onofre. Entre otras cosas porque, según él mismo manifiesta en la dedicatoria, su libro fue «engendrado en casa del señor don Juan de Arellano», y porque gran parte de los preliminares se deben a miembros de esa familia. Tenemos, pues, un autor ligado a una de las grandes estirpes de la nobleza rural y situado en una posición muy marginal respecto a los grandes centros literarios de la época.

Alcanadre, el lugar en el que se data El guitón Onofre, Ausejo y Murillo de Río Leza conformaban el estado del que era señor don Juan Ramírez de Arellano y que, según las noticias de los preliminares, administraba nuestro escritor. Son posesiones vinculadas históricamente a la casa de Cameros, aunque por vía diferente del privilegio de 1366 que recompensaba al fundador del linaje, otro Juan Ramírez de Arellano, por la decisiva ayuda prestada a Enrique de Trastámara frente a Pedro el Cruel. Los lugares mencionados, junto con Arrúbal, compondrán un señorío instituido por un nuevo Juan Ramírez de Arellano, en esta ocasión el III señor de los Cameros, en favor de Carlos, su segundo hijo; cesión que, por cierto, daría lugar a diversos conflictos legales con quienes ostentaban el mayorazgo principal. Carlos se casará con doña María de Navarra, dando así lugar a la rama de los Arellano Navarra. Y a esta rama segundona de lo que fue una estirpe de gran relumbrón -véase el elogio que el autor dedica a Carlos de Arellano y Navarra- es con la que se halla relacionado, en su condición de 'gobernador' del pequeño estado, Gregorio González 15.

Con estos datos, la imagen que se perfila de González es la de un diletante de la literatura que escribe y concibe su obra desde una posición que pudiéramos calificar de periférica respecto al sistema literario de su época y que, no obstante, coincide en sus planteamientos con otros escritores contemporáneos. Coincide, sobre todo, en una evidente desconfianza hacia lo que parecían ser las propuestas narrativas de Mateo Alemán. Se distingue, en cambio, por el aire más limitadamente 'cortesano' que imprime a su texto. Quizá, puestos a barajar posibilidades, haya que buscar en esta dirección el porqué de la no impresión de El guitón Onofre. El momento en que la obra fue escrita y las particulares circunstancias que rodean al autor y, con toda probabilidad, al público, posiblemente muy restringido, para el que iba destinado el texto lo condicionan fuertemente. Tal como he propuesto en otra ocasión 16, creo que hay que inscribir este texto entre los que Mauricio Molho ha situado bajo el marbete de «literatura cenacular». Es decir, una literatura concebida, aunque no sea de forma exclusiva, como «vehículo semiológico de una conciencia de grupo». Ese sería, propone Molho, el caso del Buscón, así como de La pícara Justina, según ha mostrado Bataillon, y, creo, de la única obra conocida del servidor de los Ramírez de Arellano, Gregorio González.

En esto coinciden, pues, las tres narraciones picarescas nacidas al calor inmediato de la decisiva obra de Mateo Alemán. Se diferencian, en cambio, por el ambiente que las define: el cortesano en los dos primeros casos, el de la nobleza rural en el que a nosotros nos atañe más directamente. Su parentesco queda, en cualquier caso, a salvo, sin entrar en el resbaladizo terreno de las influencias directas, por el deje antiguzmaniano de las tres, por la peculiar incidencia sobre el tema de la vergüenza del protagonista, por la transparencia de sus marcas de género y por la desconfianza ante el modelo constructivo de Alemán. Coinciden, en fin, en esa poética comprometida que Antonio Rey Hazas atribuía a la picaresca 17. No olvidemos que González, como la mayor parte de los escritores picarescos, sólo incide una vez, que sepamos, en el género.

 

 

 

 

4. EL GUITÓN ONOFRE ANTE LAS OBRAS INAUGURALES

DEL GÉNERO: LA ORGANIZACIÓN NARRATIVA

 

Onofre comienza el relato de su vida remitiéndose a su nacimiento en el seno de una honrada familia de labradores en el lugar de Palazuelos, en los aledaños de Sigüenza. Tras la muerte de su madre y, posteriormente, de su padre, es acogido por Rodrigo Serbán, al que le da el título de tutor, aunque, de hecho, se hallará a las órdenes directas de Inés, la taimada ama, quien, con su maltrato y relegación en favor del hijo de Serbán, encenderá los deseos de venganza de Onofre. Éste, en efecto, devolverá con redoblada crueldad un castigo que le había sido infligido. Al poco tiempo, se interesa por él un sacristán de la catedral de Sigüenza, al que comienza a servir. Después del primer deslumbramiento al llegar a la ciudad y del engaño de que es víctima en el puesto de una frutera, que no quedará sin réplica, comienza a asimilar los prácticos consejos que le da Teodoro, el sacristán, y, aunque vuelve a ser burlado, esta vez por los pupilos alojados en casa de su amo, pone en juego toda su habilidad para sangrar al poco generoso sacristán y vengarse, también de forma desproporcionada. Huye y, al poco, entra al servicio de un piadoso estudiante, don Diego, al que acompaña a Alcalá, Madrid y, por fin, a Salamanca. Como éste decide hacerse jesuita, Onofre queda libre y tiene ocasión de emprender una carrera criminal, primero en la ciudad del Tormes, robando a los jesuitas, y después en Valladolid, que lo llevará a apoderarse de una considerable fortuna mediante la impostura de hacerse pasar por recaudador de impuestos reales. Acaba en la cárcel, precisamente en Calahorra, con condena segura de muerte, pero consigue escapar mediante una ingeniosa estratagema. Se refugia en Zaragoza y, para mayor seguridad, decide ingresar en un convento dominico. Aquí concluye la primera parte, no sin prometer una continuación en la que, anuncia, contará su abandono del convento y los «cuentos ridículos» que le sucedieron.

La obra se organiza, como se puede vislumbrar a partir de esta apretada sinopsis, en tomo a motivos que comenzaban a hacerse tradicionales en la picaresca. Por de pronto, Onofre inicia la relación de su agitada trayectoria vital remitiéndose a sus orígenes familiares. Y no lo hace en vano, puesto que era ya conocida del frecuentador de la incipiente serie la abyección que definía la estirpe tanto de Lázaro como de Guzmán. Sin embargo, desde ese mismo momento, comienzan una serie de intencionadas disidencias que definirán en buena medida la postura de esta nueva obra respecto a sus precedentes picarescos. Así, por ejemplo, el narrador recurre al susodicho lugar común narrativo para, acto seguido, negar su validez por lo que a él se refiere y, a pesar de todo ello, aplicarlo rigurosamente a su narración «por no ser menos que los otros». Una actitud curiosa que sólo encuentra explicación en la necesidad, que empezaba a pesar sobre los autores, de tomar posición ante los que iban convirtiéndose en tópicos, en absoluto insignificantes, de la serie picaresca 18:

 

Comencemos en bien, que, según dijo el filósofo, las cosas para ser bien entendidas se han de tomar por su primer principio. Aunque en mí podía cesar esa regla, porque yo soy tal, que quien más adelgazare mi origen vendrá menos en mi conocimiento. Pero al fin, por no ser menos que los otros, habrán de saber Vms. que yo nací...

 

De esta manera, pues, se introduce el motivo picaresco del 'vituperio de los antepasados', que, en realidad, se compone a su vez de tres motivos subordinados diferentes: el comienzo ab initio, fundamento de los otros dos, el que Claudio Guillén denomina myth of the orphan y el vituperio propiamente dicho. Ante ninguno de los tres el Guitón muestra acatamiento estricto. Lo veíamos ya en lo referente al comienzo ab initio y lo comprobamos también respecto a los otros dos. Onofre, como Lázaro y Guzmán, padece en su infancia la pérdida de su padre, e incluso, a diferencia de los demás pícaros, la de su madre. No obstante, el lector no recibe la impresión de que su desamparo sea equiparable. Su padre había dispuesto un tutor para cuando él faltase y, a pesar de ciertas insinuaciones malévolas de Onofre y de los repetidos comentarios acerca de las penosas consecuencias de una mala educación en la niñez, encuentra en casa de Rodrigo Serbán un cierto refugio.

Por otra parte, y en lo que es una innovación mucho más llamativa, asistimos no sin cierto asombro a lo que, en sentido freudiano, y teniendo en cuenta la tradición anterior, pudiera parecer un Familienroman. En efecto, sus padres son pobres pero honrados. Son, además, campesinos con alguna pequeña propiedad hacia los que el guitón parece sentir un gran cariño. Incluso se muestra beligerante en la defensa de su origen rústico. Insiste en él y casi se diría que lo tiene a gala. Tanto que pudiera resultar sospechoso semejante énfasis; sobre todo en virtud del contraste con las obras anteriores de la serie picaresca. Más tarde habremos de volver sobre ello.

El segundo motivo clave en la articulación del Guitón es el del 'servicio amos'. No hace falta insistir en la importancia que tal motivo tenía en Ias obras inaugurales de la picaresca. En el Lazarillo era, sin duda alguna, su principal elemento estructurador, quizá por su relación histórica con la sátira menipea. En el Guzmán, sin embargo, la importancia de los amos había decrecido considerablemente. El pícaro no abandonaba su tierra y familia impelido por alguien que lo solicitase como criado, ni tampoco posteriormente iba a reducir sus andanzas a las experimentadas a la sombra de un amo. Incluso, en segunda parte, no así en la continuación apócrifa, abandona esa actividad siempre que excluyamos sus atenciones al cómitre de la galera, al dejar el servicio del embajador francés en Roma. Es indudable, por tanto, que la desigualdad es la nota característica de la importancia del 'servicio a amos' tanto en las obras iniciales como en las que desarrollarán mas tarde la serie: piénsese, por ejemplo, en la diferencia que separa las narraciones con una pícara como protagonista, donde el servicio propiamente dicho casi desaparece, de otras como Alonso, mozo de muchos amos .

El guitón Onofre, en este sentido, refleja bien cuáles son sus principales influencias. De un lado, presenta un inicio muy ligado al servicio. El abandono de Palazuelos y la casa de Rodrigo Serbán se produce ante la propuesta del sacristán seguntino de tomarlo como criado cuando pasa inopinadamente por el lugar. No cabe más que recordar el conocimiento de Lázaro y el ciego. Y no es la única similitud. Si consideramos a Inés como especie de primer amo de Onofre, y hay aspectos de la relación entre ambos que autorizan a hacerlo así, observaremos que son tres los amos a quienes el guitón sirve, del mismo modo que tres eran los que sobresalían de la lista de nueve a los que había servido Lázaro. No parece muy aventurado afirmar, como se puede constatar en algunas de las notas al texto, que muchos de los rasgos que caracterizan a quienes sirve Onofre están tomados casi literalmente de los tres primeros tratados lazarescos 19. Y no sólo eso. También la íntima interrelación y la evolución que marcaban el contacto del mozo de ciego con sus amos se ven reflejadas en el texto de Gregorio González. La convivencia con los distintos amos le sirve a Onofre de escarmiento y enseñanza en diversos asuntos, sobre todo en la necesidad de aprender a valerse por sí mismo, como anteriormente le había servido al famoso destrón su trato con el ciego, el clérigo y el escudero. Pero, cuando Onofre es abandonado por don Diego, deja definitivamente su carrera de criado y se dedica a salir adelante por sus propios medios. Es en ese momento cuando más declaradamente sigue el ejemplo guzmanesco. del que ya se percibía la huella a través del parecido que en algunos aspectos, en especial la aparente bondad, guardaban don Diego y el cardenal alemaniano. Surge entonces un nuevo motivo cuya formulación está ya inequívocamente en el Guzmán: la vida libre.

La vida libre de Onofre, que bien se podría situar bajo el auspicio de su afirmación de que «da mayor felicidad es no servir a ninguno», se localiza entre su etapa como servidor de amos y el posterior «hurto de honra», o «práctica social de la usurpación» como prefiere José Antonio Maravall, relacionado con las desmesuradas pretensiones sociales que acompañan el momento de mayor prosperidad económica, ya anunciadas, como realza el propio Onofre, por su paradójico apellido: Caballero. Pero su inicio se apunta ya en el breve paréntesis en que es despedido por don Diego, antes de que éste lo abandone definitivamente. Transcurre, por tanto, este primer contacto de Onofre con la vida libre en Salamanca.

En este sentido, conviene llamar la atención sobre un episodio central en la vida de Onofre: el robo efectuado en la finca de recreación que los jesuitas tenían en las afueras de la ciudad del Tormes. Es un episodio clave, puesto que sirve de puente entre dos de las etapas fundamentales de la vida del guitón. Con respecto a la fase de mozo de muchos amos, supone la conclusión definitiva, como se aprecia en la recurrencia de la venganza como motivo -se consideraba expoliado por los jesuitas, quienes se habían quedado con los bienes de su amo-y en que aún se mueve, pues. entre las consecuencias de lo sucedido con anterioridad. Por lo que se refiere a su nueva vida libre, significa un claro precedente en lo que tiene ésta de notoriamente delictiva. Es, además, el último caso cuyo escenario es Salamanca: una vez salido con bien de este accidentado episodio, Onofre tomará el camino de la Corte, Valladolid en ese momento, el ámbito que mejor cuadraba a su nueva derrota vital.

El Onofre buscavidas de la Corte vallisoletana tiene su explicación en la trayectoria vital que lo había llevado hasta allí. Hay una evidente relación entre los tramos biográficos anteriores y esta nueva etapa de la vida del guitón, la cual no tendrá su culminación sino con la usurpación social que cometerá posteriormente. Porque la quiebra del servicio a amos va a ser el detonante que dé lugar al crescendo delictivo característico de esta parte de su vida. Piénsese en el significativo epígrafe del capítulo 14: «Cuenta Onofre la manera de vida que tomó por no servir y cómo le prendieron por ella...». Efectivamente, Onofre lleva sus delitos hasta la falsificación en gran escala que estará a punto de conducirlo a la horca.

El guitón contrahace nada menos que una provisión real con el objeto de cobrar, usurpando la autoridad necesaria, impuestos destinados a la Corona: los famosos Millones que tanta repercusión tuvieron a finales del siglo XVI y principios del XVII. El alcance de la estafa desborda incuestionablemente el mundo de la pequeña o mediana delincuencia, puesto que, por un lado, su monto había de ser muy considerable -hacia 1600, y en un plazo de seis años, se recaudaron a través de los Millones nada menos que dieciocho millones de ducados- y, por otro, la falsificación de documentos oficiales de esta índole estaba penada, como se refleja en el texto, con la vida. Y a ello añadamos el modo, sin duda afrentoso para las autoridades, en que Onofre se hurta a la acción de la justicia.

Onofre Caballero ingresa en la alta delincuencia con estos hechos: se convierte, como él mismo había predicho, en 'ladrón de arte mayor', muy lejos ya de los pequeños hurtos anteriores. La manera en que lo hace no parece tampoco haber sido elegida sin fundamento. Recuérdese el caso, sorprendentemente similar al de Onofre, que cuenta Guzmán de «un delincuente, famoso falsario, que con firmas contrahechas a las de su majestad y recaudos falsos había cobrado muchos dineros en diversas partes y tiempo», y que, en consecuencia, fue condenado a «muerte de horca, no obstante que alegaba ser reo de evangelio» y haber puesto el Ordinario eclesiástico cessatio a divinis 20. Antonio Dornínguez Ortiz, de otra parte, da noticia -siguiendo las informaciones del padre Pedro de León- de un caso muy semejante ocurrido, también en Sevilla, el año 1581: «Mucho escándalo causó la muerte de Pedro Femández de Esquivel, falsificador de cédulas. Era ordenado de Evangelio y se puso en toda Sevilla entredicho y cessatio a divinis. "Todo eso no bastó para que Pareja de Peralta, alcalde de la Audiencia, lo remitiese al juez eclesiástico". Fue ahorcado en la plaza de San Francisco» 21. Y Onofre, no lo olvidemos, fue detenido contraviniendo la protección eclesiástica que lo amparaba por hallarse en el momento de su captura acogido en la catedral de Calahorra.

Hay, en consecuencia, una progresión muy perceptible en las malandanzas del pícaro de Palazuelos 22. Pero el delito capital de la falsificación y estafa va acompañado de uno no menos grave para la mentalidad dominante de la época: la usurpación social. Una forma de falsificación no menos característica de la personalidad literaria de Onofre Caballero. En un determinado momento, Onofre aspirará seriamente a una posición respetable; incluso entrará en sus proyectos la posibilidad de unos herederos a quienes legar su creciente patrimonio. Después habrá de olvidarse de este espejismo, pero seguirá buscando conservar una honra que ya iba despuntando como una obsesión desde lo más negro de su vida sin amo. La usurpación de respetabilidad -mediante la falsificación histriónica- y el ascenso social están ligados en la obra de Gregorio González y, en cuanto motivo, son su culminación. El horizonte de Onofre como guitón es muy limitado y sólo podrá aspirar a lo que no es mediante una metamorfosis.

Ulrich Wicks veía en el desempeño de distintos papeles por los protagonistas picarescos uno de los motivos más habituales en la serie 23. Se trata de una habilidad que no se limita a la tendencia, sobresaliente en los pícaros, a actuar como impostores a la primera oportunidad que les surge, aunque no sea más que para ofrecer de sí mismos una imagen indulgente. Onofre, por ejemplo, se presenta ante don Diego de una forma muy interesada; resalta aquellos aspectos que pueden servirle para caer en gracia a su interlocutor y calla los que presumiblemente no han de acarrearle ningún beneficio. No obstante, los pícaros no suelen quedarse en estas mentiras y omisiones de corto alcance; van normalmente mucho más allá, hasta llegar al 'hurto de honra'. Para estos personajes, de baja calaña social, la única posibilidad de ascender en la sociedad jerárquica en la que desenvuelven sus actividades, de alcanzar la respetabilidad, es el disfraz, la usurpación de un papel social que no les corresponde. No es extraño, pues, que en torno a este nuevo motivo se construya la última parte del Guitón.

Tampoco es el hurto de honra mero fruto del mimetismo. González no lo incluye como un peso muerto en su obra: aparece en un lugar destacado y se le va preparando el camino desde mucho antes. Incluso Onofre aprovecha sus sorprendentes escrúpulos en lo que a la mendicidad se refiere para definirse por vía de contraste ante sus congéneres picarescos, haciendo alarde de un extraño sentido del honor. Se trata de un fragmento que merece ser reproducido:

Todo esto es indecente a personas de mi cualidad, porque el ser limosnero no pertenece a guitones honrados, sino sólo a pícaros que lo estudiaron en la corte de los beneficios. Allí, entre aquellos cardenales que corre esta moneda y suben el pobre a su misma cama, no me espanto yo que haya quien estime el oficio, pero acá, que el agua dan a empellones, persona de consideración no es justo que lo codicie. Perdóneme, si hay alguno a quien le toque, que no es más en mi mano; porque la nobleza, gravedad y virtud de los buenos no se ha de emplear en honrar y autorizar los malos.

Ya anteriormente, durante el mes que pasa en Salamanca alejado de su amo, había manifestado la misma convicción: «por no pedir me fuera del mundo». Esta reluctancia a la vida mendicante es una de las muestras más llamativas del prurito de honra que atormenta al personaje desde que abandona el servicio a amos, pero que se manifiesta de otras muchas maneras. Por ejemplo, a la vez que patentiza su rechazo a la mendicidad -la exhibición de la miseria propia-, aconseja: «Vivamos como virtuosos, aunque no lo seamos». En otra ocasión, también en Salamanca, disfraza de broma estudiantil lo que no es sino una añagaza para conseguir algo que llevarse a la boca; todo por no mostrar su necesidad ante unos parientes alumnos en la Universidad. Más tarde, esta vez en Valladolid, comienza a prestar gran atención -como Lázaro, Guzmán, Pablos y tantos otros- a su indumentaria y se esfuerza por recuperar un ferreruelo que había dejado en prenda, porque «el honrado vestido ... hace honrada la persona». Así hasta llegar a sus veleidades últimas que lo conducirán casi a la horca y, en todo caso, a la confirmación plena de su abyección moral:

Deseaba yo casarme ricamente y tener hijos para que me heredaran los bienes que tenía y pensaba adquirir, mas quisiéralos llenos de virtudes; porque la hacienda ganada con trabajo no es justo que le herede el hijo vicioso.

He aquí, claramente reflejado, el hurto de honra. ¿De dónde proceden estas pretensiones de respetabilidad? ¿En qué se basa esta aspiración al éxito social y a sucesores virtuosos? A pesar de Onofre, sus propósitos se descubren irrisorios; ni su nacimiento ni su trayectoria vital lo respaldan. Es más, se puede decir que esa misma trayectoria irregular es la que justifica, como culminación, lo que parece casi un delirio.

Pronto llega, sin embargo, el castigo. El fingimiento, la transformación mentirosa, que era la única forma en que un sujeto como Onofre podía aspirar a la respetabilidad, se revelará útil asimismo para escapar de él, si bien cayendo aún más en la impostura. La suplantación es ya absoluta: antes trataba de imitar comportamientos para integrarse en la sociedad respetable, pero ahora falsea abiertamente su filiación. Las palabras con que intenta, y logra, conseguir el ingreso en los dominicos, para escapar así a la justicia, marcan la culminación de su carrera:

Padre prior, Vuestra Paternidad sabrá que yo soy un hidalgo castellano; que, aunque por acá no me conocen, en mi tierra son estimados mis deudos, y aun a mí me hacen merced de tenerme por quien soy.

Poco más adelante termina lo que se pretende una primera parte de la obra. Antes, Onofre precisa, no obstante, como «Luego me volví a mi natural. Comencé a desmandarme y a ser cual yo solía, porque la raposa, aunque vieja, muda el pelo pero no las marañas». Tan desalentadora conclusión, que enseguida nos recuerda, por cierto, el final de la obra de Quevedo, no es más que la constatación de la imposibilidad de un fingimiento continuado. Onofre, por naturaleza, educación y ascendencia, es un guitón; y no podrá ser otra cosa, si no es, como decíamos, mediante la impostura.

El relato de Gregorio González ofrece, visto así, una coherencia innegable. El autor presenta desde una óptica muy definida un caso de usurpación social al que no caería mal el adjetivo de ridículo o, quizá mejor, de irrisorio. Lo presenta además, podemos suponerlo, ante un público en principio muy limitado y que no discordaría gran cosa en la actitud frente a ese caso. Con todo ello, la narración se sitúa en la estela semántica de la picaresca tal y como había sido concebida cincuenta años antes por el anónimo creador del Lazarillo y continuada -de forma muy distinta, innegablemente- por Mateo Alemán. González confirma casi a rajatabla lo que Rey Hazas advirtió hace algún tiempo sobre la picaresca: utilizarla como género implica abordar, sin que la actitud esté predeterminada, un conjunto temático bastante bien definido. El Guitón, de modo semejante al Buscón (¡ hasta en el nombre se parecen !), lo va a hacer así. Pero al mismo tiempo rodeará esta coincidencia con un halo de crítica e ironía hacia lo que constituía la principal originalidad de la serie: la presentación, tutelada, de un pícaro narrando su propia vida.

 

 

 

 

5.EL NARRADOR

 

 

No debiéramos olvidarnos, después de todo lo que hemos dicho, de que el Guitón, como todas las obras picarescas merecedoras de tal título, se presenta como una narración autobiográfica ficticia; y ello sin duda introduce un punto de complejidad muy a tener en cuenta. Es necesario, pues, detenerse en la configuración del narrador, que no deja de presentar aspectos de interés. Onofre, como narrador autobiográfico, utiliza unos modos harto extraños que no pueden por menos que decepcionar al lector que se sitúe ante él con una exigencia constante de coherencia y verosimilitud psicológica. La narración de Onofre ni es cerrada ni, quizá porque no pretende crearnos la ilusión de una perfecta autonomía, se explica a sí misma.

En primer lugar tenemos el hiato narrativo que ocasiona la ausencia de una segunda parte prometida, todo hay que decirlo, sin gran convicción. Por otro lado, Onofre inicia su relación autobiográfica con unas consideraciones de gran vaguedad, pero que evidencian sin embargo, una actitud muy curiosa: una mezcla de hostilidad y deseo de auto justificación que, en ninguno de los dos casos, está fundamentada por algo que el lector conozca o vaya a conocer a través de la lectura. El narrador, en otras palabras, no aparece caracterizado de modo directo como tal en el texto. No se dice cuándo, cómo, dónde o para qué escribe. Aunque también es cierto, si lo pensamos con calma, que no tiene Onofre por qué sacarnos de esas dudas ni guarda esta ignorancia del lector ninguna relación con la posible felicidad artística de la obra. Cabe, no obstante, esperar que el narrador deje sus huellas en la narración misma. Así, se diría que su catadura moral no ha variado gran cosa desde sus tiempos de Zaragoza. Al menos eso parece deducirse a propósito de un comentario acerca de don Diego:

Mas tal era él de predicador, a pique me vi de que me convirtiese: y ansí conozco que, pues éste no lo hizo, no me convertiré más de lo que estoy, aunque viva más años que Matusalén, si ya mi desdicha no me forzare a no poderlo escusar, que entonces -como al mal decir no hay casa fuertetomaré lo que me venga, pues a quien dan no escoge.

    Pero quien se quiera conformar con un Onofre alejado de conversiones, contumaz en su mala vida y renuente a cualquier tipo de revisión de su conducta anterior quedará desconcertado ante otros párrafos en los que un cierto arrepentimiento parece haber hecho mella en su personalidad. No responden a la imagen anterior palabras tan humildes como las que escribe sobre los teatinos -jesuitas- o las que dedica al recuerdo del malhadado sacristán. En realidad lo característico de los numerosos comentarios del narrador es su contradictoriedad interna; es algo tan patente que no creo haga falta mostrarlo con ejemplos. Se trata, además, de un narrador que no se ufana de una cultura profunda, ni siquiera parece pretender impresionar al narratario. Los comentarios y reflexiones del narrador son banales, casi actos reflejos condicionados por una tradición anterior y carentes de sentido propio.

Lo predominante, empero, es una actitud que podría definirse como cínica, especialmente en lo referente a la religión. Piénsese en los comentarios que van a merecer dos de los últimos acontecimientos narrados: la sacrílega forma de buscar su sustento en Valladolid y su ingreso en los dominicos. A propósito del primero, por señalar un ejemplo, dice con evidente impiedad, teniendo en cuenta que se refiere a la sustracción de formas consagradas de una iglesia de Valladolid con el único objeto de llenar su necesitado estómago: «helo referido por lo que es andar uno en buenos pasos, que, si yo no fuera a oír misa, ni me alcanzaran tantas bendiciones, porque a mi parecer cada bocadillo llevaba la suya, ni me sustentara ni hallara aquel amparo que me vino de la mano de Dios. Por eso es linda cosa vivir el hombre bien, que a buena vida no se le puede seguir mala muerte». y no es desde luego, el único caso.

Lo cierto es que el señalado es sólo un ejemplo de algo que se manifiesta constante a lo largo de todo el libro: la mezcla de reflexiones 'serias' con otras que las contradicen y algunas más que son su parodia, es decir, una constante conflictividad interna. A la que hay que añadir, por otro lado, el contraste entre la materia digresiva y la narración directa de sus andanzas. Como mínimo, se podría decir que gran parte de aquélla resulta en exceso altisonante en relación a éstas. ¿No sucede así, por ejemplo, en el capítulo 4°, que inicia Onofre con una reflexión abstracta sobre la venganza que luego aplica a su comportamiento con la vieja Inés; o con el comentario, sobre los peligros que corre la honra cuando depende de la voluntad ajena, intercalado en el relato de su aventura en la casa de recreación de los teatinos? El conflicto, e incluso me atrevería a decir que la incongruencia, es evidente. Lo narrado no justifica la narración y los comentarios del narrador no transmiten una imagen suya en absoluto nítida. 

Sólo cabría alegar en descargo de Onofre sus esfuerzos por justificar los hechos que muestra conocer como narrador y cuya noticia, desde su particular óptica de personaje implicado en la acción narrada, le está en principio vedada. Con todo, el descalabro narratológico que algunos querrán reprochar a Onofre es algo que debe ser tenido en cuenta y quizá como algo más que la consecuencia de un simple «mimetismo banal» de González respecto al Guzmán.

 

 

 

6. EL ESTILO

 

No menos importancia reviste el estilo de la narración guitonesca. También en este aspecto la sorpresa del lector inadvertido puede ser grande ante la complejidad de registros y materiales utilizados, las aparentes incongruencias, y, en general, el tono coloquial empleado por Onofre. Sin duda es una faceta de la obra de González digna de estudio mucho más detenido del que aquí podemos hacer, que se limitará a señalar los rasgos más sobresalientes, los más susceptibles de caracterizarla, especialmente porque no parece razonable justificar sin más el estilo del Guitón como el resultado del talento escaso de un autor o de la condición epigonal de una obra.

Un primer hecho llama la atención, y es algo que posiblemente sea rasgo común de las obras integrantes de la serie picaresca. Los relatos autobiográficos de los pícaros están concebidos, más que como narración, como una argumentación que toma como base las circunstancias vitales del protagonista. Hay un plano general o universal, en el que se insertan, entre otras cosas, una serie de principios morales y observaciones sobre la conducta humana, y otro particular, que es el puramente biográfico. No obstante, la delimitación de lo que, un tanto arbitrariamente, denominamos planos no es estricta. No siempre las consideraciones universalizantes pertenecen al narrador; muchas veces son atribuidas al protagonista en su pasado de personaje. Tampoco la relación entre ambos planos es, según antes señalábamos, absolutamente armónica. Pero, en todo caso, esta continua oscilación entre lo general y lo particular hace posible la labor argumentativa implícita que caracteriza al Guitón. Volviendo a las observaciones generales sobre la venganza que abrían el capítulo 4°, es fácilmente perceptible cómo el suceso particular de Onofre con el ama Inés es presentado como un caso específico dentro de un planteamiento de alcance muy superior. Esta tendencia deja su huella en el estilo; de ahí la importancia del entimema Como elemento estructurador de la prosa de El guitón Onofre.

El entimema se define de maneras distintas según la tradición retórica en que nos situemos. Quintiliano lo caracteriza Como un silogismo incompleto o elíptico, es decir, un silogismo al que le falta alguna de su premisas. Anteriormente, Aristóteles, sin embargo, lo había definido Como un silogismo retórico cuyo objetivo es la persuasión y que, por tanto, no se define por el carácter de verdad de sus premisas, sino por su verosimilitud. Ambos puntos de vista son, de hecho, complementarios y ayudan a explicar una de las bases estilísticas del relato de Onofre, lo que podemos denominar estilo entimemático. En el Guitón hay gran cantidad de entimemas. Se suele partir de una premisa general -verosímil- y, elidiendo la intermedia que sería necesaria en un silogismo, se llega a lo que constituiría la conclusión, esto es, el suceso Concreto de la peripecia vital de Onofre que se pretende justificar o enmarcar en una categoría superior. Tal aproximación, a la que evidentemente no se le puede exigir un rigor excesivo, pudiera explicar la característica convivencia de apreciaciones de pretensión universal junto a la narración pura. No se olvide que lo que serían las premisas básicas de estos entimemas tienen Como propósito principal la persuasión, no la demostración, por lo que, en este sentido, bordean el sofisma. Además, la relación entre la premisa de partida y la conclusión es con frecuencia peregrina. Aún más, podría decirse que una de las peculiaridades más destacables de la obra que nos ocupa deriva precisamente de la arbitrariedad de la relación de los distintos componentes entimemáticos. Veamos unas cuantas muestras de las premisas que constituyen el punto de partida de los entimemas: «Una de las cosas que más incitan los hombres a mal hacer es el odio natural» ; «Grandes infortunios y desventuras son las que siguen a los hombres»; «Ordinariamente obliga la pura necesidad a cosas que los hombres no tienen en la imaginación o, a lo menos, que se pasarían sin hacerlas si las pudiesen escusar».

Los hechos de Onofre son, entonces, consecuencia o ejemplo de afirmaciones de esta índole, que, planteadas Como apriorismos, son aceptadas sin necesidad de demostración. El entimema, ciertamente, no es más que la urdimbre en tomo a la cual se teje todo un conjunto de elementos que apoyan la premisa, bien a través de cláusulas causales, bien de comparaciones o simples reiteraciones. También surgen elementos de transición entre lo universal y lo concreto. Toda una serie de rasgos dignos de estudio más detenido que conforman el estilo entimemático y que, indirectamente, proyectan el discurso del pícaro hacia algo exterior a sí mismo, confiriéndole un carácter que quizá pueda denominarse pragmático.

Otro de los fundamentos estilísticos de la prosa del Guitón se halla en su configuración heterogénea. Si por una parte, integra rasgos procedentes de la literatura sermonaria, y ciceroniana en general, por otra, admite elementos estilísticos de la narrativa de entretenimiento y de la tradición celestinesca. Encontramos procedimientos de raigambre ciceroniana -remito al comienzo del capítulo 10- como la amplificatio, la copiosidad, la congeries. la exclamatio, la interrogatio; también el recurso a terminologías y modos expresivos especializados como la teológica o la militar, con todo lo que implican; junto a otros de origen menos nítido: antítesis -«Mezclóse mi riso con amargo llanto, porque, debajo de la dulce miel, estaba escondido el pestífero veneno»-, pleonasmos -«insaciable y excesiva hambre»-, algún calambur -«quien dice servir dice ser vil»-, paranomasias -«No sabe del mal que se libra el que no ha entrado en el mar de la miseria»-, etcétera; y, sobre todo, al Iado de recursos y elementos de carácter mucho menos elevado que provocan un acusado contraste. Así, hay numerosísimas referencias a la fraseología popular y a cuentos tradicionales, pero hay otro elemento que llama mucho más acusadamente la atención: los refranes. Manuel Criado de Val llega a decir que «Los refranes y frases proverbiales en Guitón Honofre superan en su número, y proporcionalmente a la extensión del libro, a cualquier otra obra de la literatura española» 24.

Quizá sea así, aunque no siempre es fácil distinguir lo que es refrán de lo que no lo es, y aún menos deslindar entre sí de una manera precisa los dichos de diverso tipo, refranes, proverbios, etc., etc. Sí puede decirse, no obstante, que tales acuñaciones se integran en un discurso que parece construido a retazos, casi como un taraceado de expresiones ajenas de la procedencia más diversa. Hay refranes, en efecto, pero también proverbios, adagios, locuciones legales, sentencias de origen clásico, terminología deudataria de un aristotelismo escolástico vulgar y, como ya se ha apuntado, hasta préstamos directos de otros textos literarios próximos.

En general, creo que podría afirmarse, sin que quepa ahora entrar en una exposición matizada, que el origen de esta heterogeneidad estilística es celestinesco. Este es a mi juicio el alcance más profundo de la, por otra parte, evidente influencia de La Celestina sobre el Guitón 25. No se trata ya de una impronta de carácter superficial o anecdótico, sino de un factor que se halla entre los de mayor peso en la conformación del estilo de la obra de González; aunque no cabe duda de que no sería adecuado, a pesar de la patente influencia directa de la obra de Rojas, hablar de un influjo recibido al margen del Lazarillo y el Guzmán. Los elementos celestinescos se inscriben no tanto en el marco de una relación circunscrita a los textos de Rojas y González como en el contexto de una tradición literaria de gran vigencia en el Siglo de Oro, de la cual la picaresca resulta componente fundamental, que es en muchos aspectos heredera de La Celestina. Sucede, sin embargo, que en el Guitón la deuda celestinesca es mucho más perceptible que en sus antecesores.

El uso de los refranes sería una muestra de ello, sin que quepa excluir un aprovechamiento particular del recurso en la obra de Gregorio González. Lejos de ser utilizados como elementos autónomos inscritos en el discurso narrativo, el peso del refrán en la prosa de El guitón Onofre es mucho mayor, de modo que su imbricación en el resto del discurso es también ostensiblemente más profunda. Puede, de esta forma, confundirse con otros elementos mediante su transformación en cláusula causal o concesiva: «No estábamos todos en la color del paño, porque uno piensa el bayo y otro quien lo ensilla». En estos casos se suele respetar la integridad formal del refrán. Otras veces, en cambio, se altera levemente para que su integración en el discurso sea más efectiva: «No era yo como el perro del hortelano, que ni come las berzas ni las deja comer». Incluso puede aparecer un refrán como variación de la forma más conocida para que así se relacione más estrechamente con la situación de Onofre: «Perdido por perdido, Valladolid en Castilla». Un uso tan extendido del refrán recarga el discurso del narrador con material ajeno, lo que tiene como consecuencia inmediata el conflicto de lo que son «unidades dadas frente a una voluntad de estilo» 26. Los refranes son unidades de forma previa bien establecida, favorecedora de cierto laconismo expresivo que, no obstante, es contrarrestado por la acumulación sistemática. Al tiempo, acentúa la impronta de lo 'ya dicho' sobre la palabra guitonesca e inevitablemente, por ser los refranes elementos bien definidos desde el punto de vista del decoro estilístico, caracterizan a quien los emplea, es decir, a Onofre. Sobre todo si tenemos en cuenta un matiz capital. Es éste que, si en La Celestina los refranes y máximas destacan por la funcionalidad y coherencia interna de su inserción en el discurso de los personajes, hasta el punto de que se ha podido decir de ellos que constituyen un elemento estructural de primer orden en la obra de Fernando de Rojas 27, en el Guitón tal congruencia se quiebra casi de manera sistemática.

No es necesario insistir en la probable intencionalidad de estas circunstancias. Baste recordar que, frente al aprecio con el que contaron a lo largo del siglo XVI, el XVII fue testigo de una valoración muy diferente, consecuencia de «una reacción antipopularista, que se polariza en la repulsa de la frase hecha y de toda entidad idiomática fija de tono coloquial» 28. De ahí tanta parodia y comicidad como se registra en estos años respecto a su empleo. El que la utilización de refranes tenga en escritores como Quevedo «el alcance de un vulgarismo adrede» 29, o el que sea un recurso tan socorrido en el ámbito del entremés, proporciona la pauta para aquilatar su presencia en El guitón Onofre.

Y se podría añadir a los anteriores un tercer rasgo de gran fuerza conformadora en lo que atañe al estilo: el tono oral que tan marcadamente califica el quehacer narrativo de Onofre. No cabe duda de que a él contribuye en gran medida la abundancia de refranes o, aun mejor, la heterogeneidad de los procedimientos estilísticos presentes en el texto. También la frecuencia de anacolutos, el continuo realce del momento de la narración -a pesar de su carácter impreciso- sobre lo narrado, las referencias a gestos o actitudes del narrador -«puedo yo decir entre los dientes...»-, las frecuentes alusiones a lectores representados... Todo ello sumado a la incontinente garrulería de Onofre, verdadero pícaro hablador, que se deja llevar de continuo por el torrente de su palabrería, perdiendo a veces el hilo de su discurso y otras acumulando de manera insistente refranes, comentarios y observaciones de toda laya.

Tres, pues, son los ejes estilísticos del Guitón: articulación entimemática, heterogeneidad de procedimientos y tono coloquial. Sólo hemos podido referimos a ellos de modo somero, pero quizá contribuyan, junto a lo dicho sobre otros aspectos de la obra, a configurar un perfil que ayude a una lectura adecuada.

 

 

 

7. EL GUITÓN ANTE EL GUZMÁN.

 

Pero conviene regresar a la serie picaresca. y es que, si volvemos la vista a las obras que lo precedieron, es fácil percibir que no hay nada excepcional en lo que hemos notado acerca del relato de Gregorio González. El Guitón es una obra abierta, en el sentido de que la trayectoria del personaje no confluye con el momento de la narración, como lo son el Lazarillo, al menos así lo interpretan los primeros testimonios que tenemos de su recepción (me refiero a las interpolaciones de la edición de Alcalá y a la continuación de 1555), y el Guzmán de Alfarache, especialmente si tenemos en cuenta que la primera parte fue la única en circular durante los años de gestación del Guitón.

La configuración estilística de la obra que nos ocupa también sigue en grandes líneas los rasgos básicos del Guzmán y, más alejadamente, del Lazarillo. Hace tiempo que Cros señaló la tendencia del relato de Alemán a iniciar sus capítulos con una sentencia o un lugar común 30, lo que nosotros considerábamos premisas de los entimemas. También el estudioso francés señalaba la dislocación de las reflexiones morales y apólogos respecto al objeto al que eran aplicados. Benito Brancaforte, por otro lado, ha destacado igualmente cómo muchas veces las digresiones tienden a degradarse a medida que se desarrollan o bien carecen de sentido en su aplicación concreta 31. Tampoco han escapado a la atención crítica la heterogeneidad y coloquialidad del estilo guzmaniano, ni el grado de contradicción interna que entraña. No parece, pues, que tenga mucho sentido el oponer una supuesta articulación perfecta entre elementos universalizantes y narrativos del Guzmán a una lamentable torpeza mimética del Guitón. En buena medida éste es un fiel continuador de aquél. Y lo mismo se puede decir por lo que se refiere al aspecto temático. No es indudablemente el texto de Gregorio González una excepción al aserto de Antonio Rey Hazas: «Elegir la novela picaresca significa ...poco menos que necesariamente, tratar el tema de la posibilidad o imposibilidad de ascenso social en la España del Siglo de Oro»,

Ésa es, en efecto, una de las claves en la articulación de la obra. La relación con las obras anteriores de la serie aparece resaltada, además, por las continuas referencias a sus antecesores, Por ejemplo, Onofre inicia su relación asegurando explícitamente su inclusión en una tradición previa: «me he querido arriesgar a los peligros del vulgo arrojándome a seguir los pasos de los que primero con mi misma determinación se pusieron en su juicio», y en un momento muy importante de la obra dirá, como respuesta al apelativo de «guitón» con que lo moteja Teodoro: «Ése dije yo llorando será mi desdichado nombre; que, pues hay primero y segundo pícaro, justo es darle compañero, que no puede pasar el mundo sin guitón»,

Hay, empero, ciertos elementos de la obra de González que, al introducir una notable distancia respecto al Guzmán, impiden considerarla como dócil descendiente del pícaro alemaniano. Como en otros textos cercanos a él, por ejemplo La pícara Justina o El Buscón, no se escapa a una lectura atenta un cierto aire de parodia, de disidencia respecto a la propuesta narrativa de Alemán. Las mismas referencias a los pícaros anteriores están teñidas de una visible hostilidad; recuérdese la alusión a Guzmán ya mencionada a propósito de la renuncia a la mendicidad por parte de Onofre. Y, por otro lado, el título de guitón que ostenta el protagonista de González es una marca de la voluntad diferenciadora frente a Guzmán, el Pícaro por antonomasia 32. Ello se une a una evidente exageración de elementos ya presentes en los textos anteriores. Las pretensiones de Onofre son, si cabe, más descabelladas que las de Guzmán: incluso aspirará a heredar abintestato a su amo don Diego. Como criminal va también más lejos; su carrera de falsificador lo lleva casi al patíbulo. Se acentúan por otro lado los aspectos ridículos y grotescos de su persona y aspiraciones, al tiempo que se hacen patentes la incoherencia y contradictoriedad interna de su discurso. Una pregunta fundamental se impone: ¿cuál es el sentido de todo esto?

Creo que el Guitón debe ser entendido en el marco de la polémica interna que caracteriza a la serie en el momento en el que surgen las primeras respuestas al Guzmán. En la obra de González, como en las de Quevedo, López de Ubeda o Cervantes, hay mucho de parodia e ironía hacia el modelo guzmaniano. Esta actitud estaría basada en un concepto de decoro que propiciaría una radical desconfianza acerca de la virtualidad narrativa y social de un ser de las características de Onofre. No olvidemos el contexto aristocrático en el que escribe la obra y la calidad de servidor de los Ramírez de Arellano que caracteriza a Gregorio González.

Precisamente, las poesías que forman con el prólogo los preliminares del Guitón, en su mayoría de miembros de la familia Ramírez de Arellano, transparentan una actitud bien definida hacia el libro. Una mezcla de condescendencia e ironía muy reveladora que resalta lo que tiene la autobiografía de Onofre de divertimento, aunque no sea del todo inocente. Esto último debido, especialmente, a que esta actitud no se circunscribe a la figura del de Palazuelos sino que alcanza a Guzmán. Del propio Gregorio González es este cuarteto:

podéis decir que el mucho parentesco
que tenéis con el Pícaro os ha dado
las voladoras alas y, animado,

vais a ganar, cual él ganó, por fresco.

¿Resulta infundado, tras esto, considerar un tratamiento irónico del narrador y personaje en tanto 'pariente' de sus antecesores, especialmente de Guzmán? Recuérdese, por otra parte, la actitud que Chevalier atribuye a los gentil hombres del XVI, quienes «podían leer el Lazarillo de Tormes como obra de burlas, como librito divertido que sirve para pasar el rato» 33.

Tenemos, pues, que El guitón Onofre parte de una valoración concreta de la obra de Alemán. Sin embargo, no es el único hecho que determina la actitud hacia el guitón; el que la obra se escribiese en el ámbito de la nobleza rural podría explicar también otros aspectos. Aquí hay que aducir la curiosa circunstancia de que la progenie de Onofre no tenga mucho que ver con los pícaros anteriores: ni prostitutas ni ladrones ni rufianes se cuentan entre sus antepasados, que son simples labradores. Lo sobresaliente es que esta casta de villanos, sobre la que tanto insiste y blasona el protagonista, basta, en apariencia, para sustituir el cúmulo de infamias que adornan el origen de otros pícaros y además configura en buena medida su forma de expresión. El concepto que la obra proporciona del narrador es incompatible con la sutileza y profundidad necesarias en una actividad digresiva coherente. Del mismo modo, me atrevería a sugerir, en que, en relación con sus circunstancias, se recurre en algunos puntos a la inversión de motivos bucólicos y de tópicos como el de la alabanza de la aldea. De ahí, entonces, el atropello de los excursos, su carácter postizo, la ostensible falta de originalidad, su inadecuación y, sobre todo, esa extraordinaria abundancia de refranes. Su presencia desbordante es por sí misma indicio de su significación: un villano como Onofre encuentra en ellos el mejor sustituto de un fino discurso moralizador, y, al mismo tiempo, se convierten en la expresión idónea de la incapacidad del personaje para las «sentencias graves». Ahora entendemos de verdad lo capcioso de la pregunta contenida en el soneto de Leonor de Arellano: «¿Cómo, teniendo estado bajo y pobre, / al más subido excede tu concepto / tan rico de sentencias y elegancias?»

Según indicábamos en otro trabajo, el uso del refrán cumple de esta manera un doble objetivo: si de un lado caracteriza ideológicamente a Onofre como personaje y narrador, de otro parodia el que es uno de los rasgos básicos del Guzmán. El Guitón consigue, de este modo, a través de la sátira antivillanesca, afianzar unos prejuicios estamentales al tiempo que hace patente, mediante lo que pretende ser una réplica literaria, una recepción muy concreta de la picaresca precedente y, en particular, de la obra de Mateo Alemán. Una recepción fundamentada en la risa, risa que implica como señaló -Henri Bergson en su libro clásico- distancia y complicidad. Distancia hacia el personaje-narrador y complicidad social e ideológica entre los integrantes del círculo próximo a los Arellano en que el autor se mueve. Onofre es, así, para utilizar la feliz expresión de Emilio Moratilla, «tópicamente irreverente y risible a un mismo tiempo» 34.

José Antonio Maravall señalaba, en su último gran trabajo, La literatura picaresca desde la historia social, la relación de algunos relatos de pícaros con ciertas obras como la comedia de Antonio Hurtado de Mendoza El premio de la virtud y sucesos prodigiosos de don Pedro Guerrero, donde se plantea el caso de un «hijo de labrador que abandona el cultivo del campo, se coloca al servicio de un estudiante noble como doméstico suyo, [y] puede, usando rectamente de esta oportunidad, seguir él mismo estudios, llegar a doctorarse y acabar viéndose nombrado por el Emperador, arzobispo de Granada» 35. El libro de Gregorio González, no sin paralelismos con esa trayectoria vital, se nos presenta como un anti-Pedro Guerrero que sustituyese el 'don' de la comedia de Hurtado de Mendoza por el mucho menos honroso título de guitón. Pero lo más importante es constatar cómo este posible sentido de la obra sólo puede ser captado si aprehendemos el texto -y volvemos al principio- desde una perspectiva intertextual; esto es, como integrante de una serie bien definida como es la picaresca. Sólo así se entiende que este desdén antivillanesco pueda convertirse, a su vez, en arma arrojadiza contra el Guzmán de AIfarache. La complejidad de las relaciones internas de esta serie y la evidente capacidad de servir a intenciones variopintas que la presentación literaria de un pícaro intentando narrarse, interesadamente, a sí mismo tiene deben ser puntos de constante atención en la lectura de El guitón Onofre aquí propuesta.

 

 

 

NOTAS A LA INTRODUCCIÓN

 

1 Me refiero a la publicada por la editorial Almar en Salamanca en 1988.

2 Véase ahora la edición de Víctor Infantes y Marcial Rubio: Francisco Narváez de Velilla, Diálogo intitulado el Capón, Madrid, Visor, 1993.

3 M. Criado de Val, «El Guitón Honofre: un eslabón...», p. 530. Las referencias completas de los trabajos dedicados al libro de Gregorio González pueden consultarse en la bibliografía adjunta.

 4 J. M. 0ltra, «Los modelos narrativos...», p. 76.

5 Véase la bibliografía.

6 J. A. Maravall, La literatura picaresca desde la historia social, p. 83.

7 En el prefacio a la edición de H. G. Carrasco, p. 14.

8 F. Rico, «Postdata...», p. 234.

9 D. Ynduráin, «El Quevedo del Buscón», pp. 132-133.

10 J. M. 0ltra, «Los modelos narrativos...», pp. 72-73.

11 Véase en este sentido la nota 10 de la introducción de El Buscón, ed. Fernando Cabo Aseguinolaza, Crítica, Barcelona, 1993, p. 10.

12 Véase J. M. Oltra, «Los modelos narrativos...», p. 71.

13 E. Moratilla, «El Guitón Honofre en la tradición picaresca», pp. 478-479.

14 M. Fernández-Galiano, «El Guitón Honofre en Sigüenza», p. 200.

15 Sobre los Arellano y el Señorío de Cameros, véase ahora el libro sumamente informativo de Miguel A. Moreno Ramirez de Arellano, Señorlo de Cameros y Condado de Aguilar. Cuatro siglos de régimen señorial en La Rioja (1366-1733), Logroño, Instituto de Estudios Riojanos, 1992.

16 F. Cabo Aseguinolaza, «El Guitón Honofre y el modelo picaresco».

17 A. Rey Hazas, «Poética comprometida de la 'novela picaresca'», Nuevo Hispanismo, I (1982), pp. 55-76.

18 Véanse los comentarios de E. Moratilla sobre alguna de estas cuestiones: «La disposición narrativa...», pp. 85-86; «El Guitón Honofre en la tradición picaresca», pp. 485-485 y 490.

19 Añádanse algunas observaciones de E. Moratilla, «La disposición narrativa...», pp. 88 y ss.

20 Guzmán de Alfarache, 2 vols., ed. J. Mª Micó, Madrid, Cátedra, 1987, II, pp. 144-145. El suceso, especialmente en lo que es su desenlace, remite, como señala el editor en nota, a un cuento que recoge también Juan de Arguijo.

21 Crisis y decadencia de la España de los Austrias, Barcelona, Ariel, 19733, p.

44.

22 Así lo cree también E. Moratilla según se deduce de las tres etapas que detecta en la organización narrativa de la obra: véase en especial «La disposición narrativa...», pp. 102-103.

23 U. Wicks, «The Nature of Picaresque Narrative», PMLA, LXXXIX (1974), pp. 240-249; p. 247.

24 M. Criado de Val, art. cit., p. 540.

25 Consúltese el trabajo de Criado de Val ya citado y el artículo de E. Moratilla «Celestinesca en El Guitón Honofre».

26 Francisco Ynduráin, «Refranes y 'frases hechas' en la estimativa literaria del siglo XVII», Archivo de Filología Aragonesa, VII (1955), p. 106.

27 Véase el estudio de Julio Fernández Sevilla, «La creación y repetición en la lengua de La Celestina», en Actas del II Simposio Internacional de Lengua Española, Ediciones del Excelentísimo Cabildo Insular de Gran Canaria, Madrid, 1984, pp. 155-200.

28 F. Ynduráin, art. cit., p. 130.

29 F. Ynduráin, art. cit., p. 111.

30 E. Cros, Protée et le Gueux, París, Didier, 1967, pp. 203-204.

31 B. Brancaforte, Guzmán de Alfarache, ¿conversión o proceso de degradación? , Madison, The Hispanic Seminary, 1980, pp. 19-20.

32 Así lo entendía ya J. M. Oltra, art. cit., p. 64.

33 Maxime Chevalier, Lectura y lectores en la España de los siglos XVI y XVII, Madrid, Turner,1976, p. 170.

34 E. Moratilla, «El Guitón Honofre en la tradición picaresca», p. 487.

35 J. A. Maravall, ob. cit., p. 398.

 

 

 

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

 

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Cabo Aseguinolaza, Fernando, ed., El Guitón Onofre, Salamanca, Almar, 1988.

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Carrasco, Hazel Genéreux, ed., El Guitón Honofre (1604), Valencia, Estudios de Hispanófila, 1973.

Criado de Val, Manuel, «El Guitón Honofre: Un eslabón entre 'celestinesca y picaresca'», en La picaresca. Orígenes, textos y estructuras. Actas del I Congreso Internacional sobre la Picaresca, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1979, pp. 539-546.

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Ynduráin, Domingo, «El Quevedo del Buscón», Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, LXII (1986), pp. 77-136.

 

 

 

 

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ESTA EDICIÓN

 

Esta edición debe entenderse como una revisión completa de la que publicó en 1988 la editorial Almar en Salamanca. Quiere ello decir que, buscando salvar las numerosísimas erratas que por distintas razones se habían deslizado en aquel entonces, he vuelto a cotejar la reproducción del manuscrito que obra en mi poder y cuyo original se conserva en el Smith College de Massachusetts. Es un manuscrito de la época en el que se percibe la intervención de varias manos diferentes. Son abundantes en él las tachaduras y correcciones, así como en algunos casos las adiciones entre líneas o en los márgenes. El manuscrito se halla deteriorado en algunos puntos, lo cual impide por veces su lectura. He señalado las conjeturas más relevantes introducidas en el texto -bien en el propio texto mediante corchetes, bien en nota-, pero no las restantes circunstancias recién destacadas dado el carácter no crítico de esta edición.

Por lo que se refiere a los criterios de la edición, debo decir que he modernizado tanto la ortografía como la puntuación. He respetado, sin embargo, aquellas grafías que pudieran afectar la conformación fónica de las palabras, así como vacilaciones habituales en textos de este período como por ejemplo las de las formas así /ansí o ahora/agora. He deshecho, de acuerdo con la norma actual, algunas contracciones, muy poco estables en el texto por otra parte, como quel, aunques, desto, etc. Los puntos señalan fragmentos ilegibles en el original.

 

Santiago de Compostela, octubre de 1994

Fernando Cabo Aseguinolaza

 

 

 

 

 

 

 

Gregorio González

EL GUITÓN ONOFRE

Edición a cargo de

FERNANDO CABO ASEGUINOLAZA

BIBLIOTECA RIOJANA

Nº. 5

Gobierno de La Rioja

LOGROÑO, 1995

 

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