Biblioteca Gonzalo de Berceo  
 

 

I

 

      El canto gregoriano constituye una forma de oración; por tanto, su esencia no se puede captar por vía meramente musical, sino por la misma práctica de la oración. Ocupa un término medio entre la letra hablada del rezo y la pura contemplación mística, pues se basa en palabras concretas, cuyo sentido lógico en unos casos subraya y en otros amplía hasta los límites del pensar supralógico.

      Su distintivo más característico consiste en la virtud de estancar las fuerzas de la devoción, igual que una esclusa, y luego canalizar y moldear estas fuerzas desniveladas y puestas en movimiento. En presencia de tal metáfora la imaginativa romántica quisiera ver de buen grado un caudal de sentimientos reprimidos, los cuales, al separarse las amplias puertas, se precipitan libres y apasionadamente como un río torrencial fuera de su prisión. Sin embargo, el lector no debe interpretar así esta metáfora. El canto gregoriano no encierra nada de patético o violento, ni de blando o dulce: El sentimiento no le da origen, ni cuerpo; antes bien, sólo constituye su sombra, es decir, una secuela. El canto gregoriano es un camino, un medio de transporte. El simbolismo precristiano lo hubiera denominado un carro, una nave o  un río en el cual caminan las luminosas sílabas sonoras. En nuestra metáfora las dos puertas de la esclusa simbolizan la cultura religiosa y el dominio de sí mismo, que contienen las aguas de un lago formado por la lluvia de la gracia divina y de los ríos que desde las altas montañas del recogimiento corren hacia el depósito de la subconsciencia. La superficie empieza a rizarse y a cantar cuando el caudal es suficiente para que las aguas puedan desbordar la esclusa después de haber depositado en el fondo todas las materias impuras.

Las dos puertas podrían compararse también a las dos alas batientes de una larga capa que cubre un ser humano desde los hombros hasta los pies, al paso que la cabeza rebasa el borde superior de la esclusa; pues dichas puertas nunca se abren y desborda tan sólo el agua cristalina. En oposición con la música romántica, que peca quizá por ser demasiado comunicativa y expansiva, el canto gregoriano acusa una castidad y (para la concepción musical moderna) un carácter casi demasiado reservado. Sus ondulaciones moderadas constituyen un río o un sendero que prescribe al orante el camino más viable a través del terreno accidentado de los valles sonrientes, los oscuros estrechos y las arduas montañas del paisaje litúrgico. Su ritmo disciplina la alegría del Gloria, inspira confianza en el Miserere Nobis y socorre el pneuma angustiado del hombre al despertarse poco a poco en él la conciencia de la presencia de Dios.

Quien canta estas melodías no sigue el movimiento fácil de una melodía ajustada a un molde tradicional, sino que emprende una ascensión hacia tierras lejanas, y de ahí que sea indispensable someterse sin reservas a los preceptos de su guía. Sus fórmulas no se pegan al oído como lo hacen las estructuras simétricas de las canciones populares, porque sus evoluciones no se limitan a poner en movimiento las más elementales leyes del equilibrio, sino que pretenden superar las cadencias demasiado esquematizadas. Con todo, sería erróneo pensar que por esto los movimientos musicales del canto gregoriano estén en contradicción con las leyes musicales de la gravedad; pues, muy al contrario, siguen respetando dichas leyes. Pero sus arcos melódicos les quitan la pesantez y cuanto en ellas pudiera haber de rudimentario y de tosco; ensanchan el ritmo de sus evoluciones en forma análoga a la de un arco, que permite ampliar la distancia entre las columnas bajo el techo de un templo.

     En cierta medida, y en otro plano, pudo observarse también este fenómeno a principios del siglo XIX, cuando L. van Beethoven rompió con el dinamismo tradicional y estereotipado de la simetría musical de su época. Como ocurre continuamente en la Historia, ningún profesional o perito en la materia entendía lo más mínimo de esta nueva y superior concepción de las mismas leyes fundamentales, porque al realizarlas el maestro de Bonn con un ritmo poco común y más amplio de lo usual, pidió a sus oyentes, algo desorientados, que siguieran con suma atención las difíciles veredas melódicas hasta sus cimas inauditas, en vez de considerar la música como un cómodo paisaje de dorados lugares comunes.

Claro es que para poder entregarse a las líneas melódicas del canto gregoriano es imprescindible poseerlas técnicamente, cosa imposible de adquirir ni por una ni por cuatro lecturas rápidas, sino tan sólo mediante un concienzudo estudio. Hemos de familiarizamos con cada sonido y con cada grupo de éstos, de igual modo que un ciego descubre progresivamente un objeto palpándolo con el mayor cuidado.

Una vez bien compenetrados de las fórmulas melódicas de dicho canto, se nos impone su ritmo, y de repente cambiamos de actitud interior por hallamos trasladados a una zona superior a nuestra propia y limitada imaginación. Debido a la unión específicamente gregoriana de la letra con la música, nuestra atención repara súbitamente en palabras que antes parecían tener poca importancia y pasa por alto otras que primitivamente parecían ocupar el primer término. Tan fuerte es el relieve que la línea melódica da a la letra, que el canto parece a veces desempeñar la función de una exégesis mística. Pero su papel específico consiste en perpetuar la palabra en el sonido y en conferir la justa medida a la palabra dirigida a Dios.

En este camino no hay superlativos musicales ni descabelladas ex·clamaciones; todo es sobrio, sencillo y verdadero: Vide quod ore cantas, corde credas. No será difícil al lector el darse cuenta de la alta tensión psíquica contenida en las moderadas y corteses fórmulas del Introito del domingo de sexagésima.

 

 

   Ningún intervalo de gran envergadura hincha la palabra exsurge, porque esta exhortación se hace con la debida moderación; con la misma cortesía se se desarrolla la línea melódica del quare obdormis, Dómine. Si bien las dos repeticiones del. exsurge se presentan algo más intensas, no por eso rebasan los límites del marco trazado por el diálogo. La fuerza de expresión del canto gregoriano no se verifica por paroxismo, sino por la sobriedad, la sinceridad, la cortesía y la castidad de 8US fórmulas.

 

II

Una vez comprendido lo que antecede, no se puede dudar de que una melodía gregoriana tan sólo puede estar bien enfocada al ser examinada cada vez en aquel lugar que la liturgia le asigna.

Hállanse en la cumbre de la jerarquía de este extenso repertorio musical las salmodias que P. Wagner designó tan acertadamente como la forma épica del canto gregoriano. Dada la tesitura elevada en la cual se reúnen las voces de los diferentes cantores para ejecutar la recitación, la salmodia suele ser considerada como una forma de lenguaje solemne. Pero este rasgo caracteriza más bien las lecciones y los versículos (parejas de frases muy cortas), las oraciones y la recitación del Evangelio, que no la salmodia. Son llamadas cuya música se adapta al ritmo del lenguaje hablado. La salmodia ocupa un campo psicológico diferente. Si bien es verdad que ella también encierra palabras razonadas, no es menos evidente que su música, por extenderse siempre sobre el mismo tono, prescinde de toda clase de adaptación rítmica o melódica a la palabra proferida. Tan peregrino fenómeno a alguna causa obedece. Son esencialmente ritmos sonoros que comunican al cantor recogido la esencia del ambiente espiritual propio del salmo y algo de aquel fondo luminoso que no cabe expresar con palabras. En la salmodia el contenido verbal del texto importa menos que la actitud psíquica que de aquél se desprende. Las numerosas repeticiones melódicas sólo parecerán largas y fastidiosas a quien las juzgue según las ideas de los que nunca practicaron las salmodias con el debido recogimiento. Una prosa libre está plasmada por un molde rítmico que, al repetirse sin el menor aceleramiento y siempre igual, acaba por crear un ambiente supraintelectual.


 

La tuba (el sonido sobre el cual se recita la letra) constituye el eje y cada verso forma un círculo articulado mediante las cadencias del initium, de la mediatio y de la finalis, que son inclinaciones del orante y otros tantos símbolos de la multiplicidad en la unidad. Cuanto más adapta el cantor su ritmo ambulatorio propio al movimiento coral de la salmodia, tanto más hondamente entrará en la espiral sonora del rezo.

Pertenecen a otro grupo las antífonas, los responsorios, tractus y graduales. Dichas formas son menos abstractas, porque a ellas se concede mayor envergadura lineal y cierta plasticidad que ilustra la letra., Esbózase una cierta propensión hacia melodías melismáticas (es decir, partes melódicas cantadas únicamente sobre una vocal o una sílaba determinada), ámbitos tonales muy extensos y fórmulas incluso imitativas; y de ahí que estas melodías sean cantos de solistas, mientras que la salmodia es esencialmente un canto coral. La presentación alternativa de las partes silábicas y las melismáticas obedece a una expresión peculiar de la ley del equilibrio que hacen descargar en las flúidas líneas melismáticas las energías psíquicas acumuladas en la parte recitada.

Entre las dos formas hasta ahora examinadas debemos colocar el Prefacio y el Padrenuestro. Ambas oraciones rodean la Elevación y se dirigen a Dios en una tesitura vocal elevada con ámbito tonal muy reducido. En oposición al Prefacio, el Padrenuestro desarrolla su melodía siguiendo siempre las ondulaciones de la palabra hablada. El hecho de que la oración de las oraciones se canta con sonidos musicales tan apagados permite inducir que el canto, a pesar de ser el reluciente barco de oro para transportar los misterios de la fe va callando y hundiéndose a medida que se acerca a la isla del Señor y reaparece tan sólo cuando brilla ya en el horizonte la Cruz de las Tierras Sagradas del silencio. En efecto, prevalece en la misa gregoriana el canto amplio hasta empezar el Evangelio; después de las aclamaciones del Prefacio y del Hosanna todo va apagándose. Calla el canto durante la Transustanciación y reaparece discretamente en el Padrenuestro. Con toda amplitud se presenta tan sólo en el Agnus Dei y recobra toda su fuerza en el Ite Misa est, cuando el barco del sacrificio ha vuelto al puerto. Dado esto, huelga decir que está muy desplazado tocar el órgano durante la Elevación.


 

Entre las melodías del Ordinarium Missae el Gloria y el Credo son las que más se acercan a una dicción puramente silábica. Tanta sencillez melódica facilita la comprensión intelectual de la letra y da unidad a lo dicho en ella. Lo mismo sucede en el Credo.

Es tan austero el estilo del Credo, que ni siquiera al mencionar la Pasión, del Señor cambia el dinamismo musical; y podría suceder que primitivamente, incluso el Et homo factus est haya sido cantado sin lentitud en el movimiento. La música del Ordinarium Missae tiene la sobriedad de una crónica que relata los hechos sin comentarlos. Hace constar a la manera de un testamento, pero no comenta por sus fórmulas musicales la acción relatada. Tal juicio sobre el Credo puede parecer algo extremado a los partidarios de las teorías estéticas, mas no hay que olvidar el aspecto dogmático y jurídico de la Religio, el cual es consecuencia inmediata de la constitución de la sociedad cristiana y de su trato de alianza con Dios. Tan sólo la música del siglo XVII  pudo reunir las dos concepciones opuestas-la trágica y la jurídica-de la Pasión que parecen traslucirse también en la famosa crucifixión de Matías Grunewald (retablo de Isenheim) (fig. 2), en la cual la primera se refleja por la actitud desesperada de las mujeres, y la segunda, por el dedo severo de San Juan Bautista. (Illum oportet crescere, me autem minui.)

 Gran parte de la música gregoriana es mucho menos hija de la lírica religiosa que codificación sonora de lo que se narra y nos consta. En efecto, el canto tiene algo que obliga. Al manifestarse de una manera sonora, el pensamiento se confirma y se precisa. El canto ratifica el pensamiento, porque éste se verifica al formularse aquél. Cantar su pensamiento, tras la correspondiente meditación, es abandonar el área del individuo, proceder a la acción y actuar en la colectividad. En la vida religiosa, el canto desempeña un papel análogo al de la palabra espontánea con la cual formulamos y confirmamos en la vida cotidiana una resolución elaborada silenciosamente. Cantar es responder y consentir.

A la expresión individual y a la expansión de sentimientos líricos poco espacio puede concederse porque fácilmente se encuentran dichos factores en contradicción con la idea de la comunidad y de la unidad en Cristo. No hay prueha psicológica más fuerte que la aversión antigua contra la polifonía, ni símbolo sonoro más convincente que el cultivo exclusivo del unísono, en el cual todas las voces han de unirse ante el Señor. A pesar de lo dicho, la música del Ordinarium Missae se manifiesta como una maravilla de composición, que sorprende por la riqueza de la variación en su reducido material  sonoro  y conmueve por la sencillez y el austero estilo de su narración. Contrastan en cierto modo con el Gloria y el Credo las melodías del Kyrie y del Sanctus; pero tampoco conviene darles demasiada expresión. De ellos volveremos a hablar más tarde.

 El cuarto grupo está formado por los Alleluiatici, y es el que concede mayor libertad al desarrollo propiamente musical. La ideología de su letra, sencillísima y más emotiva que discursiva, abre un vasto dominio a la expansión melódica que, comentando el texto, -da movimiento y forma al sentimiento. El Alleluia es el verdadero carro de los Querubines, considerado generalmente como expresión de alegría; pero no faltan indicios, que más tarde alegaremos, de -que el fondo psicológico del júbilo era primitivamente algo más complicado. De todos modos, consta que estas composiciones presentan evidentes tendencias de música improvisada, una propensión hacia la simetría y ciertos tipos de música imitativa, cuyos temas con gran frecuencia siguen propagándose más allá de la palabra que los motivó.

El último grupo encierra los himnos y las antífonas de origen más reciente. Su metro poético y frase musical acusan formas sencillas que sirven de canto final o de introducción. Al hallarse intercaladas constituyen un momento de descanso. Así, por ejemplo, en el Completorium, el himno Te lucís ante terminum constituye una verdadera pausa en medio del oficio después de la progresiva subida (Responsos y Confiteor) a las altas mesetas de la salmodia.

III

Hemos visto que un distintivo psicológico del canto gregoriano es la moderatio en la expresión. No significa esto que sean escasos o pobres los medios musicales empleados para formular el pensamiento religioso. Poseen recursos técnicos prodigiosos, y si mucha gente los encuentra faltos de variedad, se debe a que el canto gregoriano no es, ni pretende ser, un arte brillante.

                       

Entre todos los modos musicales los más brillantes, es decir, los de fa y de do (cuyas notas sensibles se hallan ante la tónica y una dominante), desempeñan un papel muy modesto. Son brillantes porque reducen la plenitud de las funciones musicales a dos polos y acentúan los luminosos movimientos ascendentes de la dominante, dejando en la sombra todo el fiel y abnegado séquito de las subdominantes. Son brillantes porque son pobres. Por el contrario, la riqueza funcional de los modos de sol, re, la y mi, constituyen el dominio propio del canto gregoriano. No ofrecen aquellas luces deslumbradoras, porque la tendencia hacia las dominantes está refrendada por el contrapeso de los movimientos de subdominantes que arraigan en las profundidades creadoras de la tonalidad (1).

 

En la evolución de la cultura este último grupo de los modos gregorianos cayó en desuso en la música artística. Dicha evolución, que se esboza ya en el siglo xv, parece correr parejas con cierto cambio en la vida espiritual. Al desarrollarse las ciencias naturales, continuamente crece el poder técnico que desvía al ser humano de su misión metafísica, conduciéndole a un positivismo terrestre y a una equivocada sobreestimación de sus posibilidades personales. Se acentúan los «movimientos ascendentes de las dominantes», la desmesurada confianza en el propio poder y en el progreso ilimitado, cuya contrapartida en la psicología musical alcanza su cumbre en el cromatismo ilimitado de los siglos XVII y XIX.

Además, el subjetivismo invade todos los campos de la actividad humana hasta agotar casi su sustancia, e incluso la música religiosa no queda fuera del todo de esta corriente intelectual. Se multiplican las tendencias de introducir el dinamismo moderno en la música religiosa, y hasta la oración, que se transforma cada vez más en petición (en un esfuerzo casi violento), empieza a prevalecer sobre el papel fundamental del rezo, que es el de alabar a Dios. Las moderadas y confiadas líneas melódicas del canto gregoriano tenían por idea básica la creación de un buen camino para alcanzar a Dios. El tenor fundamental era: Adjutorium nostrum in nomine Domini, qui fecit coelum et terram. Fig. 1.- Manos en oración (dibujo de Durero).Por el contrario, el impulso que inspiró las obras de la música clásica y romántica era el sentimiento de una lucha casi desesperada con la voluntad de Dios. Hay en ella algo de violento, una zozobra y una inquietud más humana que metafísica, que desconoce el canto gregoriano. Mientras que la música religiosa clásica busca las situaciones extremadas, el canto gregoriano persigue la justa medida, y de ahí que la primera caiga fácilmente en el estilo dramático o lírico, mientras que el estilo sobrio de la segunda se aproxima al lenguaje hablado. El canto gregoriano presenta una riqueza melódica igual para los tres peldaños de la oración (rogar, agradecer, alabar). En cambio, la invención musical clásica ha sido mucho más inspirada por el ritmo de la rogativa que por el de la gratitud y de la alabanza. También la pintura religiosa muestra cada vez más las manos angustiadas y dolorosas (fig. 1) en lugar de las manos lisas y confiadamente empalmadas.

Al comparar las líneas moderadas de un Kyrie o de un Sanctus gregoriano con la misma letra en la misa en si de Bach o en la missa solemnis de Beethoyen, esta diferencia de actitud interior salta a los oídos. La melodía gregoriana es un camino para la comunidad; la clásica, un sendero espléndido, pero embrollado y lleno de obstáculos procedentes del egocentrismo, del cual brotan sus más inspiradas líneas melódicas. Basta echar una mirada sobre la vía triunfal del Te Deum litúrgico y la vereda grandiosa, pero atormentada, del Dettinger Tedeum de Haendel (versión latina) para hacerse cargo de lo dicho.

 

IV

¿ Cómo explicar la gran importancia que por todas partes adquirió el canto en el culto? Este papel no es específicamente cristiano en realidad, pues lo encontramos asimismo entre los pueblos paganos cuya cultura se halla hoy en plena decadencia. Claro es que varían la actitud psíquica y el dinamismo que de estas melodías se desprenden. Hay cantos rituales con gritos de fieras y altas voces, cuyos ritmos progresivamente acelerados crean en el cantor un estado de violento éxtasis y deben ponerlo en contacto con las almas de sus antepasados. Otros de pura magia, mediante un canto monótono y machacante, pretenden ejercer una influencia directa sobre los dioses y las fuerzas de la Naturaleza.

Tienen estas canciones un complicado simbolismo sonoro puesto al servicio de la extensión del poder. La voz trémula o la sílaba mística hum de los sacerdotes védicos son otros tantos actos de amenaza contra los dioses, y no se debe al azar el hecho de que en la India antigua el brazo fuerte y elevado sea a la vez símbolo del poderío y de la música. El jefe del coro es jefe del mundo porque, según las cosmogonías antiguas, la primera sustancia del mundo es un grito, una risa, un sonido, la sílaba mística AUM (Om), una palabra, una canción de alabanza o un número sonoro. De ahí que la esencia de todas las cosas sea sonora, y el mundo una música petrificada. La creación propiamente dicha empieza con una palabra o sílaba cantada de la cual surgen primeramente los dioses y los astros, y luego, el cielo y la tierra, que se verifican y se extienden mediante la progresiva materialización de las vibraciones sororas. Cantar este son misterioso es remontarse a los principios de la creación y verificar un acto creador. Según la tradición védica cantar equivale a crear, fortalecer, hinchar, hacer crecer; «cantar el sacrificio» es «cumplir el sacrificio» (2). Cantar la alabanza de un dios es robustecerlo, porque los mismos dioses son sonidos o números sagrados que corresponden a estos sonidos.

El canto gregoriano no tiene estas pretensiones de poder. Llama a Dios, incluso a Dios durmiendo (Exsurge, quare obdormis Domine), pero con el debido respeto. Sabe perfectamente que todo depende de la gracia divina y, por tanto, no intenta ejercitar un acto de violencia con su plegaria. Ofrece su holocausto y su canción, alaba y ruega cantando la gracia de Dios. Mientras que el rito pagano cree poder reivindicar con su ofrenda un derecho adquirido e insultar a los dioses recalcitrantes, el rito cristiano considera el holocausto como un deber filial. El primero interpreta las relaciones mediante el símbolo de la balanza; el segundo considera a Dios como un ser eminentemente bueno que todo lo regala.

Asentado esto, podemos examinar un problema de gran trascendencia, a saber: el de las ideas comunes que presentan ciertas religiones en torno  al problema. planteado aquí. Tan aproximada es, en otro plano, a veces la concordancia de algunas ideas, que los Padres de la escuela históricocultural se vieron conducidos consecuentemente a ver en ellas residuos más o menos fragmentarios de la revelación divina primitiva (3). De sobra sabemos que esta clase de investigaciones no es del agrado de todos los teólogos; pero siguiendo el sabio consejo de S. S. Pío XI, que tanto favoreció los estudios de etnología comparada, no debemos encerramos tímidamente en la torre de marfil, sino que debemos salir fuera y estudiar confiadamente los problemas tal como se presentan.

La frase bíblica: En el principio fué el Verbo parece pertenecer al caudal ideológico más antiguo de la Humanidad. Incluso los salvajes uitotos, tribus totemísticas de la selva americana, dicen: En el principio el Verbo dió origen al Padre (4), y entienden por Padre al Dios supremo. Ahora bien: el término Verbo o palabra es, por cierto, solamente un expediente lingüístico más o menos acertado para formular una idea casi inasequible a la inteligencia discursiva y al lenguaje humano, ya que por dicho término se indica algo supralógico y que es anterior y superior a toda noción definida; es decir, bien limitada. Según la mitología egipcia el mundo nace del grito creador del dios Thot. La tradición védica habla de un son (fenómeno más general y menos limitado que un sonido determinado), de cuya inmaterialidad, nacida de la nada, surgió el mundo mediante la progresiva materialización del ritmo sonoro e inicial. Este ritmo subsiste hoy en la sílaba mística Om. símbolo sonoro de la creación y sinónimo de flecha.

Son muy fluctuantes las teorías acerca de la relación entre el dios creador y el son. Según el Vedanta, el mundo está encerrado en la palabra del Veda, y Dios creó el mundo recordando dicha palabra (5). La cosmogonía javanesa sospecha la existencia de un ser superior aún al Creador, inconcebible y perceptible, quizá tan sólo, en el sonido de una campana (6). Aquí el enmarañado problema se complica, además, por la desacertada aplicación de las categorías del espacio y del tiempo a los principios de la creación. La dificultad parece vencida por la fórmula de San Juan (I, 1):                        

En el principio  era el Verbo, y el Verbo era en Dios y el Verbo era Dios.

El Brihadâranyaka Upanishad (7) sitúa la creación del tiempo en una fase posterior de la creación. «Al principio hubo la nada, ya que el mundo se hallaba enrollado en la muerte, en el hambre, pues la muerte es el hambre. Deseando un cuerpo [la muerte] creó el  manas (voluntad, inteligencia). Caminó alabando: Al cantar ensalzando me compenetró la alegría y se originaron las aguas ... Desgranó la nata del agua y la tierra se constituyó. Con esto [la muerte] se acaloró y de su sudor nació el fuego; al dividirse en tres partes (fuego, viento, sol) su aliento vital se extendió de triple manera. Entonces deseaba un segundo cuerpo. Como manas fué a unirse con el lenguaje [¿sílaba sonora?]. Su esperma era el año, el tiempo. Lo tuvo en sus entrañas durante un año, y pasado éste le dió a luz y abrió su terrible bocaza contra el recién nacido, el cual se puso a gritar: Bhân (lenguaje). De esta voz salió el lenguaje ... Con el lenguaje formó los versos del Rigveda ... y los animales del holocausto. Entonces decidió engullir siempre todo lo que acabó de crear. [Asimismo] cada hombre llega a engullir el universo y a considerar el mundo coma su comida, cuando entiende la esencia de la eternidad de esta manera.»

Según el citado pasaje el son inicial fué un ritmo sonoro de alabanza que produjo una alegría creadora. Este ritmo de alabanza fué la sílaba Om, a la cual la filosofía del Vedanta atribuye la virtud de hacer crecer e hinchar todas las cosas. La unión del son y del tiempo hizo nacer las otras sílabas o sonidos relacianados por el tiempo, esto es, la música pura con sílabas místicas (sin letra, con sentido verbal determinado). Por el contrario, el lenguaje procede del susto que tuvo el hijo de la música cuando le amenazó la bocaza de su padre. El lenguaje es música apagada o disminuída.

(Algunos lugares paralelos y la evidente incorrección de designar dos fases diferentes con el mismo nombre de lenguaje nos indujo a proponer en el citado pasaje sílaba sonora en vez de lenguaje para designar la madre del recién nacido.)

 

Las últimas líneas del Brihadâranyaka Upanishad, anteriormente trascrito, reflejan una fase de la doctrina del sacrificio continuo y mutuo. La muerte que engulle todo lo que anteriormente creó es el hambre, una suerte de inquietud primaria que empuja a crear (cantar) y a engullir otra vez la sustancia sacada de su propia «persona». Para producir nuevamente lo necesario no queda más recurso que sacrificar otra vez lo comido; es decir, su misma sustancia. Toda la creación dimana del sacrificio de su propia persona (ya que al principio no hubo nada fuera de ella), cuyo mantenimiento reclama de nuevo el sacrificio de lo producido anteriormente. Los dos polos de la vida cósmica son el apetito creador y el sacrificio de creado. Este ritmo alternativo de construcción y de destrucción genera el dualismo que va ensanchando y manteniendo el mundo.  

  El mismo ritmo cósmico reaparece, por analogía, en el ser humano, ( nace para morir devorándose a sí mismo. Semejante proceso ocurre también entre las generaciones. El hombre se alimenta de la sustancia de sus padres, pero no puede atesorarla, sino que ha de ofrecerla otra vez a sus hijos o directamente a Dios. Por otra parte, muere para volver a nacer ya que, mediante el sacrificio del aliento vital, atesora sones creadores que nunca fallan en cuanto dicho holocausto se verifica con el mayor consentimiento interior. Cantar es responder, consentir y sacrificar.

     Ahora bien: este sacrificio es mutuo y se repite de manera análoga en todos los planos de la creación. Huelga insistir sobre la aplicación de la doctrina del sacrificio mutuo en el dominio ético, en el cual cantar equivale a purificarse. Alcanza su más amplia forma en Ia ley del equilibrio en el cielo y la tierra que, por ser partes análogas pero con términos opuestos, se relacionan como los dos platos de una balanza. En la concepción antropomórfica del universo el mundo celestial y el terrenal constituyen una pareja de dos individuos dotados con derechos diferentes pero de igual peso. Según esta ley de mutualidad, los dioses han de sacrificarse bajo la forma deI trueno y de prosperidad terrenal y en compensación reciben la esencia de las vidas humanas que crearon; es decir, la sustancia sonora que hincha y robustece a los inmortales.

Después de creado el mundo los dioses dijeron al creador: «Danos una posición [cósmica] bien determinada para que sepamos cuál es nuestra misión y nuestra comida», y al ver el primer ser humano lo apreciaron mucho y lo reclamaron para sí (8). De esta suerte el hombre llegó a ser comida de los dioses; es decir, la ofrenda sonora de la tierra a los dioses sonidos.

Ahora bien: en este mundo tripartito el cielo, la humanidad la tierra corresponden al padre, a los hijos y a la madre. Según concepción antropomórfica del universo esas tres secciones están simbolizadas por la cabeza, el tronco y la parte inferior del cuerpo de un gigante cósmico y reaparecen (por analogía y con significa análogo) en la boca, las partes genitales y el pie del ser humano. Pateando con violencia el suelo-madre el hombre baila las danzas de la fecundidad agrícola, y al ofrecer su esperma crea la vida humana. Mas prodiga su más preciado tesoro (él, que, simbólicamente, corresponde al cielo) cuando regala mediante su boca el aliento vital. Este sacrificio causa una purificación, una verdadera katharsis del ser humano a presentarse de una manera sonora. El dualismo cósmico se manifiesta peculiarmente en el grito creador que se designa, según las. tradiciones, una risa o una manifestación de dolor. El parto del mundo y su mantenimiento se conciben a la vez como una acción violenta y una feliz redención de la palabra creadora, y no es puro azar que la sílaba Om pase por ser una flecha cuyo zumbido simboliza el doloroso y fecundo ritmo del sacrificio.

Primitivamente, rezar era luchar y crear, sufrir y vencer (cantando) el dualismo cósmico; y no se debe olvidar que para los antiguos egipcios el macho cabrío, arrodillado con los cuernos inclinados y dispuestos a arremeter, simbolizaba la oración (9).

 

V

Aunque, al disertar sobre el canto, los Padres de la Iglesia nunca mencionan el sacrificio del pneuma, no por ello se puede negar la presencia de residuos de la creencia en la virtud purificadora y en el sacrificio del aliento mediante el canto religioso.

La idea de la katharsis musical supervive con todo empuje en la escuela pitagórica, de la cual los Padres de la Iglesia adaptaron la mística de los números -ideas que constituían una parte fundamental del simbolismo antiguo. Una vez eliminada la idea del papel creador del número, poco había en esta teoría que fuera incompatible con la doctrina cristiana. Por lo que a la katharsis musical se refiere, creemos que ésta pudo trasvasarse fácilmente a la teología cristiana, como pasó con tantos otros elementos pitagóricos y aristotélicos. Aunque nos faltan documentos que lo comprueben de manera explícita, podemos alegar ciertas tradiciones musicales cristianas, en las cuales parecen traslucir las ideas expuestas en los párrafos antecedentes.

Es seguro que la flecha sonora, o sea el grito de sacrificio llamada saeta (sagitta) en tierras de Andalucía arraiga en una tradición precristiana; pero el hecho es que, entre tanto, este grito de dolor y de redención se hizo muy cristiano. Tal canto nació de la anima naturaliter  christiana, y si tales fórmulas no se incorporaron al canto gregoriano, ello se debe sencillamente a la nota extremadamente individualista y a su falta de moderatio. Sin embargo, la saeta es una de las manifestaciones más grandiosas de la cultura musical religiosa.

Ocurre algo parecido con la forma musical matriz del Alleluia gregoriana, la cual debe de tener cierto vínculo con los melismáticos, cantos de desafío en las antiguas culturas pastoriles e incluso con los himnos del Sâmanveda, compuestos de sílabas místicas. Este antiguo canto se relaciona con la doctrina de las vocales y sílabas creadoras que en la salmodia védica (donde constituyen toda la letra o se intercalan en el texto) permiten «alcanzar la eternidad» (10), con tal que sean proferidas con la entonación justa. Desconocemos por completo la significación de las sílabas intercaladas en el canto cristiano, pero consta que hasta hoy en día las Iglesias sirias y coptas siguen intercalando sílabas sonoras mientras cantan los textos litúrgicos (11).

Dice San Agustín (in psaIm. 99, 4): «Qui iubilat, non verba dicit, sed sonus quidam est laetitia sine verbis; vox est enim animi diffusi laetitia,., quanturn potest, experimentis affectum, non sensum comprehendentis.» El Alleluia está considerado generalmente como un canto de alegría. Pero ¿no lo es a la vez de alegría y de dolor? El término iubilare que antiguamente designó el grito victorioso y mortífero de las aves rapaces (iubilat miluus), luego se empleó también en el lenguaje eclesiástico para designar el Alleluia. ¿No sería tal vez por la manera de cantarIo o para designar lo inexpresable del dualismo en el cual la alegría nace del dolor? Agreguemos que el término iubilare está primitivamente emparentado con iugulare (estrangular), y que el verbo iubilo ha influído muy probablemente sobre las formas iubilaeus e iubilium y (hebraico) iobel, que parece relacionarse, además, con yodel (12).

Según Atanasio (Epíst. ad Marcell. 28), la salmodia bien cantada derrama una fuerza moralizadora extraordinaria, y esta fuerza no sé comunica tan sólo a los cantores, sino, además, a los oyentes que con el debido consentimiento interior se entregan al ritmo de las oraciones cantadas. Dice Hilarius de Poitiers (prol. in libro psalm. c. 19-20) que las oraciones llamadas sencillamente «salmos» fomentan las buenas obras, mientras que los salmos intitulados «cánticos» respiran algo del sabor celestial. Pero la «salmodia», esto es, en el salmo cantado, se compenetran el saber y el obrar, con lo cual la salmodia constituye una expresión de la fe activa. También San Gregorio y San Basilio consideran la salmodia como la unión de la fe contemplativa con la activa, y aunque San Agustín se había mostrado poco inclinado a aceptar esta concepción, el término psallere acabó siendo sinónimo de vivir cristianamente o de cumplir las órdenes divinas mediante las buenas obras. Ahora bien: ¿qué significa vivir cristianamente sino ofrecer toda su vida a Dios y seguir en la ínfima medida de las limitadas posibilidades humanas el gran ejemplo de Nuestro Señor?

Con esto volvemos a la idea del holocausto, el cual desde muy antiguo no solamente se simbolizaba mediante el canto, sino, además, por los instrumentos musicales, ya que éstos solían ser fabricados a base de huesos (flautas), de intestinos (cuerdas), de pieles (tambores), de cuernos (trompetas, kitharas) o de otras partes de animales destinados al sacrificio. Mudos estos materiales mientras pertenecen al organismo vivo, resuenan cuando los sacan del animal sacrificado. Esta antiquísima idea que perdura hasta hoy en día en el pensar popular (13) se trasluce también en las obras de los Padres de la Iglesia.

La piel seca del tambor llamado «arco», y cuyo palillo pasa por ser una flecha, es un antiquísimo símbolo del sacrificio cumplido, y por tal concepción se motiva la desollación ritual de animales y hombres en las remotas culturas paganas (14). Según San Atanasio, que trasladó este símbolo en el pensar cristiano (De titul. psalm. 150, 7), golpear el tambor simboliza la mortificación de la carne. Las frecuentes exhortaciones bíblicas de llevar ofrendas y de alabar a Dios al son de los tambores constantemente preocuparon a los exegetas, y el mismo San Agustín (Sermones 363, 4) no vaciló en comparar el cuerpo de Cristo con un tambor de sacrificio: se extiende en el leño, para hacerse un tambor y para que así de la cruz aprendan la dulce cantilena de la gracia (in ligno ... caro extenditur, ut tympanum fiat et ex cruce discant suavem sonum gratiae confiteri).

Muchas son las alegorías que se basan en los números-ideas dichos pitagóricos, pero que en verdad son mucho más antiguos aún. La muy frecuente ecuación mística:

salterio con 10 cuerdas - kithara con 7 cuerdas

    = mundo celestial                     - mundo terrenal

descansa sobre el hecho de que 10 es el número de la perfección, y 7 el del holocausto. Según Clemens de Alejandría, la kithara de siete cuerdas simboliza también al salmista, es decir, al portador por excelencia de la ofrenda sonora.

    También continúan en vigor las teorías antiguas de las virtudes peculiares de cada modo musical, aunque este ethos se base en una doctrina puramente astrológica (15). Verdad es que se relatan siempre como reminiscencias de la antigüedad clásica y raramente se aplican directamente a los modos propiamente gregorianos; mas, a pesar de esto, tardarán mucho en desaparecer por completo en las teorías modales.

Hemos comprobado en otro estudio (16) que las antiguas ecuaciones místicas entre sonidos y animales-símbolos seguían desempeñando también un papel fundamental en la composición del Prefacio, único momento de la misa en el cual la liturgia romana menciona los tetromarfos de Ezequiel: león, buey, hombre (= pavo real), águila. En dicha salmodia los cuatro sonidos fa, mi, re, do, son meros símbolos musicales de los cuatro seres anteriormente citados.

 

* * *

Por otra parte, no faltan autores que quitan a la música toda suerte de eficacia directa: «vult laudari a nobis (Deus), non quod laus nostra quidquam conferat illi, sed ut habeat causam benefaciendi nobis» (Bruno Carthus. Expos. in psalm. 41). La importantísima exactitud de la entonación se halla también relegada a un plan inferior, pues muchos autores consideran más importante el pensamiento y la pureza del corazón que la voz justa (Hieronyrnus, Comment. in Epíst. ad Ephos. III, 5, 19).

En oposición con la teoría antigua de la prioridad y la unidad de la palabra y del sonido, la doctrina musical cristiana llega a separar cláramente la noción palabra de la del sonido; y al disertar sobre la música hace caso omiso de la «virtud creadora» del sonido, limitándose a hablar de la moralitas artis musicae o del papel práctico y estético que puede desempeñar el canto para aumentar la devoción. Esto explica por qué el austero estilo del ars psallendi, desprovisto de toda clase de intención estética, era casi el único terreno del canto gregoriano en cuya teoría perduraban unos restos claros de aquellas ideas que el anima naturaliter christiana desarrolló desde antiguo sobre el valor de la palabra salmodiada. Ahora bien: como la salmodia es la forma más arcaica del canto gregoriano, parece lícito inducir que su ideología corresponde también a lo que primitivamente significaba este canto: sacrificar el individualismo cantando en el coro (lo que implica el sacrificio del aliento vital) para abrir paso al Espíritu Santo, hacer buenas obras y vivir cristianamente.

Diremos, para concluir, que primitivamente las concepciones antiguas parecen perdurar parcialmente en la práctica y más aún en la subconciencia, pero la doctrina oficial hizo poco caso de ellas. Mientras los tratadistas medievales de la música continuaban enseñando las diferentes virtudes (ethos) de los modos musicales, estaban desacreditadas ya las bases músico-astrológicas de estas teorías. A la creencia en el ethos de los modos y en la katharsis del hombre mediante el canto (sacrificio de la voz), la doctrina cristiana sustituyó la idea de la compunctio cordis motivada por la moralitas artis musicae. Al atenderse, además, estrictamente al término bíblico Verbo y al rehusar la idea del ritmo sonoro puro o de la sílaba mística despojó ésta de todas las grandes virtudes que le había atribuido el mundo precristiano y subordinó la vox cantata a la vox secreta. Refutada la doctrina dualista, la idea del holocausto recibió una base nueva, en la cual la voz cantada ya no constituía un elemento primordial. Desde ahora en adelante cantar es alabar a Dios, pero cesa de ser un acto propiamente creador.

En la medida que subsistieron, los símbolos musicales (considerados antes como realidades) sufrieron una revisión, de la cual había de salir una jerarquía de valores, ordenados según su grado de participación en la realidad que podían acusar: identidad, símbolo, alegoría, metáfora son otros tantos términos para indicar esta escala descendente de participación en la realidad. Será difícil determinar con toda nitidez la posición que en esta jerarquía de valores deberán ocupar los diversos documentos referentes a la música. Con lo dicho hemos de dar fin a nuestras investigaciones para ponerlas en las manos más expertas de los teólogos.

 

 

 

 

NOTAS

 

(1) Dado el nexo de todos los modos musicales entre sí, que históricamente parecen desarrollarse según el ciclo de quintas (fa-do-sol-re-la, etc.). el modo de la, por ejemplo, encierra, al lado de su dominante propia (re), las subdominantes secundarias (sol, do y fa), que heredó de los modos antecedentes re, sol y do. Vid. M. SCHNEIDER , Geschichte der Mehrstimmigkeit,  Berlín, 1933, y Contribución en TH PREUSS, Lehrbuch. der. Voelkerkunde, Stuttgart, 1939, pág. 1403.

(2) A BERGAIGNE, Etudes sur le lexique du Rigveda. «Journal Asiatique), 1884, volumen IV, pág. 198.

(3) P. W. KOPPERS, Die Herkunft des Menschen, en «Wissensdhaft u. Weltbild», 1949. Vol. II, pág. 81.

(4) TH. PREUSS, Religion und Mythologie der Uitoto. Leipzig, 1921, vol. 1, pág. 25.

(5) P. DEUSSEN, Das System des Vedanta. Leipzig, 1906, páp;. 75.

(6) A. BASTIAN, Vorstllungen von Wasser und Feuer. «Zeitsch. F. Ethnologie, I», página 375.

    (7) P. DEUSSEN, 60 Upanishads des Veda. Leipzig, 1905, pág. 383.

    (8) Aitareya Upanishhad. P. DEUSSEN Op.cit . páp. 17.

    (9) G. MASPERO: Le culte du bêlier d' Amon Thébain, «Bibliothèque Egyptologique», París, 1893, vol. II, págs. 399 y sigs.          (10) Nrisinhapûrvatâpaniya Upanishad, l, 7.

(11) D. JEANNIN: Le chant liturgique syrien. «Journal Asiatique», 1913 vol. II, página 113.

    (12) ERNOUT MEILLET: Dictionnaire ethymologique latin.

   (13) Este pandero que toco I é de pelexo d'oveIla / indaonte comeu herba / e hoxe toca que rabea. J. P. BALLESTEROS: Cancionero popular gallego. Madrid, 1884, pág. 45.

    (14) M. SCHNEIDER: El origen musical de los animales símbolos en la mitología y escultura antiguas. Barcelona. 1948, págs. 106 y sigs.

     (15) M. SCHNEIDER, ibídem, págs. 106 y sigs.

     (16) lbídem. Op. cit, pág. 113.

 

 

 

CONSIDERACIONES ACERCA DEL CANTO GREGORIANO Y LA VOZ HUMANA
MARIUS SCHNEIDER

ARBOR XLVIIII (MCMXLIX)

 

 

Florilegio medieval

 

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