Últimos soldados españoles en Cuba

 

 

RESUMEN

En el recuerdo histórico del «desastre del 98» nos llega también la imagen de Sagasta como responsable directo de la pérdida de las últimas colonias ultramarinas, al ocupar en ese momento la Presidencia del Consejo de Ministros. Más allá del tópico, este trabajo pretende rastrear las actuaciones y proyectos del político liberal en las décadas anteriores al conflicto, ofreciéndose algunas claves de interpretación de las oportunidades desaprovechadas para solucionar los conflictos antillanos y evitar el traumático final.

Palabras clave: Práxedes Mateo Sagasta, «desastre del 98», Restauración, proyectos reformistas para Cuba y Puerto Rico.

Within the historical memory of the 'disaster of98', we are reached, by the image of Sagasta as the direct responsible for the loss of the last overseas colonies being the President of the Cabinet. Beyond the stereotype, this essay looks into those plans and actions of the liberal politician developing along the decades before the definitive war. Some clues throwing light upon the unproductive chances to solve Antillas conflict and avoid the traumatic end are also offered.

Key words: Práxedes Mateo Sagasta, 'disaster of 98', 'Restauración', reformer proyectsfor Cuba and Puerto Rico.

 
   

 

 

1. ¡ABAJO EL GOBIERNO! ¡MUERA SAGASTA!

Empecemos por el final. Trasladémonos cien años atrás a la jornadas que se vivían en el mes de mayo de 1898, tras la declaración formal de guerra y las primeras hostilidades, que devolvían a la realidad a las inflamadas voces patrioteras de los meses anteriores. Nos encontraríamos una España conmocionada por las noticias que llegaban del desastre militar de la bahía de Cavite en Filipinas. Divulgada la derrota por los periódicos, se habían formado manifestaciones espontáneas en distintas ciudades españolas. En todas partes se hablaba de la tremenda desgracia de Filipinas y la ansiedad por conocer detalles palpitaba en las conversaciones. En Madrid, desde la misma tarde del día uno de mayo se había agolpado la multitud en las calles y proferían gritos contra el ministro Moret y contra el presidente Sagasta. El otrora carismático y popular jefe liberal veía como se formaban grupos de protesta a la puerta de su domicilio de la Carrera de San Jerónimo a los gritos de «¡Muera Sagasta!», «¡Abajo el Gobierno!». En un agrio debate parlamentario del 3 de mayo, el republicano Nicolás Salmerón hablaba del derecho de la nación a exigir responsabilidades1. Todos apuntan con el dedo a Sagasta, dentro y fuera del hemiciclo. Incluso desde el extranjero también se insistía en idéntica sentencia. El 5 de mayo, el primer ministro de la Reina Victoria, Lord Salisbury, pronunciaba un discurso en el que dedicaba un párrafo significativo a España:

«Hay naciones moribundas, desprovistas de hombres eminentes y de estadistas en quienes pueda el pueblo poner su confianza, que cada vez se acercan más al término fatal de sus tristes destinos»2.

Confirmados estos tristes destinos en los meses siguientes, de desastres militares y claudicación, quedó Sagasta ya caracterizado definitivamente como el culpable o «chivo expiatorio» de la derrota frente a los Estados Unidos y pasará a ser el hombre que perdió las últimas colonias españolas. Interpretación acusadora que hizo fortuna en distintos análisis y estudios históricos y de la que seguimos encontrando ejemplos en publicaciones recientes3. Por ello, podemos preguntamos: ¿Qué cuota de responsabilidad corresponde verdaderamente a Sagasta? ¿Qué intervenciones y actuaciones reales caben ser achacadas a Sagasta en este episodio noventayochista? ¿Cuáles fueron sus auténticos proyectos e intenciones en el problema cubano y colonial?

 

2. EL PROBLEMA COLONIAL Y LAS OPORTUNIDADES PERDIDAS

Para ofrecer algunas respuestas parece imprescindible analizar los acontecimientos del 98 y, particularmente, indagar en las causas que conducen a la crisis de la primavera de 1898. Antes que nada, sería conveniente distinguir entre el conflicto colonial, traducido en los movimientos independentistas cubanos y filipinos, y la guerra hispano-norteamericana de 1898, aunque ésta sea corolario directo de aquel. La indagación de las causas del crítico final debería incluir necesariamente la evolución del problema colonial en las décadas anteriores, ya que ha sido insuficientemente explorado el desaprovechamiento de oportunidades históricas que se presentaron con anterioridad al fin de siglo para encontrar una salida al conflicto4. En los últimos treinta años del gobierno colonial, España realizó esfuerzos de distinto signo para conservar los restos ultramarinos de su imperio aunque no lograsen sino provocar aplazamientos de una solución definitiva, prolongando la agonía de la conservación de las colonias. ¿Qué importancia tenían las colonias y, en especial, Cuba, la «perla de las Antillas» para España? ¿Qué era lo que obtenía el país para sostenerlas a toda costa?

La política colonial española, a lo largo del siglo XIX, podría caracterizarse como una combinación de innovación económica y reacción política5. Mediante el recurso a la fuerza, la política colonial estuvo orientada al mantenimiento de poderosos intereses económicos, tanto de la metrópoli como de las colonias. Las Antillas constituían un importante mercado protegido para nuestros productos manufactureros y agrícolas. Los gobiernos españoles recogían en las Antillas una enorme riqueza en forma de impuestos, préstamos forzosos y derechos aduaneros. Muchos españoles hicieron fortuna en las colonias como comerciantes, plantadores y negreros. Todo este entramado económico era sostenido por la utilización de la mano de obra esclava. El esclavismo constituía la base de la producción antillana y la identificación entre «problema colonial» y «problema esclavista» que llevó a la consideración del binomio «anti-esclavista»/«anti-patriota» detendría no pocos proyectos para erradicar la esclavitud6.

Precisamente la persistencia del esclavismo, con el tiempo, empezó también a generar conflictos y frustraciones que pondrían en cuestión la dominación española7. En el propio territorio hispano también se expresaron críticas al orden colonial descrito. Ya antes de 1868, sectores progresistas y demócratas manifestaron públicamente su oposición a un imperio colonial basado en la esclavitud, una intensa explotación mercantilista y un gobierno no representativo. Para corregir la situación defendían una nueva representación política (que abarcaba de diputados a Cortes a un autogobierno real), una liberalización del comercio colonial y la abolición de la trata y la esclavitud8. Una de las iniciativas más destacadas de estas voces críticas es la formación de la «Sociedad Abolicionista Española», creada para ahondar en la concienciación de la opinión pública española sobre la inconveniencia de la pervivencia del esclavismo9. En su Junta Directiva constituida en abril de 1865 encontramos ya a Sagasta, junto a Olózaga, Figuerola, Moret, Castelar, Orense o Gabriel Rodríguez10, lo que nos indica sus inquietudes abolicionistas en los años previos al estallido de la Revolución de Septiembre.

El triunfo de la coalición unionista-progresista-demócrata en septiembre de 1868 y el consiguiente derrocamiento del trono isabelino coincidió con el estallido de la sublevación cubana por la independencia liderada por el hacendado Céspedes del Castillo, expresión del desenlace de las presiones fraguadas en la sociedad colonial. La insurrección iniciada en el ingenio azucarero «La Demajagua» tenía, como horizonte, dos objetivos: la recuperación de la soberanía cubana y la formalización de la anexión a los Estados Unidos. En palabras del propio Céspedes, «no será dudoso que después de habernos constituido en nación independiente formemos, más tarde o más temprano, una parte integrante de tan poderosos Estados»11. Así, el levantamiento cubano que marcó el inicio del primer enfrentamiento militar contra la metrópoli española provocó un giro radical en la consideración de la cuestión colonial, de tal manera que se ha interpretado este hecho como la «frontera natural» en el estudio de los movimientos antillanos.

Rebasando, pues, esta «frontera natural» advertimos a Sagasta formando parte del Gobierno Provisional salido de la Septembrina, ocupando la cartera de Gobernación, primero, y la de Estado, después, en los gabinetes de coalición del general Prim. Asistimos, por tanto, a la primera gran oportunidad no sólo para aplacar la insurrección antillana, «auténtico cáncer de la Revolución de Septiembre»12, sino para implantar profundas reformas liberales en la política colonial, atendiendo al ideario enarbolado en la Gloriosa. Retomando las intenciones pre-septembrinas, Prim se interesó vivamente por dar una solución definitiva a la insurrección y al problema colonial en su conjunto. Comprendió perfectamente los dos horizontes del problema cubano: interior, en cuanto natural maduración de una colonia hacia su autogobierno e independencia, y exterior, por la inevitable confrontación con los Estados Unidos, que consideraba a la «gran Antilla» dentro de su directa área de influencia, ambos ya presentes desde 1868. Además, dada la trascendencia del cambio político afrontado en la Península, entendía prioritaria la consolidación de la revolución septembrina frente al mantenimiento de un conflicto extenuante en las Antillas.

De ahí que asumiera personalmente la conveniencia de llegar a un acuerdo Madrid-Washington, reconociendo la poderosa influencia de la política estadounidense en la política cubana13. Estamos ante la primera gran oportunidad histórica para atajar y resolver el problema antillano. Prim inició contactos con el embajador norteamericano, Daniel E. Sickles, y con agentes personales del presidente Grant en el verano de 1869 para conseguir la pacificación de Cuba de acuerdo a estas condiciones o premisas:

1) deposición de las armas por los insurrectos a la que seguiría una amnistía absoluta concedida por España,

2) los cubanos votarían por sufragio universal la independencia que, caso de apoyarse por mayoría, sería ratificada por consentimiento de las Cortes españolas,

3) debería haber una indemnización satisfactoria por parte de Cuba, garantizada por los Estados Unidos.

Pero Prim, infatigable en las negociaciones, rotas en septiembre de 1869 y reanudadas en agosto de 1870, con Sagasta ahora en la cartera de Estado, encontró escasos apoyos y enormes y poderosas resistencias a su plan14. En sus propios gabinetes no todos sus ministros aprobaban sus iniciativas respecto a Cuba (especialmente reticentes se mostraron los unionistas) aunque contaba con el apoyo de Figuerola, Moret, Rivero y Sagasta, si bien el respaldo sagastino debe ser interpretado más en clave de amistad y fidelidad personal hacia su compañero de pronunciamientos y exilios progresistas recientes que como entusiasta defensa del plan. En cualquier caso, la designación de Sagasta para Estado, en enero del 70, teniendo por delante futuras negociaciones al respecto, nos da a entender la identificación de criterios entre ambos.

Al trascender las negociaciones a la opinión pública, el resto de fuerzas políticas, a excepción de los demócratas y republicanos, cuestionaron seriamente las conversaciones y se le hicieron a Prim interpelaciones parlamentarias en las que se le exigía desmentir las noticias que aparecían en la Prensa sobre la supuesta venta o cesión de Cuba. En buena parte del estamento militar no se veía con buenos ojos ninguna salida que no fuera la solución represiva y su actitud queda plasmada en la frase que el Capitán General Caballero de Rodas le dirigió a Prim: «Cuba será española por encima de su Gobierno y de todo el mundo»15. Se publicaron artículos muy críticos en los periódicos e, incluso, salieron a la luz folletos como el de Giménez Romera con un título clarificador: «Cuba no se vende»16, sintomático todo ello del grado de emocionalidad que existía respecto a la pérdida de Cuba en amplios sectores de la sociedad española. No parece que la opinión española tuviera, entonces, una idea muy clara del problema que, para muchos, no atendía más que a una mera cuestión de orden público que debía ser atendida por el Ejército sin contemplaciones". Ahora bien, los sectores más beligerantes con los proyectos de Prim eran, sin duda, los propietarios esclavistas y españolistas en Cuba que protestaron ruidosamente al tener conocimiento de los planes descritos, amenazantes a sus intereses.

De cualquier modo, el asesinato de Prim, del que nunca fueron eliminadas las sospechas sobre la participación activa de los esclavistas hispano-cubanos, invalidó cualquier solución negociada y abrió un tortuoso camino de incapacidad e indolencia para superar la insurrección armada y dar con una solución definitiva. Sagasta empieza a contraer alguna responsabilidad en el bloqueo de las iniciativas para la pacificación en los años posteriores a la muerte de Prim. La descomposición del Partido Progresista y la delimitación de dos tendencias enfrentadas, la de Ruiz Zorrilla, de tono radical, y la de Sagasta, más conservadora, tuvo su correlato en las posturas respecto a Ultramar. Los radicales de Ruiz Zorrilla al decantarse por acometer, sin demora, los proyectos más inequívocamente progresistas y democráticos de la Revolución de Septiembre, postulaban la abolición inmediata de la esclavitud y la potenciación de reformas políticas aunque supeditadas al sometimiento de la rebelión. Curiosamente, Ruiz Zorrilla sufría un atentado similar al que había costado la vida a Prim en los primeros meses de 1872, aunque pudo salir indemne. Los constitucionales de Sagasta, vinculados a los sectores unionistas que rebajaban los contenidos progresistas de la coalición, quedaban resignados a una mayor indefinición frente al problema cubano y optaban por dejar en suspenso las reformas políticas para las colonias sometiendo al objetivo de la integridad nacional cualquier cuestión política de Ultramar18. Al margen de estos planteamientos generales, ni los gobiernos de Ruiz Zorrilla ni los de Sagasta alentaron ninguna iniciativa seria y sostenida de pacificación, abandonando la suerte del conflicto a una victoria militar cada vez más incierta.

Arrumbada la experiencia revolucionaria del Sexenio y en plena consolidación del régimen restaurador de cuño canovista, va a volver a presentarse una inmejorable oportunidad para resolver el espinoso tema cubano y colonial con motivo de la paz de Zanjón (febrero de 1878), que ponía fin a la insurrección cubana y a la «Guerra de los diez años». Algún autor se ha llegado a preguntar si el 78 pudo evitar el 98. Lo cierto es que la interrupción del conflicto proporcionaba una tregua propicia para la implantación de reformas pacificadoras que profundizasen en los acuerdos adoptados, a saber, concesión a la isla de las mismas condiciones políticas y administrativas que cualquier provincia española con representación en el Senado y en las Cortes, libertad de imprenta y posibilidad de creación de partidos políticos. Se contaba con un clima político favorable y un gobernador general, Martínez Campos, propenso a adoptar medidas reformistas que por la vía autonomista subsanasen el resentimiento hacia la metrópoli. Sin embargo, los obstáculos volvían a ser poderosos: entre ellos, la difícil situación económica de la isla tras la guerra, la endémica corrupción política, económica y administrativa y, especialmente, la actitud reacia de Cánovas a ir más allá del cumplimiento de las cláusulas de Zanjón.

Cuando Sagasta recibe el encargo del Rey para formar su primer gobierno de la Restauración en febrero de 1881, el problema antillano seguía sin ser abordado con realismo y valentía19. Siguiendo la ortodoxia política de la Restauración, el encargo del monarca llevaba aparejada la facultad de disolver las Cortes y convocar elecciones para «fabricar» una cómoda mayoría parlamentaria a los liberales de Sagasta. Éste tendría, así, manos libres para introducir una política distinta a la seguida por los conservadores. Las expectativas positivas se confirmaban al incorporar Sagasta a su gabinete a Martínez Campos, favorable a las reformas autonomistas. Las primeras medidas así lo hacían suponer. Se aprobaban en los primeros meses dos decretos que garantizaban la aplicación de la Constitución de 1876 y la Ley de Imprenta de 1879 a la isla de Cuba, lo que suponía un avance en el reconocimiento de las libertades fundamentales de los cubanos. Posteriormente serían aprobadas sendas leyes para la liberalización del comercio entre la Península y las Antillas. Medidas positivas, pero claramente insuficientes. La cuestión fundamental de la autonomía o su antecedente inmediato, las medidas administrativas y políticas descentralizadoras, no aparecían en la acción de gobierno liberal a pesar de que el propio Sagasta había abogado en el Parlamento meses antes por revisar y reformar las leyes aplicadas a la administración de la isla.

Este inmovilismo o estancamiento de las reformas estaba denunciando a estas alturas un posicionamiento de Sagasta contrario a la solución autonómica que se haría patente en la discusión parlamentaria del presupuesto de Ultramar en el verano de 1883, cuando el propio Sagasta se dirigió al diputado autonomista Rafael María de Labra y le invitó a retirar una proposición que incluía «exageraciones graves y peligrosas». Estas exageraciones, en la versión sagastina, no eran otra cosa que la adhesión de Labra al principio de autonomía para Cuba. Corroborando las posiciones de su jefe de filas, Fernando León y Castillo, ministro de Ultramar, manifestaba solemnemente en las Cortes: «vamos a la asimilación, pero a la autonomía jamás». Víctor Balaguer, inseparable de Sagasta, descubría los miedos de la solución autonómica cuando aseguraba: «Por muchos caminos se puede ir a la separación, pero por el camino de la autonomía [...] se va por ferrocarril»20.

Tras un corto paréntesis, Sagasta vuelve al poder en muy comprometidas circunstancias, como las que concurrían a la muerte de Alfonso XII, con la socorrida regencia de María Cristina. Más allá del ya célebre «Pacto del Pardo», la lógica aconsejaba conceder el poder a los liberales en pro de la estabilidad del régimen y Sagasta estuvo al frente del Consejo de Ministros durante casi cinco años, agrupando bajo su manto a todos los liberales, desde el conservador Alonso Martínez hasta el ahora posibilista Castelar. Una vez garantizada la continuidad del régimen, Sagasta aprovechó la oportunidad para aplicar todo un repertorio legislativo (Ley del matrimonio civil, Ley de Asociaciones, Ley del Jurado, Código Civil y, finalmente, la aprobación del sufragio universal) que supusieron un indudable avance modernizador y un revestimiento progresista de la monarquía hispana. Sin embargo, respecto a las cuestiones de Ultramar, se seguían adoptando medidas parciales, algunas de más importancia como la extinción del denominado Patronato, fórmula con la que se había disfrazado un esclavismo aún vigente, extinción que precedió a la definitiva abolición de la esclavitud en 1888. Por lo demás, el programa de gobierno no se salió de los límites que el ministro de Ultramar, Germán Gamazo, había trazado: «Este Gobierno está dispuesto a todo género de sacrificios y de transacciones en beneficio de la isla de Cuba, [...] pero entendiendo que si es verdad que la autonomía es el último paso para la independencia, el Gobierno está dispuesto a derramar hasta la última gota de su sangre en defensa de los sagrados derechos de la madre patria»21.

El engorroso problema de Ultramar se empezaba a cruzar de manera inoportuna en la trayectoria de Sagasta ya que se veía obligado a dimitir en julio de 1890 por un turbio y nunca esclarecido asunto relativo a la propagación de rumores que situaban a su mujer como beneficiaría de unas concesiones ferroviarias en Cuba22. Aunque tras la propagación de los rumores estaba la sombra de Romero Robledo, experto en urdir este tipo de enredos, Sagasta no quiso exponerse al consiguiente escándalo parlamentario y dejó paso libre a los conservadores, llamados otra vez al poder por la Reina regente.

En el tercer gobierno liberal de la Restauración, formado en diciembre de 1892, volvió a presentarse una postrera oportunidad para zanjar definitivamente la cuestión colonial pendiente. Sagasta eligió para Ultramar a un joven político, Antonio Maura, convencido reformista que ya había formado parte de distintas comisiones parlamentarias referidas a temas antillanos. De convicciones liberales pero defensor al mismo tiempo del proteccionismo económico, Maura ejemplificaba las contradicciones de los liberales, tendentes a introducir cambios en las relaciones entre la metrópoli y Cuba pero temerosos de sus efectos ambivalentes. Sin embargo, Maura apostó por aplicar sinceras medidas reformistas y, tras aprobar modificaciones menores de carácter electoral, presentó en abril de 1893 en las Cortes su «Proyecto de Reforma del Gobierno y la Administración civil de las islas de Cuba y Puerto Rico». Sus postulados apuntaban a una notable descentralización, materializada en reformas administrativas concretas. De un lado, se concedían amplias competencias a una Diputación Provincial única en cada caso (Cuba, Puerto Rico), especialmente importantes en cuanto a la elaboración de los respectivos presupuestos. Esto se complementaba con una reorganización administrativa cubana, con la creación de varios organismos con importante capacidad de decisión ya que sus disposiciones podían convertirse en ley sin necesidad de ser refrendadas por el gobierno de Madrid. No era la autonomía completa pero sí ofrecía una notable descentralización23. De nuevo, asistimos a las airadas reacciones levantadas tanto en la opinión pública española como en Cuba, En Madrid la prensa conservadora atacó, por su atrevimiento descentralizador, el plan del ministro mientras la prensa republicana se mostró hostil por parecer las medidas insuficientes. En Cuba, tanto los conservadores inmovilistas como los revolucionarios separatistas rechazaron abiertamente el proyecto de Maura.

¿Qué papel jugaba Sagasta? De nuevo le descubrimos en una posición ambigua y poco convincente. Oficial y públicamente, no podía dejar de respaldar el proyecto de su propio ministro pero algunos hechos reveladores matizan esta impresión general. Así, al día siguiente de ser presentado el proyecto de Maura en el hemiciclo, los diputados antillanos del Partido de Unión Constitucional, el partido conservador cubano que recogía los intereses inmovilistas peninsulares, se reunían para analizar las reformas y definir su política de rechazo. Entre estos diputados antillanos, uno muy significado para Sagasta: Miguel Villanueva24. La primera iniciativa de estos diputados fue designar una comisión para visitar a Maura y Sagasta con la intención de pedirles la suspensión de las reformas, cosa que no obtuvieron de sus interlocutores. La resistencia de Maura a introducir modificaciones en su plan y la intransigencia de los diputados cubanos se tradujo en tensas confrontaciones parlamentarias. Miguel Villanueva llegó a dimitir de su cargo para encabezar la acción parlamentaria contra Maura. Otra vez encontramos a Sagasta en difícil posición intermedia y ante el dilema: ¿Apoyo firme a su ministro o concesiones a las quejas de los diputados cubanos? Aunque Sagasta negó en el Congreso cualquier disidencia con su ministro, lo cierto es que Maura no encontró el respaldo necesario de los diputados liberales ni de Sagasta y otros ministros lo que le aconsejaría dimitir, paralizándose así su plan en el Parlamento.

Su caída, recibida con alborozo en sectores españolistas de Cuba, fue interpretada en otros como una nueva realidad dilatoria que cercenaba las aspiraciones autonomistas de Cuba. El descontento y la frustración crecían en proporción a la falta de reformas, alentándose así el separatismo. Meses después, el nuevo responsable de la cartera de Ultramar, Abárzuza, volvió a plantear, con algunas modificaciones, el proyecto de Maura. Pero su discusión en las Cortes se vio alterada por el estallido de la segunda insurrección cubana, el grito de Baire, inicio de la que sería última guerra entre colonia y metrópoli. Ante la gravedad del momento, Sagasta dará paso a Cánovas, que optaría por reforzar la respuesta militar en el convencimiento de que cualquier reforma política debería plegarse a una victoria en el campo de batalla sobre los insurrectos. Para ello, echó mano de Martínez Campos, ya experto «deshacedor de entuertos» en ocasiones anteriores, nombrándole Gobernador y Capitán General en Cuba, consiguió que se aprobase un significativo aumento de refuerzos militares, y decidió la terrible política de reconcentración campesina en las ciudades para aislar los focos insurrectos, que llevaría a la práctica el nuevo Capitán general Weyler.

Es bien conocido el fracaso de esta política represiva que no hizo sino despertar recelos internacionales, particularmente los norteamericanos, que adoptaron una postura más enérgica contra el gobierno español. Sagasta se atrevió a protestar públicamente por la política de Cánovas y publicó un manifiesto en junio de 1897, en nombre del Partido Liberal, en el que se comprometía a adoptar reformas políticas oportunas para terminar la revolución cubana, criticando indirectamente a Weyler por llevar los asuntos cubanos de forma tan grosera25. El asesinato de Cánovas en agosto anularía cualquier intento del político conservador para reorientar su política y provocaba un nuevo giro en la política española aunque el desenlace parecía irremediable. Dada la gravísima situación del país a la Regente no le queda sino acudir a Sagasta, ahora sí, con todo derecho, «el de las horas difíciles», y le pide personalmente que asuma el poder por patriotismo. El que recibe y acepta el encargo, ¡por patriotismo!, es ya un desgastado y escéptico Sagasta, de quebrantada salud, que se presta a rendir un último servicio a la Reina26. En octubre forma gobierno, con Moret en Ultramar. Su primera medida, orientativa de su política: destituye al general Weyler, identificado con la política de reconcentración, nombrando en su lugar al general Ramón Blanco, más contemporizador. Todos los pasos se dan en una misma dirección. A continuación, se declaró una amplia amnistía para los presos políticos de las Antillas. Definitivamente, en noviembre era aprobada una Constitución para Cuba y Puerto Rico, que preveía la instalación de un parlamento insular con dos cámaras: una cámara de representantes, de elección popular, y un Consejo de Administración, en el que sólo la mitad de sus miembros serían nombrados por el gobernador de la isla. De acuerdo con este decreto, en diciembre fue elegido el primer y único gobierno autónomo de Cuba, que comenzaría a ejercer sus funciones el uno de enero de 1898. Antes, se ponía fin a las hostilidades en Filipinas tras suscribirse la «paz de Biacnabató». La apuesta de Sagasta y los liberales por una solución de paz era innegable. Incluso el nuevo año 1898 parecía comenzar para España con auspicios más favorables ya que las medidas políticas tomadas habían satisfecho aparentemente a los responsables estadounidenses. Pero la solución autonómica, tardía e insuficiente, no fue aceptada por los líderes insurrectos, que exigían la independencia, apoyados en el fondo por influyentes sectores norteamericanos, lanzados ya sin freno a una intervención militar. El devenir de los acontecimientos en los meses que preceden a la guerra es bien conocido. La determinación del Gobierno español encabezado por Sagasta, compartida por buena parte de los dirigentes políticos consultados por la propia Reina regente27, al precipitarse los acontecimientos entre febrero y abril de 1898, estaba resuelta a afrontar una honrosa derrota militar antes que soportar una capitulación humillante e indigna28. El resultado final, no por esperado fue menos doloroso: inapelable catástrofe militar y aceptación de las condiciones de paz estadounidenses que acarreaban la pérdida de las últimas colonias.

 

3. IDEAS, POLÍTICA E INTERESES: ALGUNAS EXPLICACIONES DEL FRACASO

Llegados hasta aquí, se impone buscar algunas explicaciones o claves de comprensión no sólo de la actuación de Sagasta en todos estos acontecimientos sino de las oportunidades perdidas para resolver el conflicto sin esperar al trágico desenlace final. Sin intención de agotarlas, fijaremos nuestra atención en tres de esas claves, como son el soporte ideológico, doctrinal de Sagasta, la naturaleza del Sexenio revolucionario y la del régimen de la Restauración, y, finalmente, la detección de los variados intereses vinculados a las colonias y su mantenimiento.

En cuanto a la esfera de las ideas, de la doctrina, nos deberíamos preguntar: ¿Cuál es la idea de nación y de España que tiene Sagasta? Dado que su trayectoria política está inspirada en el proyecto progresista que fue forjado en época isabelina, hay que adelantar que no existía en tal proyecto un planteamiento definido de la cuestión colonial ya que las posesiones coloniales eran percibidas como territorio nacional. A lo largo del siglo XIX se va fraguando una nueva realidad nacional moldeada por el régimen liberal burgués y se suceden permanentes esfuerzos para justificar y caracterizar el Estado-nación español que explican una progresiva aunque lenta toma de conciencia nacional29. La versión progresista del liberalismo español identificaba a la nación con dos conceptos clave: soberanía nacional y unión ibérica30. De un lado, soberanía nacional como afirmación del desplazamiento del principio de legitimidad del monarca a la nación (léase ciudadanos propietarios y capaces). De igual forma, lo que definió al progresismo histórico hasta el Sexenio en cuanto al proyecto nacional era un deseo iberista, o unión pacífica y voluntaria con Portugal, buscada por los progresistas en distintos momentos, el último de ellos en pleno Sexenio revolucionario, a partir de los intentos de entronización del rey viudo de Portugal, don Fernando de Coburgo, en los que intervino el propio Sagasta31. No se concebía, pues, ningún movimiento disgregador, aunque éste se originase en tierras ultramarinas. Sólo a raíz del levantamiento antillano del 68, la realidad colonial pasó a formar parte de las preocupaciones de los progresistas.

Se hace necesario, pues, acudir a un segundo marco de comprensión como es la contextualización de los regímenes políticos en los que se verificaron esas iniciativas y oportunidades perdidas. En este sentido, la experiencia política del Sexenio y su desenlace son claves para entender la Restauración y para valorar las actitudes políticas respecto al problema cubano. El amplio y ambicioso movimiento revolucionario de Septiembre acabó convertido en uno de esos efímeros paréntesis aceleradores de signo progresista tan propios del XIX. Como tal, fue clausurado mediante pronunciamiento militar para que pudiese materializarse la restauración borbónica de Alfonso XII, de inspiración canovista. Como han tenido ocasión de detallar autores como Manuel Espadas o José Antonio Piqueras32, en la preparación y génesis del proyecto restaurador se entrecruzaban varias líneas de acción y algunas de ellas pasaban por Cuba, concretamente por los círculos hispanos propeninsulares del Casino de La Habana con sus ramificaciones a escala peninsular, en los Centros Hispano-Ultramarinos-33. La proclamación de Alfonso XII fue patrocinada por este núcleo de poder en la certeza de que garantizaba sus actividades económicas y el orden político-social que aquellas demandaban. Bajo estas premisas, la participación de Sagasta en la primera línea de la política de la Restauración estuvo seriamente condicionada por la aceptación de las reglas de juego impuestas por Cánovas y por el papel que éste le había reservado: aglutinar las dispersas fuerzas de la izquierda liberal en torno al Partido Liberal para poner en marcha, desde arriba, un turnismo bipartidista sobre la base del respeto a la monarquía y al texto constitucional de 187634. Así, en la cuestión colonial, su disposición favorable a hacer concesiones y reformas autonomistas para Cuba y Puerto Rico era neutralizada por el propósito de evitar, al mismo tiempo, proyectos polémicos que pudiesen dañar la unidad dentro de su heterogéneo partido o lesionar intereses con demasiado peso específico para la estabilidad del sistema y de la monarquía35. En suma, la política colonial de conservadores y liberales durante la Restauración atendía a una ecuación: fracaso en las colonias=peligro interno para la estabilidad de la Corona36..

El cuadro descrito quedaría completado con la detección de esos poderosos intereses que se concitaban en Cuba y que dificultaron, cuando no arruinaron, una solución pacífica. Las élites antillanas y sus representantes en la capital española trazaron un panorama político en el que era tan importante el control de la Administración isleña como la incidencia sobre el gobierno de la metrópoli37. Una alteración de la política de Madrid podía poner en peligro el monopolio de sus intereses económicos y el control que ejercían sobre el resto de la sociedad colonial. Entre estos hacendados y comerciantes agrupados en tomo al Casino de La Habana están hombres como Julián Zulueta, marqués de Álava, presidente del Casino, primer productor azucarero de la isla, Juan Manuel Manzanedo, marqués de Manzanedo, conocido como el «príncipe de los negreros», dueño en Madrid de un inmenso capital inmobiliario, Antonio López, primer marqués de Comillas, que creó su gran capital en el negocio de las comunicaciones con Ultramar a través de una compañía marítima convertida en la poderosa Compañía Trasatlántica Española. Todos ellos contaron con el apoyo incondicional del mando militar en Cuba e, incluso, con el concurso de una importante formación paramilitar en la isla, el cuerpo de Voluntarios cubanos. Personajes renombrados de la vida política española también estaban estrechamente vinculados a estos sectores. Es el caso de Romero Robledo, el «pollo de Antequera», mano derecha de Cánovas, gran muñidor electoral, que estaba casado con la hija de Julián Zulueta, como también de José Cánovas del Castillo, hermano del político malagueño, que manejaba las finanzas coloniales desde un importante puesto administrativo en La Habana, o del general Serrano, casado con una parienta del millonario azucarero criollo conde de Casa Brunet, lo mismo que el general Dulce, casado con otra cubana de importante patrimonio azucarero. Finalmente, conocidos esclavistas se sentaban como diputados en las Cortes de Madrid38. Todo este entramado nos ayuda, sin duda, a explicar los fracasos, en unos casos, e indecisiones, en otros, para sacar adelante las reformas necesarias con vistas a una posible pacificación.

Paradójicamente, las circunstancias y los méritos que le llevaron a Sagasta a ser considerado «viejo pastor» de los liberales en los tortuosos caminos de la Restauración le estaban reservando, al mismo tiempo, un sacrificio personal y político final como responsable o «chivo expiatorio» del desastre colonial. De igual manera, son precisamente sus indecisiones y ambigüedades en la cuestión colonial durante los distintos gobiernos que presidió las que mejor explican una política errática y un desaprovechamiento de oportunidades para evitar el conflicto postrero ya que sus actuaciones en los meses que preceden al enfrentamiento militar no pueden mostrarse más coherentes y bienintencionadas en busca de una última oportunidad de pacificación.

En los meses siguientes a la derrota y la firma del Tratado de París, ante los furibundos ataques que le exigen responsabilidades, Sagasta repite inútilmente una y otra vez:

«Fuimos a la guerra porque no teníamos otro remedio [...] ¿Es preciso exigir responsabilidades? [...] ¿Qué de extraño tiene que hayamos sido vencidos? ¿Qué culpa de eso tiene nadie?»39.

Ante el pesimismo y el nihilismo que se extienden los meses posteriores en la opinión pública, aún Sagasta se atreve a mostrar el camino:

«Si no quedara nada después de la catástrofe, desgraciados de nosotros. No es este el camino para que podamos reponernos de las pérdidas sufridas ni llegar a una verdadera regeneración»40.

La idea de regeneración aparece en el discurso de Sagasta e, incluso, después de todos los sinsabores, se siente con fuerzas para volver a presidir, dos años más tarde, el último gobierno de la Regencia y el primero del nuevo rey Alfonso XIII. No podía venir, sin embargo, de la mano del ya anciano líder la anhelada regeneración.

 

 

   

 

NOTAS

 

1. FIGUERO, Javier, SANTA CECILIA, Carlos G., La España del Desasiré, ed. Plaza & Janes, Madrid, 1997, pp. 173-181.

2. Cit. en CEPEDA ADÁN, José, «Sagasta en la Regencia de María Cristina: las horas amargas del 'Desastre'», Instituto de Estudios Madrileños del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Ciclo de Conferencias: Revolución y Restauración en Madrid, 1868-1902), Madrid, 1994, p. 43.

3. El autor que más se ha significado por esta fijación acusadora es Jesús PABÓN, El 98, acontecimiento internacional, ed. Días de Ayer, Barcelona, 1967, que acaba vinculando el estallido de la guerra entre España y Estados Unidos a la sustitución de dos hombres enérgicos, Cánovas y Cleveland, por dos hombres «débiles», Sagasta y Mac Kinley. Como ejemplo reciente de esta percepción, véase, por ejemplo, COMELLAS, José Luis, Cánovas del Castillo, ed. Ariel, Barcelona, 1997, pp. 322-345.

4. RUBIO, Javier, La cuestión de Cuba y las relaciones con los Estados Unidos durante el reinado de Alfonso XII. Los orígenes del «desastre» de 1898, Ministerio de Asuntos Exteriores (Biblioteca Diplomática Española), Madrid, 1995, pp. 15-16.

5. SCHMIDT-NOWARA, Christopher, «Imperio y crisis colonial», en PAN-MONTOJO, Juan (coord.), Más se perdió en Cuba. España, 1898 y la crisis de fin de siglo, Alianza Editorial, Madrid, 1998, p. 34.

6. VILA VILLAR, Enriqueta, «Intelectuales españoles ante el problema esclavista», Anuario de Estudios Americanos, XLIII, 1986, p. 203.

7. Véase HERNÁNDEZ SANDOICA, Elena, «La política colonial española y el despertar de los nacionalismos de Ultramar», en FUSI, Juan Pablo y NIÑO, Antonio (eds.), Vísperas del 98: orígenes y antecedentes de la crisis del 98, ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1997, pp. 133-149.

8. Sobre las conexiones entre abolicionismo y librecambismo, es muy clarificador GIL NOVALES, Alberto, «Abolicionismo y librecambio», Revista de Occidente, 59, febrero 1968, pp. 154-181. En lo demás, sigo la argumentación de SCHMIDT-NOWARA, ob. cit.

9. Las circunstancias de su nacimiento y una panorámica general sobre su actividad, en ARROYO JIMÉNEZ, Paloma, «La Sociedad Abolicionista Española, 1864-1886», Cuadernos de Historia Moderna y Contemporánea, nº 3, 1982, pp. 127-149. Otra interpretación de su espíritu dentro de un contexto más amplio, el colonialismo español del XIX, en MESA, Roberto, El colonialismo en la crisis del XIX español, ed. Ciencia Nueva, Madrid, 1967, p. 167.

10. RODRÍGUEZ, Gabriel, «La idea y el movimiento anti-esclavistas en España durante el siglo XIX», en La España del siglo XIX, colección de conferencias históricas del Ateneo de Madrid, curso 1885-1887, Madrid, 1887, tomo III, pp. 321-355.

11. Carta de Céspedes a Seward, Boletín de la Revolución, nº 4, New York, 26-XII-1868, cit. en PANDO DESPIERTO, Juan, «Las conversaciones Prim-Sickles: España-Cuba-Estados Unidos en 1868-70», FUSI, Juan Pablo y NIÑO, Antonio (eds.), Antes del «desastre»..., ob. cit., p. 362.

12. En expresión acuñada por CARR, Raymond, España, 1808-1975, ed. Ariel, Madrid, 1985 (1966), pp. 298-299.

13. En este punto habría que recordar distintos intentos de los Estados Unidos a lo largo del siglo (1822, 1848,1854) para hacer efectiva la adquisición de Cuba a cambio de una indemnización económica, v. PANDO DESPIERTO, Juan, ob. cit. p. 359.

14. Un pormenorizado seguimiento de las intenciones y gestiones de Prim en cuanto a su política cubana durante estos meses, en RUBIO, Manuel, La Cuestión de Cuba..., ob. cit., pp. 83-106. La vinculación entre su percepción de la crisis de Cuba y su afinidad intelectual con Céspedes la recoge SANTOVENIA, Emeterio S., Prim, el caudillo estadista, ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1933.

15. Cit. en PANDO DESPIERTO, Juan, ob. cit. p. 373.

16. GIMÉNEZ ROMERA, Waldo, Cuba no se vende, Madrid, 1870, cit. en RUBIO, Manuel, ob. cit., p. 93.

17. FERNÁNDEZ ALMAGRO, Melchor, Historia política de la España Contemporánea, Alianza Editorial, Madrid, 1968, tomo I (1868-1885), p. 96.

18. PIQUERAS ARENAS, José Antonio, La Revolución democrática (1868-1874). Cuestión social, colonialismo y grupos de presión, Centro de Publicaciones del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1992, p. 264.

19. Un repaso de las directrices políticas del primer gabinete liberal de Sagasta en la Restauración, en CEPEDA ADÁN, José, «Sagasta y la incorporación de la izquierda a la Restauración», Historia social de España. El siglo XIX, ed. Guadiana, Madrid, 1972, pp. 311-335.

20. RUBIO, Javier, ob. cit., pp. 291 y 347.

21. CEPEDA ADÁN, José, Sagasta. El político de las horas difíciles, Fundación Universitaria Española, Madrid, 1995, p. 131.

22. Ibídem, pp. 136-137.

23. DE DIEGO GARCÍA, Emilio, «Las reformas de Maura, ¿la última oportunidad política en las Antillas?», en DE DIEGO GARCÍA, E. (din), 1895: La guerra en Cuba y la España de la Restauración, ed. Complutense, Madrid, 1996, pp. 109-110.

24. Aunque nacido en Madrid, estaría muy vinculado familiar y políticamente a la Rioja. Catedrático de la Universidad de La Habana, afiliado a la Unión Constitucional desde 1878, diputado por Cuba desde 1881 con la ayuda de Sagasta; precisamente en ese momento había sido nombrado por el propio Sagasta Subsecretario de la Presidencia.

25. FONER, Philip S., La guerra hispano/cubano/americana y el nacimiento del imperialismo norteamericano. 1895-1902 , vol. I: 1895-1898, ed. Akal, Madrid, 1975, p. 174.

26. «El ocaso de Sagasta se iniciaba rotundo, la decadencia de su organismo era visible cuando por sexta vez en su vida, recibía, sin poderlo declinar, la confianza del poder moderador; ¡y en qué condiciones!», ROMANONES, conde de, Sagasta o el político, Madrid, 1930, p. 191. «El Sagasta aparentemente impasible que presidía y volvía a presidir el Gobierno era un hombre a quien el cronista parlamentario veía desde su tribuna, en la cabecera del banco azul, llevándose a la boca disimuladamente tabletas de cafeína para estimular su corazón destrozado», cit. en CEPEDA ADÁN, José, «Sagasta en la Regencia de María Cristina...», ob. cit., p. 17.

27. Fueron llamados a Palacio Silvela, Montero Ríos, Pidal, Martínez Campos, Vega de Armijo, Gamazo, NIDO Y SEGALERVA, Juan del, Historia política y parlamentaria del Exento. Sr. D. Práxedes Mateo Sagasta, Madrid, 1915, p. 924.

28. «A pesar de nuestros esfuerzos, a pesar de nuestros sacrificios, a pesar de las amarguras que en silencio hemos devorado, la guerra se ha hecho inevitable. No podíamos ya sufrir tanta afrenta: la Nación española puede ser vencida, pero jamás impunemente afrentada» (Práxedes Mateo Sagasta), Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, sesión del 25 de abrí! de 1898, p. 104.

29. Cfr. JOVER ZAMORA, José María, «Caracteres del nacionalismo español, 1854-1874», Zona Abierta, n° 31, abril-junio 1984, pp. 1-34, DE BLAS GUERRERO, Andrés, Sobre el nacionalismo español, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1989, y Tradición republicana y nacionalismo español (1876-1930), ed. Tecnos, Madrid, 1991, CIRUJANO, Paloma, ELORRIAGA, Tomás, PÉREZ GARZÓN, Juan Sisinio, Historiografía y nacionalismo español: 1834-1868, Centro de Estudios Históricos, Madrid, 1985.

30. FOX, E. Inman, La invención ele España, ed. Cátedra, Madrid, 1997, pp. 38-39.

31. PI y MARGALL, Francisco, PI y ARSUAGA, Francisco, Historia de España, Barcelona, 1902, vol. IV, p. 388, ROCAMORA ROCAMORA, José Antonio, El nacionalismo ibérico, 1792-1936, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Valladolid, 1994, p. 80.

32. ESPADAS BURGOS, Manuel, Alfonso XII y los orígenes de la Restauración, Escuela de Historia Moderna, Madrid, 1975, PIQUERAS ARENAS, José Antonio, La Revolución democrática..., ob. cit.

33. BAHAMONDE, Ángel, CAYUELA, José Gregorio, Hacer las Américas. Las élites coloniales españolas en el siglo XIX, Alianza Editorial, Madrid, 1992, pp. 46-47.

34. DARDÉ MORALES, Carlos, «La vida política: elecciones y partidos», FUSI, Juan Pablo, NIÑO, Antonio (eds.), Vísperas del 98..., ob. cit., pp. 65-74.

35. Indicio inequívoco de estas limitaciones del «sistema» lo constituye la constatación de la forma en que se tomaban las decisiones políticas en materia colonial, con preponderancia de decisiones del Ejecutivo frente a los cuerpos colegisladores, SÁNCHEZ ANDRÉS, Agustín, «El proceso de toma de decisiones en política colonial: la pugna entre el Ejecutivo y los cuerpos colegisladores en materia de legislación colonial (1837-1898)», FUSI, Juan Pablo, NIÑO, Antonio (eds.), Antes del «Desastre»..., pp. 253-262, y con las frecuentes «sesiones parlamentarias secretas», «símbolo de un parlamentarismo que se desarrollaba de espaldas a la opinión pública», PRO RUIZ, Juan, «La política en tiempos del Desastre», PAN-MONTOJO, Juan (coord.), Más se perdió en Cuba..., ob. cit. pp. 151-152.

36. SERRANO, Carlos, «Aspectos ideológicos del conflicto cubano», en DE DIEGO, Emilio (dir.), 1895: La guerra en Cuba.,., ob. cit., p. 74.

37. CAYUELA, José Gregorio, Bahía de Ultramar. España y Cuba en el siglo XIX. El control de las relaciones coloniales, ed. Siglo XXI, Madrid, 1993, pp. XI-XII.

38. PIQUERAS ARENAS, José Antonio, ob. cit, p. 344.

39. Cit. en CEPEDA ADÁN, José, «Sagasta en la Regencia de María Cristina..., ob. cit. pp. 46-47.

40. El subrayado es nuestro, Diario de Sesiones del Congreso, sesión del 25 de febrero de 1899, pp. 1960-1961.

 

 

 

 

DE «VIEJO PASTOR» A «CHIVO EXPIATORIO»:
SAGASTA Y EL 98

 

José Luis Ollero Valles
Licenciado en Historia Contemporánea.
Investigador Agregado del IER.

BERCEO 135 25-37 Logroño 1998