Una mezcla de fines sociales, religiosos, caritativos y personales llevó a las autoridades municipales españolas del siglo XVI a considerar fundamental el apoyo público a las instituciones educativas que impartían enseñanzas de primeras letras en diversas ciudades y municipios. Este esfuerzo permitió una expansión notable de la alfabetización de los niños y adolescentes de las áreas urbanas, que desde los siete años comenzaban su aprendizaje de la lengua vernácula, realizaban cálculos aritméticos simples o recitaban el catecismo y algunas oraciones sencillas. En ambientes más distinguidos el ayo ocupaba lugar preferente en la educación de los hijos de la aristocracia. Vivía en la casa y servía como profesor, compañero y director social del niño.

Sin embargo, esta práctica educacional sólo era utilizada por la nobleza. El resto de los hijos de las clases medias urbanas españolas habían de acudir a los maestros de primeras letras, que impartían sus lecciones con carácter privado y cuyo costo no era accesible a las capas más humildes de la población. Una sociedad tan reglamentista como la castellana del siglo XVI había de conferir especial importancia a la educación de los más jóvenes; consecuentemente, un continuo flujo de normas fue minando la independencia de los maestros de primeras letras.

La Iglesia adoptó las medidas pertinentes para llegar a controlar la enseñanza básica. Diversas diócesis nombraron visitadores que examinaban en su ortodoxia religiosa a los maestros, excluyendo a conversos y a individuos cuyos antepasados habían sido condenados por la Inquisición. La enseñanza del latín, junto con asignaturas como geografía, matemáticas, retórica, filosofía..., eran las disciplinas de la enseñanza secundaria en la España de los Austrias, impartidas con severidad por los maestros. Las órdenes religiosas o las escuelas de gramática eran las encargadas de dar estas enseñanzas, obligatorias para proseguir los estudios universitarios o para entrar en la carrera eclesiástica. La vitalidad del humanismo español y la necesidad de crear un suficiente número de juristas al servicio del Estado instó a muchos hijos de la sociedad urbana a realizar estos estudios.

Por contraposición, la situación en las zonas rurales era bien diferente. Las escuelas organizadas en los pueblos eran muy escasas a comienzos de la época moderna. Incluso en aquellos lugares donde un maestro o un párroco daban clases, la calidad era sensiblemente baja. En consecuencia, el analfabetismo, sobre todo en los municipios pequeños, era la regla general. Además, los campesinos no tenían una actitud demasiado proclive hacia los libros; la población rural nunca demostró mucho interés por la alfabetización, al considerarlo un artículo de lujo que confería pocos beneficios tangibles a aquellos que lo adquirían. Las horas pasadas en la escuela significaban horas perdidas para el trabajo en el campo. Debido a estas causas, la población campesina permaneció analfabeta de generación en generación y no varió sustancialmente su situación hasta comienzos del siglo XX. El campesino se mantuvo como una figura aislada, apartada por su pobreza e ignorancia del mundo urbano y culto.

Pero este marco apuntado sólo es válido para escasamente el 50 por 1 00 de la población del antiguo régimen peninsular, aquel que correspondía a la educación de los varones españoles. Las mujeres de todas las clases sociales seguían patrones de comportamiento bien distintos. Su formación se limitaba al estricto marco familiar y no se consideraba oportuno ni necesario acudir a sistemas de educación exógenos a la familia.

 

Los padres -sobre todo las madreseran los encargados de educarlas en los rudimentos de lectura, escritura, religión y en las llamadas tareas propias de su sexo: costura, bordado, encaje, cocina, etcétera. La educación que se transmitía de generación en generación se centró en una serie de valores que se consideraban útiles para la cultura patriarcal que encarnaba primero el padre, luego el marido, más tarde el hijo... y que, como denominador común, significaba una exaltación de los valores interiores de la persona que complementaban a una cultura exterior, racionalista, de evidente control varonil. Por eso en la educación de la mujer no se consideraba tan necesario transmitirle conocimientos de matemáticas, geografía o latín cuanto propiciar los valores del corazón: sensibilidad, espontaneidad, paciencia, amor, sentimiento...

 

La reiterada asociación conceptual de la mujer con la naturaleza no parece derivarse tanto de su evidente función reproductora cuanto de su papel social marginal que la cultura patriarcal racional sancionaba y determinaba.

 

Un espíritu tan libre como Rousseau explicó con claridad cómo el hombre potenciaba el mundo exterior y cómo la mujer se ligaba al mundo interior -al de la casa-, encabalgando así en la dicotomía naturaleza-cultura la dicotomía interior-exterior, ..que cobra especial relevancia en las sociedades capitalistas. En el modelo educacional rousseauniano se señalaba además que la educación de las mujeres deberá estar siempre en función de los hombres: agradarnos, sernos útiles, hacer que las amemos y estimemos, educarnos cuando somos pequeños, cuidarnos cuando crecemos..., éstas han sido las tareas de la mujer y eso es lo que se las debe enseñar en su infancia. (Emilio.)

En esta sociedad patriarcal, donde se educaba a la mujer en función de los intereses del cabeza de familia y con el deseo de reproducir una educación y un orden estático en el marco de las relaciones familiares y sociales, poco se iba a avanzar en el camino de lograr una cultura creativa para la mujer. Apenas variaron sus posibilidades de instrucción entre los siglos XV y XIX. Todavía a mediados del siglo XIX un 86 por 100 de las mujeres era analfabeta y solamente a partir de entonces y, gracias al establecimiento de escuelas gratuitas para chicas, la tasa femenina de analfabetismo disminuyó notablemente. Sin embargo, todavía en 1900 los niveles de instrucción eran bajos y el número de analfabetas españolas alcanzaba un 71,4 por 100. Este hecho contrastaba con una población masculina que había conseguido rebajar el número de sus analfabetos hasta la mitad de su población.

El gran salto cualitativo se generó a partir de 1920; esa década propició un gran avance en el nivel de instrucción de todos los españoles y, por supuesto, de las mujeres. Hacia 1930 la población femenina se repartía casi equitativamente entre analfabetas y alfabetizadas; aunque con un cierto predominio de estas últimas: el 50, 1 por 100 confesaba saber leer y escribir y sólo un 1' 1 por 100 afirmaba que únicamente sabía leer. Este cambio significativo tuvo consecuencias varias, aunque la más evidente fue la necesidad de modificar los esquemas culturales de ambos sexos, fosilizados durante tantos siglos. Este proceso, imparable, se completó en el transcurso de las décadas siguientes, no solamen1e a niveles de instrucción elemental, sino alcanzando cotas en la enseñanza secundaria y superior que permitió a unas pocas mujeres privilegiadas acceder a los diversos niveles de la educación superior que les habían sido vetados sistemáticamente.

Privada la mujer de una instrucción pública que hiciese variar sus posibilidades educacionales, la casa y el convento, con la ayuda de los libros, fueron el medio donde se desarrollaron las mentes femeninas hasta que la escuela pública, obligatoria y gratuita, fue una realidad ya en la España contemporánea.

 

La casa

Ya se ha dicho anteriormente cómo fueron los padres los encargados de formar a las mujeres no sólo en los rudimentos de lectura y escritura, sino en las tareas propias del sexo. Las madres se erigían aquí como monopolizadoras de las enseñanzas que habían de transmitir y hacer cumplir a sus hijas para que, a su vez, ellas las transmitieran a sus descendientes femeninas. Es esta una faceta de la investigación histórica que, lamentablemente, es difícil de realizar por la dificultad obvia de encontrar las fuentes adecuadas que permitan encararla; pero que nos revelaría un ingente nivel de conocimientos y actitudes miméticas que se fueron vertiendo de generación en generación sin el más mínimo sentido crítico que avalase la utilidad de su permanencia.

La casa era un espacio femenino completamente acotado y encomendado en su funcionamiento general casi exclusivamente a mujeres. En ella vertían sus normas, su saber práctico y su conservadurismo no sólo la madre, sino, con frecuencia, la abuela, alguna tía soltera que convivía con la familia, además de las criadas, niñeras, etcétera, si se trataba de familias burguesas o nobles. En la educación de la niña o de la adolescente, junto a la lectura o escritura -condicionada a los previos conocimientos de la familiasobresalía el entrenamiento en los trabajos del hogar y en la educación en valores morales encaminados a formar un conjunto de virtudes que permitiesen a la futura mujer encarar su propia vida matrimonial con amor, entrega, pasividad..., así como el convencimiento y desarrollo de que la maternidad era el elemento capital de la razón del ser femenino.

Esta amplia disponibilidad hacia la maternidad, común a todas las sociedades de la Europa preindustrial que sufre periódicamente el azote del hambre, de las guerras o de las pestes, constituyó el núcleo central de la educación de la mujer en esta época. De ahí el porqué se confirió tanta importancia a conservar como un don su virginidad -aparte de su acepción religiosa-, tanto para poder acceder a un matrimonio ventajoso como, si no era posible dotarla convenientemente, introducirla en un convento.

En ambos casos se imponía una vida cerrada entre las paredes de la casa y las visitas piadosas a la iglesia; escondida de la mirada de extraños, al modo árabe, que había dejado huellas y maneras que fueron bien acogidas por el cerrado mundo católico de los Austrias, poblado de brujas, herejes o pícaros. La perfecta casada, de fray Luis de León, sistematizó durante siglos este ideario de vida cerrada. Guardar la virginidad y, por tanto, el honor, es el tema clave de muchas de nuestras obras literarias del Siglo de Oro y el empecinamiento de Calderón, Quevedo, fray Antonio de Guevara, Tirso o tantos otros no parece resistir una somera verificación real. Efectivamente, la literatura picaresca y la mayoría de los escritores consagra de mujer licensiosa de costumbres, difícilmente sostenible como arquetipo de la mujer en la época de los Austrias, dotados de un celo contrarreformista voraz. Posiblemente obedezca más a fines didácticos y moralizantes -intenta prevenir y mostrar las deficiencias de esa conducta-que a constataciones de la realidad. Quizá, tanto la propensión al adulterio y a la vida irregular que muestran esas obras literarias, como la abundancia de conductas falsamente místicas o heterodoxas en algunas monjas, no fuese sino una forma de protesta contra esa cultura cerrada a la que todas estaban abocadas.

Los escasos libros que completaban esta estrecha educación no permitían ampliar el horizonte femenino. Biografías de santos, libros piadosos o cuentos clásicos como los de Perrault -Historias del tiempo pasado, de 1697o los Cuentos de la infancia y del hogar, de los hermanos Grimm, de 1812, repetidos por vía oral por ayas y madres, tipificaban en Caperucita Roja, Cenicienta, la Bella durmiente y tantos otros todo el conjunto de virtudes domésticas -paciencia, humildad, masoquismo que la ideología patriarcal requería para su completo asentamiento. Una cuidadosa censura se desplegaba -tanto por la familia como por el confesorsobre aquellos libros que contravenían este orden y podían introducir elementos distorsionantes sobre la educación de la mujer. Las posibilidades de modificar el sentido de su vida eran, consecuentemente, muy escasas.

Esa cultura patriarcal manifestaba todo su poder en el momento clave de escoger un destino para la adolescente que ya había llegado a la edad propicia para contraer matrimonio. A las sugerencias iniciales sobre la persona idónea como pareja -donde ocupaba un lugar primordial el respeto y la prosecución del sistema estamental vigente en la sociedad del antiguo régimenseguía la formalización de una boda según el criterio paterno; incluso contra la voluntad de la mujer. Y desde ese preciso momento la autoridad del marido proseguía el imperium que hasta ese momento había ejercido el padre.

Las consideraciones de clase impusieron siempre un elemento a considerar, ya que dentro de esa sumisión al marido las mujeres de la aristocracia gozaron de una mayor libertad de acción que las campesinas o las de las clases medias más atadas a la rutina cotidiana y con menos medios para subvertir el estatismo estructural en el que estaban sumidas. Se mostraban también más libres las mujeres de las clases más bajas de la sociedad: la dificultad de sobrevivir en una sociedad hostil a sus intereses y a su sexo las obligaba a generar unos sistemas de comportamiento más espontáneos, sin la carga moralizante que la buena sociedad desplegaba sobre el resto de las mujeres.

La maternidad era la centralidad del ser femenino. Tanto desde el púlpito como desde la familia o desde la sociedad se exaltaba como prioritaria y fundamental la función reproductora de la mujer. Reproductora en una doble y fundamental faceta, tanto biológica como social. Evidentemente, la función encomendada a la mujer como educadora de sus hijos -hijos e hijasno hacía sino reproducir fielmente la cultura oficial patriarcal a la que estaba sometida desde su nacimiento. De esta manera la mujer se inmolaba de un modo sublime: a la par como víctima individual de la sociedad -que no le permitía acceder a niveles de educación superior que le propiciasen una cultura creadoray como un eslabón, obediente y paciente, de esa misma cultura a la que servía con eficacia, aunque ¿con desgarramiento interior? De este modo ayudaban a recrear, en una nueva generación, los tradicionales ideales de humildad, pasividad..., que la sociedad demandaba. En ese postergamiento que la historia otorgó a la mujer, la cultura española tomó buenos ejemplos no sólo de la sociedad judeocristiana, sino de la islámica o de las enseñanzas que los moralistas católicos contrarreformistas desplegaron.

 

Este mundo cerrado tuvo una notable excepción en la figura de María de Zayas Sotomayor, mujer de gran personalidad, amante de los libros y viajera por toda Europa. Publicó en 1637 sus interesantes Novelas Amorosas, donde se denunciaba la ignorancia femenina, acusando al hombre de esa situación lamentable y reivindicando un mundo personal para la propia mujer. Este personaje atípico hizo, posiblemente, la primera denuncia seria del estado de la educación de la mujer española, aunque el calor de sus argumentaciones se estrelló contra la incomprensión de la cultura oficial.

 

El claustro

Una parte no pequeña de mujeres se formó en los claustros. Las malas condiciones económicas de la sociedad del barroco, las dificultades de dotar convenientemente a las hijas para un matrimonio ventajoso y las numerosas vocaciones que se despertaron a tenor de los movimientos religiosos de los siglos XVI y XVII incrementaron la demanda de mujeres para entrar en los conventos españoles. Sobre todo a tenor de la extraordinaria influencia que tuvo la reforma de las órdenes monásticas propiciadas por Cisneros y que tuvo en Santa Teresa a una adalid excepcional. Santa Teresa de Jesús, como otras místicas españolas, fueron las mujeres más innovadoras de la época, desarrollaron una creatividad inusitada y tuvieron una profunda influencia social.

Como consecuencia de todo ello, los claustros españoles fueron unos lugares muy visitados y muy vividos por las mujeres. Una parte de ellas sólo acudía temporalmente, mientras duraba su educación. Frecuentemente esas niñas eran familiares de religiosas residentes que pagaban el costo de su alimentación y de su enseñanza y que, cuando terminaban, retornaban a su hogar para casarse; otras, en cambio, permanecían en el convento después de terminada la enseñanza tradicionai -lectura, rezos, bordados, costura...formando un grupo de personas seglares, que sin entrar en religión, convivían con las personas de la clausura. Las más ingresaban como novicias en la orden y se sometían a la disciplina del claustro. En estos casos se reduplicaba la formación religiosa de la aspirante a monja con estudios de la regla y de la filosofía de la orden religiosa escogida, así como la práctica de una vida de piedad en comunidad y en solitario, a las órdenes de la abadesa y del capítulo del convento.

El estricto sometimiento a la regla escogida -que solía combinar la educación religiosa con el trabajo manualdejaba también poco margen para una instrucción superior, aunque no fue infrecuente encontrar a algunas religiosas que incrementaron el nivel de sus conocimientos convirtiéndose en buenas latinistas, traductoras de libros extranjeros, pintoras, místicas o mujeres que trabajaron en los diversos campos de la creación literaria. Obviamente, el claustro, pese a sus frenos, permitía una mayor potenciación de la vida personal de la religiosa que la de la mujer seglar, inmersa en las prácticas de la filosofía patriarcal.

Sin embargo, a menudo, las monjas tuvieron unas actitudes poco acordes con la regla escogida. Muchas de ellas habían entrado allí contra su voluntad, por disposición paterna. Las causas eran variadas, pero habitualmente se trataba así de salvar las leyes del honor o de solucionar las dificultades económicas de una familia que no podía dotar para el matrimonio a todas sus hijas. No obstante, las religiosas habían de poner a disposición del convento una dote no pequeña, en bienes muebles o inmuebles, aunque también existía en cada convento un cupo de monjas sin dote

El claustro se nos presenta como un mundo complicado y con tensiones, no sólo referentes a la convivencia de estamentos sociales que allí se conjugaban -aristócratas, campesinas, mujeres de las clases medias , sino al clima de confusión generado por la reforma y la contrarreforma. Este clima de confusión cristalizó en algunas religiosas falsamente místicas que desarrollaban una vida, mezcla de libertinaje y de beatería, que trascendía con frecuencia al exterior del claustro. La exaltación religiosa de la sociedad española de los siglos XVI y XVII hizo frecuente la proliferación de beatas, herejes, Iluministas... dentro de las rejas conventuales que deseaban desarrollar otras alternativas de vida a las propuestas por la sociedad de los Austrias. La actuación de la Inquisición y los escándalos sociales que provocaron ciertas actitudes no fueron pocos.

La inexistencia de escuelas públicas para la mujer perpetuó un modelo de aislamiento y de sumisión femenina que no se rompería hasta bien avanzado el siglo XX y que comenzó a resquebrajarse a finales del siglo XIX, con la fundación y expansión de numerosas escuelas para niñas y adolescentes. Los viajeros extranjeros que recorrieron la España del siglo XVIII se sorprendían de la ignorancia de las chicas españolas y de la estricta supervisión paterna a que estaban sometidas. Y es que esta sociedad no se planteó hasta aquel siglo, con seriedad, la utilidad del establecimiento y reorganización de la escuela para la mujer. El reformismo ilustrado alentó la educación como base para el progreso de la nación y la Corona; consecuentemente, propuso la creación de escuelas para la mujer por el territorio nacional. Una Real Cédula de 11 de junio de 1783 establecía oficialmente las escuelas de niñas por todo el país, aunque prevalecía todavía una educación tradicional, pues la base del aprendizaje seguían siendo los rezos y las labores, aunque especificando que las niñas que quieran aprender a leer y a escribir les será enseñado por sus maestras. Treinta y dos escuelas de este tipo funcionaban ya en el Madrid de 1783. También se expandieron por el norte y por otras zonas peninsulares, predominantemente urbanas.

 

La escuela

El modelo educacional de la Ilustración arrastraba las mismas contradicciones que había manifestado Fenelón en su Educación de las Niñas, de 1687, ya que si renovadoramente introducía la formación psicológica frente a los métodos impositivos de la época anterior, los fines de esa educación no eran otros que servir mejor para el matrimonio y para la maternidad. No obstante, un gran debate nacional se estaba desarrollando desde la tercera década del siglo XVIII a propósito de éstos y de otros temas entre las mentes más racionalistas y los planteamientos de los conservadores. En este debate participaron también algunas mujeres significadas, como Josefa Amar y Borbón, que publicó en 1790 el Discurso en defensa del talento de la mujer o el Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres. Otros enérgicos defensores de la necesidad de crear una nueva educación para la mujer fueron mentes tan preclaras como las del padre Feijóo, Campomanes o Jovellanos. En las Sociedades Económicas, en los salones de la aristocracia, en los periódicos, gacetas o casinos el debate sobre la educación de las mujeres continuaba.

Pero este nuevo espíritu que se impulsaba, sobre todo por las ciudades, no era aceptado por la mayoría de la población. Ni mucho menos. Todavía se asentía el viejo criterio, tan común en las obras de Lope de Vega, cuando una mujer sabe coser, hilar y remendar, ¿qué necesidad tiene de saber gramática o de componer versos? Estas opiniones sólo empezaron a cambiar a finales del siglo XIX con la expansión de la escuela femenina. El desfase que la incultura femenina suponía respecto a las exigencias del mundo contemporáneo intentó ser resuelto por algunas individualidades notables. Tal es el caso de la escuela Lancasteriana, establecida en Madrid en 1820, dirigida a las altas capas de la sociedad y regida en sus estatutos por doña Ramona Aparicio. O, desde la esfera oficial, la Ley Moyano, que en 1857 impulsó la implantación de la enseñanza primaria elemental obligatoria para todos los españoles de edades comprendidas entre los seis y los nueve años. La creación paralela de Escuelas Normales de Maestras, pese a su efectividad real limitada, fue un avance notable.

Tras el cambio revolucionario de 1868 se reformularon nuevas actitudes en la educación de la mujer que ya habían avanzado Feijóo y Jovellanos y que fueron retomadas por algunos representantes de la escuela krausista y, más tarde, de la Institución Libre de Enseñanza. Ya Feijóo decía en La Defensa de las Mujeres que era incierta la supuesta incapacidad intelectual femenina, arguyendo que no era sino el resultado del trato discriminatorio y secundario que le había dado la sociedad. Tras el fracaso de la I República, la Restauración de Alfonso XII expandió una ideología de progreso gradual y ordenado paralelo al pacífico turno de los gabinetes de Cánovas y de Sagasta. Fernando Castro, Francisco Giner, Azcárate y otros destacados krausistas españoles enseñaban en el Madrid de 1869 en la Escuela de Institutrices fundada ese mismo año. Esta institución sustituyó a la Escuela Normal de Maestras, cuyas finalidades didácticas se dirigían casi exclusivamente a la realización de una perfecta mujer de su casa.

En la nueva escuela, fuertemente anticonvencional, se enseñaban nociones de psicología, pedagogía, física, historia natural..., entre otras disciplinas. El éxito de la iniciativa animó a los krausistas a constituir en 1870 la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, cuyo primer artículo advierte que deseaban dar a las jóvenes las nociones indispensables de la cultura intelectual, moral y social y actual y preparar a las que han de dedicarse a la enseñanza y a la educación. Fueron estas las primeras de una serie de reformas en el campo de la enseñanza laica avalada por el magisterio de Moret, Labra, Pi y Margall y otros y que, entre sus logros más significativos, constata la creación de la primera cátedra de Pedagogía en 1873, la creación de la Escuela de Comercio en 1878..., que, aunque dedicadas a una parte de la burguesía madrileña, promovían un nuevo clima sobre la educación que había de darse a la mujer.

La mujer integrante de las clases bajas, mayoritaria a nivel estadístico, se mantuvo alejada por completo de los centros de la enseñanza krausista por condicionamientos personales -suele vivir en medios rurales o semirurales, es analfabeta y ajena a inquietudes culturales- y carece de medios económicos para abonar la imprescindible matrícula. Tampoco las mujeres de la aristocracia y de amplias capas de la burguesía participaron de este nuevo modelo cultural. El ambiente familiar donde se movían tenía demasiadas prevenciones hacia esos cambios educativos que trastocaban el orden tradicional.

Dos congresos pedagógicos celebrados en Madrid en 1882 y 1892 son orientativos sobre la magnitud de la polémica desatada a propósito de la nueva educación de la mujer. En ambos, los principios pedagógicos adoptados por la Institutición Libre de Enseñanza chocaron con los planteamientos tradicionales sobre la educación femenina. En 1892 la ponencia presentada por doña Emilia Pardo Bazán, La educación del hombre y la mujer, desmitificaba las bases de la subordinación cultural femenina atacando las ideas de Fenelón y de Rousseau encaminadas a privar a la mujer de su propia individualidad, y desenmascaraba los apriorismos y prejuicios que discriminaban a los sexos, denunciando la finalidad represiva de la educación dada a la mujer española.

En palabras suyas: No puede en rigor la educación de la mujer actual llamarse tal educación sino doma, pues se propone por fin la obediencia, la pasividad, la sumisión. La ponente pidió el acceso de la mujer a todos los niveles de instrucción y el derecho a desarrollar cualquier actividad profesional. Los logros, aunque modestos, se fueron sucediendo: en 1887, 1.433 mujeres estudiaban ya enseñanza secundaria; de 1880 a comienzos de siglo 15 alumnas terminaban sus estudios universitarios en medicina, ciencias, farmacia y filosofía. Las tres primeras décadas del siglo XX posibilitaron, al fin, un futuro cultural diferente para la mujer. A nivel ideológico se culminó un proceso enraizado en los niveles de una educación racional útil e igualitaria con el varón. En 1909 se estableció el sistema coeducativo y se creó con carácter más científico la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio. La creación de Escuelas de Matronas en 1904, de Taquimecanógrafas en 1916 o la creación en 1918 del Instituto de Segunda Enseñanza, concebido con carácter mixto, fueron algunos de esos resultados.

Un denodado impulso legislativo permitió que desde 1910 se derogase el requisito previo de consultar a la superioridad la posibilidad de matricularse a cualquier mujer en la Universidad, o la posibilidad de acceder desde 1908, a través de la Junta de Ampliación de Estudios, a becas en universidades y centros extranjeros. Ya no era posible asistir a situaciones similares a las que sufriera en el siglo anterior Concepción Arenal.

Paralelamente a este despertar de la cultura laica oficial, los representantes del catolicismo se dieron cuenta de que era preciso cambiar los presupuestos tradicionales educativos de la mujer, inadecuados para el mundo moderno. Una mezcla equilibrada de análisis intelectual y religioso compondría el nuevo modelo formativo para las jóvenes. Las iniciativas no tardaron en proliferar: las Escuelas del Patronato de Obreras de Poblet en 1906 y otras similares surgieron por Cataluña dirigidas a las trabajadoras de la industrialización española, en donde se las enseñaba lectura, cálculo, labores y cultura religiosa; o las Escuelas creadas en Madrid en 1916 para las obreras de la ciudad. La creación de la Institución Teresiana en 1911 por el sacerdote Pedro Poveda adquirió especial relevancia por su extensión a todo el país, cubriendo, con alta calidad, una educación secundaria y profesional para la mujer.

También algunas instituciones privadas y partidos políticos propugnaron cambios en el horizonte cultural de la mujer española del siglo XX. Compromisos ideológicos y necesidades pragmáticas coincidieron en fomentar posturas progresistas en pedagogía, aunque su esfera de influencia fue siempre reducida. La Escuela Nueva, fundada por los socialistas, centró su atención en la enseñanza profesional que conjugó con conferencias sobre temas de actualidad y de cultura. También los anarquistas con sus Escuelas Modernas preconizaron una cultura libre de todo prejuicio según el ideario de Ferrer i Guardia.

La educación de la mujer en el mundo contemporáneo no tendió a abrir horizontes amplios, sino a confirmar los existentes. No precisaba tanto una gran instrucción, sino una adecuada educación que le llevara al aprendizaje de unas materias que le permitiesen superar con éxito las dificultades cotidianas que el mundo del progreso les presentaba. Se le reconocía, en coherencia con los principios del liberalismo, el derecho que como ciudadana tenía a la educación, aunque matizado con la finalidad de mejorar su función de esposa y madre. En el fondo, se trataba de modificar algo para que nada o casi nada cambiase. La aparición de los movimientos feministas y la conjugación de una serie de factores ideológicos y económicos durante el siglo XX propició la aceptación de la mujer como una ciudadana independiente y como tal, con derecho a una educación propia, sin condicionantes previamente fijados.

 

Por  Margarita Ortega López
Profesora de Historia Moderna.
Universidad Autónoma de Madrid

 

 

Indice del monográfico
LA MUJER EN ESPAÑA

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