Quintiliano y la retórica romana



RESUMEN:

      Entre las contribuciones fundamentales de Roma a la cultura occidental, la retórica ocupa un lugar destacadísimo, hasta el punto de que, como dice E. R. Curtius (1955: 99), «a lo largo de nueve siglos, la retórica configuró, de muy variadas maneras, la vida espiritual de griegos y romanos» y su preeminencia posterior en la educación «contribuyó a determinar, mucho más allá de la Edad Media, la expresión artística de Occidente» (1955: 121). Y entre los tratados antiguos de retórica que conservamos, el que nos presenta una visión más amplia y detallada y, a la vez, personalísima y sumamente influyente de esa polifacética disciplina es la Institutio oratoria de Marco Fabio Quintiliano. Lo que proponemos en las páginas siguientes es un recorrido completo aunque rápido por el desarrollo de la retórica en Roma, centrándonos especialmente en la figura del autor calagurritano.   

 

(Busto, LA DAMA CALAGURRITANA )

 

LÍMITES DEL CONCEPTO DE RETÓRICA.

      La retórica es algo que, se defina como se defina, goza hoy en día de una indudable salud en el ámbito de las ciencias humanas. Una de las razones, y también de las consecuencias, de este restablecimiento científico de la retórica es la ampliación de su radio de acción mucho más allá de la mera estilística o del análisis de las figuras -prácticas académicas con las que se solía identificar la retóricahasta la construcción de una moderna ciencia general del discurso basada en las categorías antiguas (García Berrio, 1984; Albaladejo, 1989: 11-21; Arduini, 1991). Así, un estudioso precisamente de la retórica clásica, G. Kennedy, aun admitiendo que la retórica es una construcción occidental nacida en Grecia y difundida gracias a Roma, apostilla (1998: 3) que «éste, sin embargo, es sólo uno de los significados de ‘retórica’», y propone (1998: 1) la existencia de una «facultad retórica innata», compartida por todos los seres humanos pero que «adopta formas diferentes en diferentes culturas». Finalmente, Kennedy, autor de referencia para la historia de la retórica clásica (1994, 1992, 1972), formula un concepto mucho más amplio (1998: 3) pero con ciertos tintes de imprecisión, que nos interesa traer aquí por representar uno de los extremos en la concepción de la retórica: «la retórica no es, a mi juicio, simplemente un concepto útil que existe sólo en la mente de los hablantes, del público, de los escritores, de los críticos y de los profesores. Posee una esencia y una realidad que no ha sido percibida (...). La retórica es, en esencia, una forma de energía mental y emocional». En las páginas siguientes, Kennedy perfila su idea y acaba identificando la retórica con una especie de vertiente verbal o comunicativa del instinto de conservación, con el impulso innato de extraer el máximo beneficio posible de la comunicación con el entorno.

      Pues bien, aquí nos ocupamos de la retórica sólo en ese sentido que para Kennedy es restringido; a saber, en el de una creación griega asentada y ampliada en Roma y posteriormente difundida a lo largo de la historia cultural de occidente. Entre las obras de la antigüedad que se nos han conservado, la que nos ofrece una visión más detallada, más amplia y más rica de la retórica es, como ya hemos dicho, la Institutio oratoria de Quintiliano (c. 95 d. C.). En cierto sentido, además, Quintiliano coincide con Kennedy: dado que la retórica lo que haría sería regular la aplicación social de la capacidad comunicativa humana, Quintiliano construye su Institutio teniendo como fin el obtener la mejor versión posible de la actividad que define esencialmente al ser humano.

 

LA RETÓRICA EN ROMA Y SUS DISTINTAS FACETAS.

      En un muy difundido trabajo de síntesis sobre la retórica antigua, el semiólogo francés Roland Barthes (1990: 86-88) identificaba hasta seis prácticas culturales «presentes simultánea o sucesivamente, según las épocas, en la ‘retórica’», la cual define como un metalenguaje cuyo lenguaje-objeto es el «discurso». Dichas prácticas son: una técnica, una enseñanza, una ciencia, una moral, una práctica social y una práctica lúdica.

      Pues bien, de todas ellas encontramos buena muestra, incluso casi la mejor muestra posible, en la Roma antigua. El carácter de técnica es el que más salta a la vista: la retórica es en Roma, ante todo, un ars, una tékhne (véase Roochnik, 1994: 139-146). Con el nombre de ars se denominan también los manuales que la enseñan, cuya máxima expresión sería la Institutio de Quintiliano. Es su función instrumental y por lo tanto amoral lo que origina el rechazo de la retórica por parte de figuras como Catón. Como tal saber técnico, es transmitido de generación en generación, y así «retórica» designa no sólo la ars sino el proceso y la actividad de su aprendizaje y enseñanza. Que la retórica era en Roma una enseñanza es algo más que evidente: era la enseñanza, el contenido casi exclusivo de la educación superior en torno al cual giraban otras disciplinas (Parks, 1945; Marrou, 1948; Clark, 1957; Bonner, 1977). La excesiva especialización que ello podía conllevar es algo que obras como la de Quintiliano, que fue ante todo un educador, según veremos más adelante, intenta superar al convertir la retórica en una auténtica paideia, una suerte de educación integral del ser humano en su dimensión social (Cova et al., 1990).

      La barrera entre técnica práctica y ciencia teórica en la que esta se sustenta es algo difícil de establecer. Dentro del mismo latín, el término ‘ars’ las designa a ambas: si bien el significado de «ciencia» es algo más tardío, los dos conviven desde bastante temprano. Así, el léxico de Forcellini (s. u. ‘ars’, I, 328) define ‘ars’ como «dexteritas in rebus agendis ac perficiendis, quae quotidiano ferme usu cum sit acquisita, significat etiam consuetam uiuendi agendique rationem», pero en su tercera acepción añade «ars est etiam scientia stricto sensu, siue abstracta ipsarum artium praecepta, quae Graeco theorías appellamus». De manera similar, el Oxford Latin Dictionary (s. u. ‘ars’, 175) propone «professional, artistic, or technical skill as something acquired and exercised in practice, skilled work, craftsmanship» como primera de las diez acepciones que recoge, pero la quinta es «a systematic body of knowledge and practical techniques, an art of science.» A este respecto, es también la Institutio la que nos proporciona una perspectiva más rica: en la obra de Quintiliano se advierte, gracias al testimonio de su autor, hasta qué punto la antigüedad había desarrollado un amplio cuerpo de doctrina que el rétor calagurritano intenta y consigue sintetizar sin verse obligado a proponer una sistematización excesivamente rígida a la que deliberadamente renuncia.

      Y en efecto, de este carácter de ciencia deriva el amplísimo sistema de categorías no sólo destinado a producir una taxonomía que analice y clasifique los discursos existentes, sino encaminado más bien a proporcionar los instrumentos epistemológicos necesarios para la producción de un discurso eficaz en cualquier situación más que previsible, prevista. Es, incluso, una metaciencia o, si se quiere, una dia-cien-cia. Como indica Pennacini (1989: 233), debido a su carácter central en la educación, la retórica tiene el don de «traducir en los términos de un discurso general la adquisición de las disciplinas particulares», y en este don basa Quintiliano su aspiración de una retórica universalista.

      En la idea de que cualquier sistema de reglas implica usos «buenos» y usos «malos», la retórica es para Barthes también una moral. Además, podríamos añadir, lo es en un sentido más estricto, en el de un modo ético de vivir que también encuentra su expresión más ejemplar en la obra de Quintiliano (aunque para interesantes matizaciones sobre las raíces del ideal humano que este autor hispanorromano plasma en su Institutio, véase Winterbottom, 1998 y 1964).

      La quinta de las prácticas que propone Barthes es una práctica social. En efecto, tanto su dimensión educativa como su vertiente moral, en el sentido que le da Quintiliano, hacen de la retórica una práctica social. La sexta y última de las prácticas que la retórica englobaría es una práctica lúdica. La idea de Barthes puede verse realizada en dos ámbitos. Uno, privado: es evidente la dimensión lúdica que, para quien las pone en práctica, tienen actividades como la composición de declamaciones o la construcción de ciertos textos literarios. Pero la retórica es también lúdica en lo público: nos consta que los declamadores profesionales constituían uno de los espectáculos de más éxito de la época imperial.

 

RETÓRICA Y LITERATURA.

      Además del enunciado del contenido de la retórica, de repasar qué actividades quedaban englobadas bajo ese nombre, creemos que es necesario marcar un límite con otro concepto afín, con el que a veces se superpone la retórica, englobándolo o quedando englobada por él, según los casos. Y éste es, por supuesto, el de literatura, todavía más escurridizo que el de retórica. En efecto, una cuestión capital para situar adecuadamente a la retórica es precisar su relación con lo que llamamos literatura.

      En todas las historias de la literatura latina se plantea lo problemático de que exista un corpus claramente delimitable que constituya el objeto de estudio de esa disciplina. Uno de los obstáculos en los que, con razón, más se repara es el del anacronismo que ello implica: los romanos no tenían un concepto de «literatura» como el actual, e historiar esa «literatura» conlleva reunir textos que sus autores y destinatarios originales concebían como pertenecientes a ámbitos, en muchos casos, considerablemente distintos. Paralelo a este hecho es que cualquier reflexión romana -o antigua- sobre los textos «literarios» pasa automáticamente, con el mismo anacronismo, a ser «crítica literaria»; y la reflexión más sistemática, compleja y rica sobre el lenguaje organizado en la antigüedad es, por supuesto, la retórica. Así, es frecuente encontrar resúmenes o visiones generales del conjunto de la retórica romana en obras que pretenden relatar una historia más o menos amplia de la crítica literaria o del discurso metaliterario (Fantham, 1989a y 1989b;

      Classen 1995). Estudios como el de Alberte (1992) pertenecen a esta orientación casi estrictamente «literaria»: Cicerón tiene una enorme importancia como «creador del lenguaje de la crítica literaria en el mundo romano» (1992: 2) y el análisis de los autores posteriores se centra en su «actitud semejante o diferente ante las cuestiones estético-literarias» (1992: 2) con respecto a Cicerón. De modo semejante, y con una evidente inversión conceptual, Fantham (1989: 228) dice que «las primeras obras de crítica literaria en Roma tendrían que surgir de la retórica» o Kennedy (1994: 159) que «a lo largo de toda la antigüedad no hay una clara diferencia entre crítica literaria y teoría retórica», como si la crítica literaria fuera un universal fuera del tiempo, existente incluso antes de la retórica. Estudios más recientes como los de Nielsen (1995) o Dangel (1999) se acercan a la retórica insistiendo en esta perspectiva estético-literaria.

      Si bien no negamos lo fructífero de estos enfoques, nos parecen más satisfactorias formulaciones como las de T. Eagleton, que observa (1998: 157) que la retórica clásica «no era «estética» en el sentido que nosotros damos a la palabra: era una forma de lo que ahora llamaríamos «teoría del discurso», dedicada a analizar los efectos reales de determinados usos del lenguaje en determinadas coyunturas sociales», y para quien la dimensión estética de un texto retóricamente organizado constituía un arma ideológica «cuya utilización práctica había que aprender» (1998: 158). En la misma línea, pero desde un punto de vista menos marxistamente obsesionado por la cuestión ideológica, Fernández Corte (1987: 267) observa que «los tratados de retórica ofrecen, más que nada, una teoría de los actos de habla. (...), la Retórica antigua no es una Teoría de la Literatura (...), es mucho más que eso: es una Teoría del Discurso (discours), entidad que engloba en su seno a la literatura», ya que «la definición de literariedad en sentido estricto es ajena a los antiguos» (1987: 271). Insistiendo en esta misma idea desde un acercamiento más lingüístico que literario a la retórica, D. Leith (1994: 212) considera que la retórica no se ocupa de «hacer de lo ‘estético’ una categoría especial.»

      Es por eso por lo que entre los distintos genera oratorios Quintiliano considera el deliberatiuum, propio de la vida política, y no el demonstratiuum, de dimensión principalmente ‘estética’ o ‘literaria’ como el más esencialmente retórico, aquel en el que se habrá de ejercitar especialmente el orador ideal (sobre Quintiliano y la oratoria política, véase Del Río et al., 1998). Por eso también el famoso libro décimo de la Institutio, aunque presenta un repaso crítico completo por toda la literatura antigua, tanto griega como latina, no está lleno de juicios de naturaleza estética, sino de recomendaciones sobre qué autor puede ser más útil para quien se forma como orador: en él, Plauto o Virgilio reciben elogio o censura por lo aprovechables que resultan para la formación retórica, no por sus cualidades ‘literarias’.

 

EL ESTUDIO DE LA RETÓRICA: EL SISTEMA Y LA HISTORIA.

      La aproximación de la crítica hacia la retórica como objeto de estudio suele hacerse desde dos perspectivas complementarias: una «sincrónica», descriptiva, interesada en analizar el sistema o, como dice Barthes (1990: 89), «la red» de categorías que permiten la producción de discursos persuasivos (sobre la retórica como sistema, véase Volkmann, 1885 y Lausberg, 1960; como obra de referencia al respecto, probablemente realice la contribución definitiva el Historisches Wörterbuch der Rhetorik dirigido por G. Ueding, 1992-); otra «diacrónica», narrativa, que proporcionaría el relato del origen y evolución de ese sistema en las distintas circunstancias históricas y culturales y que, aplicada a Roma, seguiremos a continuación.

      En un artículo relativamente reciente, el estudioso de orientación postmodernista V. J. Vitanza (1993) presenta un panorama de las distintas posiciones teóricas desde las que se vienen escribiendo historias de la retórica. Aunque el interés de Vitanza en su artículo se dirige al mundo de los estudios clásicos sólo «en unos pocos casos» (1993: 193), arremete con bastante contundencia (1993: 204-205) contra lo que él llama «historias tradicionales de la retórica», que estarían basadas en un modelo «documental» de la comprensión de la historia y escritas por historiadores ingenuamente convencidos de que existe un gran relato: la Historia de la Retórica (sólo una y con mayúsculas), a la que inútilmente intentarían acercarse. Algo más adelante (1993: 214 ss.), se dedica Vitanza a los historiadores que él llama revisionistas, cuya intención, primaria u ocasional, sería la de corregir ideas erróneas más o menos firmemente asentadas, a los que se adhiere este autor y entre los que incluye el excelente estudio histórico de S. Ijsseling (1988) sobre las relaciones entre retórica y filosofía.

      Sin embargo, como ocurre con demasiada frecuencia entre los doctores subtiles de la postmodernidad, Vitanza cae en el defecto de ingenuidad que él denuncia. Una atención más detenida hacia los estudios sobre la retórica antigua publicados en el ámbito de la filología clásica le habría mostrado hasta qué punto se es consciente de la variedad y mutabilidad dentro de las que se mueve la historia de dicha retórica. No podemos resistirnos, a este respecto, a citar una reciente afirmación de un estudioso de la literatura latina especialmente poco sospechoso de renuencia ante la aplicación de teorías modernas a su objeto de estudio. Dice Charles Martindale (1998: 72): «la idea (erróneamente ubicua) de que la tarea del crítico ya ha sido llevada a cabo una vez que ha desenmascarado las ideologías indeseables que acechaban en los textos canónicos al lector desprevenido (si es que queda alguno) ha producido una enorme cantidad de estudios tediosos y repetitivos.» Y es que ya artículos como el de A. E. Douglas (1973), publicado en uno de los primeros volúmenes del monumental Aufstieg und Niedergang der römischen Welt, muestran cómo la retórica antigua no es un monolito inalterado desde su fijación como sistema, sino una realidad mucho más fluida sujeta a modificaciones constantes y que admite la convivencia de corrientes de diversa orientación y a la que Quintiliano realiza su fundamental contribución.

 

ORATORIA Y RETÓRICA EN ROMA: AUTOCONCIENCIA DE LA EVOLUCIÓN.

      Como bien dice M. Winterbottom (1996: 1314), la oratoria fue una actividad que en el ámbito de la sociedad romana nació bastante pronto. Sin embargo, como señalan el propio Winterbottom (ibid.) o M. Fuhrmann (1995: 45), no hay que olvidar que el comienzo de la actividad oratoria en una sociedad casi nunca coincide con el de la retórica, e incluso es posible una oratoria sin retórica (Weische, 1978: 148). Así, tenemos unos cuantos testimonios sobre lo antiguo de la actividad persuasiva en Roma, que nos han sido transmitidos en su mayor parte por Cicerón en su Brutus (46 a. C.), obra dedicada a presentar una historia de la oratoria romana. En ellos, Cicerón (Brutus 59) hace a Ennio evocar a la divinidad Suada (véase Calboli - Dominik, 1997), versión romana de la griega Peitho y personificación de la persuasión; o hace constar (Brutus 61) que el discurso pronunciado en el 280 a. C. por Apio Claudio «el ciego», en el que intentaba disuadir al senado de que firmara la paz con Pirro, es el primero que se conservaba escrito. Lo cierto sin embargo es que la retórica, como reflexión sobre el hecho oratorio, llegó bastante más tarde e importada de Grecia, según recoge el propio Cicerón (Brutus 45) en esa misma obra (véase al respecto Pennacini, 1989: 215). De estos testimonios se deduce que los propios antiguos concebían un desarrollo histórico de la retórica, entendida a la vez como práctica y como reflexión teórica sobre dicha práctica, por mucho que el relato de sus orígenes más remotos esté dotado de tintes míticos y contenga alusiones a figuras de borrosos contornos históricos como los Tisias y Córax para cuya realidad histórica ya Cicerón se ampara en la autoridad de Aristóteles (Brutus 46). Además, en los primeros siglos d. C. se extendió la idea de que la actividad oratoria estaba en franca decadencia (véanse Kennedy, 1972: 446-464 y 515-526; Fantham, 1978a: 111-116; Heldmann, 1982), asunto al que Quintiliano dedicó su perdida De causis corruptae eloquentiae; por último, algunos pasajes de obras como las de Veleyo Patérculo (Historia Romana I, 16-18; véase Kennedy, 1972: 456-459), Suetonio (De grammaticis et rhetoribus) o Séneca el viejo (Suasoriae y Controuersiae) aluden también a la conciencia de «progresos» y «retrocesos» en el ámbito de la preceptiva y, sobre todo, la práctica retórica. Sin embargo, debido a la falta de mentalidad histórica -en el sentido moderno- del mundo romano, los autores de esta época nunca intentaron construir una historia general de la retórica o, por ponerlo en términos modernos equivalentes, de la ciencia del discurso (Fernández Corte, 1987: 271-273).

 

DE CATÓN AL DE INUENTIONE.

      Un recorrido por esta reflexión en Roma sobre el hecho retórico ha de comenzar por la figura de Marco Porcio Catón (cónsul en 195 a. C.), llamado el censor por haber desempeñado esa prestigiosa e influyente magistratura en una de las etapas más relevantes de su vida (184 a. C.). Es Quintiliano (3, 1, 19) quien llama a Catón el primer rétor romano, basándose en que fue el primero que «condidit aliqua in hanc materiam», esto es, que formuló algún principio teórico sobre la actividad oratoria. La figura estereotipada de un Catón antihelenista acérrimo que transmite la propia antigüedad (por ejemplo, Plinio el viejo en Historia natural 29, 14) ha sido considerablemente matizada por la crítica del último siglo (Kennedy, 1972: 55-57; Calboli, 1982: 46, con remisión a la bibliografía correspondiente), que reconoce en este autor una influencia de la cultura griega mucho mayor que la que quería aparentar y que se manifestaba, entre otros ámbitos, en su práctica retórica. De la obra de Catón -ya fuera un tratado específico sobre retórica o una miscelánea de carácter más general (Calboli, 1982: 42-44)- no conservamos más que tres exiguos fragmentos (ed. H. Jordan, Leipzig, 1860, Teubner, fr. 14-15), que permiten a los estudiosos poco más que constatar la existencia en esta época de cierta actividad preceptiva en torno a la oratoria y la preocupación de Catón hacia dos elementos: la dimensión moral de la oratoria y el riesgo de que la forma predominase sobre el contenido como fruto de los excesos de la teoría (Calboli, 1982: 45-51; Pennacini, 1989: 222; Kennedy, 1994: 111). Fuera cual fuera su contenido, es el eco de una necesidad de la sociedad romana de la época, en cuya escena política se desarrollaba «una floreciente actividad oratoria» (Fuhrmann, 1995: 44), lo que, unido a lo extendido de tendencias filohelénicas (Kennedy, 1972: 60-72) posibilitó el éxito de la retórica griega.

      La tensión, sin embargo, entre la aclimatación a las circunstancias romanas de la teoría retórica griega y cierta reacción conservadora fue una constante durante unas cuantas décadas. Así, nos consta (Suetonio, De grammaticis et rhetoribus 25, 2) que en el año 161 a. C. un senatusconsultus ordenaba la expulsión de Roma de los rétores y filósofos griegos, y en el año 92 a. C. un decreto de L. Licinio Craso (sobre Craso como orador, véanse Bardon, 1952: 171-174 y Kennedy, 1994: 114-115) y Domicio Ahenobarbo manifestaba el disgusto de los censores por la enseñanza de la retórica en latín, y no en griego, que se había comenzado a impartir en Roma (sobre este decreto, texto incluido, véanse Suetonio, ibidem y Aulo Gelio, Noctes Atticae 15, 11, 2, que, según Kaster, 1995: 274, parece basarse en Suetonio). Las explicaciones sobre las razones que movieron a Craso a publicar este decreto son variadas. El propio Cicerón pone una en boca de Craso (De oratore 3, 93-94), según la cual el aprendizaje de la retórica en lengua griega llevaría aparejado un contacto con elementos culturales y éticos que no proporcionaría la mera ejercitación en latín. G. Kennedy, sin embargo, (1994: 115-117) ve en la decisión de Craso un intento de reservar las útiles técnicas de la retórica para una aristocracia que tenía el tiempo y los medios para aprender griego antes o a la vez que retórica, así como de limitar el acceso de las clases populares a esas mismas técnicas de evidente aplicabilidad política. Con todo, Kaster (1995: 273-274) tacha de insostenible la tesis elitista y, tras proponer varias posibilidades, da crédito, creemos que con exceso de confianza, en la versión de Cicerón.

      Sea como fuere, y a juzgar tanto por el análisis de los estudiosos (Calboli, 1982: 71-99) como por las manifestaciones culturales de la época, la resistencia ante la enseñanza de la retórica griega en una versión latina no tuvo éxito, y una de las pruebas sería el manual, del que no conservamos nada, que compuso el orador Marco Antonio (cónsul en 99 a. C.) en el que, según parece, predominaban los consejos de orientación práctica (véanse Bardon 1952: 169-171; Calboli, 1972; Kennedy, 1994: 113-114). Es en la década siguiente, la de los 80 a. C., cuando aparecieron los primeros tratados que aún hoy podemos leer.

      Debido a la proximidad tanto en el tiempo como en el contenido y su organización, los estudiosos suelen tratar a la vez los dos primeros manuales completos que conservamos de retórica latina: el De inuentione de Cicerón y la Rhetorica ad Herennium, anónima u obra de un tal Cornificio del que sabríamos poco más que el nombre (Kroll, 1940: 1100-1101; Kennedy, 1994: 117-127; Fuhrmann, 1995: 47-50). En los últimos años, concienzudas ediciones como la de Achard (1994) han identificado debidamente las influencias griegas del De inuentione, para concluir que la de Hermágoras es mucho menor de lo supuesto y la aristotélica es, seguramente, indirecta. Se suele (Fuhrmann, 1995: 50) resaltar como innovación coincidente en ambos tratados la utilización de los officia oratoris como principio organizativo de las dos obras, luego muy usado; aunque W. Kroll (1940: 1096) ya señalaba que era una ordenación del material muy habitual de los manuales en época helenística. De todos modos, la crítica coincide en que la Rhetorica ad Herennium es posterior al De inuentione (Kennedy, 1994: 118; Achard, 1989 y 1994) y suele hacer hincapié en el carácter más práctico de aquélla frente al más ideológico de la obra de Cicerón (Fuhrmann, 1995: 47-50; Kennedy, 1994: 117-127)

 

LA FIGURA DE CICERÓN.

      Tras el De inuentione, son seis las obras que unos años después compuso Cicerón sobre asuntos retóricos: De oratore (55 a. C.), Partitiones oratoriae (post 54 a. C.), Brutus (46 a. C.), Orator (46 a. C.), De optimo genere oratorum (46 a. C.), Topica (44 a. C.).

      En general, el conjunto de la obra madura sobre retórica de Cicerón se interpreta como el resultado de un compromiso entre una visión filosófica del mundo y del ser humano de influencia marcadamente platónica y la teoría retórica tradicional aplicada a la escena política de la Roma tardo-republicana (Michel, 1960 y 1982; Alberte, 1987; Pennacini, 1989: 231-236; Alberte, 1992: 1; Fuhrmann, 1995: 52-61), y tiene su cumbre en el diálogo De oratore (55 a. C.).

      Entre los estudios relativamente recientes dedicados a este grupo de obras de Cicerón, es fundamental la contribución de A. E. Douglas (1973) en el Aufstieg und Niedergang der römischen Welt, que marca un hito al ser una de las primeras que presta atención al corpus ciceroniano sin obsesionarse por las fuentes griegas de las que partió el Arpinate y que pone de manifiesto los puntos más débiles de la Quellenforschung. De este modo, Douglas (1973: 101) señala que, al examinar estas obras de Cicerón, no se debería ir exclusivamente en busca de ejemplos romanos o de un «espíritu romano», sino acercarse a un ambiente intelectual grecoromano «lo suficientemente vivo como para experimentar modificaciones y desarrollos novedosos». Y en efecto, dentro de ese cambiante mundo de la retórica grecorromana del siglo I a. C., la retórica ciceroniana puede caracterizarse como especialmente inmersa en ese medio plástico, que permite las variaciones. Así, la preceptiva retórica ciceroniana es esencialmente antisistemática, al subrayar la imposibilidad de dictar reglas de alcance universal (Douglas, 1973: 116; Barthes, 1990: 97; Alberte, 1992: 57-58), orientación con la que se alinearía Quintiliano el siglo siguiente al obtener en su Institutio un exitoso equilibrio entre la presentación de la preceptiva tradicional y la insistencia en la imposibilidad de proporcionar en cuestiones de retórica reglas de alcance universal.

      No hace falta recordar que la influencia de Cicerón en la posteridad, aun ciñéndonos al ámbito de la retórica, fue enorme, y los diversos estudiosos la señalan haciendo hincapié en unos u otros aspectos. Así, para Kennedy (1994: 158) «no es una exageración decir que la historia de la retórica en Europa occidental desde la época de Cicerón hasta al menos el siglo XVII es la historia del ciceronianismo»; o Leeman (1982: 42) está convencido de que los problemas que se planteó Cicerón «son todavía los nuestros» a la hora de definir lo que es y lo que no es retórica, hasta el punto de que (1982: 44) el ideal del «hombre universal», basado en la unidad de todos los conocimientos y valores humanos no es sino una evolución del orator perfectus de Cicerón y de la unión indisoluble que planteó entre filosofía y elocuencia. Sólo otra figura de la retórica romana es comparable con Cicerón: la del calagurritano Marco Fabio Quintiliano.

 

LA ÉPOCA IMPERIAL: QUINTILIANO.

      Entre uno y otro, podemos recurrir a la obra de H. Bardon (1956: 117, 153-154 y 191-194), que nos proporciona los nombres y las escasas noticias que tenemos sobre un buen número de rétores de la época imperial. En los primeros años d. C. destaca entre ellos la figura de Cornelio Celso, que compuso una obra enciclopédica la cual, según parece (Serbat, 1995: XI) constaba de cinco libros dedicados a la agricultura, ocho a la medicina (los únicos conservados), siete a la retórica, seis a la filosofía y un número indeterminado al arte militar. Las referencias a la obra retórica de Celso provienen casi exclusivamente de Quintiliano, que la cita más a menudo de lo que sus críticas constantes harían esperar, y que la censura por su falta de atención a la dimensión cultural de la retórica y por su carácter excesivamente técnico (Serbat, 1995: XII-XIV; aunque véase también Capitani, 1980).

      Es precisamente Quintiliano (visión actualizada de numerosos aspectos sobre esta figura en Albaladejo - Del Río - Caballero, 1998; para la biografía siguen siendo fundamentales el estudio de Kennedy, 1969 y la insuperable recopilación de testimonios antiguos de Dodwell, 1698; la edición canónica es la de Winterbottom, 1970; valioso panorama de la crítica hasta el año de su publicación en Adamietz, 1986; estudio abarcador y reciente, Pujante, 1996) el autor de la obra más amplia sobre retórica que conservamos no sólo de la época imperial, sino de toda la antigüedad: la Institutio oratoria. Lo más destacado de esta obra -aparte del interés que ofrece la amplitud de sus referencias a las distintas opiniones formuladas con anterioridad- es que, al igual que Cicerón, también propone un ideal humano en el que el ejercicio de la retórica no se reduce a la faceta más técnica, sino que se amplía a todos los ámbitos de la cultura. Sin embargo, y aunque suele subrayarse con frecuencia y justificadamente la influencia enorme de Cicerón en Quintiliano (por ejemplo, Kroll, 1940: 1105; Guillemin, 1959; Kennedy, 1969: 110-112; Doepp, 1985), hay diferencias en lo fundamental, ya que éste adapta los preceptos de aquél para que se adapten a su situación personal (Alberte, 1992: 41-61) identificando elocuencia y retórica a costa, en parte, de esa dimensión filosófica que para Cicerón era irrenunciable. Así por ejemplo, A. Weische (1978: 153) habla de cierta «falta de comprensión» por parte de Quintiliano, a diferencia de Cicerón, hacia «las particularidades de la filosofía» y considera su confianza en el sensus communis «ingenua e irreflexiva» (Weische, 1978: 153 y 163 n. 30); o M. Winterbottom (1998) pone de relieve los aspectos más tendenciosos de la famosa formulación con la que Quintiliano, siguiendo a Catón, define al orador: «uir bonus dicendi peritus».

      La Institutio oratoria de Quintiliano es el manual de retórica más completo que nos ha legado la Antigüedad, resultado de veinte años de experiencia docente y de otros dos de recopilación y búsqueda de fuentes (sobre las fuentes de la Institutio, véanse Lana, 1951; Cousin, 1967). La finalidad primordial de la obra es educar al "orador perfecto", entendiendo como tal a una persona moralmente buena y con una amplia formación. El contenido del manual se articula en doce libros, cada uno de los cuales se divide a su vez en unidades menores (hasta un total de 115).

      El libro primero (edición con comentario todavía valioso, Colson, 1924) trata cuestiones que propiamente aún no quedan dentro de la retórica, ya que se centra en describir cómo debe ser la educación elemental del futuro orador (sobre las ideas pedagógicas de Quintiliano, véase Fritz, 1949; Bianca, 1963; Alfieri, 1964; Montero Herrero, 1980). En este libro, Quintiliano se pronuncia sobre diversos particulares (las virtudes de la enseñanza pública frente a la privada, la conveniencia de la ‘estimulación precoz’, lo inútil de los castigos corporales…) antes de comenzar con el repaso a un currículo que incluye el estudio de la gramática, de la ortografía y de algunos principios básicos de la composición. Aprovecha también este libro primero para hablar de otras disciplinas necesarias para la formación del orador -música, geometría, astronomía, gimnasia, etc.- que habrán de sentar las bases de esa amplia preparación que Quintiliano quiere para su orador.

      El libro segundo se dedica ya a la enseñanza que se imparte en las primeras etapas de la escuela de retórica, y censura lo descabellado de las habituales prácticas declamatorias del momento, ejercicios que versaban sobre temas a menudo truculentos o escabrosos de poca o ninguna relación con la vida real. En los últimos capítulos, además, se ocupa de definir la disciplina y de limitar el objeto de estudio.

      Con el libro tercero (edición comentada: Adamietz, 1963) comienza la parte más técnica del tratado. Tras un prefacio en el que Quintiliano anuncia lo relativamente áridos que son los capítulos que vienen a continuación y después de aludir al origen de la retórica y presentar un breve resumen de su historia, pasa a desarrollar la teoría retórica propiamente dicha y empieza por recordar y describir los tres tipos tradicionales de oratoria (epidíctica, deliberativa y judicial).

      Los libros siguientes desarrollan la inuentio a través del estudio de las cinco partes tradicionales en las que se estructura un discurso. Así, el cuarto se dedica a las dos primeras, el exordium y la narratio (véase O’Banion, 1987), y el quinto y el sexto a la argumentatio. Dentro de la argumentatio, que sería la parte más propiamente persuasiva del discurso, Quintiliano sigue la tradición y divide los argumentos que pueden convencer a un auditorio en dos grandes grupos, según apelen a la razón o a los sentimientos. Sobre lo primero trata, de manera muy técnica y detallada, el libro quinto; sobre la apelación a las emociones, el sexto, que incluye un amplio apartado, muy estudiado posteriormente (Kühnert, 1962; Manzo, 1974), sobre el poder persuasivo del humor, algo en lo que, según Quintiliano expone, Cicerón era un maestro.

      Finalizado el tratamiento de la inuentio, el libro séptimo pasa a ocuparse de la dispositio, esto es, la manera en que se ha de organizar el contenido del discurso y los recursos que se deben utilizar según la causa que se defienda, la actitud del jurado, etc.

      Los libros octavo y noveno están dedicados a la elocutio, esto es, a la operación que confiere al discurso su formulación verbal definitiva. El primero de ellos se centra en cuestiones teóricas, en delimitar conceptos y en proponer reflexiones de alcance general acerca del estilo, de propiedades de las palabras, de las ventajas y desventajas de la utilización de unos recursos u otros, etc., mientras que el libro noveno es un listado muy completo y profusamente comentado e ilustrado de los distintos tropos y figuras.

      En el libro décimo (valiosa edición, todavía vigente en muchos aspectos, de Peterson, 1891) Quintiliano pasa revista al conjunto de las literaturas griega y romana, emitiendo juicios sobre la conveniencia de que el orador que se está formado lea a unos autores u otros. Como decíamos antes, no es un libro de crítica literaria, pero resulta de enorme utilidad por presentar al lector moderno con la que es la primera visión general de la literatura antigua que poseemos (al respecto, véase Tavernini, 1953; Bolaffi, 1958).

      El libro undécimo comienza con unos apuntes sobre el decoro y trata a continuación las dos últimas partes del hecho retórico: memoria y actio. Sobre la primera encontramos en este capítulo de la Institutio uno de los precedentes más antiguos de la mnemotecnia moderna basada en la asociación de ideas además de comentarios acerca de cómo conservar e incrementar las facultades memorísticas propias. Sobre la actio o pronuntiatio (Fantham, 1982; Maier-Eichhorn, 1989), Quintiliano ofrece un estudio tan completo como exige la capital importancia que le concede, y presenta apartados que tratan en detalle tanto la voz (cantidad y cualidad) como los gestos (de la cara, del cuerpo, de las manos) o el vestuario.

      El duodécimo y último libro de la Institutio (edición con erudito comentario de Austin, 1948; estudio fundamental de Classen, 1965) es el de las cualidades morales. En efecto, en él se define al uir bonus del que se ha venido hablando a lo largo del manual: Quintiliano abandona la parte técnica y vuelve sobre asuntos que ya había tocado en el libro primero. El orador ideal, el uir bonus dicendi peritus, sería un hombre íntegro, con firmeza y presencia de ánimo, dotado de una amplia formación cultural que pone todas esas cualidades naturales y adquiridas al servicio de la oratoria, del arte de convencer mediante la palabra para influir de la mejor de las maneras posibles en la escena política, en la gestión de la comunidad a la que pertenece.

      Con todo, y a pesar de que algunas formulaciones de Quintiliano suponen avances con respecto a la preceptiva ciceroniana (como por ejemplo, la solución al problema de conciliar evolución de la oratoria y fidelidad a modelos únicos con la práctica de la imitatio; véase Fantham 1978), la crítica moderna suele considerar más valiosa la aportación de Cicerón. Además, como indica J. Axer (1998: 199), «en Cicerón, al contrario que en Quintiliano, la teoría retórica se articula a través de una dimensión artística (...) que presenta los secretos del arte oratoria más por demostración que por definición», coincidiendo así con ideas ya formuladas por A. Poliziano y otros humanistas italianos del siglo XV (véase al respecto Fernández López, 1993, 1999 y 1999a). Y es precisamente en este momento, el del humanismo renacentista, donde la obra de Quintiliano obtiene una repercusión considerable, porque, como indica A. Weische (1978: 154-155; véase también Colson, 1924: XLIV-LIV), la influencia directa en la producción de su época fue más bien escasa. Cousin (1975: 1) apunta, sin embargo, que a pesar de ello, y dado que no había género literario en el que la retórica no ejerciera su influencia, que a cada paso se puede escuchar en la literatura del final del imperio «un eco de las enseñanzas de nuestro autor, entremezcladas con y junto a las de Cicerón y otros autores intermediarios: no hablamos, pues, de olvido ni de desaparición, ya que se trata de una corriente artística y de pensamiento que, aun permaneciendo, en cierta medida, subterránea, ha fertilizado constantemente la literatura posterior.»

 

TÁCITO, FRONTÓN Y AULO GELIO.

      Unos años posterior a la Institutio de Quintiliano es la obra que Tácito, probablemente alumno de aquél, dedicó en forma de diálogo a diversos asuntos relacionados con la oratoria, el Dialogus de oratoribus (sobre las relaciones entre la obra de ambos autores, véanse Güngerich, 1951; Brink, 1989; Alberte, 1993; sobre el problema de la paternidad de la obra, véase Bo, 1993). Parte de este diálogo se ocupa de las razones por las que la oratoria se halla en un momento de decadencia (véase Heldmann, 1982, que considera que la explicación «política» de Tácito no es compartida por otros autores), pero parece que a Tácito le interesaba tanto o más que ese asunto la perfilación de un concepto de retórica. Para Alberte (1992: 62-80), entre otros, es Mesala el interlocutor del diálogo que deja oír la voz de Tácito, el cual está casi completamente de acuerdo con los postulados de Cicerón. Tanto es así, que el Mesala del Dialogus es casi una reencarnación del Craso del De oratore, y en ese sentido, Tácito se manifestaría especialmente próximo a los postulados ciceronianos al proponer una retórica enriquecida por su relación con la filosofía.

      En las décadas siguientes, la obra de Marco Cornelio Frontón (primera mitad del s. II d. C.), preceptor del futuro emperador Marco Aurelio, es una aportación relativamente reciente a la historia de la literatura y de la retórica romanas. En su epistolario, descubierto en un único palimpsesto el siglo pasado, hay cuatro cartas que se agrupan bajo el título De eloquentia (M. P. J. van den Hout (ed.), Epistulae, Leipzig, 1988, Teubner, pp. 133 ss.) y que son un buen ejemplo de cómo el cambio político de la época imperial no deja más lugar que el del estilo para la preceptiva retórica. Frontón, como bien dice A. Michel (1993: 12-13) sigue el ideal ciceroniano de unir filosofía y elocuencia, que intenta inculcar en su alumno imperial y que consigue transmitir a otro alumno destacado, Aulo Gelio. Es también A. Michel (1993: 39-46) quien se ocupa de las relaciones entre filosofía y retórica en la obra de Gelio, para constatar su admiración por el filósofo Favorino en el primer campo y alinearlo en la escuela de Frontón en el segundo (ver además Holford-Strevens, 1989: 93-99). Para Aulo Gelio, siguiendo a su maestro Frontón, la formación del orador debe tener un carácter enciclopédico, pero la amplitud de esa cultura no debe conducir a quien la posee ni a la presunción ni a la farragosidad (véase Michel, 1993: 42). De todos modos, las preocupaciones de Gelio no son estrictamente de teoría retórica, sino más generales y sobre el tipo de lengua. En efecto, Holford-Strevens se ocupa de la visión de la retórica de este autor (1989: 215-218), y como bien apunta (1989: 218), en las Noctes Atticae no se cita ni un sólo título de tratados retóricos, ni siquiera el De inuentione ciceroniano, «y cuando se alude a las otras obras de Cicerón no es por la perspectiva teórica.»

 

LA ANTIGÜEDAD TARDÍA Y EL FIN DE ROMA.

      La preceptiva retórica que encontramos en la Roma de la última época del imperio se debe exclusivamente a figuras calificadas con justicia de «menores». A título de ejemplo, y como indica Calboli Montefusco en su modélica edición del autor (1979), la obra de Fortunaciano es muy similar a las de otros tratadistas del período que conservamos, como Marciano Capela, Julio Víctor o Sulpicio Víctor, y es muy probable que ésa fuera la tónica general (para las obras perdidas, véase Bardon, 1956: 288-291 y 300-301).

      En esta misma época, se suele subrayar la reacción cristiana inicial frente a la retórica, por el relativismo moral que ya atacaron Platón o Catón y por ser transmisora de la cultura pagana. Por ello, si bien es fácil localizar entre los primeros autores cristianos testimonios de su actitud hostil hacia la retórica, en la mayoría de los casos no van más allá de una condena genérica más o menos elaborada (amplia exposición en Alberte, 1992: 81-119), y lo que desde luego no se encuentra en estos autores es tratamiento alguno de cierta amplitud sobre cuestiones de teoría retórica, hasta que llegamos a Aurelio Agustín, en cuyo libro IV del De doctrina christiana encontramos la discusión «cristiana» más amplia sobre la retórica (sobre Agustín de Hipona y la retórica, es fundamental el estudio de Pizzolato, 1994). En un trabajo reciente P. E. Satterthwaite (1997: 690-691) resume las ideas de Agustín recurriendo a los pasajes y bibliografía pertinentes: la retórica es útil para el cristiano porque sirve para defenderse de ataques y exhortar a la fe; en sí, es un instrumento neutral, que puede usarse con buenos o malos fines; la sapientia (extraída sobre todo de la Biblia) es más importante que la eloquentia. (ver también a este respecto Alberte, 1992: 121-124); en la Biblia se encuentran tanto una como otra de manera ejemplar; la claridad es la cualidad esencial del orador cristiano, aun a costa de la elegancia de estilo; los oratoris officia clásicos (delectare, mouere, docere) son perfectamente asumibles por el orador cristiano (ver también Alberte, 1992: 131-135).

      Por último, y ya en el límite histórico de la existencia de algo que pudiera llamarse «Roma», aparecen figuras como las de Boecio o Casiodoro, que como bien indica Florescu (1982: 7), realizan una contribución definitiva, al separar nítidamente las disciplinas a las que concierne la «expresión» (el posterior triuium medieval) de aquellas que se ocupan del «conocimiento» (el quadriuium), sancionando una disociación entre filosofía y retórica que sólo en el Renacimiento se intentaría solucionar (véase Grassi, 1980). Y, una vez más, es Quintiliano el autor al que recurren una y otra vez los humanistas como Petrarca, Valla, Erasmo o Vives para proponer esa síntesis entre retórica y filosofía.

 

CONCLUSIONES.

      Creemos que de este recorrido por la retórica latina se pueden extraer varias conclusiones. En primer lugar, que la rhetorica recepta es, fundamentalmente, la retórica latina (Weische, 1978: 147), que encuentra la máxima expresión de su codificación en la Institutio de Quintiliano. O al revés: la retórica latina es la rhetorica recepta, porque supuso el primer traslado a otra cultura de las categorías de la retórica griega, sentando así un precedente muy fructífero. En efecto, la aportación romana a la historia de la retórica no es, ciertamente, fundamental en lo doctrinal, ya que prácticamente todos sus desarrollos tienen su precedente griego (ver a este respecto Douglas, 1973: 131 y Kirby, 1997: 14), pero al hacer de la retórica parte fundamental del sistema educativo la civilización romana aseguró la pervivencia, con altibajos pero ininterrumpida, del sistema retórico. Además, los esfuerzos antisistemáticos de Cicerón o Quintiliano, o la perspectiva ética de este último sirvieron como base de un ideal humano que, aun cuestionado desde las perspectivas más diversas, conserva su vigencia: el de la humanitas, la paideia, el del valor liberador y social de la cultura. Y es que, como bien dice Eugenio Garin (1982: 237), «la retórica (...) no apunta a algo distinto de la filosofía, sino a otra filosofía, humana y mundana, una nueva sabiduría», que, en palabras de Perelman (1989) sería una filosofía retórica, «enfrentada a todos los dogmatismos y absolutismos, dirigida a los hombres de buena voluntad para que, con sus acciones, transformen la sociedad». Y no es otro el ideal, de indudable aplicabilidad hoy en día, que el calagurritano Marco Fabio Quintiliano intentó trazar en su Institutio oratoria.

 


 

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      LA DAMA CALAGURRITANA, cabeza «femenil de mármol blanco y fino, labrada para adaptarse a un cuerpo impersonal»(B.Taracena). La obra mide 0,21m. de altura. «La cabeza es una representación muy idealizada. Su expresión es indefinida, entre serena e independiente. Su anatomía pudiera inclinarnos tanto a interpretarla como una figura apolínea o como un personaje femenino.
      ...Considero que la cabeza de la Dama de Calahorra perteneció a una escultura representativa de una Minerva Pacífica, réplica romana del tipo de la Atenea Lemnia, fechable en el segundo cuarto del siglo II.»(Juan Carlos Elorza, Esculturas romanas en La Rioja, IER., Logroño, 1975)

 

Emilio del Río Sanz
Profesor Titular de Filología Latina de la Universidad de La Rioja
 Jorge Fernández López 
Profesor de Filología Latina de la Universidad de La Rioja

LA RIOJA, TIERRA ABIERTA, 2000

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