Quintiliano
y la retórica romana
RESUMEN:
Entre las contribuciones fundamentales de Roma a la cultura occidental,
la retórica ocupa un lugar destacadísimo, hasta el punto de que, como dice E. R. Curtius (1955: 99),
«a lo largo de nueve siglos, la retórica configuró, de muy variadas maneras, la vida espiritual de griegos
y romanos» y su preeminencia posterior en la educación «contribuyó a determinar, mucho más allá de
la Edad Media, la expresión artística
de Occidente» (1955: 121). Y entre los tratados antiguos de retórica
que conservamos, el que nos presenta una visión más amplia y detallada y, a la vez, personalísima y
sumamente influyente de esa polifacética disciplina es la Institutio
oratoria de Marco Fabio
Quintiliano. Lo que proponemos en las páginas
siguientes es un recorrido completo aunque rápido por el desarrollo de
la retórica en Roma, centrándonos especialmente en la figura del autor calagurritano.
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(Busto,
LA DAMA
CALAGURRITANA
)
LÍMITES DEL CONCEPTO DE RETÓRICA.
La retórica es algo que, se defina como se defina,
goza hoy en día de una indudable salud en el ámbito de las ciencias
humanas. Una de las razones, y también de las consecuencias, de este
restablecimiento científico de la retórica es la ampliación de su radio
de acción mucho más allá de la mera estilística o del análisis de las
figuras -prácticas académicas con las que se solía identificar la
retóricahasta la construcción de una moderna ciencia general del
discurso basada en las categorías antiguas (García Berrio, 1984;
Albaladejo, 1989: 11-21; Arduini, 1991). Así, un estudioso precisamente
de la retórica clásica, G. Kennedy, aun admitiendo que la retórica es
una construcción occidental nacida en Grecia y difundida gracias a Roma,
apostilla (1998: 3) que «éste, sin embargo, es sólo uno de los
significados de ‘retórica’», y propone (1998: 1) la existencia de
una «facultad retórica innata», compartida por todos los seres humanos
pero que «adopta formas diferentes en diferentes culturas». Finalmente,
Kennedy, autor de referencia para la historia de la retórica clásica
(1994, 1992, 1972), formula un concepto mucho más amplio (1998: 3) pero
con ciertos tintes de imprecisión, que nos interesa traer aquí por
representar uno de los extremos en la concepción de la retórica: «la
retórica no es, a mi juicio, simplemente un concepto útil que existe
sólo en la mente de los hablantes, del público, de los escritores, de
los críticos y de los profesores. Posee una esencia y una realidad que no
ha sido percibida (...). La retórica es, en esencia, una forma de
energía mental y emocional». En las páginas siguientes, Kennedy perfila
su idea y acaba identificando la retórica con una especie de vertiente
verbal o comunicativa del instinto de conservación, con el impulso innato
de extraer el máximo beneficio posible de la comunicación con el
entorno.
Pues bien, aquí nos ocupamos de la retórica sólo en
ese sentido que para Kennedy es restringido; a saber, en el de una
creación griega asentada y ampliada en Roma y posteriormente difundida a
lo largo de la historia cultural de occidente. Entre las obras de la
antigüedad que se nos han conservado, la que nos ofrece una visión más
detallada, más amplia y más rica de la retórica es, como ya hemos
dicho, la Institutio
oratoria de Quintiliano
(c. 95 d. C.). En cierto sentido, además, Quintiliano coincide con
Kennedy: dado que la retórica lo que haría sería regular la aplicación
social de la capacidad comunicativa humana, Quintiliano construye su Institutio
teniendo como fin el
obtener la mejor versión posible de la actividad que define esencialmente
al ser humano.
LA RETÓRICA EN ROMA Y SUS DISTINTAS FACETAS.
En un muy difundido trabajo de síntesis sobre la
retórica antigua, el semiólogo francés Roland Barthes (1990: 86-88)
identificaba hasta seis prácticas culturales «presentes simultánea o
sucesivamente, según las épocas, en la ‘retórica’», la cual define
como un metalenguaje cuyo lenguaje-objeto es el «discurso». Dichas
prácticas son: una técnica, una enseñanza, una ciencia, una moral, una
práctica social y una práctica lúdica.
Pues bien, de todas ellas encontramos buena muestra,
incluso casi la mejor muestra posible, en la Roma antigua. El carácter de
técnica es el que más salta a la vista: la retórica es en Roma, ante
todo, un ars,
una tékhne (véase
Roochnik, 1994: 139-146). Con el nombre de ars
se denominan también los
manuales que la enseñan, cuya máxima expresión sería la Institutio
de Quintiliano. Es su
función instrumental y por lo tanto amoral lo que origina el rechazo de
la retórica por parte de figuras como Catón. Como tal saber técnico, es
transmitido de generación en generación, y así «retórica» designa no
sólo la ars sino
el proceso y la actividad de su aprendizaje y enseñanza. Que la retórica
era en Roma una enseñanza es algo más que evidente: era la
enseñanza, el contenido
casi exclusivo de la educación superior en torno al cual giraban otras
disciplinas (Parks, 1945; Marrou, 1948; Clark, 1957; Bonner, 1977). La
excesiva especialización que ello podía conllevar es algo que obras como
la de Quintiliano, que fue ante todo un educador, según veremos más
adelante, intenta superar al convertir la retórica en una auténtica paideia,
una suerte de educación integral del ser humano en su dimensión social
(Cova et al., 1990).
La barrera entre técnica práctica y ciencia teórica en la que esta
se sustenta es algo difícil de establecer. Dentro del mismo latín, el
término ‘ ars’
las designa a ambas: si bien el significado de «ciencia» es algo más tardío, los dos conviven desde bastante temprano.
Así, el léxico de Forcellini (s.
u. ‘ars’, I, 328)
define ‘ars’
como «dexteritas in rebus
agendis ac perficiendis, quae quotidiano ferme usu cum sit acquisita,
significat etiam consuetam uiuendi agendique rationem»,
pero en su tercera acepción añade «ars
est etiam scientia stricto sensu, siue abstracta ipsarum artium praecepta,
quae Graeco theorías appellamus».
De manera similar, el Oxford
Latin Dictionary (s.
u. ‘ars’, 175) propone
«professional, artistic, or technical skill as something acquired and
exercised in practice, skilled work, craftsmanship» como primera de las
diez acepciones que recoge, pero la quinta es «a systematic body of
knowledge and practical techniques, an art of science.» A este respecto,
es también la Institutio la
que nos proporciona una perspectiva más rica: en la obra de Quintiliano
se advierte, gracias al testimonio de su autor, hasta qué punto la
antigüedad había desarrollado un amplio cuerpo de doctrina que el rétor
calagurritano intenta y consigue sintetizar sin verse obligado a proponer
una sistematización excesivamente rígida a la que deliberadamente
renuncia.
Y en efecto, de este carácter de ciencia deriva el
amplísimo sistema de categorías no sólo destinado a producir una
taxonomía que analice y clasifique los discursos existentes, sino
encaminado más bien a proporcionar los instrumentos epistemológicos
necesarios para la producción de un discurso eficaz en cualquier
situación más que previsible, prevista. Es, incluso, una metaciencia o,
si se quiere, una dia-cien-cia. Como indica Pennacini (1989: 233), debido
a su carácter central en la educación, la retórica tiene el don de
«traducir en los términos de un discurso general la adquisición de las
disciplinas particulares», y en este don basa Quintiliano su aspiración
de una retórica universalista.
En la idea de que cualquier sistema de reglas implica
usos «buenos» y usos «malos», la retórica es para Barthes también
una moral. Además, podríamos añadir, lo es en un sentido más estricto,
en el de un modo ético de vivir que también encuentra su expresión más
ejemplar en la obra de Quintiliano (aunque para interesantes matizaciones
sobre las raíces del ideal humano que este autor hispanorromano plasma en
su Institutio,
véase Winterbottom, 1998 y 1964).
La quinta de las prácticas que propone Barthes es una
práctica social. En efecto, tanto su dimensión educativa como su
vertiente moral, en el sentido que le da Quintiliano, hacen de la
retórica una práctica social. La sexta y última de las prácticas que
la retórica englobaría es una práctica lúdica. La idea de Barthes
puede verse realizada en dos ámbitos. Uno, privado: es evidente la
dimensión lúdica que, para quien las pone en práctica, tienen
actividades como la composición de declamaciones o la construcción de
ciertos textos literarios. Pero la retórica es también lúdica en lo
público: nos consta que los declamadores profesionales constituían uno
de los espectáculos de más éxito de la época imperial.
RETÓRICA Y LITERATURA.
Además del enunciado del contenido de la retórica, de
repasar qué actividades quedaban englobadas bajo ese nombre, creemos que
es necesario marcar un límite con otro concepto afín, con el que a veces
se superpone la retórica, englobándolo o quedando englobada por él,
según los casos. Y éste es, por supuesto, el de literatura, todavía
más escurridizo que el de retórica. En efecto, una cuestión capital
para situar adecuadamente a la retórica es precisar su relación con lo
que llamamos literatura.
En todas las historias de la literatura latina se
plantea lo problemático de que exista un corpus
claramente delimitable que
constituya el objeto de estudio de esa disciplina. Uno de los obstáculos
en los que, con razón, más se repara es el del anacronismo que ello
implica: los romanos no tenían un concepto de «literatura» como el
actual, e historiar esa «literatura» conlleva reunir textos que sus
autores y destinatarios originales concebían como pertenecientes a
ámbitos, en muchos casos, considerablemente distintos. Paralelo a este
hecho es que cualquier reflexión romana -o antigua- sobre los textos
«literarios» pasa automáticamente, con el mismo anacronismo, a ser
«crítica literaria»; y la reflexión más sistemática, compleja y rica
sobre el lenguaje organizado en la antigüedad es, por supuesto, la
retórica. Así, es frecuente encontrar resúmenes o visiones generales
del conjunto de la retórica romana en obras que pretenden relatar una
historia más o menos amplia de la crítica literaria o del discurso
metaliterario (Fantham, 1989a y 1989b;
Classen 1995). Estudios como el de Alberte (1992)
pertenecen a esta orientación casi estrictamente «literaria»: Cicerón
tiene una enorme importancia como «creador del lenguaje de la crítica
literaria en el mundo romano» (1992: 2) y el análisis de los autores
posteriores se centra en su «actitud semejante o diferente ante las
cuestiones estético-literarias» (1992: 2) con respecto a Cicerón. De
modo semejante, y con una evidente inversión conceptual, Fantham (1989:
228) dice que «las primeras obras de crítica literaria en Roma tendrían
que surgir de la retórica» o Kennedy (1994: 159) que «a lo largo de
toda la antigüedad no hay una clara diferencia entre crítica literaria y
teoría retórica», como si la crítica literaria fuera un universal
fuera del tiempo, existente incluso antes de la retórica. Estudios más
recientes como los de Nielsen (1995) o Dangel (1999) se acercan a la
retórica insistiendo en esta perspectiva estético-literaria.
Si bien no negamos lo fructífero de estos enfoques,
nos parecen más satisfactorias formulaciones como las de T. Eagleton, que
observa (1998: 157) que la retórica clásica «no era «estética» en el
sentido que nosotros damos a la palabra: era una forma de lo que ahora
llamaríamos «teoría del discurso», dedicada a analizar los efectos
reales de determinados usos del lenguaje en determinadas coyunturas
sociales», y para quien la dimensión estética de un texto
retóricamente organizado constituía un arma ideológica «cuya
utilización práctica había que aprender» (1998: 158). En la misma
línea, pero desde un punto de vista menos marxistamente obsesionado por
la cuestión ideológica, Fernández Corte (1987: 267) observa que «los
tratados de retórica ofrecen, más que nada, una teoría de los actos de
habla. (...), la Retórica antigua no es una Teoría de la Literatura
(...), es mucho más que eso: es una Teoría del Discurso ( discours),
entidad que engloba en su seno a la literatura», ya que «la definición
de literariedad en
sentido estricto es ajena a los antiguos» (1987: 271). Insistiendo en
esta misma idea desde un acercamiento más lingüístico que literario a
la retórica, D. Leith (1994: 212) considera que la retórica no se ocupa
de «hacer de lo ‘estético’ una categoría especial.»
Es por eso por lo que entre los distintos genera
oratorios Quintiliano
considera el deliberatiuum,
propio de la vida política, y no el demonstratiuum,
de dimensión principalmente ‘estética’ o ‘literaria’ como el
más esencialmente retórico, aquel en el que se habrá de ejercitar
especialmente el orador ideal (sobre Quintiliano y la oratoria política,
véase Del Río et al., 1998).
Por eso también el famoso libro décimo de la Institutio,
aunque presenta un repaso crítico completo por toda la literatura
antigua, tanto griega como latina, no está lleno de juicios de naturaleza
estética, sino de recomendaciones sobre qué autor puede ser más útil
para quien se forma como orador: en él, Plauto o Virgilio reciben elogio
o censura por lo aprovechables que resultan para la formación retórica,
no por sus cualidades ‘literarias’.
EL ESTUDIO DE LA RETÓRICA: EL SISTEMA Y LA HISTORIA.
La aproximación de la crítica hacia la retórica como
objeto de estudio suele hacerse desde dos perspectivas complementarias:
una «sincrónica», descriptiva, interesada en analizar el sistema o,
como dice Barthes (1990: 89), «la red» de categorías que permiten la
producción de discursos persuasivos (sobre la retórica como sistema,
véase Volkmann, 1885 y Lausberg, 1960; como obra de referencia al
respecto, probablemente realice la contribución definitiva el Historisches
Wörterbuch der Rhetorik dirigido
por G. Ueding, 1992-); otra «diacrónica», narrativa, que
proporcionaría el relato del origen y evolución de ese sistema en las
distintas circunstancias históricas y culturales y que, aplicada a Roma,
seguiremos a continuación.
En un artículo relativamente reciente, el estudioso de
orientación postmodernista V. J. Vitanza (1993) presenta un panorama de
las distintas posiciones teóricas desde las que se vienen escribiendo
historias de la retórica. Aunque el interés de Vitanza en su artículo
se dirige al mundo de los estudios clásicos sólo «en unos pocos casos»
(1993: 193), arremete con bastante contundencia (1993: 204-205) contra lo
que él llama «historias tradicionales de la retórica», que estarían
basadas en un modelo «documental» de la comprensión de la historia y
escritas por historiadores ingenuamente convencidos de que existe un gran
relato: la Historia
de la Retórica (sólo una y con mayúsculas), a la que inútilmente
intentarían acercarse. Algo más adelante (1993: 214 ss.), se dedica
Vitanza a los historiadores que él llama revisionistas, cuya intención,
primaria u ocasional, sería la de corregir ideas erróneas más o menos
firmemente asentadas, a
los que se adhiere este autor y entre los que incluye el excelente
estudio histórico de S. Ijsseling (1988) sobre las relaciones entre
retórica y filosofía.
Sin embargo, como ocurre con demasiada frecuencia entre
los
doctores subtiles de
la postmodernidad, Vitanza cae en el defecto de ingenuidad que él
denuncia. Una atención más detenida hacia los estudios sobre la
retórica antigua publicados en el ámbito de la filología clásica le
habría mostrado hasta qué punto se es consciente de la variedad y
mutabilidad dentro de las que se mueve la historia de dicha retórica. No
podemos resistirnos, a este respecto, a citar una reciente afirmación de
un estudioso de la literatura latina especialmente poco sospechoso de
renuencia ante la aplicación de teorías modernas a su objeto de estudio.
Dice Charles Martindale (1998: 72): «la idea (erróneamente ubicua) de
que la tarea del crítico ya ha sido llevada a cabo una vez que ha
desenmascarado las ideologías indeseables que acechaban en los textos
canónicos al lector desprevenido (si es que queda alguno) ha producido
una enorme cantidad de estudios tediosos y repetitivos.» Y es que ya
artículos como el de A. E. Douglas (1973), publicado en uno de los
primeros volúmenes del monumental Aufstieg
und Niedergang der römischen Welt,
muestran cómo la retórica antigua no es un monolito inalterado desde su
fijación como sistema, sino una realidad mucho más fluida sujeta a
modificaciones constantes y que admite la convivencia de corrientes de
diversa orientación y a la que Quintiliano realiza su fundamental
contribución.
ORATORIA Y RETÓRICA EN ROMA: AUTOCONCIENCIA DE LA EVOLUCIÓN.
Como bien dice M. Winterbottom (1996: 1314), la
oratoria fue una actividad que en el ámbito de la sociedad romana nació
bastante pronto. Sin embargo, como señalan el propio Winterbottom ( ibid.)
o M. Fuhrmann (1995: 45), no hay que olvidar que el comienzo de la
actividad oratoria en una sociedad casi nunca coincide con el de la
retórica, e incluso es posible una oratoria sin retórica (Weische, 1978:
148). Así, tenemos unos cuantos testimonios sobre lo antiguo de la
actividad persuasiva en Roma, que nos han sido transmitidos en su mayor
parte por Cicerón en su Brutus
(46 a. C.), obra dedicada
a presentar una historia de la oratoria romana. En ellos, Cicerón (Brutus
59) hace a Ennio evocar a
la divinidad Suada (véase Calboli - Dominik, 1997), versión romana de la
griega Peitho y personificación de la persuasión; o hace constar (Brutus
61) que el discurso
pronunciado en el 280 a. C. por Apio Claudio «el ciego», en el que
intentaba disuadir al senado de que firmara la paz con Pirro, es el
primero que se conservaba escrito. Lo cierto sin embargo es que la
retórica, como reflexión sobre el hecho oratorio, llegó bastante más
tarde e importada de Grecia, según recoge el propio Cicerón (Brutus
45) en esa misma obra
(véase al respecto Pennacini, 1989: 215). De estos testimonios se deduce
que los propios antiguos concebían un desarrollo histórico de la
retórica, entendida a la vez como práctica y como reflexión teórica
sobre dicha práctica, por mucho que el relato de sus orígenes más
remotos esté dotado de tintes míticos y contenga alusiones a figuras de
borrosos contornos históricos como los Tisias y Córax para cuya realidad
histórica ya Cicerón se ampara en la autoridad de Aristóteles (Brutus
46). Además, en los
primeros siglos d. C. se extendió la idea de que la actividad oratoria
estaba en franca decadencia (véanse Kennedy, 1972: 446-464 y 515-526;
Fantham, 1978a: 111-116; Heldmann, 1982), asunto al que Quintiliano
dedicó su perdida De
causis corruptae eloquentiae;
por último, algunos pasajes de obras como las de Veleyo Patérculo (Historia
Romana I, 16-18; véase
Kennedy, 1972: 456-459), Suetonio (De
grammaticis et rhetoribus)
o Séneca el viejo (Suasoriae
y Controuersiae) aluden
también a la conciencia de «progresos» y «retrocesos» en el ámbito
de la preceptiva y, sobre todo, la práctica retórica. Sin embargo,
debido a la falta de mentalidad histórica -en el sentido moderno- del
mundo romano, los autores de esta época nunca intentaron construir una
historia general de la retórica o, por ponerlo en términos modernos
equivalentes, de la ciencia del discurso (Fernández Corte, 1987:
271-273).
DE CATÓN AL DE
INUENTIONE.
Un recorrido por esta reflexión en Roma sobre el hecho retórico ha de
comenzar por la figura de Marco Porcio Catón (cónsul en 195 a. C.),
llamado el censor por haber desempeñado esa prestigiosa e influyente
magistratura en una de las etapas más relevantes de su vida (184 a. C.).
Es Quintiliano (3, 1, 19) quien llama a Catón el primer rétor romano,
basándose en que fue el primero que « condidit
aliqua in hanc materiam»,
esto es, que formuló algún principio teórico sobre la actividad
oratoria. La figura estereotipada de un Catón antihelenista acérrimo que
transmite la propia antigüedad (por ejemplo, Plinio el viejo en Historia
natural 29, 14) ha sido
considerablemente matizada por la crítica del último siglo (Kennedy,
1972: 55-57; Calboli, 1982: 46, con remisión a la bibliografía
correspondiente), que reconoce en este autor una influencia de la cultura
griega mucho mayor que la que quería aparentar y que se manifestaba,
entre otros ámbitos, en su práctica retórica. De la obra de Catón -ya
fuera un tratado específico sobre retórica o una miscelánea de
carácter más general (Calboli, 1982: 42-44)- no conservamos más que
tres exiguos fragmentos (ed. H. Jordan, Leipzig, 1860, Teubner, fr.
14-15), que permiten a los estudiosos poco más que constatar la
existencia en esta época de cierta actividad preceptiva en torno a la
oratoria y la preocupación de Catón hacia dos elementos: la dimensión
moral de la oratoria y el riesgo de que la forma predominase sobre el
contenido como fruto de los excesos de la teoría (Calboli, 1982: 45-51;
Pennacini, 1989: 222; Kennedy, 1994: 111). Fuera cual fuera su contenido,
es el eco de una necesidad de la sociedad romana de la época, en cuya
escena política se desarrollaba «una floreciente actividad oratoria»
(Fuhrmann, 1995: 44), lo que, unido a lo extendido de tendencias
filohelénicas (Kennedy, 1972: 60-72) posibilitó el éxito de la
retórica griega.
La tensión, sin embargo, entre la aclimatación a las
circunstancias romanas de la teoría retórica griega y cierta reacción
conservadora fue una constante durante unas cuantas décadas. Así, nos
consta (Suetonio, De
grammaticis et rhetoribus 25,
2) que en el año 161 a. C. un senatusconsultus
ordenaba la expulsión de
Roma de los rétores y filósofos griegos, y en el año 92 a. C. un
decreto de L. Licinio Craso (sobre Craso como orador, véanse Bardon,
1952: 171-174 y Kennedy, 1994: 114-115) y Domicio Ahenobarbo manifestaba
el disgusto de los censores por la enseñanza de la retórica en latín, y
no en griego, que se había comenzado a impartir en Roma (sobre este
decreto, texto incluido, véanse Suetonio, ibidem
y Aulo Gelio, Noctes
Atticae 15, 11, 2, que,
según Kaster, 1995: 274, parece basarse en Suetonio). Las explicaciones
sobre las razones que movieron a Craso a publicar este decreto son
variadas. El propio Cicerón pone una en boca de Craso (De
oratore 3, 93-94), según
la cual el aprendizaje de la retórica en lengua griega llevaría
aparejado un contacto con elementos culturales y éticos que no
proporcionaría la mera ejercitación en latín. G. Kennedy, sin embargo,
(1994: 115-117) ve en la decisión de Craso un intento de reservar las
útiles técnicas de la retórica para una aristocracia que tenía el
tiempo y los medios para aprender griego antes o a la vez que retórica,
así como de limitar el acceso de las clases populares a esas mismas
técnicas de evidente aplicabilidad política. Con todo, Kaster (1995:
273-274) tacha de insostenible la tesis elitista y, tras proponer varias
posibilidades, da crédito, creemos que con exceso de confianza, en la
versión de Cicerón.
Sea como fuere, y a juzgar tanto por el análisis de
los estudiosos (Calboli, 1982: 71-99) como por las manifestaciones
culturales de la época, la resistencia ante la enseñanza de la retórica
griega en una versión latina no tuvo éxito, y una de las pruebas sería
el manual, del que no conservamos nada, que compuso el orador Marco
Antonio (cónsul en 99 a. C.) en el que, según parece, predominaban los
consejos de orientación práctica (véanse Bardon 1952: 169-171; Calboli,
1972; Kennedy, 1994: 113-114). Es en la década siguiente, la de los 80 a.
C., cuando aparecieron los primeros tratados que aún hoy podemos leer.
Debido a la proximidad tanto en el tiempo como en el
contenido y su organización, los estudiosos suelen tratar a la vez los
dos primeros manuales completos que conservamos de retórica latina: el De
inuentione de Cicerón y
la Rhetorica ad Herennium,
anónima u obra de un tal Cornificio del que sabríamos poco más que el
nombre (Kroll, 1940: 1100-1101; Kennedy, 1994: 117-127; Fuhrmann, 1995:
47-50). En los últimos años, concienzudas ediciones como la de Achard
(1994) han identificado debidamente las influencias griegas del De
inuentione, para concluir
que la de Hermágoras es mucho menor de lo supuesto y la aristotélica es,
seguramente, indirecta. Se suele (Fuhrmann, 1995: 50) resaltar como
innovación coincidente en ambos tratados la utilización de los officia
oratoris como principio
organizativo de las dos obras, luego muy usado; aunque W. Kroll (1940:
1096) ya señalaba que era una ordenación del material muy habitual de
los
manuales en época helenística. De todos modos, la
crítica coincide en que la
Rhetorica
ad Herennium es posterior
al De inuentione (Kennedy,
1994: 118; Achard, 1989 y 1994) y suele hacer hincapié en el carácter
más práctico de aquélla frente al más ideológico de la obra de
Cicerón (Fuhrmann, 1995: 47-50; Kennedy, 1994: 117-127)
LA FIGURA DE CICERÓN.
Tras el De
inuentione, son seis las
obras que unos años después compuso Cicerón sobre asuntos retóricos: De
oratore (55 a. C.), Partitiones
oratoriae (post 54 a. C.),
Brutus (46
a. C.), Orator (46
a. C.), De optimo genere
oratorum (46 a. C.), Topica
(44 a. C.).
En general, el conjunto de la obra madura sobre
retórica de Cicerón se interpreta como el resultado de un compromiso
entre una visión filosófica del mundo y del ser humano de influencia
marcadamente platónica y la teoría retórica tradicional aplicada a la
escena política de la Roma tardo-republicana (Michel, 1960 y 1982;
Alberte, 1987; Pennacini, 1989: 231-236; Alberte, 1992: 1; Fuhrmann, 1995:
52-61), y tiene su cumbre en el diálogo De
oratore (55 a. C.).
Entre los estudios relativamente recientes dedicados a
este grupo de obras de Cicerón, es fundamental la contribución de A. E.
Douglas (1973) en el Aufstieg
und Niedergang der römischen Welt,
que marca un hito al ser una de las primeras que presta atención al corpus
ciceroniano sin
obsesionarse por las fuentes griegas de las que partió el Arpinate y que
pone de manifiesto los puntos más débiles de la Quellenforschung.
De este modo, Douglas (1973: 101) señala que, al examinar estas obras de
Cicerón, no se debería ir exclusivamente en busca de ejemplos romanos o
de un «espíritu romano», sino acercarse a un ambiente intelectual
grecoromano «lo suficientemente vivo como para experimentar
modificaciones y desarrollos novedosos». Y en efecto, dentro de ese
cambiante mundo de la retórica grecorromana del siglo I a. C., la
retórica ciceroniana puede caracterizarse como especialmente inmersa en
ese medio plástico, que permite las variaciones. Así, la preceptiva
retórica ciceroniana es esencialmente antisistemática, al subrayar la
imposibilidad de dictar reglas de alcance universal (Douglas, 1973: 116;
Barthes, 1990: 97; Alberte, 1992: 57-58), orientación con la que se
alinearía Quintiliano el siglo siguiente al obtener en su Institutio
un exitoso equilibrio
entre la presentación de la preceptiva tradicional y la insistencia en la
imposibilidad de proporcionar en cuestiones de retórica reglas de alcance
universal.
No hace falta recordar que la influencia de Cicerón en
la posteridad, aun ciñéndonos al ámbito de la retórica, fue enorme, y
los diversos estudiosos la señalan haciendo hincapié en unos u otros
aspectos. Así, para Kennedy (1994: 158) «no es una exageración decir
que la historia de la retórica en Europa occidental desde la época de
Cicerón hasta al menos el siglo XVII es la historia del ciceronianismo»;
o Leeman (1982: 42) está convencido de que los problemas que se planteó
Cicerón «son todavía los nuestros» a la hora de definir lo que es y lo
que no es retórica, hasta el punto de que (1982: 44) el ideal del
«hombre universal», basado en la unidad de todos los conocimientos y
valores humanos no es sino una evolución del orator
perfectus de Cicerón y de
la unión indisoluble que planteó entre filosofía y elocuencia. Sólo
otra figura de la retórica romana es comparable con Cicerón: la del
calagurritano Marco Fabio Quintiliano.
LA ÉPOCA IMPERIAL: QUINTILIANO.
Entre uno y otro, podemos recurrir a la obra de H.
Bardon (1956: 117, 153-154 y 191-194), que nos proporciona los nombres y
las escasas noticias que tenemos sobre un buen número de rétores de la
época imperial. En los primeros años d. C. destaca entre ellos la figura
de Cornelio Celso, que compuso una obra enciclopédica la cual, según
parece (Serbat, 1995: XI) constaba de cinco libros dedicados a la
agricultura, ocho a la medicina (los únicos conservados), siete a la
retórica, seis a la filosofía y un número indeterminado al arte
militar. Las referencias a la obra retórica de Celso provienen casi
exclusivamente de
Quintiliano, que la cita más a menudo de lo que sus
críticas constantes harían esperar, y que la censura por su falta de
atención a la dimensión cultural de la retórica y por su carácter
excesivamente técnico (Serbat, 1995: XII-XIV; aunque véase también
Capitani, 1980).
Es precisamente Quintiliano (visión actualizada de
numerosos aspectos sobre esta figura en Albaladejo - Del Río - Caballero,
1998; para la biografía siguen siendo fundamentales el estudio de
Kennedy, 1969 y la insuperable recopilación de testimonios antiguos de
Dodwell, 1698; la edición canónica es la de Winterbottom, 1970; valioso
panorama de la crítica hasta el año de su publicación en Adamietz,
1986; estudio abarcador y reciente, Pujante, 1996) el autor de la obra
más amplia sobre retórica que conservamos no sólo de la época
imperial, sino de toda la antigüedad: la
Institutio
oratoria. Lo más
destacado de esta obra -aparte del interés que ofrece la amplitud de sus
referencias a las distintas opiniones formuladas con anterioridad- es que,
al igual que Cicerón, también propone un ideal humano en el que el
ejercicio de la retórica no se reduce a la faceta más técnica, sino que
se amplía a todos los ámbitos de la cultura. Sin embargo, y aunque suele
subrayarse con frecuencia y justificadamente la influencia enorme de
Cicerón en Quintiliano (por ejemplo, Kroll, 1940: 1105; Guillemin, 1959;
Kennedy, 1969: 110-112; Doepp, 1985), hay diferencias en lo fundamental,
ya que éste adapta los preceptos de aquél para que se adapten a su
situación personal (Alberte, 1992: 41-61) identificando elocuencia y
retórica a costa, en parte, de esa dimensión filosófica que para
Cicerón era irrenunciable. Así por ejemplo, A. Weische (1978: 153) habla
de cierta «falta de comprensión» por parte de Quintiliano, a diferencia
de Cicerón, hacia «las particularidades de la filosofía» y considera
su confianza en el sensus
communis «ingenua e
irreflexiva» (Weische, 1978: 153 y 163 n. 30); o M. Winterbottom (1998)
pone de relieve los aspectos más tendenciosos de la famosa formulación
con la que Quintiliano, siguiendo a Catón, define al orador: «uir
bonus dicendi peritus».
La Institutio
oratoria de Quintiliano es
el manual de retórica más completo que nos ha legado la Antigüedad,
resultado de veinte años de experiencia docente y de otros dos de
recopilación y búsqueda de fuentes (sobre las fuentes de la Institutio,
véanse Lana, 1951; Cousin, 1967). La finalidad primordial de la obra es
educar al "orador perfecto", entendiendo como tal a una persona
moralmente buena y con una amplia formación. El contenido del manual se
articula en doce libros, cada uno de los cuales se divide a su vez en
unidades menores (hasta un total de 115).
El libro primero (edición con comentario todavía
valioso, Colson, 1924) trata cuestiones que propiamente aún no quedan
dentro de la retórica, ya que se centra en describir cómo debe ser la
educación elemental del futuro orador (sobre las ideas pedagógicas de
Quintiliano, véase Fritz, 1949; Bianca, 1963; Alfieri, 1964; Montero
Herrero, 1980). En este libro, Quintiliano se pronuncia sobre diversos
particulares (las virtudes de la enseñanza pública frente a la privada,
la conveniencia de la ‘estimulación precoz’, lo inútil de los
castigos corporales…) antes de comenzar con el repaso a un currículo
que incluye el estudio de la gramática, de la ortografía y de algunos
principios básicos de la composición. Aprovecha también este libro
primero para hablar de otras disciplinas necesarias para la formación del
orador -música, geometría, astronomía, gimnasia, etc.- que habrán de
sentar las bases de esa amplia preparación que Quintiliano quiere para su
orador.
El libro segundo se dedica ya a la enseñanza que se
imparte en las primeras etapas de la escuela de retórica, y censura lo
descabellado de las habituales prácticas declamatorias del momento,
ejercicios que versaban sobre temas a menudo truculentos o escabrosos de
poca o ninguna relación con la vida real. En los últimos capítulos,
además, se ocupa de definir la disciplina y de limitar el objeto de
estudio.
Con el libro tercero (edición comentada: Adamietz,
1963) comienza la parte más técnica del tratado. Tras un prefacio en el
que Quintiliano anuncia lo relativamente áridos que son los capítulos
que vienen a continuación y después de aludir al origen de la retórica
y presentar un breve resumen de su historia, pasa a desarrollar la teoría
retórica propiamente dicha y empieza por recordar y describir los tres
tipos tradicionales de oratoria (epidíctica, deliberativa y judicial).
Los libros siguientes desarrollan la inuentio
a través del estudio de
las cinco partes tradicionales en las que se estructura un discurso. Así,
el cuarto se dedica a las dos primeras, el exordium
y la narratio
(véase O’Banion, 1987),
y el quinto y el sexto a la argumentatio.
Dentro de la argumentatio,
que sería la parte más propiamente persuasiva del discurso, Quintiliano
sigue la tradición y divide los argumentos que pueden convencer a un
auditorio en dos grandes grupos, según apelen a la razón o a los
sentimientos. Sobre lo primero trata, de manera muy técnica y detallada,
el libro quinto; sobre la apelación a las emociones, el sexto, que
incluye un amplio apartado, muy estudiado posteriormente (Kühnert, 1962;
Manzo, 1974), sobre el poder persuasivo del humor, algo en lo que, según
Quintiliano expone, Cicerón era un maestro.
Finalizado el tratamiento de la inuentio,
el libro séptimo pasa a ocuparse de la dispositio,
esto es, la manera en que se ha de organizar el contenido del discurso y
los recursos que se deben utilizar según la causa que se defienda, la
actitud del jurado, etc.
Los libros octavo y noveno están dedicados a la elocutio,
esto es, a la operación que confiere al discurso su formulación verbal
definitiva. El primero de ellos se centra en cuestiones teóricas, en
delimitar conceptos y en proponer reflexiones de alcance general acerca
del estilo, de propiedades de las palabras, de las ventajas y desventajas
de la utilización de unos recursos u otros, etc., mientras que el libro
noveno es un listado muy completo y profusamente comentado e ilustrado de
los distintos tropos y figuras.
En el libro décimo (valiosa edición, todavía vigente
en muchos aspectos, de Peterson, 1891) Quintiliano pasa revista al
conjunto de las literaturas griega y romana, emitiendo juicios sobre la
conveniencia de que el orador que se está formado lea a unos autores u
otros. Como decíamos antes, no es un libro de crítica literaria, pero
resulta de enorme utilidad por presentar al lector moderno con la que es
la primera visión general de la literatura antigua que poseemos (al
respecto, véase Tavernini, 1953; Bolaffi, 1958).
El libro undécimo comienza con unos apuntes sobre el
decoro y trata a continuación las dos últimas partes del hecho
retórico: memoria y actio.
Sobre la primera encontramos en este capítulo de la Institutio
uno de los precedentes
más antiguos de la mnemotecnia moderna basada en la asociación de ideas
además de comentarios acerca de cómo conservar e incrementar las
facultades memorísticas propias. Sobre la actio
o pronuntiatio
(Fantham, 1982;
Maier-Eichhorn, 1989), Quintiliano ofrece un estudio tan completo como
exige la capital importancia que le concede, y presenta apartados que
tratan en detalle tanto la voz (cantidad y cualidad) como los gestos (de
la cara, del cuerpo, de las manos) o el vestuario.
El duodécimo y último libro de la Institutio
(edición con erudito
comentario de Austin, 1948; estudio fundamental de Classen, 1965) es el de
las cualidades morales. En efecto, en él se define al uir
bonus del que se ha venido
hablando a lo largo del manual: Quintiliano abandona la parte técnica y
vuelve sobre asuntos que ya había tocado en el libro primero. El orador
ideal, el uir bonus dicendi
peritus, sería un hombre
íntegro, con firmeza y presencia de ánimo, dotado de una amplia
formación cultural que pone todas esas cualidades naturales y adquiridas
al servicio de la oratoria, del arte de convencer mediante la palabra para
influir de la mejor de las maneras posibles en la escena política, en la
gestión de la comunidad a la que pertenece.
Con todo, y a pesar de que algunas formulaciones de
Quintiliano suponen avances con respecto a la preceptiva ciceroniana (como
por ejemplo, la solución al problema de conciliar evolución de la
oratoria y fidelidad a modelos únicos con la práctica de la imitatio;
véase Fantham 1978), la crítica moderna suele considerar más valiosa la
aportación de Cicerón. Además, como indica J. Axer (1998: 199), «en
Cicerón, al contrario que en Quintiliano, la teoría retórica se
articula a través de una dimensión artística (...) que presenta los
secretos del arte oratoria más por demostración que por definición»,
coincidiendo así con ideas ya formuladas por A. Poliziano y otros
humanistas italianos del siglo XV (véase al respecto Fernández López,
1993, 1999 y 1999a). Y es precisamente en este momento, el del humanismo
renacentista, donde la obra de Quintiliano obtiene una repercusión
considerable, porque, como indica A. Weische (1978: 154-155; véase
también Colson, 1924: XLIV-LIV), la influencia directa en la producción
de su época fue más
bien escasa. Cousin (1975: 1) apunta, sin embargo, que
a pesar de ello, y dado que no había género literario en el que la
retórica no ejerciera su influencia, que a cada paso se puede escuchar en
la literatura del final del imperio «un eco de las enseñanzas de nuestro
autor, entremezcladas con y junto a las de Cicerón y otros autores
intermediarios: no hablamos, pues, de olvido ni de desaparición, ya que
se trata de una corriente artística y de pensamiento que, aun
permaneciendo, en cierta medida, subterránea, ha fertilizado
constantemente la literatura posterior.»
TÁCITO, FRONTÓN Y AULO GELIO.
Unos años posterior a la Institutio
de Quintiliano es la obra
que Tácito, probablemente alumno de aquél, dedicó en forma de diálogo
a diversos asuntos relacionados con la oratoria, el Dialogus
de oratoribus (sobre las
relaciones entre la obra de ambos autores, véanse Güngerich, 1951;
Brink, 1989; Alberte, 1993; sobre el problema de la paternidad de la obra,
véase Bo, 1993). Parte de este diálogo se ocupa de las razones por las
que la oratoria se halla en un momento de decadencia (véase Heldmann,
1982, que considera que la explicación «política» de Tácito no es
compartida por otros autores), pero parece que a Tácito le interesaba
tanto o más que ese asunto la perfilación de un concepto de retórica.
Para Alberte (1992: 62-80), entre otros, es Mesala el interlocutor del
diálogo que deja oír la voz de Tácito, el cual está casi completamente
de acuerdo con los postulados de Cicerón. Tanto es así, que el Mesala
del Dialogus es
casi una reencarnación del Craso del De
oratore, y en ese sentido,
Tácito se manifestaría especialmente próximo a los postulados
ciceronianos al proponer una retórica enriquecida por su relación con la
filosofía.
En las décadas siguientes, la obra de Marco Cornelio
Frontón (primera mitad del s. II d. C.), preceptor del futuro emperador
Marco Aurelio, es una aportación relativamente reciente a la historia de
la literatura y de la retórica romanas. En su epistolario, descubierto en
un único palimpsesto el siglo pasado, hay cuatro cartas que se agrupan
bajo el título De
eloquentia (M. P. J. van
den Hout (ed.), Epistulae,
Leipzig, 1988, Teubner, pp. 133 ss.) y que son un buen ejemplo de cómo el
cambio político de la época imperial no deja más lugar que el del
estilo para la preceptiva retórica. Frontón, como bien dice A. Michel
(1993: 12-13) sigue el ideal ciceroniano de unir filosofía y elocuencia,
que intenta inculcar en su alumno imperial y que consigue transmitir a
otro alumno destacado, Aulo Gelio. Es también A. Michel (1993: 39-46)
quien se ocupa de las relaciones entre filosofía y retórica en la obra
de Gelio, para constatar su admiración por el filósofo Favorino en el
primer campo y alinearlo en la escuela de Frontón en el segundo (ver
además Holford-Strevens, 1989: 93-99). Para Aulo Gelio, siguiendo a su
maestro Frontón, la formación del orador debe tener un carácter
enciclopédico, pero la amplitud de esa cultura no debe conducir a quien
la posee ni a la presunción ni a la farragosidad (véase Michel, 1993:
42). De todos modos, las preocupaciones de Gelio no son estrictamente de
teoría retórica, sino más generales y sobre el tipo de lengua. En
efecto, Holford-Strevens se ocupa de la visión de la retórica de este
autor (1989: 215-218), y como bien apunta (1989: 218), en las Noctes
Atticae no se cita ni un
sólo título de tratados retóricos, ni siquiera el De
inuentione ciceroniano,
«y cuando se alude a las otras obras de Cicerón no es por la perspectiva
teórica.»
LA ANTIGÜEDAD TARDÍA Y EL FIN DE ROMA.
La preceptiva retórica que encontramos en la Roma de
la última época del imperio se debe exclusivamente a figuras calificadas
con justicia de «menores». A título de ejemplo, y como indica Calboli
Montefusco en su modélica edición del autor (1979), la obra de
Fortunaciano es muy similar a las de otros tratadistas del período que
conservamos, como Marciano Capela, Julio Víctor o Sulpicio Víctor, y es
muy probable que ésa fuera la tónica general (para las obras perdidas,
véase Bardon, 1956: 288-291 y 300-301).
En esta misma época, se suele subrayar la reacción
cristiana inicial frente a la retórica, por el relativismo moral que ya
atacaron Platón o Catón y por ser transmisora de la cultura pagana. Por
ello, si bien es fácil localizar entre los primeros autores cristianos
testimonios de su actitud hostil hacia la retórica, en la mayoría de los
casos no van más allá de una condena genérica más o menos elaborada
(amplia exposición en Alberte, 1992: 81-119), y lo que desde luego no se
encuentra en estos autores es tratamiento alguno de cierta amplitud sobre
cuestiones de teoría retórica, hasta que llegamos a Aurelio Agustín, en
cuyo libro IV del De
doctrina christiana encontramos
la discusión «cristiana» más amplia sobre la retórica (sobre Agustín
de Hipona y la retórica, es fundamental el estudio de Pizzolato, 1994).
En un trabajo reciente P. E. Satterthwaite (1997: 690-691) resume las
ideas de Agustín recurriendo a los pasajes y bibliografía pertinentes:
la retórica es útil para el cristiano porque sirve para defenderse de
ataques y exhortar a la fe; en sí, es un instrumento neutral, que puede
usarse con buenos o malos fines; la sapientia
(extraída sobre todo de
la Biblia) es más importante que la eloquentia.
(ver también a este respecto Alberte, 1992: 121-124); en la Biblia se
encuentran tanto una como otra de manera ejemplar; la claridad es la
cualidad esencial del orador cristiano, aun a costa de la elegancia de
estilo; los oratoris
officia clásicos (delectare,
mouere, docere) son
perfectamente asumibles por el orador cristiano (ver también Alberte,
1992: 131-135).
Por último, y ya en el límite histórico de la
existencia de algo que pudiera llamarse «Roma», aparecen figuras como
las de Boecio o Casiodoro, que como bien indica Florescu (1982: 7),
realizan una contribución definitiva, al separar nítidamente las
disciplinas a las que concierne la «expresión» (el posterior triuium
medieval) de aquellas que
se ocupan del «conocimiento» (el quadriuium),
sancionando una disociación entre filosofía y retórica que sólo en el
Renacimiento se intentaría solucionar (véase Grassi, 1980). Y, una vez
más, es Quintiliano el autor al que recurren una y otra vez los
humanistas como Petrarca, Valla, Erasmo o Vives para proponer esa
síntesis entre retórica y filosofía.
CONCLUSIONES.
Creemos que de este recorrido por la retórica latina
se pueden extraer varias conclusiones. En primer lugar, que la rhetorica
recepta es,
fundamentalmente, la retórica latina (Weische, 1978: 147), que encuentra
la máxima expresión de su codificación en la Institutio
de Quintiliano. O al
revés: la retórica latina es la rhetorica
recepta, porque supuso el
primer traslado a otra cultura de las categorías de la retórica griega,
sentando así un precedente muy fructífero. En efecto, la aportación
romana a la historia de la retórica no es, ciertamente, fundamental en lo
doctrinal, ya que prácticamente todos sus desarrollos tienen su
precedente griego (ver a este respecto Douglas, 1973: 131 y Kirby, 1997:
14), pero al hacer de la retórica parte fundamental del sistema educativo
la civilización romana aseguró la pervivencia, con altibajos pero
ininterrumpida, del sistema retórico. Además, los esfuerzos
antisistemáticos de Cicerón o Quintiliano, o la perspectiva ética de
este último sirvieron como base de un ideal humano que, aun cuestionado
desde las perspectivas más diversas, conserva su vigencia: el de la humanitas,
la paideia,
el del valor liberador y social de la cultura. Y es que, como bien dice
Eugenio Garin (1982: 237), «la retórica (...) no apunta a algo distinto
de la filosofía, sino a otra filosofía, humana y mundana, una nueva
sabiduría», que, en palabras de Perelman (1989) sería una filosofía
retórica, «enfrentada a todos los dogmatismos y absolutismos, dirigida a
los hombres de buena voluntad para que, con sus acciones, transformen la
sociedad». Y no es otro el ideal, de indudable aplicabilidad hoy en día,
que el calagurritano Marco Fabio Quintiliano intentó trazar en su Institutio
oratoria.
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LA
DAMA CALAGURRITANA, cabeza «femenil
de mármol blanco y fino, labrada para adaptarse a un cuerpo
impersonal»(B.Taracena). La obra mide 0,21m. de altura. «La
cabeza es una representación muy idealizada. Su expresión es
indefinida, entre serena e independiente. Su anatomía pudiera
inclinarnos tanto a interpretarla como una figura apolínea o como un
personaje femenino. ...Considero que
la cabeza de la Dama de Calahorra perteneció a una escultura
representativa de una Minerva Pacífica, réplica romana del tipo
de la Atenea Lemnia, fechable en el segundo cuarto del siglo II.»(Juan
Carlos Elorza, Esculturas romanas en La Rioja, IER.,
Logroño, 1975)
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Emilio del Río Sanz
Profesor Titular de Filología Latina de la Universidad de La Rioja
Jorge
Fernández López
Profesor de Filología Latina de la Universidad de La Rioja
LA RIOJA,
TIERRA ABIERTA, 2000
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