Lienzos de la torre del homenaje  del castillo de AUTOL (La Rioja - España)

 

 

Es un placer para mí participar de nuevo en estos coloquios de Nájera y reencontrarme con don José Ignacio de la Iglesia, cuyo interés y constancia por mantener la calidad y continuidad de estas Semanas de Estudios Medievales es más que notable. Nos reúne en esta ocasión el estudio de La guerra en la Edad Media, aunque los organizadores me han reservado un aspecto menos violento: las secuelas de las batallas. Como a mí me gusta ver las cosas de forma positiva, he preferido darle un pequeño giro a mi intervención para humanizarla un poco más y les hablaré de las formas de consecución de la paz.

 

 

 

 

1. INTRODUCCIÓN

De manera que, aunque parezca un contrasentido, ya que el coloquio trata de guerra, yo voy a hablarles de paz\ lo que, por otra parte, no es ningún despropósito pues, ya Aristóteles dijo que la guerra se debe a la paz 2 y San Agustín corroboró con su sentencia: La paz es el fin deseado de la guerra3 . Creo que ninguno de los profesores que me han precedido en el uso de la palabra ha tratado el tema de la paz después de la guerra, y espero que resulte de su interés.

Nájera fue escenario de importantes batallas en el pasado, como la que libraron Pedro I y Enrique II en 1367. También tuvo lugar aquí una entrevista para negociar un tratado de paz en 1451 entre Don Carlos Príncipe de Viana y Don Álvaro de Luna como representante de Juan II de Castilla; aunque aquel acuerdo provocó al final una guerra civil en Navarra entre los partidarios del Príncipe y su padre, el rey Juan II de Aragón. Sin embargo, en esta ocasión, me gustaría referirme a una batalla fantástica, y por lo tanto imaginaria e irreal, que libraron en este lugar Roldán, como capitán de las tropas carolingias, contra el fabuloso gigante Ferragut, jefe de la guarnición islámica de la plaza. La noticia de esta singular batalla de Nájera la da el Pseudo Turpín en su crónica, contenida en el Liber Sancti Jacobi 4. Para comprender los hechos que vaya comentar es necesario despojamos del racionalismo crítico de nuestra cultura y dejamos seducir por la fantasía de un relato ingenuo, pero sutilmente elaborado por un supuesto clérigo del siglo XII que narra una inexistente, aunque deseada para él, conquista de España por Carlomagno, y la derrota de Almanzor y los califas cordobeses.

 

2LA IMAGINARIA BATALLA DE NÁJERA ENTRE ROLDÁN Y FERRAGUT

La imaginaria batalla de Nájera tuvo lugar en el contexto de una guerra fantástica, a continuación de otra fabulosa batalla, la de Pamplona. Carlomagno fue informado de que la ciudad de Nájera no podía ser tomada porque estaba defendida por un gigante llamado Ferragut, un musulmán de origen sirio de la estirpe de Goliath, que había derrotado y encarcelado a todos los que osaron enfrentarse contra él; entre otros al legendario caballero Reinaldos de Montalbán, e incluso al mismísimo emperador Constantino. Como pueden apreciar, la cronología no supone ningún límite a la fantasía desbordante del autor del relato quien, precisamente por ello, no deja de deleitamos con esta historia.

La batalla se planteó como un combate singular entre los dos campeones, y se acordó que el vencedor sería dueño de la plaza, sin que nadie más pudiera intervenir en la lucha. Para empezar, ambos contendientes montaron sobre sus caballos y lucharon con sus espadas. Roldán quiso dar un fuerte golpe a Ferragut, pero el gigante lo esquivó, con tan mala suerte que Roldán partió por la mitad a su propio caballo. Poco después, el gigante lanzó un puñetazo a Roldán, que también lo esquivó, y esta vez fue Ferragut el que golpeó con tal fuerza la cabeza de su caballo que cayó fulminado al instante. Ambos contendientes se disponían a continuar el combate a pie, pero eran las tres de la tarde, por lo que acordaron darse una tregua y concertaron la hora del encuentro para el día siguiente y las armas que emplearían.

El segundo combate también concluyó en tablas, por lo que volvieron a acordar otra tregua hasta el día siguiente. A estas alturas del combate, el cansancio iba haciendo mella entre los campeones. Ferragut se quedó dormido en el mismo campo de batalla, y Roldán, como buen caballero, veló su sueño hasta que se despertó. Entonces entablaron una animada conversación como señal de la camaradería que siempre debía existir entre las gentes de armas. El gigante alardeó de su fortaleza de forma un tanto imprudente, pues le hizo una peligrosa confidencia a Roldán: tan sólo por el ombligo puedo ser herido. Después hablaron de sus linajes y de los misterios de sus respectivas religiones, el cristianismo y el islam. Al final acordaron continuar el combate y que las armas decidieran cuál era la verdadera fe: Lucharé contigo -dijo Ferragut- a condición de que si es verdadera esa fe que sostienes, sea yo vencido, y si es falsa lo seas tú, con lo que el combate se convirtió en una lucha sagrada. Como pueden suponer, Roldán, invocando el favor de Jesucristo, consiguió clavar un puñal en el ombligo del gigante y murió mientras pedía inútilmente la protección de Mahoma. Después se tomó la ciudad -de Nájera- y el castillo, y se sacó de la prisión a los luchadores.

Les ruego que disculpen esta anécdota, cuya exposición se justifica por el mero hecho de desarrollarse en el mismo lugar de Nájera, y también por su deliciosa ingenuidad. Pero hay algo más en esta historia sobre lo que quiero llamar su atención. Me refiero a la negociación de las treguas y el compromiso y camaradería que había entre los combatientes. Recordemos algunos detalles más del texto. Cuando Ferragut, vencido por el sueño, se quedó dormido, Rolando como cumplido caballero que era, puso una piedra bajo su cabeza para que durmiese mejor. ¿Acaso no resulta sorprendente este comportamiento, cuando lo más lógico habría sido aprovechar la ocasión para matar al fiero gigante? El pseudo-Turpín advierte que la moral caballeresca lo impide; Ferragut duerme protegido por la tregua, una de las más sagradas leyes de la guerra -o de la paz: Ningún cristiano, pues, ni aún el mismo Rolando, se atrevía a matarlo entonces, porque se hallaba establecido entre ellos que si un cristiano concedía treguas a un sarraceno, o un sarraceno a un cristiano, nadie le haria daño. Y si alguien rompía deslealmente la tregua concedida, era muerto enseguida.

 

3. EL CAMINO PARA LA SOLUCiÓN DE LOS CONFLICTOS

La existencia de treguas y pactos entre contendientes es una forma inicial de preparar la solución de conflictos, cuando no existe la posibilidad de llegar a un acuerdo global y definitivo entre las partes enfrentadas. Mediante la tregua cesan las agresiones y se restablece una paz frágil e inestable, a menudo con una fecha de caducidad ya fijada. Pero ese tiempo permite curar las heridas, reorganizar las fuerzas, comunicarse con el enemigo y, ¿quién sabe? abrir nuevas vías para el diálogo y el entendimiento5.

Podría decirse que toda guerra, toda confrontación, contempla en una última instancia una forma de resolución del conflicto que ponga fin a la espiral de violencia que el deseo de venganza desencadena y haga posible la paz. Tratemos de imaginar cómo se desenvolverían los acontecimientos. Podría ocurrir que unas simples palabras contra el honor de una persona, una injuria, pudiera provocar un homicidio. A continuación, los familiares del fallecido exigirían la muerte del asesino como reparación. Pero éste huye y sus parientes le ocultan. En ese momento se inician los contactos entre ambas familias para encontrar el camino de la paz. Lo primero es abrir un proceso de negociación para fijar el precio de la sangre. Habría en primer lugar una ceremonia de encuentro en la que se dieran los primeros pasos para la reconciliación. Podría ser un banquete con libaciones, intercambio de mujeres o de rehenes, jóvenes escuderos de familias reconocidas, etc. para reconstruir el buen amor entre las panes. También cabría negociar una compensación material, que puede ir desde el intercambio de regalos hasta el pago aplazado de rescates o tributos de guerra.

El proceso siempre es lento y difícil. A menudo, aparecen individuos que denuncian la claudicación de los negociadores o el olvido de las víctimas. A veces los parientes, las partes directamente implicadas, son incapaces de progresar en la negociación. Entonces se recurre a la intervención de terceras personas, hacedores de la paz, hombres buenos, clérigos, o expertos juristas. A veces las diferencias son tan grandes que no es posible llegar a un acuerdo de paz, pero siempre es posible proponer la ausencia de violencia por medio de treguas y pactos. De esta forma, las panes se comprometen a no atacarse, y para reforzar el acuerdo intercambian castillos o rehenes como garantía (en fie1dat, dicen los documentos medievales) o bien se los entregan a una persona neutral que se encarga de vigilar el cumplimiento de la tregua. El principal objetivo no es alcanzar una paz justa, como proponía San Agustín, sino prolongar la ausencia de violencia, para que e] tiempo cure las heridas y se consiga la resolución definitiva del conflicto.

Seguro que han escuchado ya en más de una ocasión a lo largo de este coloquio la cita de Clausewitz: La guerra no es más que la política del estado proseguida por otros medios6 Podríamos sustituirla por otra frase, dicha por un gobernante del siglo XI: La guerra es puro ardid: si no puedes vencer, engaña7. Prescindiendo del cinismo moral hobbesiano que contiene la frase, estarán de acuerdo conmigo en que uno de sus significados más profundos reside, precisamente, en el hecho de ligar la guerra a la política y también en la ausencia clamorosa de la paz como contrapunto de la guerra. Algunos historiadores recientes, como P. Burke, especialista en historia de la cultura, consideran que la violencia forma pal1e de la producción cultural de una época8 La violencia se considera un fenómeno social y antropológico que sigue unas pautas culturales determinadas. La violencia religiosa, la violencia de las movilizaciones populares, la violencia generacional de los jóvenes, el aspecto lúdico, carnavalesco y festivo de la guerra, todo se relaciona con determinados rituales de purificación o sacrificios propiciatorios. La exaltación nacionalista y el rechazo de lo extraño es también una forma de afirmar la identidad y, en ese contexto, el recurso a la violencia por parte de una minoría, lo que hoy llamamos terrorismo, puede aparecer como un sacrificio de auto inmolación en nombre de valores colectivos.

4. LA GUERRA PRIVADA DE LOS SEÑORES FEUDALES

En la edad media, la guerra fue una situación crónica a causa de la inseguridad general en la que se vivía9 A veces se presenta la guerra como un escenario heroico propio de las gestas caballerescas, aunque sus detractores más realistas siempre la denuncian como abominable: Dulce bellum inexpertis -la guerra es dulce sólo para los inexpertos- afirmaba irónico Erasmol0, recordando unos antiguos versos de Píndaro. La violencia de las invasiones que asolaron de forma continuada las márgenes de Occidente, fue mucho más notable en zonas fronterizas como la Península Ibérica, invadida por musulmanes y bereberes hasta bien avanzado el siglo XIV. También engendraban violencia e inseguridad los señores feudales, los bellatores, verdaderos malhechores encargados de proteger a los demás, según el modelo de la sociedad de los Tres Órdenes que estudió G. Duby11, que en realidad luchaban casi siempre por imponer su voluntad y apoderarse de los bienes de sus vecinos, sin respetar orden social alguno.

El recurso a la guerra fue primero algo desordenado que se desenvolvió en el ámbito privado de los señores y sus mesnadas durante los siglos X y XI. Según el primitivo derecho feudal de tradición germánica, la werra era algo legítimo cuando se trataba de defender el poder, el honor y la riqueza, lo que resultaba ser un conjunto de valores demasiado ambiguos que justificaban todo tipo de agresiones violentas y venganzas contra los propios vasallos o contra los enemigos. La espiral de violencia que provocaba la sucesión infinita de venganzas, empezó a ser rechazada en primer lugar por los hombres de Iglesia, que querían la paz para sus monasterios y la seguridad para sus bienes. Nadie en aquellos tiempos pensó en suprimir el derecho feudal de resistencia, pero poco a poco se impuso una reglamentación que limitaba el recurso a la violencia por medio de la Paz de Dios y la Tregua de Dios, hasta convertida en una prerrogativa pública que sólo se legitimaba cuando era la monarquía quien la iniciaba.

Durante el período central de la edad media, la época comprendida entre los siglos XI y XIII, se asistió a esta evolución. Las guerras privadas y el predominio de los caballeros se debió a que, en principio, sólo el grupo de los milites disponía de la riqueza suficiente para pagar el elevado precio del caballo y las armas con los que se luchaba, por lo que impusieron su poder sobre los rústicos, gentes inermes, desvalidas y toscas, cuya única posibilidad de salvación consistía en someterse a la voluntad y protección de los más poderosos. El uso de las armas subrayaba el carácter aristocrático del grupo de los caballeros, al mismo tiempo que dignificaba su función social y daba un sentido heroico a sus vidas. Eran los que exponían sus cuerpos y derramaban su sangre para proteger a los demás, por esa misma razón debían ser reconocidos como los mejores (aristas). Sólo había que reconducir esa violencia y aceptar su uso exclusivamente en aquellas situaciones en las que los Padres de la Iglesia la habían considerado legítima y, en todo caso, hacer de ello un acto sagrado en defensa de la ley de Dios.

Tomás de Aquino sintetizó de forma escolástica las ideas expuestas anteriormente por San Agustín a este respecto:

Tres cosas se requiere para que una guerra sea justa -legítima- Primera la autoridad del príncipe, por cuyo mandato se ha de hacer la guerra. No pertenece a persona privada declarar la guerra ... Se requiere en segundo lugar justa causa, que quienes son impugnados merezcan por alguna culpa esa impugnación ... Finalmente se requiere que sea recta la intención de los combatientes, que se intente o se promueva el bien o que se evite el mal12

 

5. LA GUERRA DE ESTADO DE LAS MONARQUÍAS

Las relaciones de vasallaje que articulaban aquella sociedad de caballeros contemplaban el servicio de aussiJium, es decir, la prestación de servicios militares. Por otra parte, en la Europa feudal regía el principio de ningún hombre sin señor. Todo buen vasallo prestaba servicio militar a un buen señor y era recompensado por ello con su amistad y otros bienes materiales. Los señores, por su parte, selvían con sus huestes a los príncipes y reyes, y todos juntos, a su vez, servían al señor por excelencia, Dios.

La participación en la hueste real pro facere guerram et pacem 13 hizo que el servicio militar se convirtiera en un servicio al estado, con lo que el juramento del caballero de proteger a los débiles pasó a ser un compromiso de lucha por la defensa de la fe y la patria. Las guerras que dirigía el príncipe respondían a estrategias más amplias y los efectivos militares movilizados estaban muy por encima de las posibilidades de los pequeños señores de la guerra. Con esto quiero decir que los recursos económicos necesarios para poder llevar una guerra de estado eran mucho mayores, por lo que se requería que la hacienda y todo el aparato de estado se pusieran al servicio de los reyes. Cuando estas tendencias terminaron de consolidarse a lo largo de los siglos XIV y XV, las armas de fuego y los ejércitos profesionales, integrados principalmente por tropas de infantería, se difundían también por la mayor parte de los reinos europeos, con lo que se puso punto final a la época gloriosa de la caballería medieval14

 

 

6. LAS TREGUAS Y LOS PACTOS.  LA FRONTERA GRANADINA EN EL SIGLO XI

En este trabajo voy a referirme principalmente al período feudal en el que predominaron las guerras privadas, aunque también los príncipes organizaban guerras de estado, por lo que, consecuentemente, las treguas y los tratados de paz que se alcanzaron tuvieron características privadas y públicas. Un verdadero reflejo de esta situación lo observamos al leer Las memorias de 'Abd Allah, último rey ZiJi de Granada, destronado por los almorávides (1090)15 El autor, rey de la taifa granadina entre los años 1075 y 1090, muestra con toda naturalidad la corrupción moral de los gobernantes andalusíes de aquella época, y hace gala de un perfecto conocimiento de las complejas relaciones políticas y militares existentes entre ellos. El libro V relata con realismo político las luchas que mantuvo con las taifas vecinas, y la intervención del rey Alfonso VI en aquellos conflictos con el fin de recaudar parias y debilitar a unos enemigos que, por entonces, no podía conquistar:

"¿Qué razón hay para que desee tomar Granada? -Se pregunta el rey Alfonso- Que se someta sin combatir es cosa imposible y, si ha de ser por guerra, teniendo en cuenta aquellos de mis hombres que han de morir y el dinero que he de gastar, las pérdidas serán mucho mayores que lo que esperaría obtener, caso de ganarla. Por otra parte, si la ganase, no podría conservarla ... Por consiguiente no hay en absoluto otra línea de conducta que encizañar unos contra otros a los príncipes musulmanes y sacarles continuamente dinero, para que se queden sin recursos y se debiliten"16

Como puede apreciarse, Alfonso calculaba sus posibilidades y optaba por lo que pudiera resultarle más rentable a corto y largo plazo. En definitiva, quería apoderarse de la riqueza que escondían las taifas andalusíes, por lo que exigía el pago de parias anuales, normalmente asociadas a una alianza política en la línea del vasallaje, o bien reclamaba un tributo para evitar la devastación de la guerra. Como último recurso, si no lograba ningún acuerdo, sólo le quedaba saquear a sus enemigos y capturar el botín necesario para pagar a sus tropas.

 

La presión militar se acompañaba de una labor constante de intriga política para enfrentar a los distintos reyezuelos de taifas entre sí, de hostigar a los más poderosos para debilitados, y de aproximarse a los más proclives a una alianza con los cristianos. Todo esto exigía un conocimiento muy directo de la situación política existente en cada una de las taifas, para lo cual era necesario desarrollar una estrategia de ocupación selectiva, y todo un complejo sistema de obtención de información a partir de los datos suministrados por los vasallos musulmanes, las tropas cristianas mercenarias existentes en las taifas o, directamente, por medio de sobornos. No estoy seguro que este tipo de estrategia respondiera a las necesidades del reino, aunque sí lo hacía a los intereses del rey; del propio Alfonso VI como caudillo militar, quien, como es sabido, no sólo consiguió recuperar el trono a la muerte de su hermano Sancho II el año 1072, sino que restableció una alianza con la abadía borgoñona de Cluny mediante el pago de un censo anual a partir del dinero obtenido de las parias17

La situación se complicaba aún más porque, sobre el escenario de las taifas, actuaban también huestes privadas, organizadas por verdaderos señores de la guerra, que servían principalmente a sus intereses particulares. Uno de los casos más conocidos de estos señores de la guerra a fines del siglo XI es el Cid, aunque en las memorias de 'Abd Allah quien resulta retratado con más fidelidad es Álvar Fáñez. Se trata de uno de los caballeros más fieles del Campeador según el Cantar, aunque como veremos a continuación, tenía su propia hueste y actuaba a las órdenes de su señor el rey Alfonso VI, haciendo gala de una gran autonomía, como correspondía a un señor de la frontera.

El rey de Granada dice que:

Álvar Fáñez era el jefe cristiano que tenía a su cargo las regiones de Granada y Almería. Alfonso le había encargado de unos y otros estados para que obrara como quisiera, procediendo contra los musulmanes que se vieran imposibilitados de acceder a sus exigencias, sacándoles dinero e interviniendo en cuantos asuntos pudiesen proporcionarle alguna ventaja 18.

Álvar Fáñez envió emisarios al rey de Granada para anunciarle que se preparaba para saquear la vega de Guadix, si no le pagaba un rescate.

La coyuntura política era bastante difícil para 'Abd Allah. Poco antes, los almorávides tomaron la plaza de Aledo, y ordenaron a los reyezuelos andalusíes que no hicieran alianzas con los cristianos ni les pagaran tributos. Pero el ejército almorávide se retiró después a Marruecos, y las taifas quedaron de nuevo indefensas y enfrentadas entre sí. 'Abd Allah se lamenta de esta debilidad, aunque sus palabras suenan a justificación para incumplir la orden de los almorávides y volver a los tratos y alianzas con los cristianos:

Tomé, pues, la resolución de contentar a Álvar Fáñez, dándole lo menos posible, y haciendo con él un pacto para que, después de recibir el dinero, no se acercase a ninguno de mis estados.

La estrategia de supervivencia, podríamos decir, de 'Abd Allah dio resultado a corto plazo. La campaña de Guadix fue abortada; pero Álvar Fáñez, después de cobrar lo suyo, advirtió al rey de Granada:

De mí nada tienes que temer ahora. Pero la más grave amenaza que pesa sobre ti es la de Alfonso, que se apresta a venir contra ti y contra los demás príncipes. El que le pague lo que le debe, escapará con bien; pero si alguien se resiste, me ordenará atacarlo, y yo no soy más que un siervo suyo que no tiene otro remedio que complacerlo y ejecutar sus mandatos. Si le desobedeces, de nada te servirá lo que me has dado, pues esto no te vale más que en lo que personalmente me concierne, a salvo de que mi señor me prescriba lo contrario.

Las palabras de Álvar Fáñez indican con claridad que había dos planos de negociación, el del rey y el suyo propio, aunque la persona con la que se tratara fuera la misma. 'Abd Allah, por su parte, comprendía perfectamente esta situación, pues estaba acostumbrado a relacionarse con este tipo de caballeros de la frontera. Sabía que no tenía salida, y que iba a seguir siendo extorsionado indefinidamente. Sólo podía aspirar a ganar tiempo y confiar en que el escenario político fuera cambiando por sí solo tras una nueva intervención de los almorávides. Sus palabras, después de la advertencia de Álvar Fáñez, sólo contienen especulaciones para dilatar el pago de parias a Alfonso mediante mentiras, envolviéndolo con negociaciones. Esta estrategia ya había empezado a ensayarla con Álvar Fáñez, al que dijo que no le quedaba dinero para pagar las parias del rey porque los almorávides le habían sacado todo lo que tenía antes de marcharse. Pero él conoce perfectamente la inutilidad de su esfuerzo, y con un gesto del más puro realismo político, nos dice que el caballero castellano:

Lo que hizo, fiel al servicio de su señor, fue despachar a éste un mensajero para pedirle que me enviase un embajador a reclamarme el tributo, y que, si este embajador retornaba con las manos vacías, él fuese encargado de tomar venganza invadiendo mis estados.

Poco después, llegó la embajada de Alfonso para reclamar las parias. 'Abd Allah, temeroso de las consecuencias que podría tener la recaudación entre sus súbditos de un nuevo tributo para el cristiano, decidió regatear la cantidad y pagar de su propio tesoro. Su objetivo era salvar las dificultades y mantenerse en el poder a la espera de tiempos mejores. A fin de cuentas, el destino que le aguardaba, como dijo el rey al-Mu'tamid de Sevilla, sólo le permitía elegir entre ser pastor de camellos en el desierto marroquí con los almorávides, o cuidar de los cerdos de los cristianos en España. Efectivamente, como se pudo comprobar poco después, todos los reinos de taifa desaparecieron a fines del siglo XI a manos de unos u otros.

 

7. LA GUERRA Y LAS RELACIONES POLÍTICAS. LA CONQUISTA DE TOLEDO

La peligrosidad de este tipo de relaciones político-militares y la debilidad estructural de las taifas se había puesto de manifiesto unos años antes, durante la conquista de Toledo por Alfonso VI. Los reyes de la taifa toledana eran tributarios de los cristianos desde los tiempos de Fernando 1. El importe de las parias recaía sobre los súbditos de forma pesada, provocando un malestar económico y religioso cada vez mayor a medida que continuaba la extorsión. Las dificultades políticas de un gobernante inepto y especialmente odiado por sus súbditos, como al-Qadir, el último rey moro de Toledo, le obligaron a completar sus pactos con los cristianos con una verdadera dependencia vasallática. En este sentido, es sabido que Alfonso VI había recibido los castillos de Canales y Olmos, situados al norte de Toledo, que le proporcionaban un verdadero control estratégico sobre la ciudad sin necesidad de conquistada. El año 1080, una revuelta de los habitantes de Toledo provocó la huida de al-Qadir a Cuenca, la patria original de sus antepasados, mientras que su reino era ocupado por al-Mutawakkil de Badajoz. El monarca destronado necesitó la ayuda de Alfonso para recuperar su reino, por lo que su dependencia, en lo sucesivo, fue aún mayor. Finalmente se tomó la ciudad el año 1085, sin apenas resistencia de la población y con muchos pactos previos, entre otros, que al-Qadir recibiría en el futuro el reino taifa de Valencia, para cuya conquista contaría con la ayuda eficaz de Pedro Ansúrez y sus mesnadas, verdadero señor de la tierra conquense por entonces.

La crónica del arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, refiere sucintamente la complejidad de las negociaciones que condujeron a la capitulación de la ciudad de Toledo, urdidas por un negociador hábil y experimentado en estos asuntos, el mozárabe Sisnado Davídiz, que ya había actuado en asuntos de este tipo durante la rendición de Coimbra:

Tomó Toledo en la era de 1123 (1085) fijándose muchas condiciones, a saber, que los sarracenos conservarían de pleno derecho sus casas, tierras y todo lo que poseían, y quedarían en poder del rey las fortalezas de la ciudad y los jardines de más allá del puente; las rentas que los agarenos estaban obligados a pagar desde antiguo a sus reyes, se las pagarían a él; y además la mezquita mayor les pertenecería a perpetuidad19.

El pacto que refiere el Toledano, en el que se recoge el derecho de la población musulmana de la ciudad a conservar sus propiedades y una cierta libertad religiosa, a cambio de someterse al nuevo monarca cristiano y pagarle los tributos acostumbrados, se inscribe perfectamente dentro de la tradición islámica del aman: pacto de paz o salvoconducto, que los musulmanes solían conceder a las gentes del libro, esto es, a judíos y cristianos. A este respecto, conviene recordar que durante la capitulación de Toledo, según el profesor B. F. Reil1y, también se negociaron otros pactos paralelos, de contenido similar, con las comunidades judía y mozárabe, y que Alfonso, tras entrar en el alcázar de Toledo, hizo un reparto de cierta cantidad de dinares entre los musulmanes que poblaban la vega del Tajo, para compensarles por las pérdidas sufridas durante el asedio de la ciudad20.

 

8. LA CULTURA DEL PACTO ENTRE LOS MUSULMANES. EL AMAN

La cultura del pacto estaba fuertemente arraigada entre los árabes desde tiempos anteriores al Profeta, hasta el punto de haber sido considerada como uno de los fundamentos de las sociedades beduinas que habitaban en las márgenes del desierto de Arabia y del Magreb21. Mahoma recogió esta tradición y la incluyó como uno de los mandatos contenidos en el sagrado Corán: Cuando tengáis un encuentro con los infieles, descargad los golpes en el cuello hasta someterlos. Entonces, atadlos fuertemente. Luego, devolvedles la libertad, de gracia o mediante rescate, para que cese la guerra. Es así como debéis hacer (sura 47, vº 4)22. Igualmente, a menudo se afirma en el texto coránico que los buenos musulmanes observan fielmente la alianza con Alá y no violan 10 pactado (sura 13, vº 20). En cambio se maldice a aquellos que violan los pactos, alteran el sentido de las palabras u olvidan parte de lo que se les recordó (sura v, vº 13).

Como puede apreciarse, este tipo de pactos no se basaba en la existencia de unas relaciones igualitarias entre las partes, sino que partía de una posición de dominio de los musulmanes sobre los demás. Las condiciones para que este tipo de pactos pudieran establecerse exigían también el sometimiento pacífico de los infieles, con los que sólo se puede llegar a tales acuerdos si no combaten contra vosotros y os ofrecen someterse -pero- si no os ofrecen someterse, si no deponen las armas, apoderaos de ellos y matadles donde deis con ellos (sura 4, 90 y 91).

Es sabido que los árabes consolidaron muchas de sus conquistas por medio de pactos de capitulación con los que ofrecían a los pueblos conquistados y, en especial, a sus minorías dirigentes, la posibilidad de integrarse en el imperio islámico conservando gran parte de su poder y privilegios. Sin duda, la enorme extensión del islam -de Talas a Poitiers, de la frontera del imperio chino hasta el corazón de la Francia carolingia-la rapidez de su conquista (622-751) y la estabilidad con la que se ha mantenido la civilización islámica en este basto conjunto territorial se debieron a la existencia de esa cultura del pacto. Para abreviar, podríamos decir que la formidable expansión musulmana desde sus orígenes hasta mediados del siglo VIII fue en realidad una sucesión de pactos. La conquista de la península no fue ninguna excepción, en este sentido. Es conocido el texto del pacto de capitulación suscrito entre el walí Abd al-Aziz y el conde visigodo Teodomiro, gobernador de Murcia, que arabiza su nombre como Tudmir. También se tiene noticia de la existencia de otros muchos pactos alcanzados con otras ciudades y regiones españolas, después de derrotar a la oposición armada de los visigodos, encabezada por Rodriga, en las batallas de Guadalete y Écija.

De igual forma, los musulmanes recurrieron a pactos para consolidar su relación con las tribus berebere s que vinieron a la península, y con los reinos cristianos del norte, que multiplicaron sus contactos con los emires y califas cordobeses a medida que avanzaban sus fronteras hacia el sur. Para esa época, los alfaquíes ya habían desarrollado una compleja jurisprudencia relacionada con los pactos, que en el caso del derecho malikí, ampliamente difundido entre los andalusíes, aceptaba la existencia de treguas incluso en caso de Gihad, siempre que fueran pactadas por el imán, es decir el jefe de la comunidad de los creyentes, y se cumplieran determinadas condiciones:

Al imán únicamente pertenece el derecho de concluir una tregua cuando se considere útil y no conlleve condiciones tales como el abandono de prisioneros musulmanes (o de una ciudad). Un pago, entonces, puede ser estipulado, pero el temor de un mal mayor hará callar esas consideraciones. La duración no está limitada, pero se recomienda que no sobrepase los cuatro meses. Cuando el imán (o su representante) sea informado de que alguna de las condiciones de la tregua ha sido violada, romperá la tregua y advertirá al enemigo de la reanudación de las hostilidades (el Mujtasar tratado de derecho malikí del siglo XIV debido a Jalil ibn Ishaq)23.

Me resulta dudosa la preocupación por los asuntos religiosos en casos de negociación política y el protagonismo político de los imanes con respecto a los pactos. Más bien, cabe pensar que las negociaciones dependieran a menudo de las relaciones de poder existentes y de las circunstancias militares en las que se desenvolvían, por lo que pienso que fueron las autoridades políticas las que acordaron las treguas habitualmente, y que su duración tendió a dilatarse entre dos y cuatro años para conseguir una mayor estabilidad en las zonas de conflicto. Los pactos, en todo caso, serían analizados y estudiados por las autoridades religiosas para dar su aceptación antes de ser ratificados por las partes. Una vez acordada la tregua o el pacto, todos estaban obligados a cumplir sus condiciones, con independencia de las diferencias religiosas o las conveniencias políticas que pudieran surgir más tarde:

Los musulmanes deben cumplir las condiciones mediante las cuales un enemigo nos hace una conquista posible ... En el combate, las condiciones establecidas entre los adversarios deberán ser rigurosamente observadas ... Los infieles que dejen su ciudad sitiada someterán su suerte al arbitraje de un musulmán, estando obligados a respetar su decisión ... al imán pertenece el derecho de ratificar o rechazar el amán dado a una región 24.

 

9. PACTOS Y TREGUAS ENTRE LOS CRISTIANOS.  LAS POSTURAS

Del lado cristiano había una cultura similar proclive al pacto, como se comprueba, no sólo por la existencia de múltiples acuerdos reflejados por las fuentes de la época, de algunos de los cuales hablaré a continuación, sino también por su ratificación por los textos jurídicos, cuya máxima expresión son Las Partidas25, La Partida II, Ley XXVIII, Título XI, sanciona la obligación de observar los pactos y el castigo que debe imponerse a los que no guarden las posturas acordadas durante la guerra:

et la -postura- que ponen con los enemigos, quier sea de paz o de guerra, debe otrosi seer mucho guardada, fueras ende si fuese contra fe, o a daño del rey o del regno; et esto por dos razones, la una por guardar su lealtad, la otra porque aquellos que lo oyeren hayan mayor sabor de avenirse con ellos, et facer lo que quisieren teniendo que les estarán en lo que con ellos pusieren. Et por ende debe seer mucho escarmentado el que tal postura quebrantase, asi que non le han de menguar nada de la pena que en ella fuere puesta; et si non la hi hobiere, débele seer dada por alvedrio del rey, catadas todas las cosas que dichas son.

Los pactos canalizaron la actuación política de los reyes para trazar las estrategias generales de la guerra, o bien contribuyeron a adoptar tácticas coyunturales para superar algunas dificultades. La época que a nosotros nos interesa en este momento fue denominada la de las grandes batallas de la Reconquista26. El lado islámico se caracterizó por la inestabilidad política de las taifas y la sucesiva presencia de imperios bereberes originados en Marruecos, almorávides y almohades por lo que en este momento nos interesa, pues los benimerines llegaron ya a finales del siglo XIII, en tiempos del rey Sabio, superado el período cronológico al que nos referimos en este trabajo. Mientras que del lado cristiano asistimos a la formación de la España de los cinco reinos, en expresión ya clásica de R. Menéndez Pidal, entre los que se perfilaban por entonces, como nuevas potencias emergentes, los reinos de Castilla y Aragón. Las luchas de la Reconquista adquirieron en esta época un sentido religioso, el del Gihad islámico y la cruzada cristiana, pero eso no impidió que proliferaran al mismo tiempo las negociaciones entre los combatientes y los acuerdos para poner fin a muchos conflictos.

Almorávides y almohades se vieron obligados a actuar en al-Andalus como un ejército de ocupación en un país extraño, por lo que, a pesar de su intransigencia religiosa, mostraron una actitud favorable a los pactos y a las alianzas con los poderes locales. Los cristianos, por su parte, además de participar en la política de pactos y treguas, acostumbraron a llevar una guerra de desgaste contra los musulmanes, con incursiones rápidas, protagonizadas por grupos armados reducidos, que no encerraban grandes riesgos. De esta forma consiguieron crear zonas de influencia sobre territorios próximos a la frontera, en donde reclamaban el pago de tributos bajo la amenaza de incursiones de castigo. Muchas de las campañas de la Reconquista estuvieron relacionadas con los pactos. Es decir, fueron originadas por la violación de acuerdos previos que establecían fronteras y fijaban el pago de tributos; o bien concluyeron con el establecimiento de un nuevo pacto conforme a nuevas relaciones de poder surgidas después de una batalla o una crisis política.

 

10. LOS CONTACTOS EN LA FRONTERA

En la frontera castellana del siglo XII, la guerra era una situación crónica, aunque eso no era obstáculo para la existencia de contactos frecuentes entre musulmanes y cristianos, ni tampoco impedía que existiera un control político sobre las campañas. Los diferentes reinos hispano-cristianos suscribieron tratados entre sí por los que se repartían los territorios que pudieran conquistar a los musulmanes en el futuro. Así hicieron los reinos de Castilla y Aragón en Tudillén y Cazola, con respecto al sector levantino de la frontera; y los de Castilla y León en Sahagún, respecto de Badajoz. Los almohades administraron políticamente las diferencias internas entre los reyes cristianos españoles y sus ambiciones territoriales. Fernando II de León suscribió una alianza con el califa Abu Yaqub el año 1170 para asegurarse que Portugal no conquistaría Badajoz. Después se convertiría en uno de los más firmes aliados cristianos de los almohades en la península, junto con Navarra, en contra de Castilla. Las disputas fronterizas entre estos reinos fueron la causa de esas alianzas con los musulmanes; aunque no por ello dejaron de sentir el fervor religioso de los tiempos de las cruzadas. Ese mismo Fernando II, al que acabamos de referirnos, es el creador de la Orden Militar de Santiago.

Muchas acciones bélicas a lo largo de los siglos XI y XII estuvieron protagonizadas por milicias concejiles y pequeñas mesnadas de caballeros reunidas por caudillos y señores de la guerra muy violentos y ávidos de botín27. Viri bellicosi se les denomina de forma expresiva en la Cronica Adefonsi Imperatoris. Su actividad principal consistía en organizar cabalgadas que penetraban en profundidad por tierras musulmanas para apoderarse de botín y desgastar las reservas del enemigo. Eran incursiones muy rápidas, en las que el factor sorpresa resultaba determinante para el éxito. Preferentemente se dirigían contra las alquerías y la población dispersa por los campos, y evitaban atacar los castillos y otros núcleos de población mejor defendidos:

La costumbre de los cristianos que habitaban en la Transierra y en toda Extremadura fue siempre congregarse cada año en cuñas ... e iban a tierra de moros y de los agarenos y hacían muchas muertes y cautivaban muchos sarracenos y mucho botín y provocaban muchos incendios y mataban a muchos reyes y duques de los moabitas y de los agarenos28.

El principal objetivo de estas campañas era robar ganado y capturar rehenes para ser canjeados posteriormente por un rescate. Por ese motivo, la violencia propia de este tipo de guerras privadas, que no respondía a objetivos políticos ni tampoco a un código de conducta moral o caballeresca, quedaba limitada por los intereses materiales de sus organizadores. No era conveniente destruir o aniquilar completamente al enemigo, sino que resultaba más rentable permitir la recuperación del tejido productivo, pedir un rescate por los cautivos y reclamar el pago de tributos para evitar la destrucción de la guerra.

Los gobernadores andalusíes de la frontera también habían organizado este tipo de incursiones en el pasado. Las taifas, sin embargo, cesaron prácticamente de hostigar la frontera cristiana a causa de su debilidad. Los gobernadores almorávides y almohades que vinieron después no tuvieron autonomía ni iniciativa propia para atacar las fronteras de los reinos cristianos, con quienes existía una compleja red de relaciones políticas dirigidas por el emir desde Marraqués. Las principales acciones de guerra por parte islámica fueron las grandes campañas militares organizadas por el califa para consolidar el dominio sobre un sector de la frontera y los territorios colindantes. Como es lógico, los efectivos militares movilizados eran mucho mayores, por lo que el esfuerzo económico requerido era también grande, y las consecuencias políticas, en el caso de sufrir una derrota, enormes. Las tropas se desplazaban lentamente, agotando los recursos de las ciudades por las que pasaban. Los problemas de avituallamiento no tenían solución, debido al escaso desarrollo de la intendencia militar. A ello habría que sumar el tremendo esfuerzo que suponía el asedio y conquista de los castillos, prácticamente inexpugnables en esta etapa anterior al uso de la pólvora.

 

11. ASEDIOS Y CAPITULACIONES

Las crónicas nos informan de la manera de actuar los ejércitos durante los asedios. Primero se rodeaba el castillo para cortar los suministros y se levantaba un campamento en las inmediaciones, rodeado por una empalizada de leña. Después saqueaban los campos y hostigaban a los sitiados con armas arrojadizas. Antes de iniciar el asalto definitivo se ofrecía el aman para que los de dentro se rindieran sin oponer mayor resistencia. Los sitiados, por su parte, se defendían desde los muros de la ciudad y realizaban salidas por sorpresa, llamadas espoladas, para destruir las máquinas y quemar el campamento, lo que tenía efectos devastadores sobre los atacantes.

11.1. OREJA (1139)

Veamos un caso concreto: el asedio del castillo de Oreja por las tropas cristianas dirigidas por el rey Alfonso VII el Emperador el año 1139. El castillo de Oreja ocupaba una posición estratégica sobre el Tajo, cerca de Ocaña, desde donde partían las incursiones de los musulmanes contra la ciudad de Toledo. Contaba con una importante guarnición dirigida por el al-caíd Hali. Desde el principio el ataque se planteó como un asedio prolongado para que el hambre y la sed minaran la resistencia de los sitiados. Los cristianos emplearon máquinas de asalto con las que destruyeron algunos torreones. Entonces Hali pidió una tregua para negociar un pacto:

"Ali tomó consejo con los suyos y envió emisarios al emperador para decirle: Tómanos como tus aliados y concédenos una tregua de un mes para que enviemos emisarios a nuestro rey Taxufín al otro lado del mar y por todas las tierras de los agarenos. Y si no encontráramos quien nos defienda, te entregaremos el castillo a cambio de que tú nos permitas marchar pacíficamente hasta nuestra ciudad de Calatrava. A lo que el emperador respondió: Haré este pacto con vosotros: que me deis quince rehenes de vuestros mayores, excepto Ali; Y si no encontrarais quien os defienda, me entregaréis el castillo y dejaréis allí las ballestas y todas las armas y todas las regalías. Podréis llevaros vuestros propios bienes, pero no a los cautivos cristianos que tenéis en la cárcel''29.

Este tipo de acuerdos fueron frecuentes para la resolución de muchos conflictos fronterizos en aquella época. Coria, por ejemplo, también se conquistó en 1142 por medio de un pacto tras un asedio. Como puede apreciarse en el texto citado, el procedimiento era el siguiente: las partes enfrentadas acordaban una tregua mientras negociaban un pacto de capitulación, más o menos ventajoso en función de la importancia de las tropas de cada bando. Los términos de la negociación, que en síntesis eran la tregua, el intercambio de rehenes y el compromiso final de entregar el castillo si no se encontraban refuerzos, eran los habituales en tales ocasiones. En el caso de Oreja, Hali no consiguió encontrar ayuda en el plazo fijado, por lo que entregó la plaza y el emperador les permitió salir según lo pactado:

Y así pues, salieron del castillo Ali y los suyos, llevando consigo sus bienes propios y dejando en su interior a los cautivos cristianos y todas las otras regalías. Y vinieron ante el emperador, que les recibió pacíficamente, y estuvieron con él algunos días en el campamento y le entregaron los rehenes. Después marcharon hacia Calatrava, yendo con ellos Rodrigo Fernández para custodiarlos30.

11.2. HUETE (1172)

Bien diferente fue el resultado del asedio de Huete llevado a cabo por el emir almohade Yusuf treinta años después. La plaza de Huete era también una posición estratégica desde la cual los cristianos hostigaban la tierra de Cuenca y todo el valle del Júcar. Cuando cayó el régimen mardanisí de Murcia, el año 1172, Yusuf decidió atacar Huete pensando que no opondría mucha resistencia porque, según sus informaciones, las murallas de su castillo estaban medio derruidas. Con rapidez, las tropas almohades tomaron posiciones ante el castillo y los sitiados, sorprendidos y temerosos por su inferioridad, pidieron el aman; pero el emir lo rechazó, seguro de conseguir una rendición incondicional. Ordenó entonces levantar un campamento, rodeado de una empalizada de leña, y construir torres de asalto. Cuando todo estaba preparado, se desató una terrible tormenta de verano que anegó las tiendas y destruyó las máquinas de guerra. Aprovechando el desconcierto, los sitiados hicieron una salida por sorpresa, incendiaron el campamento y se apoderaron de gran cantidad de víveres. Esta serie sucesiva de desastres muestra, no sólo la necesidad de contar con una información veraz sobre la capacidad de resistencia del enemigo, sino también la ineficacia de las estrategias convencionales de conquista, que provocaron a la postre la pérdida de la moral de las tropas almohades y su retirada posterior en un clima de auténtica desolación.

 

12. LA RECONQUISTA COMO GUERRA DE ESTADO

El proceso para que las luchas de la Reconquista dejaran de ser guerras privadas y se ajustaran a grandes estrategias de estado de carácter general fue gradual y paulatino. A fines del siglo XII y principios del siglo XIII, los protagonistas de las principales acciones bélicas eran todavía las milicias concejiles integradas por caballeros de la frontera. Sin embargo, fueros como los de la familia de Teruel­Cuenca nos muestran unas huestes más organizadas y disciplinadas y la existencia de una escala de mando que aseguraba la dirección política de la guerra31. La intervención de la Iglesia, con los obispos a la cabeza, fue fundamental para ello. También hay que destacar el papel jugado por las órdenes militares, los nuevos institutos religiosos creados en la Península en la segunda mitad del siglo XII a imitación del modelo surgido en los estados cruzados de Tierra Santa, cuya organización militar interna se inspiraba directamente en las milicias concejiles32. Sus maestres tendieron a conservar la tradicional alianza entre la Iglesia y la corona, y sus castillos y encomiendas acogieron a la mayor parte de estos caballeros de la frontera como freiles o como familiares y benefactores.

A fines del siglo XII la situación fronteriza peninsular parecía estabilizada, mientras que la monarquía castellana de Alfonso VIII se había reconstruido como un auténtico poder capaz de encabezar de nuevo una guerra de estado. En los años precedentes había habido una ligera ampliación de la frontera portuguesa hacia el Algarbe y de la castellana por la Mancha. Los almo hades, por su parte, recuperaron el control efectivo sobre territorios levantinos y restablecieron el sistema de treguas que les permitía controlar cualquier iniciativa bélica de los reyes cristianos. El nuevo califa Abu Yusuf Yaqub (1184-1199) llevó el imperio almohade a su máximo apogeo. El año 1191 dirigió una campaña contra Portugal por las partes de Silves y Alcacer do Sal. Después se firmaron nuevas treguas, con lo que la situación peninsular se pacificó por el momento. Cuatro años más tarde se interrumpieron las treguas, por lo que la tensión en la frontera fue en aumento de nuevo, hasta culminar en la batalla de Alarcos, a la que me referiré a continuación.

El rey de Castilla Alfonso VIII había tratado de evitar el enfrentamiento con los almohades en los dos últimos decenios del siglo XII. El año 1190 envió una carta al califa ofreciéndole un tributo y ayuda para luchar contra sus enemigos, sin importarle que fueran cristianos. El califa aceptó y se pactaron las treguas33. Las negociaciones para su renovación en 1194 fracasaron, como ya hemos dicho, seguramente porque los embajadores castellanos esperaban que estallara una revuelta en la zona de Ifriquiya. Pero se trataba de un grave error de cálculo, pues el califa no tuvo dificultades para controlar la situación en aquella región africana, y mantuvo las treguas con los reyes de Navarra y León, lo que le dejaba las manos libres para atacar la frontera castellana.

 

13. LA BATALLA DE ALARCOS (1195)

Cuando Alfonso VIII tuvo noticias de la llegada del ejército almohade, salió a su encuentro hacia el castillo de Alarcos, un castillo y una ciudadela situada en el curso alto del Guadiana, no muy lejos de la ciudad fortificada de Calatrava, en donde tenía su cabeza la orden militar del mismo nombre. De esta forma evitaba poner en peligro la ciudad de Toledo, que quedó como punto de apoyo en retaguardia. El rey pidió ayuda al arzobispo de Toledo y convocó a los magnates del reino para la hueste, pero no aguardó a la llegada del rey de León, que iba en su auxilio y andaba ya por Talavera, a pesar del consejo en contra de sus caballeros34. La precipitación en presentar batalla el día 18 de julio, cuando los almohades acababan de levantar su campamento, deja pensar, no obstante, que hubo una cierta indecisión por parte de los castellanos. Desplegaron sus fuerzas en el campo de batalla, pero se limitaron a esperar el ataque enemigo, que no se produjo, retirándose poco después sin atacar el campamento, cuando vieron que los musulmanes no tenían intención de luchar aquel día. Era costumbre entre los ejércitos medievales que los contendientes acordaran previamente la fecha y el lugar de la batalla, por lo que es posible que lo ocurrido en el campo de Alarcos fuera consecuencia también de la falta de contactos previos entre Alfonso VIII y Yaqub.

Al día siguiente los almo hades salieron al campo y presentaron batalla en una amplia llanura, a cierta distancia de las murallas de la ciudad, que los cristianos protegieron como refugio en retaguardia. La batalla campal duró algo más de tres horas, (desde media mañana hasta pasado el medio día) hasta que los castellanos, en inferioridad numérica, empezaron a retroceder, por lo que algunos caballeros pidieron al rey que se retirara. El alférez, Diego López de Haro, se hizo fuerte en el castillo e izó el pendón real, para hacer creer a los almohades que el rey estaba dentro, cuando en realidad había huido hacia Toledo. Estos datos nos permiten afirmar que, si bien la batalla se inició, cuando el rey comprobó que no podría conseguir la victoria, se retiró con el grueso de su ejército para evitar un descalabro mayor, mientras que una minoría resistía en el castillo para proteger su retirada.

El final de la batalla se resolvió en realidad como un asedio del castillo de Alarcos. Los almohades intentaron el asalto y don Diego realizó una espolada, en parte abortada. La lucha se encarnizó al pie de la muralla, como se comprueba en la denominada fosa de los despojos, recientemente excavada. Pero finalmente se negoció el aman y don Diego, después de rendir la plaza y dejar algunos rehenes, se retiró junto con los demás caballeros a Toledo, protegido por un pacto de capitulación:

"Diego López de Vizcaya, vasallo del rey, se refugió en el castillo de Alarcos, donde fue asediado por los moros; pero por la gracia de Dios, que le reservaba mejores días, dejó algunos rehenes y pudo salir, y siguiendo a su rey, pasados algunos días, llegó a Toledo" 35.

La edición portuguesa de la Crónica General amplía la información sobre estos acontecimientos. El portavoz de los almohades para la negociación del amán fue el caballero castellano desnaturalizado don Pedro Fernández de Castro, que era amigo del alférez mayor de Castilla don Diego López de Haro. Su salida del reino se había debido al enfrentamiento que los de Castro tenían con la casa de Lara desde los tiempos de la minoridad del rey Alfonso VIII. Cuando don Pedro se acercó a parlamentar con don Diego, le habían dicho que dentro del castillo se encontraban dos caballeros de ese linaje, don Gonzalo y don Diego de Lara, con los que tenía mala querencia, por lo que exigió que fueran incluidos dentro del grupo de quince rehenes que debían entregar los sitiados para poder salir. Don Diego aceptó, y se comprometió a reunir un rescate para pagar la libertad de todos ellos más tarde. Sin embargo, los de Lara se escondieron y consiguieron salir confundidos con el resto de los caballeros, sin ser reconocidos. Los que se quedaron como rehenes no debían de tener familiares interesados en su liberación, porque nunca se pagó el rescate y es probable que terminaran esclavizados36.

Como puede apreciarse, la capitulación de Alarcos fue una verdadera rendición con condiciones, para que los sitiados se salvaran. Las consecuencias de la batalla fueron enormes, pues los almohades se apoderaron del Campo de Calatrava hasta los Montes de Toledo, mientras que Alfonso VIII de Castilla trataba de defender Toledo y la vega del Tajo37. Probablemente, lo más preocupante era la amenaza leonesa y navarra que, aprovechando la derrota, se preparaban para atacar las fronteras castellanas. Alfonso VIII se apresuró a pedir treguas al califa, pero las rechazó. En los años siguientes fueron saqueadas las vegas del Tajo y del Júcar. La ciudad de Toledo fue asediada en varias ocasiones, pero consiguió resistir. Finalmente en 1197 se firmaron las treguas:

El noble rey Alfonso juzgó por fin que era digno ceder en su furor y hacer una tregua durante un tiempo con el rey de los árabes, para poder ocuparse de los otros reyes vecinos (Crónica Latina). El califa almohade se retiró a Marruecos para hacer frente a una nueva revuelta en Ifriquiya, mientras que los castellanos se ocuparon de frenar el avance de los leoneses por la Tierra de Campos. Las treguas se mantuvieron hasta 1211, cuando los almohades asaltaron el castillo de Salvatierra. Al año siguiente, tuvo lugar la batalla de las Navas de Tolosa que supuso la derrota definitiva del imperio almohade en al-Andalus y consolidó la hegemonía castellana sobre el conjunto de los reinos peninsulares en lo sucesivo.

 

 

14. CONCLUSIONES

La guerra y la paz, a fines del siglo XII, requería la movilización de ejércitos muy numerosos y bien pertrechados, lo que exigía también recursos económicos mayores. Sobre el campo de batalla, lo más importante era conseguir grandes ganancias con el menor desgaste posible. Incluso el enemigo era considerado como un potencial de recursos, en forma de tributos, que convenía preservar. Los participantes en aquellas luchas valoraron la conveniencia de aliarse o enfrentarse entre sí, de acuerdo con su apreciación de las circunstancias de cada momento. El resultado fue la creación de una red de alianzas y oposiciones que no siempre respondieron a afinidades religiosas, y la existencia de un sistema de treguas más o menos permanente, pactadas por una diplomacia un tanto rudimentaria, a juzgar por los medios empleados, aunque bastante experimentada y eficaz, que marcó el ritmo de las campañas militares, y perduró por encima del resultado de las batallas.

 

 

 

 

 

NOTAS

1. La cuestión de la paz y su negociación siempre ha llamado la atención de los intelectuales, más aún en las circunstancias por las que discurre actualmente la política internacional. Sin ánimo de exhaustivida al ofrezco al lector un balance de la bibliografía al respecto: B. Lowwe. Imaging peace. A history of early english pacifist ideas, 1340-1560. Pennsylvania, 1997. Diego de Valera, Exhortación de la paz. B.A.E., CXVI, Madrid, 1959. Francisco de Vitoria, Relectio de Jure belli, o Paz dinámica. Escuela española de la paz. Primera generación: 1526-1560. Madrid 1981. F. A. Muñoz y B. Molina Rueda, ecls. Cosmovisiones de la paz en el Mediterráneo antiguo y medieval. Granada, 1998. F. Garda Fitz. La edad media, guerra e ideología. Justificaciones religiosas y jurídicas. Madrid, 2003. J. García Caneiro y F J. Vidarte. Guerra y fiJosofía. Concepciones de la guerra en la historia del pensamiemo. Valencia 2002. A. Rubio, ed. Presupuestos teóricos y éticos sobre la paz. Granada, 1998. F. A. Muñoz y Ma. López Martínez, eds. Historia de la paz. Tiempos, espacios y actores. Granada, 2000. E. Deuber Ziegler, dir. Paix. Geneve, 2001. J. Galting. Paz por medios pacíficos. Paz y conflictos. desarrollo y civilización. Bilbao, 2003. Pace e guerra nel basso medioevo. Tai del XI Convegno storico internazionale. Todi, 12-14 octobre 2003. Fondazione Centro italiano di Studi sull'alto Medioevo. Spoleto, 2004.

2. Aristóteles, Política, introducción, notas y traducción de Pedro López Quiroga y Estela García Fernández. Madrid, 2005. Lib. VII, cap. XlV

3. San Agustín, La ciudad de Dios, ed. y trad. de S. Santamarta del Río y M. Fuertes Lanero, B.A.E. 4ª ed. Madrid 1988. Lib. VII, cap. 12.

4. A. Moralejo, C. Torres y J. Feo eds. y trads. Liber Sancti Jacobi, Crónica del Pseudo Turpín, capítulo XVII. reed. Lugo, 1998, pp. 447-453.

5. Sobre esta cuestión vid. la reciente aportación de M. T Ferrer Mallol, J. M. Moeglin, S. Péquignot, S. M. Sánchez Martínez. eds. Negociar en la Edad Media - Négocier au Moyen Áge. Madrid 2006.

6. C. Von Clausewitz, De la guerra. Madrid 1980, p. 19.

7. E. Lévi Provençal y E. García Gómez, trad. y ed. El siglo Xl en persona. Las memorias de 'Abd AlI'h, último rey Zirí de Granada, destronado por los almorávides (1090). Madrid 1980, p. 228.

8.  P. Burke, ¿Qué es la Historia Cultural  Barcelona 2005, p. 131.

9. Ph. Contamine. La guerra en la edad media. Barcelona, 1984. Ph. Contamine y O. Guyotjeannin. La Guerre, la Violence et les gens au Moyen Âge. (Congres des Societés savantes d'Amiens, 1994) París 1996. F. Cardini, Quella antica festa crudele. Guerra e cultura Della guerra del Medioevo alla Rivoluzione francese (n. ed.) Milano, 1995.

10. Erasmo de Rotterdam, Adagios del poder y de la guerra y teoría del adagio; ed. trad. y presentación de R. Puig de la Bellacasa ; revisión y asesoramiento filológicos de Ch. Fantazzi ; asesoramiento y colaboración de A. Vanautgaerden. Valencia, 2000.

11. G. Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo. Barcelona, 1999.

12. Sto. Tomás, Suma Teológica, B.A.E. Madrid 1959. Vol. II, pp. 1.075-1.076.

13. H. Grassotti "El deber y el derecho de hacer guerra y paz en León y Castilla" Cuadernos de Historia de España, LlXLX (1976), pp. 221-296.

14. M. Keen, ed. Historia de la guerra en la Edad Media. Madrid, 2005, vid en especial cap. IV "Una era de expansión. c. 1020-1204" por J. Guillingham, pp. 87-122 y cap. VII "La época de la Guerra de los Cien Años" por Cl. J. Rogers, pp. 179-208.

15. Vid. nota 7.

16. Ibid p. 158.

17. Ch. J. Bishko, "Fernando I y los orígenes de la alianza castellano-Ieonesa con Cluny" en Cuadernos de Historia de España, 47-48 (1968), pp. 31-135, y 49-50 (1969), pp. 50-116. Reimp. En Studies in Medieval Spanish Frontier History, Variorum Reprints, Londres, 1980.

18. ibid, p. 225-227

19. Rodrigo Jiménez de Rada, Historia de los hechos de España. Introducción, traducción, notas e índices de J. Fernández Valverde. Madrid 1989. Libro VI, cap. XXII.

20. B. F. Reilly, El reino de León y Castilla bajo el rey Alfonso VI (1065-1109), Toledo 1989, pp. 192-197.

21. X. de Planhol, Les Fondements Géographiques de l'Histoire de l'Islam, París, 1968.

22. El Corán / introducción, traducción y notas de Juan Vernet Barcelona, 2005

23. F. Maillo Salgado, "La guerra santa según el derecho malikí. Su preceptiva, su influencia en el derecho de las comunidades cristianas del medievo hispano" en Studia Historica. Historia Medieval, vol. 1, n° 2 (1983), p. 61.

24.  Ibid, p. 41.

25.  J. G. Martínez Martínez, Acerca de la guerra y de la paz, los ejércitos, las estrategias y las armas según el libro de las Siete Partidas, Cáceres, 1984.

26. A. Huid Miranda, Las grandes batalIas de la reconquista durante las invasiones africanas. Estudio preliminar por E. Molina López y V. Carlos Navarro Oltra. Granada, 2000.

27. J. F. Powers. A society organized for war. The Iberian Municipal Militias in the Central Middle Ages, 1000-1284. Berkeley and Los Angeles, 1988.

28. Cronica Adefonsi Imperatoris, Ed. y estudio por L. Sánchez Belda, Madrid 1950. Ofrezco la traducción propia del texto latino original. Lib. II, cap. 20.

29. Ibid. Lib. II, Cap. 57.

30. Ibid. Lib. II, Cap. 60.

31. A.Valmaña Vicente, El Fuero de Cuenca, Cuenca 1978. F. Ruiz Gómez "La hueste de las Órdenes Militares" en R. Izquierdo Benito y F. Ruiz Gómez, Las Órdenes Militares en la Península Ibérica. Vol. l. Edad Media. Cuenca, 2000, pp. 403-436. F. Garcia Fitz, Castilla y León frente al Islam. Estrategias de expansión y tácticas militares. Sevilla, 1998.

32. Th. M. Vann, "A new look at the foundation of the Order of Calatrava" en: On the social origins of medieval institutions. Essays in Honour of Joseph F. O'Callaghan. Edited by D. J. Kagay y Th. M. Vann. New York, 1998, pp. 93-114. F. Ruiz Gómez. Los orígenes de la órdenes militares y la repoblación de los territorios de la Mancha (1150-1250). Madrid, 2003. C. de Ayala Martínez. Las órdenes militares hispánicas en la Edad Media (siglos XII­XV). Madrid, 2003.

33. E. Levi-Provençal, "Un recueil de lettres officielles almohades. Étude diplomatique et historique" en Hesperis XXVIII (941), p. 180. J. González, 1960, Repoblación de Castilla la Nueva. Madrid, 1975, vol. 1, p. 960.

34. Crónica Latina de los reyes de Castilla, ed. y trad. de I. Charlo Brea. Cádiz 1984, p. 13.

35. Ibid, p. 15.

36. Estos hechos los refiere A. Huici Miranda en sus estudios sobre la batalla de Alarcos. Además de la obra ya citada sobre Las grandes batallas de la Reconquista, vid. su Historia Política del Imperio Almohade. Tetuán 1956­59. También los recoge F. de Rades y Andrada, Chronica de las tres Órdenes y Cavallerías de Santiago, Calatrava y Alcántara ... Impresa en Toledo, año de 1572. Reed. de D. Lomax Barcelona, 1980, en Chroníca de Calatrava fol. 20 vº, tomando la noticia de Hernán Pérez de Guzmán.

37. Mª J. Viguera Molins, coordª y Prólogo, El retroceso territorial de Al-Andalus. Almorávides y almohades. Siglos XI al XIII. Tomo VIII-II de la Historia de España, Ramón Menéndez Pidal. Ed. Espasa-Calpe, Madrid 1997, p. 98.

 

 

 

 Paisaje después de la batalla. El precio de la paz
Francisco Ruiz Gómez
Universidad de Castilla-La Mancha

 

 

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2006

Logroño, 2007, ISBN 978-84-96637-20-7

 

 
 


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