En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo, pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: «Hágase la luz»; y la luz fue hecha (Génesis 1, 1-3).

 

De este modo solemne narra la Biblia los primeros pasos de la creación del mundo. Es la escena que muestra, cuando está cerrado, el tríptico de El jardín de las delicias, de El Bosco: rodeado de una negrura impenetrable donde sólo emerge la imagen del Eterno, un mundo grisáceo y desolado representa el caos indiferenciado y acromático del inicio. Al abrirse el tríptico, surge el color y, con él, el movimiento y la vida.

Para percibir esta animación, este hálito de vida que proporciona el color, el Hágase la luzes imprescindible. La luz se presenta, pues, como un poder ordenador y vivificador del universo. No puede extrañamos que los pueblos primitivos de todas partes hicieran del sol, fuente de luz y de vida, principal objeto de adoración.

Desde muy antiguo, el sol y la luz se asimilaron a la idea de Dios. En las Sagradas Escrituras este tipo de comparación es muy frecuente. San Juan, por ejemplo, después de afirmar que En El estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres (Juan 1, 4) hace decir a Jesucristo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida (Juan 8, 12).

También en el Corán encontramos la misma idea: Dios es la luz de los cielos y de la tierra (...) ¡Luz sobre luz! Dios dirige a Su Luz a quien El quiere (Sura 24).

La luz, símbolo y expresión de la divinidad, acompaña habitual-mente la ilusión escenográfica de toda teofanía. En la pintura medieval y en la posterior, el nacimiento del Mesías se describe como un fenómeno luminoso, exactamente igual que la concepción de Buda:

Su madre Máyá, le concibió milagrosamente mientras dormía y soñaba que su hijo pasaba por su lado derecho en forma de un pequeño elefante blanco. En aquel momento mismo una luz esplendorosa inundó todo el universo.

De acuerdo con la fecunda tradición neoplatónica, al reino de la luz pertenece todo lo que en el mundo supone un reflejo de la acción divina: la certeza, la bondad, el orden, la belleza, el espíritu. Por el contrario, en las tinieblas —dominio de Satán— triunfa la oscuridad del error y del pecado, el mal, el caos, la fealdad y la materia.

Con un procedimiento tan sencillo como oponer un caballo de color blanco —síntesis de todos los rayos luminosos— a otro de color negro —ausencia total de luz— se expresa simbólicamente el enfrentamiento cósmico de raíz maniquea, el bien y el mal, lo divino y lo diabólico.

 

 

Origen del simbolismo

Se ha dicho que la materia es acromática, mas para gozo del hombre no se muestra así.  De todos es sabido que la luz blanca concentra todos los rayos luminosos que constituyen el espectro: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul y violeta, cada uno con una diferente longitud de onda.

Cuando un cuerpo está iluminado, la especial estructura molecular de su superficie absorbe ciertas longitudes de onda y refleja las restantes. Estas últimas son las que al llegar a nuestros ojos presentan al objeto vestido de un color determinado, sonriéndonos tras una máscara que le proporciona todo el engaño de lo real.

El origen del simbolismo del color, uno de los más importantes medios de comunicación no verbal que existen, es anterior al nacimiento de la historia. Procede de la más directa y primordial vinculación que aprecia el entendimiento humano entre los principios elementales de la naturaleza y el color con que éstos aparecen, entrando a formar parte de lo que Jung llamó inconsciente colectivo.

Corriendo el tiempo, estas sencillas y potentes asociaciones psicológicas dieron lugar a otras más sutiles y complejas que fueron conformando una suerte de código simbólico. Este código varía según las diferentes épocas y los distintos marcos culturales y geográficos, aunque no dejan de percibirse ciertas constantes innegables.

Tiene como base el poderoso influjo que ejerce el color sobre el cuerpo y la mente del hombre y su asombrosa capacidad para despertar emociones y expresar toda clase de sentimientos, cualidades éstas que han sabido explotar en su provecho pintores y poetas de todos los tiempos y, modernamente, campos tan dispares como la luminotecnia teatral, la cromoterapia o la publicidad.

A pesar de estas aplicaciones y de movernos en una época que se caracteriza por un auge extraordinario de la imagen y del color, el lenguaje simbólico de éste, antaño tan divulgado, se ha olvidado casi por completo. No obstante, topamos a diario con restos de este antiguo lenguaje en los que apenas reparamos: los extintores y coches del servicio contra incendios están pintados de rojo, distinguimos los grifos de agua caliente y de agua fría y los polos positivos y negativos de los acumuladores eléctricos por estar marcados, respectivamente, de rojo y azul, esperamos cuando nos encontramos un semáforo en rojo y pasamos cuando cambia a verde, etcétera.

En la conversación habitual empleamos a menudo frases como: fulano ve la vida color de rosa, se me pasan los días en blanco, tengo suerte negra, se puso amarillo de envidia, la discusión está al rojo, las he pasado moradas... En los países de habla inglesa un estado de especial melancolía se define con la expresión feeling blue(sentimiento azul).

Hay humor negro y misas negras, magia blanca, magia negra e incluso roja; hay también personas y temporadas grises, sindicatos amarillos, coros de voces blancas, chistes verdes y hasta viejos y viejas verdes.

La lista de ejemplos podría incrementarse, pero son éstos más que suficientes para dejar constancia de la influencia del color en todos los aspectos, aun los más banales, de lo cotidiano. Todo es, ya lo dijo el poeta, según el color del cristal con que se mira.

 

Un repaso a la historia

Pero el simbolismo del color conoció mejores tiempos que éstos. En Grecia, la coloración de las túnicas era simbólica: el blanco denotaba pureza; el azul, altruismo e integridad, y el rojo, sacrificio y amor.

En los primeros siglos del cristianismo no había una norma constante que determinara el color de las vestiduras sacerdotales. Ya en el siglo xn aparece una rúbrica que fijaba los colores litúrgicos en relación con los diferentes tiempos y fiestas del calendario. El papa Inocencio III (1198-1216), en su De sacro altaris mysterio, comentó este canon estableciendo cuatro colores principales: blanco, rojo, verde y negro. El morado, que dicho pontífice asimilaba al negro, gozó pronto de un uso generalizado. En el siglo xvi, estos cinco colores fueron definitivamente fijados en el misal de Pío V.

También en heráldica el simbolismo del color juega un papel de primer orden. Este arte o ciencia utiliza un lenguaje que le es característico: al amarillo llama oro; al blanco, plata; al rojo, gules; al azul, azur; al verde, sinople; al morado, púrpura, y al negro, sable. Oro y plata son denominados metales; el resto, esmaltes.

En su Ciencia Heroyca(1780), que resume la tradición anterior, el marqués de Aviles se remonta a la antigua Grecia para buscar el origen del uso de los colores heráldicos. Cuenta que los reyes troyanos y griegos acostumbraban a vestirse de acuerdo con los siete días de la semana y que al entrar en batalla pintaban sus escudos del color correspondiente.

Recoge la opinión de Moreri, para quien los colores de las armerías procedían de los que se llevaban en los torneos y éstos, a su vez, de las cuatro facciones, alba, rosea, véneta y pracina (blanca, roja, azul y verde), de los juegos de circo romanos.

Cita también una especie de código astrológico lleno de prestigio clásico: Aristóteles dio a los metales y colores el nombre de los siete Planetas, llamando a el Oro, Sol; a la Plata, Luna; a el Gules, Marte; a el Azur, Júpiter; a el Sable, Saturno; a el Sinople, Venus, y a la Púrpura, Mercurio, vistiendo y pintando a cada uno de estos Dioses de su metal y color.

Y no sólo dioses y planetas, también las piedras preciosas y los signos del zodiaco, los elementos de la naturaleza, los meses del año, los árboles, las flores, las aves y los animales, las virtudes y las cualidades mundanas encuentran en su libro sus respectivas correspondencias cromáticas.

En la Edad Media el lenguaje simbólico del color floreció con los torneos, los cantos de los trovadores y los sutiles artificios del amor cortés. Huízinga recuerda a este respecto cómo Guillaume de Machaut se llena de alegría al ver a su amada vestida de blanco y tocada con una cofia de tela azul celeste con papagayos verdes, pues el verde es el color de un amor nuevo, y azul, el de la fidelidad.

No hacían falta palabras; mediante el color, los diversos estados de ánimo —el gozo, la desesperación, el amor correspondido o la esperanza de alcanzarlo— quedaban simplemente al alcance de los ojos. Fray Iñigo de Mendoza escribe un curioso torneo alegórico entre la Razón y la Sensualidad en el que dice:

Sus cimeras, sus colores,

sus bordadas invenciones

muestran a los miradores sus

deseos, sus temores,

sus secretas intenciones.

El marqués de Santillana, en una obra que titula Visión, narra un encuentro imaginado con tres mujeres desamparadas y quejosas de no hallar vivienda ni reposo en España, y resultan ser —nos lo dicen ellas, pero también el color de sus ropas— la Firmeza (de negro), la Lealtad (de azul) y la Castidad (de blanco).

San Antonio recoge en su Summa Theologica un código de carácter moral: el blanco es pureza; el rojo, caridad; el dorado, dignidad, y el negro, humildad. Leonello d'Este, marqués de Ferrara, cuidaba de que el color de sus vestidos estuviera de acuerdo con un código astrológico, lo mismo que aquellos griegos antiguos de los que hablaba el marqués de Aviles. Por su parte, Alberti y Leonardo enlazan con la tradición escolástica medieval y sustancial-mente están de acuerdo en reservar el amarillo para la Tierra, el verde, para el Agua, el azul, para el Aire, y el rojo, para el Fuego.

 

 

De Alciato a Iriarte

En la primera mitad del siglo xvi aparecen los famosos Emblemas de Alciato, que alcanzaron una amplia difusión en toda Europa. En algunos de ellos encontramos referencias a los colores: el negro conviene al luto y a la fatiga triste y congoxosa; el blanco, al simple y casto; el verde, a la esperanza; al rojo, al amador y a la ramera, etcétera.

El mantuano Fulvio Pellegrino escribió un li-brito acerca del Significato dei colori e dei mazzola que mereció una reedición en 1593, prueba del favor con que fue acogido por el público. Pellegrino encabeza su obra con un soneto sobre la simbologia de los colores, para después servirse de cada uno de los catorce versos como título de otros tantos capítulos.

Ese mismo año de 1593, y en Pavía, por Andrea Viani, ve la luz una reimpresión (no sería la última) de la obra que el francés Jacques d'Enguien, el Siculo de la corte napolitana

del rey Alfonso de Aragón, había redactado hacia 1458: Le blasón des couleurs.

Este curiosísimo libro debió tener un éxito extraordinario a juzgar por las repetidas ediciones de que fue objeto; además de la citada de 1593 y de alguna otra posterior, había aparecido ya en Venecia, en las prensas de Domenico Nicolino, el año de 1565. En estas últimas lleva el título de Trattato dei colorí nelle arme, nelle livree, e nelle divise.

 

Sicillo escribe sobre el significado de los colores en general y pasa después a relacionarlos con las siete edades del hombre y sus cuatro complexiones o naturalezas (sanguínea, colérica, flemática y melancólica), los cuatro elementos, las siete virtudes, los siete planetas, etc. Rabelais lo cita despectivamente en su Gargantúa y Pantagruel: libro muy poco leído, que venden los baratijeros y buhoneros, pero sólo porque pensaba hacer algo parecido.

Bien es verdad que Sicillo complica su discurso al explicar el especial significado que adquiere cada color al ir acompañado de otro. Así, por ejemplo, el rojo, cuando se presenta a su lado la influencia negativa del color negro, cambia su habitual significado de amor, nobleza, valor y ardor en la batalla por el de fastidio, aburrimiento y tedio de las cosas del mundo.

Este tipo de alambicadas combinaciones pueden parecemos hoy absurdas y hasta ridiculas, pero no lo eran para la sociedad de la época, en la cual los artificios manieristas tendrían su continuación en el triunfo del símbolo, de la alegoría, del jeroglífico y del emblema que informan al barroco, todo un juego de sutilezas del que participaba con entusiasmo la sociedad entera. Buen ejemplo de ello es el éxito alcanzado por Cesare Ripa con su célebre Nova Iconología, editada por vez primera en Roma el año 1573.

Ripa presta mucha atención al lenguaje simbólico del color a la hora de caracterizar sus alegorías: a la Generosidad y a la Gloria viste de oro; a la Hipocresía, vieja leprosa, de blanco, como los sepulcros blanqueados de la Biblia; al Honor, de púrpura, etc. Llega incluso a dar un color diferente a las representaciones alegóricas de cada una de las horas del día y de la noche.

En la literatura de la época tropezamos frecuentemente con alusiones a la simbología de los colores. No es necesario buscar mucho.

Veamos el siguiente fragmento de un romance de Góngora:

Sobre una marlota negra

un blanco albornoz se ha puesto,

por vestirse los colores

de su inocencia y su duelo.

También de Góngora, estas seguidillas para doña María Hurtado:

Mátanme los celos

de aquel andaluz,

háganme si muriere

la mortaja azul.

Perdí la esperanza

de ver mi ausente:

háganme si muriere

la mortaja verde.

La condesa de Aulnoy, autora del famoso Viaje por España (entre 1679 y 1680), demuestra un especial interés y sensibilidad por este tema. Uno de sus personajes mandó hacerse un disfraz de brocado verde y oro, con plumas verdes y una librea verde también para destacar sus nuevas esperanzas.

A su paso por Vitoria, la condesa asistió a una representación teatral de la vida de San Antonio donde el actor encargado del papel del demonio iba vestido como los demás y sólo se distinguía de ellos por los cuernos de su frente y por llevar medias rojas, breve alusión al fuego infernal que ayudaba al popular auditorio, incluso a aquellos que estuvieran más alejados delescenario, a seguir las intervenciones del señor de los infiernos.

Sería fácil engrosar la lista, porque el simbolismo del color era entendido y tenido en cuenta por todos. Mateo Alemán, en su Guzmán de Alfarache, describe unas fiestas de toros y un juego de cañas, y dice:Juntáronse las quadri-llas, de sedas y colores diferentes cada una, mostrando los quadrilleros en ellas sus passio-nes, qual desesperado, qual con esperanga, qual cautivo, qual amartelado, qual alegre, qual triste, qual zeloso, qual enamorado.

Otra muestra del arraigo de la simbología de los colores en la sociedad del xvn la encontramos en una de las obras más notables de Agustín Moreto: El desdén con el desdén. En la escena III de la segunda jornada asistimos a una fiesta galante durante las carnestolendas; las damas esconden cintas de colores, los caballeros eligen una y aquella que la posea será su pareja. Diana empieza el juego diciendo:

Pues sentaos, y cada uno

elija color, y sea,

como es uso, previniendo

la razón para escogella.

En La República al revés, de Tirso de Molina, toda la escena VIII del tercer acto se resuelve en un rápido diálogo entre Camila y Lidora, indecisa ésta a la hora de escoger vestido, repleto de alusiones a la simbología del color.

Tomás de Iriarte, muy avanzado el sigloXVIII, ironiza acerca del vestuario simbólico de los autos sacramentales: Todavía no se le podrá olvidar la salida que hacía la noche con manto de terciopelo negro estrellado, la tierra vestida de raso verde y el mar de muer de aguas azul.

 

 

Pintura

Si la simbología del color intervenía con toda naturalidad en el vestido, en los juegos, en el teatro y en el trato amoroso, puede imaginarse la especial importancia que tendría para la pintura. En ocasiones, gracias al color, podemos identificar algunos de los personajes que aparecen en cuadros alegóricos. La famosa Virgen de Melun, de Jean Fouquet (Museo de Bellas Artes de Amberes), aparece rodeada de una especie de mandorla de pequeños ángeles desnudos. El que unos sean rojos y otros azules no se debe a un interés meramente decorativo del pintor: gracias a su distinto color sabemos que no son ángeles simplemente, sino serafines y querubines.

En una obra de Ambrogio Lorenzetti, la Maestá del Municipio de Massa Marittima (1330-1335), el trono de la Virgen se eleva sobre tres escalones de distinto color que representan a las tres virtudes teologales. El primero, sobre el que se asientan los otros dos, es la Fe (color blanco); el intermedio, verde, representa la.Esperanza, y el último, en el que descansan los pies de María, simboliza a la más importante de las virtudes, la Caridad, y es de color rojo. Todo ello de acuerdo con la visión que aparece en el canto XXIX del Purgatorio de Dante de tres mujeres: una tan roja que apenas se

distinguiría dentro del fuego (Caridad), otra como si su carne y sus huesos fueran de esmeralda (Esperanza) y otra blanca como la nieve recién caída (Fe).

Cuando Rubens pintó su magnífico Juicio de Paris (Museo del Prado), tuvo buen cuidado en distinguir a las tres diosas con sus atributos tradicionales, pero tampoco olvidó la simbología del color de sus vestiduras. Para Minerva —diosa de la sabiduría que permaneció siempre virgen— guardó el color blanco, símbolo de la verdad y de la pureza; Venus —diosa del amor— deja caer un manto rojo, apropiado distintivo del fuego de la pasión amorosa; Juno —esposa del rey de los dioses del Olimpo— se desprende de un suntuoso manto de púrpura violácea enriquecido con bordados dorados.

Ingres, por su parte, recurre sabiamente al color para diferenciar claramente lo real de lo irreal en su representación de El sueño de Os-sian (Museo de Montauban). La figura de éste posee el color de las cosas que vemos y tocamos; por el contrario, las imágenes que aparecen en su sueño están bañadas por una luz fantasmal que las convierte en seres gélidos e intangibles, blancas estatuas transparentes completamente extrañas a ámbitos humanos.

Por esos mismos años (1810-1820), y con intención de rebatir a Newton, Goethe trabajaba en una Teoría de los colores, en la que dedicaba todo un capítulo al efecto sensible-moral del color. También Delacroix, en su Journal, recoge interesantes apreciaciones acerca de la potencia expresiva del color.

Durante el siglo xix, con el Romanticismo, se percibe un renovado interés por el tema, desde Turner y Friedrich hasta Runge o Bócklin. Es sintomático que el librito de Sicillo vuelva a ser reeditado en el Tesoro de piezas raras o inéditas (París, 1859), o que vean la luz nuevos libros dedicados a esta materia, como los de F. Portal (1837) o W. Wackernagel (1863).

Los entonces tan en boga manuales de urbanidad contienen curiosas instrucciones sobre el apropiado empleo simbólico de los colores, tan importante de conocer para los elegantes de la época como el lenguaje de las flores, el de los dobleces de las tarjetas de visita o el de los apretones de manos en los bailes.

Ya en nuestro siglo destacan especialmente las líricas meditaciones de Kandinsky acerca de los valores y significados esenciales de la forma y el color.

Kandinsky, al renunciar en sus obras pictóricas a la anécdota, a las historias, y seguir el camino de la abstracción, llegó a captar las más puras esencias psicológicas del color. Necesitaba extraer de los colores (y de las formas y líneas) toda su latente carga emocional, su personalidad, porque iban a ser los protagonistas absolutos de sus cuadros.

Son palabras suyas:

El color es un medio para ejercer una influencia directa sobre el alma. El color es la tecla. El ojo, el maculo. El alma es el piano con muchas cuerdas. El artista es la mano que, por esta o aquella tecla, hace vibrar adecuadamente el alma humana.

Ahora bien, Kandinsky analiza los efectos psicológicos del color sobre el alma humana, habla de sensaciones, no de símbolos. En cierto sentido, podemos decir que ha retrocedido al principio, a ese estadio en que el efecto psicológico no ha alcanzado todavía la categoría de símbolo. Sobre Kandinsky pesa una larga tradición de convencionalismos simbólicos de la que es imposible sustraerse, pero el símbolo tiende a ser cada vez más subjetivo.

Hoy, la influencia psicológica del color es tenida muy en cuenta por los publicistas a la hora de presentar los productos con incitantes apariencias, y en la industria, donde está demostrado que el cambio del color de las paredes o de las máquinas de una fábrica es capaz de aumentar la producción en un tanto por ciento nada despreciable. Pero, como antes veíamos, el uso simbólico del color ha cedido en la actualidad a sus funciones psicológicas y a sus aplicaciones de carácter meramente práctico.

 

 

Influencia psicológica

No es preciso, por conocida, detenerse mucho en la elemental división de los colores en cálidos y fríos. Los colores de la zona cálida del espectro —rojo, anaranjado y amarillo— tienen una acusada personalidad: son dinámicos, activos, alegres, irradian energía y vitalidad, simulan avanzar hacia el ojo. Los colores de la zona fría —verde, azul y violeta— se comportan, por el contrario, de un modo mucho más sosegado, son espirituales y etéreos; ante el espectador dan la impresión de retroceder, de profundizar en el espacio.

Si el color es reflejo de vida y vehículo de emociones, la ausencia de color no es menos significativa. Desde un punto de vista estricto, el blanco y el negro no son dos colores más, sino síntesis de todos los rayos luminosos y carencia absoluta de luz. Teniendo en cuenta esto, falta el color en obras como las Pinturas negras de Goya o el Guernica de Picasso —una esquela gigantesca—, y eso es precisamente lo que acentúa la condición infrahumana de su brutal expresividad.

Otras veces, la simbología del color sigue convencionalismos muy antiguos. La juventud se viste de colores claros, alegres y optimistas; para la vejez sientan bien los tonos oscuros, discretos y apagados. Tonos tostados para los desnudos masculinos, pálidos para los femeninos —como si el sol no saliera para todos—, podemos verlos desde las pinturas de las tumbas egipcias hasta en los cuadros de Rubens o Tiziano. Con este convencionalismo se simbolizan dos principios opuestos: la fuerza y la delicadeza, lo activo y lo pasivo, lo solar y lo lunar.

El color puede tener también una función desnaturalizadora. Estamos tan habituados a ver esculturas clásicas en mármol, que no reparamos en lo ficticio y antinatural que resulta el hecho de ver hombres y mujeres representados en un sólo color, lo cual supone un poderoso empeño de abstracción.

La costumbre ha hecho que nuestros ojos miren sin sorpresa ni desconcierto alguno las obras escultóricas de griegos y romanos, de la misma forma que contemplamos películas en blanco y negro, como si fuese lo más natural del mundo. A los griegos no les debió parecer así puesto que policromaban sus estatuas, igual que los imagineros españoles.

Otras veces, este procedimiento de representar las figuras con distinto color del normal sirve para caracterizar a los personajes no humanos, ya sean alegorías, seres infernales o habitantes de otros mundos. Las luces extrañamente coloreadas, no naturales, envuelven los sucesos prodigiosos o sobrenaturales, iluminan las visiones de los místicos, aislan los espacios sagrados de las catedrales góticas, destruyen el aspecto habitual de la realidad, como sucede —descendiendo a ejemplos mucho más profanos— con los complejos juegos de luces de lugares de evasión, como las modernas discotecas.

Iluminaciones no naturales, cambios en la coloración normal de las cosas, también un colorido excesivamente nítido, puede resultar incoherente y prestar a los objetos una fuerte dosis de irrealidad: es un procedimiento muy querido al surrealismo, mediante el cual las cosas se desvinculan de la experiencia cotidiana merced a una extraña lucidez, como si los personajes de sus cuadros se desenvolvieran en el interior de una burbuja de vidrio de la que se hubiera extraído la atmósfera.

Una última consideración: la utilización de colores tonales o de colores planos es de por sí claramente simbólica. Mediante el empleo de colores tonales se reflejan las variaciones lumínicas en el transcurso de las horas, se distinguen las zonas iluminadas de las que permanecen en la sombra, se puede llegar a plasmar y de esto Velázquez sabía muchola sensación del aire interpuesto entre las figuras, la perspectiva aérea.

Todo ello contribuye a que la representación alcance el aspecto de un fragmento de la realidad. Por el contrario, los colores planos y brillantes de los beatos mozárabes, de los mosaicos bizantinos, de las pinturas románicas, o los fondos de oro de los retablos góticos, trasladan a sus personajes a un maravilloso lugar en el que las leyes por las que se rigen los humanos han sido abolidas. La ilusión de espacio tridimensional se anula, y el tiempo, ausente la mutación de la luz, se paraliza en lo eterno.

 

 

 

 

                 SANDRO BOTICCELLI  (Firenze 1445, + 1510)

1. Natividad (detalle) (cm. 107 x 74) - Londres, National Gallery. Esta obra aparece en el momento de máxima crisis espiritual de Botticelli. Fue pintada en los primeros meses de 1501.

2. Retrato de un desconocido (cm. 57 x 44). Florencia, Galería de los Uffizi.La medalla en relieve, en estuco dorado, es la que portaba Cosimo il Vecchio cuando se le concedió después de muerto (1464) el apelativo honorífico de Pater Patriae. La pintura data de 1473-74.

3. Nacimiento de los Onesti (cm. 138 x 83) - Madrid, Museo del Prado. Es uno de los cuatro paneles de una cámara nupcial que ilustran una novela de Boccaccio; en ellos se cuenta el trato cruel de la mujer insensible por su enamorado. Salieron del taller aproximadamente en 1484.

 
 

 

La SIMBOLOGÍA DEL COLOR

carlos saguar quer
Historiador. Departamento de Historia del Arte.
Universidad Complutense de Madrid

Historia 16, nº 102, pp. 115-122, AÑO 1984