Campanario de la iglesia del monasterio de Yuso en San Millán de la Cogolla, La Rioja (España).

 
 
 


               El aprendizaje en el romance medieval

            El desarrollo de la prosa medieval está generalmente ligado a la necesidad de expresar ciertas tensiones históricas que cuestionan, en determinados momentos, la legitimidad de un sistema de valores establecido.   Durante la consolidación de los poderes religiosos y políticos en la península ibérica, en el contexto de las guerras de recuperación del territorio ocupado por los Árabes, se dieron grandes cambios en la distribución de la riqueza y la administración de la economía y la propiedad.  Esta continua inestabilidad en las estructuras tuvo como marco el fuerte control ejercido por la iglesia Católica, centro de poder desde el cual se articulaban las ideologías que promovían la necesidad permanente de combatir al ‘otro’ en nombre de los principios religiosos de la cristiandad.  En este mismo contexto, la cambiante economía generó, en ciertas esferas de la sociedad, un énfasis marcado en el linaje y la necesidad de mantener unos códigos morales de gran rigidez, aspectos que rápidamente traspasaron el espacio de la actualidad histórica para enmascararse dentro de la literatura producida paralelamente.  Así, sin que las obras de la época sean exactamente un reflejo de una realidad especifica, paulatinamente se fue formando un género literario que, compartiendo características con la producción escrita de otras regiones europeas (principalmente de lo que hoy en día comprende Francia), se centró en narraciones de carácter moral y didáctico.  La inclusión de moralejas y el uso de técnicas sermonescas se combinó con elementos de corte fantástico en un intento por crear una distancia temporal, espacial y social entre la obra y el contexto en el cual ésta estaba siendo producida.  A partir de este principio, entonces, el romance medieval crea su propio universo, uno en el que los personajes son siempre hombres o mujeres excepcionales que deben superar innumerables peripecias para alcanzar una meta o volverse a reunir tras haber sido separados por el destino, encarnado en estos textos bajo la forma de la Divina Providencia.  Este mismo trasfondo espiritual y religioso es el que permite contraponer el reconocimiento de lo divino con el de lo humano e integrar este género al espacio discursivo donde la eterna pugna entre las dos fuerzas rectoras del género humano, la pasión y la razón, o, en otras palabras, lo espiritual y lo carnal, lo mundano y lo divino, estaba siendo debatida.

            Arraigada en un pasado y una tradición, estas producciones literarias se fundaban en la existencia de un conocimiento que, en evolución permanente, había seguido una estricta línea de sucesión desde los grandes imperios culturales y políticos de la antigüedad hasta dar forma a la obra ahora en el contexto medieval ibérico.  Esta concepción sugería la necesaria existencia de un Translatio Studii y un Translatio Imperii, ambos, intentos medievales por ver la historia de forma lineal y progresiva, como un espacio en el que el conocimiento cobraba un lugar protagónico y disputaba la preeminencia de la fe y de la devoción como principios de toda realidad.  De esta forma, las obras escritas en el marco de estas condiciones debieron centrarse en conciliar la idea del conocimiento como resultado de la experiencia y la tradición, con la noción de una educación centrada en lo moral en la que los hombres y mujeres excepcionales que protagonizan los relatos debían probar que su grandeza provienía, precisamente, de saber equilibrar su conocimiento y sabiduría con la devoción y fe en Dios.  El pecado, entonces, es la soberbia de no reconocer a Dios como fuente de toda sabiduría e ignorar su justicia divina, para lo cual se recalca una y otra vez la importancia de estar conciente de que la vida es pasajera, y en la muerte todos serán tratados igual sin importar su grandeza en la tierra.  El otro gran aspecto que deben confrontar estas obras es el formal, y su riqueza estructural subyace, entonces, en la forma en que se ajustan a una estructura didáctica que permite la transmisión de los fundamentos de la fe cristiana y, al mismo tiempo, mantienen el aspecto poético con el que cautivan al público.

Es precisamente  a partir de esta tensión, como anota Marina Brownlee, que se construye la historia de El libro de Apolonio, cuyo tema central es la educación moral y el conocimiento.  Este texto narra la historia del rey Apolonio y las peripecias que debe sufrir por el uso inexperto de su conocimiento intelectual, defecto o pecado que lo lleva a descifrar el acertijo que el rey Antioco ha creado para alejar a los pretendientes de su hija, con quien mantiene una relación incestuosa.  Desde el comienzo, y en repetidas ocasiones a lo largo del texto, se recalca que el rey Apolonio era un hombre de grandes aptitudes y profundo conocimiento, lo cual ha alcanzado a través del texto escrito: “Como era Apolonio de letras profundado” (22, a); o, más adelante, “Como era Apolonio homme bien razonado” (67, a).  Este profundo dominio de lo intelectual, sin embargo, lo arrastra al peligroso juego propuesto por Antioco, a quien Apolonio no se atreve a confrontar, tras descifrar su acertijo, sin antes corroborar que su descubrimiento puede ser avalado por los textos: “Ençerrose Apolonio en sus camaras privadas, /  Do tenie sus escritos e sus estorias notadas / Reo sus argumentos, las fazanyas passadas, / caldeas e latinas tres o cuatro vegadas” (31, a-d).  Así, Apolonio se presenta como un hombre que no tiene fe y que ha convertido al conocimiento transmitido por los libros en su referente espiritual; por su propio orgullo ha rechazado la experiencia como fuente de sabiduría, demostrando, de paso, que no se conoce a sí mismo ni ha visto el mundo lo suficiente como para entender el valor del arrepentimiento y la humildad.  Por eso mismo, su imprudencia lo obliga a huir del rey Antioco, a volverse viajero y, posteriormente, peregrino.  En este transe conoce a Luciana, con quien se casa y emprende un aparatoso viaje de regreso a su tierra durante el cual nace su hija Tarsania en un parto que deja a Luciana aparentemente sin vida.  Confinando en el conocimiento del capitán del barco, Apolonio arroja a su esposa al mar pese a su deseo de arribar con ella y llevarla a su reino.  Finalmente, incapacitado para criar a su hija, el rey decide marcharse como penitente a Egipto dejando a Tarsania bajo el tutelaje de sus criados, completando así el desmembramiento de la familia a causa de su soberbia.

El viaje de Apolonio a Egipto, y su largo retorno, son jornadas de aprendizaje en las que el conocimiento mundano y sagrado entran en tensión y en el que se construye una narrativa ahora fundada en las virtudes morales y en una revisión de la tradición que se articula, como sugiere P. Grieve, de tres formas diferentes en las historias separadas de los tres protagonistas: Apolonio, Tarsania y Luciana.  En primer lugar, para Apolonio la evidencia de que el conocimiento intelectual no es suficiente lo obliga a seguir el camino del autoaprendizaje y la humildad, por lo cual su destino de aventurero se transforma progresivamente en el de peregrino; segundo, Luciana simboliza a la madre cristiana que debe sufrir la pérdida de su hijo y su esposo; y, por último, Tarsania, la mártir cristiana, cuya virginidad es un eco de la inmaculada virgen María, madre de Cristo.  Ante esta evidencia, el Libro de Apolonio intenta crear la conciencia de que un nuevo tipo de conocimiento es necesario.  Ya desde el comienzo del texto el narrador indicaba que buscaba “componer un romance de nueva maestría /  del buen rey Apolonio y de su cortesía” (1, c-d), ‘maestría’ que no es otra que la combinación de lo moral y lo práctico en un equilibrio que intente evitar uno de los pecados capitales más censurados por la Iglesia durante el siglo XIII: el orgullo.

            Dentro de la continua construcción de un código de valores espirituales que estuviera por encima de cualquier poder humano, los pecados capitales jugaron un rol determinante, y dentro de éstos el orgullo siguió presentándose como la fuente de todos los demás; es bajo esta premisa que aparece representado en el Libro de Alexandre, recuento histórico y relato con claros fines didácticos que comparte tensiones similares alrededor del tema del conocimiento a las ya analizadas en El libro de Apolonio y se une a la numerosa serie de obras medievales sobre la vida del conquistador Alejandro Magno.  En el Libro de Alexandre, sin embargo, un fenómeno de constantes anacronismos fabula la historia del rey griego hasta convertirlo en un rey medieval.  En el afán de divulgación de los textos medievales como parte de un aparato de difusión de la fe cristiana y legitimación de los valores propios de una realidad siempre politizada, la figura del rey griego se convierte en portadora por excelencia de las virtudes que la educación medieval de las artes liberales (Trivium y Cuatrivium) puede ofrecer: “El padre de siet' annos metio-l' a leer / dio-l' maestros ornados de sen e de saber / los meiores que pudo en Grecia escoger /que-l' sopiessen en todas las artes exponer” (16), y continúa, “Aprendie de las siet' artes cada dia liçion / de todas cada dia fazie disputaçion / tanto auie buen engenno e sotil coraçon / que uençio los maestros a poca de sazon” (17).  Sin embargo, Alejandro, al igual que Apolonio, ha olvidado que el conocimiento y el intelecto no garantizan la salvación, a menos que éste se dosifique a través de la virtud del arrepentimiento y la humildad.  Nuevamente, el conocimiento, los libros y, en general, la escritura son matizados negativamente al ser los que perpetúan la fama y, por tanto, la soberbia.  Este contraste sirve para que el texto resalte la importancia de la fe y la devoción en Dios, quien ha impuesto límites para los alcances del hombre, fronteras que Alejandro parece rehusarse a respetar.  En dejarse guiar por una ambición desmesurada radica precisamente la causa de que su reinado fuera casi tan efímero como su vida misma (Alejandro sólo vivió 32 años) y, al mismo tiempo, convierten su vida y hazañas en un modelo de gran utilidad para los propósitos didácticos y moralizadores de la doctrina cristiana medieval.

            La reiterada capacidad intelectual de Alejandro recuerda también la del ya analizado caso del Libro de Apolonio, sólo que en este caso la fama y los deseos de grandeza se suman a esta detallada narración en la que el escritor medieval pretendía señalar lo vano y pasajero de la vida, en tanto todos los hombres serían juzgados por la justicia implacable de Dios: “Sennores quien quisier su alma bien saluar / deue en este sieglo assaz poco fiar / deue a Dios seruir et deue-lo rogar / que en poder del mundo non lo quiera dexar” (2670).  Así, también tiene sentido que en la obra se intercalen largos episodios detallando la guerra de Troya, estrategia que magnifica el énfasis en la ambición y orgullo de Alejandro, quien quiere reproducir e, incluso, superar las hazañas de los griegos en Troya.  Este aspecto se puede entender también como parte de una técnica narrativa en la que el conocimiento se presenta como un arma peligrosa que no debe estar en cabeza de un solo hombre, por lo que la obra señala la importancia del consejo y la consulta.  Bajo este mismo principio, El libro de Alexandre resalta la necesidad de conectar la tradición con el presente y de que la religión supervise constantemente los vicios de la sociedad que se interponen a ello.  La medievalización de la sociedad, en conclusión, subraya el elemento cristiano y el poder de la narrativa para los objetivos de la Iglesia en su intento por conciliar el creciente interés en el conocimiento científico y el domino de las ciencias naturales (aspecto que también se presenta en la obra a través, por ejemplo, de los viajes submarinos y aéreos de Alejandro) con la conciencia de que Dios sigue estando por encima de todas las cosas.

            El aspecto casi apócrifo de las adiciones y la actualización medieval de la vida de Alejandro permiten conectar este texto con el corto relato de los Tres reys d’Orient, donde los vacíos en los cuatro evangelios bíblicos son llenados de manera muy original, enlazando la historia de los ladrones que acompañan a Cristo en la cruz con la huida de José y María de la sentencia que Herodes ha promulgado en contra de los primogénitos tras su consulta con los tres reyes sabios de oriente.  Así, el texto utiliza imágenes de gran realismo que buscan mantener atento al público receptor de este conocimiento doctrinal, y en las cuales, nuevamente, la devoción por Cristo y la Virgen es el núcleo articulador desde donde se intenta disolver la tensión entre lo divino y lo mundano, entre el conocimiento terrenal y la fe.  De ahí el énfasis en la violencia, primero de Herodes, y luego de los ladrones que asaltan a José y María en su camino a Egipto.  La violencia aparece relacionada con lo desconocido, con el saber y el no saber; Herodes no tienen el conocimiento para tomar una decisión sin consultar a los reyes, y éstos no pueden ver: “E quando conell estudieron / el estrella nunqua la vieron” (16-17) o “Mas nunqua vio tan negro dia” (21).  Este contraste aparece también en la estructura poética del texto, donde luz y oscuridad señalan la diferencia entre lo mundano y lo divino; a diferencia del encuentro con Herodes, estos mismos reyes ven la luz cuando están cerca de Cristo recién nacido: “e vieron la su estrella / tan luziente e tan bella” (30-1).  El conocimiento espiritual, entonces, requiere de un intermediario (los reyes), no puede ser obtenido directamente y esa es la misma función que tienen el texto como una herramienta didáctica.  No se puede alcanzar la fe confiando únicamente en lo humano, se necesita llegar a lo divino a través del camino espiritual que ofrece la Iglesia.

            El contraste permanente entre lo que es bueno y lo que es malo que insiste en señalar este tipo de textos, aparece claramente resaltado en las oposiciones estructurales que conforman, según Deyermond, el romance de los reyes de oriente.  De esta forma, Cristo aparece en el centro entre el ladrón bueno y e ladrón malo, entre la lepra y el pecado, entre creer y no creer.  El milagro es el elemento simbólico con el que se da unidad a estos opuestos y se alcanza el conocimiento de Dios, o se marca la diferencia entre gracia y fe (la última como camino para obtener la primera).  Esta característica común con que se presenta la iluminación y el dogma es el punto de unión de los tres textos que se incluyen en el manuscrito donde se compilan Tres reys d’Orient, el Libro de Apolonio (ambos discutidos acá), y que incluye la Vida de Santa María Egipçiaca, cuyo propósito parece ser el de enfatizar la transición entre el simple uso de la palabra como mensaje, al uso de las palabras como acumulación del conocimiento.  El objetivo de usar estos temas e historias es que ese conocimiento no devenga en vanidad y que pueda equilibrarse, finalmente, con la sana doctrina y la fe en cristiana.

 

El cuerpo en el tiempo y el espacio en el romance medieval       

 

Como ya se revisó en la introducción al corto ensayo anterior, son múltiples las tensiones que se producen en el contexto de una sociedad estrictamente regida bajo principios religiosos y donde el cuerpo, último reducto de individualidad, intenta ser también controlado por esta misma articulación entre poder político y dogma cristiano.  Precisamente, una de las ansiedades más importantes que se da durante este periodo es la que gira en torno a la sexualidad, dado que todos los intentos por contener los impulsos de la carne mediante el establecimiento de una estructura represiva de la belleza y de la libertad sexual femenina habían resultado infructuosos.  No por esto, sin embargo, la producción literaria se aparto del tema, tomando ventaja, en cambio, de los contrastes más extremos que podían ilustrar los peligros del cuerpo femenino, del amor libre y de la trasgresión de la ley.  Dentro de este contexto, vale la pena revisar brevemente el tratamiento que de estos temas hacen tres textos medievales castellanos: Vida de Santa Maria Egipçiaca, Flores y Blancaflor, y Grisel y Mirabella.

En el primer caso, la vida de esta santa (María Egipciaca) rompe con la tendencia a presentar cambios dramáticos en lo físico y lo espiritual únicamente de hombres excepcionales que dedicaron su vida a la devoción y renunciaron a lo mundano.  La hagiografía de esta devota y extraordinaria mujer, fundada en una antigua leyenda, tiene conexiones con la historia de María Magdalena y permite establecer los primeros vestigios de una tradición mariana en la península ibérica.  El texto castellano proviene, al parecer, de una fuente francesa y, según señala Deyermond, conviven en él rasgos juglarescos y del Mester de Clerecía, de donde se deriva el estilo sermonesco y los exampla en los que, al igual que en los textos ya discutidos en el ensayo anterior, subyace una estrategia específica por mantener la atención del público.  Lo importante a resaltar acá es el uso ejemplificador de la vida de María (la egipciaca) que, como se verá, está cargada de dramáticos cambios físicos que enfatizan reiteradamente la destrucción del cuerpo y la exaltación del alma: “Esta dueñilla da exemplo / a todo omn’ que es en este sieglo (1339-40).  El modelo que se quiere presentar a través de la historia de esta mujer libertina de belleza desmesurada que, tras prostituirse y causar la desgracia de muchos hombres, se convierte al descubrir el horrible pecado de su vida en una imagen de la Virgen, abandonando el vinculo físico que la unía con ese mundo de pecado, está fundado en el contraste entre la belleza física como fuente de todo mal (principalmente de las enfermedades del alma) y la pureza de un cuerpo abyecto y casi deshumanizado.  El que se resalte la extrema belleza de María: “De su beldat dexemos estar, / que non vos lo podría contar” (230-1), para luego destruirla no es un hecho gratuito.  Por el contrario, obedece a una exitosa estrategia retórica de los clérigos en la que el cuerpo y sus manifestaciones debían ser el centro de las narraciones.  Así, para poder restarle importancia a la belleza del cuerpo y exaltar la necesidad de buscar la pureza espiritual, era necesario crear fuertes oposiciones y contextualizarlas geográficamente en espacios típicos donde existían las condiciones para que el cuerpo se entregara sin restricciones a los placeres mundanos, de ahí que Egipto sea el destino final de María.

            Ya que la verdad era aceptada fácilmente por los fieles si ésta se asimilaba a un ideal cristiano, la vida pecadora de María servía para ilustrar la facilidad con que el culto a la belleza permite olvidar que habrá un juicio final sin distinciones: “Qui en sus pecados duerme tan fuerte / non despierta fasta la muerte” (56-7).  En la vanidad de lo físico es fácil ‘dormirse’ bajo la constante adulación y con la consciencia de tener un poder que no sólo proviene de un total control del cuerpo, sino también del dominio que la belleza ejerce sobre el deseo de los demás.  En ese ‘sueño’ vivía María antes de verse a sí misma en el retrato de la virgen y descubrir que su vida licenciosa no le conducía a ninguna parte, que hay una belleza más allá de lo físico y que la humildad, el sacrificio y la devoción son fundamentales para obtener la salvación.  Esta es la razón por la que en el texto se intercala la historia de Cristo, modelo por excelencia del sacrificio, o que en la historia sea la virgen quien inspire la transformación de María.  Como la penitencia debe estar relacionada directamente con aquello que hacía pecadora a la persona, la limpieza del alma de María va acompañada de la destrucción de lo físico: “De sus pecados bien alimpiada, a la imagen dio tornada” (625-6).  La romería, el paso por el río Jordán, su estancia en el desierto y la multiplicación de los panes operan también como vínculos con la Historia Sagrada y sirven para reforzar y difundir los principios del cristianismo a través de la obra.  Así, este texto construye un aparato retórico desde el que se predican los fundamentos de la fe cristiana sobre la que está articulada la sociedad, contexto en el que la estructura dicotómica que contrasta las virtudes cristianas del rechazo a lo material y desprecio del cuerpo con la vanidad busca enaltecer sus opuestos de humildad, sacrificio y devoción.

            Estos mismos aspectos de renuncia a lo corporal son rearticulados en Flores y Blancaflor, texto que, como heredero de una mezcla de tradiciones, se abre a un erotismo en donde el conflicto con los placeres del cuerpo deja de ser central, para enfocarse ahora en la búsqueda de un espacio de conciliación en el que el linaje pueda ser reafirmado y el pasado cristiano de España quede ligado necesariamente con el sacro emperador romano Carlo Magno.  Debido a que el originen de la cristiandad en la península está marcado por un pasado árabe que debe disimularse, en el texto se utiliza el cuerpo femenino, más específicamente la leche materna, como fuente de transmisión de la fe.  La historia de Flores y Blancaflor ocurre alrededor del año 757, en un contexto en el que el proceso de recuperación de los territorios ocupados por los árabes es necesario para la construcción y consolidación de la identidad.  Por esta razón, la creación de un patrolinaje que establezca una sucesión política no es suficiente, y el cuerpo femenino sirve como puente para conectar la tradición religiosa al pasado, ahora a través de un matrolinage.  El cuerpo femenino se convierte, entonces, en portador de la fe, abriendo paso a una nueva visión de la guerra contra el invasor, que pasa de tener un énfasis político a convertirse en una campaña de ideología netamente religiosa.  Las continuas caídas y redenciones características de la historia de España obtienen un punto final en la descendencia de Flores, convertido al cristianismo gracias al regalo invaluable de la madre de Blancaflor: “ca la naturaleza de la leche de la cristiana lo movio a ello” (83).

            En la obra se enfatiza permanentemente lo erótico pero sin llegar a negar lo religioso, tensión que se ilustra a través de la continua oscilación entre el pecado y la redención, las promesas y los cumplimientos, la ocultación y el descubrimiento que articulan la narración.  La historia de Flores y Blancaflor permite conciliar la pasión con lo espiritual sin censurar la sexualidad, centrándose en cambio en la construcción política y religiosa de la identidad española que ha bebido la leche del cristianismo desde sus orígenes.  No ocurre lo mismo en un texto como Grisel y Mirabella, escrito probablemente durante el reinado de Isabel la Católica, en el cual la necesidad por consolidar esta identidad ha cedido a otras tensiones de tipo político y ha vuelto a cuestionar la relación existente entre amor pasional y pecado, entre cuerpo y legalidad.  A partir de estos puntos, el debate sobre las responsabilidades femeninas en la destrucción de los ordenes morales de la sociedad cobra gran importancia.  A esto es necesario sumar el hecho de que, como sugiere Barbara Weissberger, exista una gran ansiedad en la península ibérica por el hecho de que sea precisamente una mujer, Isabel, quien detente el poder, condición singular que ha hecho necesaria la búsqueda de una conciliación a la tensión entre la misoginia promovida por la Iglesia y una realidad histórica en la que el amor idealizado, la sexualidad y el control del cuerpo se han vuelto espacios contradictorios.

            Grisel y Mirabella expone la necesidad de anteponer la ley sobre lo humano para poder mantener el control de la sociedad.  Así, la historia de los amantes que rompen la ley y son puestos a juicio está llena de ambigüedades, pues no resulta claro qué punto de vista se defiende en la obra, o si, simplemente, es una parodia del intento por controlar el cuerpo a través de la ley y la religión.  De las múltiples inversiones que presenta el texto, el rechazo del amor por su capacidad destructiva y el triunfo de Torrellas, personaje histórico y ficcional que lidera la defensa del hombre en el caso que suscita el descubrimiento de los amoríos de Grisel con Mirabella, son especialmente significativos, puesto que presentan una visión del amor como transgresor, y del acceso al cuerpo como algo que debe ser castigado;  escarmiento que termina siendo autoinfligido en los dos amantes que deciden destrozar su cuerpo, uno en las llamas y el otro arrojándose a los leones: “Como Grisel dio fin a sus palabras, procuró de dar fin a su vida’ y en el fuego de vivas llamas se lanzó sin ningún temor, tanto que, aunque remediarlo quisiese, no fue cosa posible” (84); “Los cuales [los leones] no usaron con ella de aquella obediencia que ala sangre real debían, según en tal caso los suelen loar, mas antes miraron a su hambre que la realeza de Mirabella, a quien ninguna mesura cataron; y muy presto fue dellos despedazada y de la delicadas canes cada uno contentó el apetito” (86).  Esta negación de lo corporal es tan drástica como la ya señalada en María Egipciaca, pero su connotación es completamente distinta: acá la relación está dada entre lo físico y la legalidad, o entre el cuerpo y la justicia.  El despedazamiento de Mirabella exige que Torrellas sea igualmente desmembrado en un ritual de justicia que busca restablecer los ordenes alterados por el triunfo de la ley sobre el cuerpo.  La especie de rito en el que, presas del deliro de venganza, las mujeres de la corte castigan a Torrellas tiene consecuencias en la recuperación simbólica del espacio y la individualidad que otorga el control del cuerpo; por esto, al final, las mujeres guardan como recuerdo las cenizas que quedan de la pira de sacrificio en la que fueron quemados los huesos del pobre embajador de lo masculino: “Y después que no dejaron ninguna carne en los huesos, fueron quemados; de sus cenizas, guardando cada cual una bujeta por reliquia de su enemigo” (93).

En conclusión, Grisel y Mirabella, al igual que las otros textos analizados, refleja la imposibilidad de conciliar modelos impuestos por las esferas de poder político o religioso con la naturaleza humana y la importancia que en ésta tiene el cuerpo, lo erótico y la pasión sexual; sin embargo, los aparatos de instauración de los órdenes sociales, es decir, los agentes de la legalidad, seguirán buscando en España la manera de probar que, como se señala en Grisel y Mirabella, “la justicia era mas poderosa que el amor”

Óscar Iván Useche

 

 

 
 

El aprendizaje en el romance medieval

Óscar Iván Useche