Capitel del claustro del Monasterio de Santa María La Real de Nieva (Segovia). Reproduce la construcción del claustro, que explica cómo la comunidad participó en la realización de la obra. Gótico siglo XV,es un raro ejemplo de decoración románica tardia. (Monumento Nacional el Claustro y la Portada Norte el 19 de junio de 1920)

Elpoderío económico
de la Iglesia
durante la Edad Media 


 MauroOlmeda 

Capitel del claustro del Monasterio de Santa María La Real de Nieva (Segovia). Representa parte de un calendario agrícola en el ala este. Gótico siglo XV,es un raro ejemplo de decoración románica tardia.(Monumento Nacional el Claustro y la Portada Norte el 19 de junio de 1920)

Biblioteca Gonzalo de Berceo

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  Indice capítulo XIII

   I.     Tradición secular del poderío económico de la Iglesia en las sociedades preclasistas
  2.    El origen del poderío económico de la Iglesia cristiana y su integración en el sistema feudal
  3.    Desarrollo del poderío económico de la Iglesia
  4.    El clero secular y regular desde el punto de vista de la economía feudal
  5.    Posición teórica de la Iglesia respecto al trabajo manual durante la Edad Media
  6.    Reclutamiento de la mano de obra para la explotación de los bienes de la Iglesia
  7.    Administración de los bienes de las abadías
  8.    Las abadías como instituciones de crédito durante la Edad Media
  9.    Las herejías medioevales y su significación en la historia de la lucha de clases
 10.   La Iglesia, la pobreza y las herejía
 11.   Difusión de las herejías medioevales

         Bibliografía general

     

I. Tradición secular del poderío económico de la Iglesia en las sociedades preclasistas 

     Como las demás instituciones feudales, la posición prominente que ocupa la Iglesia en el cuadro político y económico de la Edad Media tiene una tradición secular que se remonta a las primeras etapas del nacimiento y desarrollo del poder político en las sociedades preclasistas. Aunque no es de este lugar el estudio del nacimiento y desarrollo de las instituciones políticas de las sociedades prehistóricas, tema al que nos hemos referido en el Libro II de esta obra, podemos establecer desde ahora que los sacerdotes han sido los titulares del poder político de la tribu antes de que el mismo se desplazase a los jefes civiles o militares de ella, y que cuando aquéllos fueron desplazados por éstos del ejercicio de las funciones gubernamentales de la tribu retuvieron una influencia pro. minente en la decisión de los asuntos tribales y continuaron siendo centros de concentración de riqueza y de rango apenas inferiores a las supremas autoridades de la tribu con las cuales no pocas veces rivalizaron en el orden político y económico. Los testimonios que agregamos a continuación, referentes a diversos pueblos prominentes en el curso de la prehistoria, confirman plenamente este aserto:
    
Los templos caldeos, unos quince o veinte siglos antes de nuestra era, desempeñaban las siguientes funciones: Eran centros de explotaciones agrícolas importantes, establecimientos de crédito barato y de asistencia social, detentaban una parte de las funciones judiciales y formaban a los escribas. En la época de los lagidas los sacerdotes egipcios gozaban de la renta de las tierras sagradas, del producto del trabajo de esclavos de ambos sexos, de la explotación de algunas industrias, del monopolio de la prostitución y de las operaciones de crédito que hacían los templos. En Egipto, por obra de los Tolomeos, dice Rostovtzeff, terminó el monopolio industrial que ejercfan los sacerdotes. y un rasgo interesante de la vida econÓmica del Imperio es la supervivencia de la actividad bancaria en algunos grandes templos de poderosa influencia.
    
En Grecia, entre los modos de apropiación que contribuían a formar la propiedad de los templos, encontramos también la función correspondiente al crédito. Las rentas de los templos de Delos consagrados a Apolo tenian entre sus fuentes de ingresos los procedentes de préstamos hechos al Estado y a particulares, además del producto del arriendo de las tierras de las casas sagradas. Los sacerdotes de los Estados helenisticos, dice Rostovtzeff, gozaban de un cierto grado de autonomia y como muchos funcionarios reales menores eran una clase privilegiada de los nativos. Eran propietarios dentro de los limites de la tierra sagrada.
    
El relato de la recaudación de impuestos en Judea representa al reysacerdote en el papel de un recaudador general responsable ante los Tolomeos por las rentas de aquella región.
     Bajo el torbellino de las guerras dinásticas en tiempos de Seleuco II determinados Estados-templos declararon su independencia.
     Estrabón hace descripciones excelentes de las funciones sociales y políticas de los templos del Ponto, Capadocia y Armenia, donde los altos sacerdotes y sus colegas eran dueños y señores de todos los habitantes del templo mismo, de la ciudad del templo y de las aldeas de la región. Todos éstos eran esclavos del dios y de la diosa. En el Ponto el alto sacerdote de cada templo era el representante del dios o de la diosa y el gobernante del territorio. Grandes extensiones de tierra eran cultivadas por campesinos que se consideraban a sí mismos como esclavos del dios. En el mismo templo había también esclavos similares que prestaban servicios bajo la dirección de varios sacerdotes. Una parte importante de la vida del templo la representaban las muchachas esclavas o prostitutas del templo.
    
En el reino atalida de Pérgamo, los templos seguían en importancia a las ciudades y a las colonias militares y civiles. Los templos eran grandes y ricos, algunos de ellos adheridos a la ciudad, en tanto que otros eran centros de distritos rurales. Los primeros eran administrados por sus respectivas ciudades como en Éfeso, Clarus y Sardis. y como algunos de ellos eran muy ricos y jugaban un papel muy importante en la vida del país como centros de banca e industria, los atalidas se vieron tentados a controlar sus finanzas y el derecho a disponer de sus ingresos y de sus tierras. Este derecho lo ejercieron designando administradores a funcionarios de sus templos, tal como sucedió por ejemplo en Sardis. y probablemente fueron similares las relaciones con los templos que no estaban adheridos a una ciudad, los cuales pagaban impuestos sobre sus propiedades.
    
En el imperio seléucida los reyes, como representantes del dios en la tierra, como "ungidos del señor" exigían fuertes contribuciones de los templos ricos de su reino y no vacilaban en acudir a la fuerza si los sacerdotes no cumplían con sus exigencias. Los textos históricos hostiles a Antíoco III y IV representan estos actos como el saqueo ilegal y sacrílego de los templos. Así aparecía a los ojos de los nativos. Tal fue el saqueo de un templo de Bel en Etam por Antíoco III el año 187 a. C., cuándó el rey perdió su vida. Tal fue también el tratamiento que dio Seleuco IV y Antíoco IV al templo-estado de Judea y el famoso saqueo del templo en el año 169 a. C.
    
En las ciudades griegas había bancos de los templos de la ciudad misma y bancos privados, y en la época helenística se desarrollaron los bancos de los templos y de los particulares.
    
Testimonios análogos revelan que los templos aztecas disponían en la era precortesiana de importantes extensiones de tierra que los hombres de la tribu tenían la obligación de cultivar colectivamente en condiciones similares a como la hacían para los jefes civiles y militares de la tribu. y la mismo parece probado respecto a los pueblos europeos que invadieron el Imperio Romano. El reverendo E. W. Watson describe de este modo la proyección de las instituciones paganas de los bárbaros europeos en la modelación de las primitivas instituciones eclesiásticas del cristianismo: El sacerdote cristiano es el heredero de su sucesor pagano. Se disponen de muchas pruebas según las cuales el jefe de una comunidad de aldea era originalmente el sacerdote, que el templo era virtualmente suyo, que en el curso del tiempo delegó el ejercicio de la función sacerdotal en un delegado suyo, reteniendo la propiedad, y más que en ninguna otra parte en Escandinavia, donde tomaron una participación considerable en los beneficios del culto. La comunidad resultaba incompleta sin sacerdote y sin templo y sus miembros estaban obligados a asistir a los servicios como la estaban a atender a otros deberes tribales. Así, cuando la comunidad, siguiendo el ejemplo de su señor, se hizo cristiana, había ya una fuente obvia de sostenimiento del sacerdote del nuevo culto. Los hombres no podían ser menos generosos con él que con su predecesor pagano. Lo sostendrían del mismo modo y la elegirían de la misma manera. Así, la Iglesia heredó del paganismo el patronato eclesiástico y la tierra de la gleba, así como una pesada carga que gradualmente disminuyó y desapareció sobre el edificio y servicio de la Iglesia.
    
Si en muchos aspectos el sacerdote tenía una situación de dependencia, en todo caso tenía un status bien definido dentro de la comunidad. Tenía una porción fijada por la costumbre dentro de la tierra cultivada. Con la tierra del señor no tenía nada que ver, pero así como cada miembro de la comunidad tenía derecho a una porción igual a la de los demás, el sacerdote tenía derecho a una porción doble. Así, cuando Carlos el Grande conquistó y pobló Sajonia ordenó en su Capitularia que el sacerdote cristiano tuviese dos hufen o parcelas, porque sin duda el sacerdote pagano había ocupado la misma extensión. La continuidad entre el sistema cristiano y el pagano se pone de manifiesto en una costumbre general y extraña que no tiene nada de específicamente cristiana. La posesión eclesiástica estaba gravada con una servidumbre que era universal desde Escandinavia al Tirol y que ciertamente es más antigua que la conversión de las tribus teutónicas: el sacerdote estaba obligado a proporcionar animales masculinos para el servicio de los rebaños y manadas de sus feligreses, pero no para los de su señor. En Inglaterra la regla era que debía proporcionar toro y puerco y en otros lugares tenía la obligación de prestar carnero y potro. Pero el sacerdote estaba libre de todo trabajo servil. Estaba seguro en su posesión, era jefe de su congregación, solamente inferior a su señor que podía tomar la participación que quisiese en las ofrendas del templo, aunque no podía despojar al sacerdote de sus derechos comunales o de campo.
    
Entre los teutones el rey pagano parece haber sido el principal sacerdote que representaba el aspecto sagrado de la realeza y que en cierto modo fue el precursor del obispo cristiano que le sucedió. En la tradición anglosajona del tiempo del rey Alfredo él es conocido con el nombre de obispo mayor o principal, hasta tal punto es estrecha la analogía entre su oficio y el oficio cristiano. Como representante religioso del rey debía ser nombrado por éste como el sacerdote local era nombrado por el señor local, y no es casualidad que el obispo arriano fuese nombrado por el rey godo y que estuviese más vinculado a él que a su diócesis.
    
A la vista de estos antecedentes no es difícil comprender la posición jerárquica de los obispos en los primeros tiempos de la Iglesia en el cuadro político general de la época. El obispo, bajo el sistema del Imperio Romano cristiano, era un autócrata. Su posición era similar a la de un gobernador de una zona civil y los límites de sus territorios eran los mismos que los de un gobernador. Se le consideraba responsable de la disciplina y de la administración de su diócesis y era frecuente el caso de que si desagradaba al emperador era despedido como si se tratase de un funcionario civil. Podía incluso convertirse prácticamente en gobernador cuando el gobierno central se debilitaba.
    
En el proceso de descomposición del Imperio Romano, los obispos, no sólo fueron los depositarios de la autoridad política y salvaron ésta en la crisis de las instituciones gubernamentales del Imperio, sino que ellos mismos se hicieron cargo de importantes funciones sociales que durante la vigencia del mismo estuvieron a cargo directamente del Estado. Tal sucedió con aquellas distribuciones de trigo y pan con que los emperadores aplacaban la efervescencia, siempre peligrosa, de la ingente masa de lumpen proletariado que constantemente se agitaba en la capital del Imperio. Un síntoma de la descomposición económica y social del decadente Imperio Romano era el empobrecimiento de las grandes masas de la población, debido fundamentalmente a la desaparición de los ingresos que proporcionaba el tributo que Roma exigía a los pueblos sometidos y que había sido la base de una importante actividad comercial e industrial al servicio de los mecanismos estatales encargados del cobro, del transporte y de la distribución de los productos recaudados. Consecuencia de aquella desintegración fue el aumento de los indigentes. La asistencia a esta clase había sido en la época de expansión del Imperio Romano una de las misiones más importantes del Estado. En la tarea colaboraban también las clases acomodadas. Al hundirse el poderío de Roma y desorganizarse el sistema administrativo basado en la exacción de tributos, se cerraron las fuentes de donde afluían los socorros a los pobres. Esta misión pasó entonces a la Iglesia. Constantino la reconoció este importante papel, concediéndole parte de los abastecimientos de trigo que hasta entonces el Estado dedicaba a tal fin. El testimonio del emperador Juliano, el más encarnizado adversario del cristianismo en el siglo IV, revela el acierto con que la Iglesia supo sacar partido de esta situación, pues dice aquel emperador que las actividades benéficas de la Iglesia fueron uno de los medios más importantes de que se valió para difundir la doctrina que él tanto detestaba. Muchos donativos que se hicieron a la Iglesia se destinaban a estos fines de carácter benéfico. Una vez organizado el sistema episcopal, el Papa Simplicio dispuso que a partir del año 465 las rentas de la Iglesia se dividieran en cuatro partes, una para los obispos, otra para la fábrica de la iglesia, otra para el sustento de los clérigos y otra para ser distribuida entre los pobres y los forasteros. 

 

           2. El origen del poderío económico de la Iglesia cristiana y su integración en el sistema feudal

     Al llegar el siglo v había aumentado extraordinariamente la propiedad de la Iglesia. Ya antes de esta época Constantino concedió a la Iglesia el derecho de adquirir bienes. Desde la época de los hijos de Constantino se inició la suspensión del culto pagano y empezaron a confiscarse los bienes de los templos paganos y su transferencia por donación a los cristianos. Pronto la piedad de muchos cristianos y especialmente la debilidad de las mujeres fueron explotadas por el clero para obtener en detrimento de la familia donaciones mortis causa en favor de la Iglesia. Valentiniano I prohibió taxativamente (año 376) a los clérigos y monjas que visitaran las casas de las viudas y huérfanos, declarando inválidas todas las donaciones y legados de viudas y demás mujeres en las que so protexto de la religión estuviesen interesados clérigos. No mucho después, con objeto de evitar que familias enteras quedasen en la miseria, Teodorico el Grande dio disposiciones contra las donaciones de los feligreses a la Iglesia y a los clérigos. Durante el siglo v se implantó la costumbre de nombrar heredera a la Iglesia cuando se carecía de hijos y se hacían donativos de parte del patrimonio para la salvación del alma. Este proceso determinó desde el principio una tendencia de índole económica que impregnó sustancialmente incluso las actividades espirituales de la Iglesia.
    
El ideal de los cristianos primitivos se refugió en el ascetismo que originó la vida monástica. La sociedad cristiana medioeval especializó en él en cierta forma la eficacia moral con vistas a la salvación. La función de los monjes era la de adquirir méritos para sí y para los demás. De aquí las numerosas donaciones de que eran objeto. Se daba por supuesto que por medio de estos dones los fieles participaban en los beneficios de las mortificaciones y de los méritos que éstas engendraban. Pero cuando los monasterios se hicieron ricos y poderosos administrando vastos dominios y dirigiendo un numeroso personal, el ideal monástico cedió forzosamente ante otras preocupaciones; la vida y el siglo de los negocios no es de anacoretas. En una sociedad en la que dominaban el interés y las pasiones, las costumbres monásticas degeneraron rápidamente; los desórdenes y las ambiciones hicieron su aparición y de modo intermitente los reformadores reclamaban el retorno a la regla primitiva. Las órdenes religiosas pasaron así por una serie de alternativas entre el ascetismo y la relajación.
    
En este cuadro de fondo se comprende perfectamente que las costumbres de los clérigos difiriesen poco de las de los laicos. Los obispos y los abades son barones feudales. Nada distingue en conjunto a los prelados de los señores. "Rogamos a las gentes de Iglesia", pedía Carlomagno en el año 811, "que nos expliquen lo que entienden por renunciar al mundo y en qué pueden distinguirse a los que lo dejan de los que siguen en él." Los prelados se entregaban a las mismas usurpaciones y depredaciones que los señores laicos. Se arrogaban títulos feudales y creaban verdaderas dinastías que transmitían sus poderes a sus hijos y a sus bastardos. Las costumbres eran duras, brutales, impulsivas, más libres y menos afectadas que en nuestros días.
    
Las gentes de iglesia no tenían una política más dulce que la de los laicos; los siervos de la Iglesia no eran mejor tratados que los demás. Obispos y monjes administraban sus dominios tan duramente como los señores y exigían los diezmos y los tributos con análogo rigor. La inmensa mayoría de las sublevaciones de los campesinos se produjeron en tierras eclesiásticas. La servidumbre persistió en éstas más tiempo que en las de los nobles y los reyes.
    
La Iglesia no ha combatido nunca el principio de la esclavitud, como más adelante veremos. Ha reglamentado su estado prohibiendo, por ejemplo, la venta de esclavos a los paganos, pero nunca ha suscitado dudas respecto a su legitimidad; los obispados y los monasterios la han utilizado sin escrúpulos.
     "La paz de Dios" y la "tregua de Dios" instituidas en los siglos X y XI no fueron nunca inspiradas por sentimientos religiosos ni humanitarios, sino por la necesidad de proteger las tierras eclesiásticas mal defendidas y a su personal y comitentes contra las depredaciones; y estas medidas tardías no tuvieron sino una limitadísima eficacia. 

          3. Desarrollo del poderío económico de la Iglesia

     La extensión de la propiedad territorial y la cuantía de la fortuna 'de la Iglesia durante la Edad Media y en los tiempos modernos no han sido conocidos nunca. La impresión que fluye de todas las fuentes es que fueron inmensas. Boissonade opina que la Iglesia llegó a poseer entre los siglos X y XI de un tercio a la mitad de la propiedad inmueble de la Europa occidental. Las referencias más particularizadas concuerdan con esa apreciación. En la España medioeval, según la documentación visigótica y las actas legislativas de 1351 y 1428, el incremento de los bienes del clero era extraordinario. Una investigación hecha con fines fiscales en 1656 declaraba que en los reinos de Castilla y León una sexta parte de la propiedad territorial pertenecía a la Iglesia. En Francia se ha calculado que a fines del siglo xv las rentas de la Iglesia eran apenas inferiores a las del Estado; en tiempos de Luis XIII la Iglesia parece haber poseído una tercera parte del suelo francés. En 1380 el Parlamento inglés denunciaba que la Iglesia poseía una tercera parte de la Isla.
    
Pero la influencia de la Iglesia se explica más que por la cuantía de sus bienes por la influencia que ejerció la doctrina oficial de la misma sobre la propiedad de la tierra, aunque en realidad la teoría y la práctica de la Iglesia respecto al patrimonio no son sino otros tantos aspectos de una misma cuestión. La Iglesia, gran propietaria, estimaba la propiedad de los fieles como una posesión fiscalizada por ella misma. Según su punto de vista, el rico era un ecónomo por cuenta de la providencia divina y su oficio consistía en dar limosna a los pobres. La fortuna era considerada por la Iglesia como un favor divino que los ricos debían compensar dando una parte a los monasterios y a la Iglesia administradora de los bienes de los pobres.
    
Pero no era solamente la buena voluntad de los fieles o el interés público de sus fundaciones lo que atraía entonces recursos para el clero; existían además otras prácticas importantes de carácter imperativo: la Iglesia tenía derecho a una participación en cada ejecución testamentaria. Estaba tan generalizado el uso de los legados destinados a obras pías, que se estableció como norma entre los superiores eclesiásticos o laicos el derecho a designar para tal fin una parte de los bienes de los que fallecían sin testar. El jesuista católico Chénon explica este hecho del modo siguiente: "La Iglesia, que ha introducido en la Galia franca el testamento, desconocido por los germanos, exigía que todo fiel hiciese antes de su muerte algún legado piadoso por la salvación de su alma o de lo contrario se le consideraba inconfeso." Los mismos siervos, para satisfacer este deber, obtuvieron el derecho de testar hasta la concurrencia de cinco sueldos. También el testamento en la Edad Media, por lo menos en las regiones de derecho consuetudinario, era verdaderamente un acto religioso y con mucha frecuencia se calificaba como limosna. En el siglo IX las disposiciones testamentarios de orden civil habían sido accesorias. La parte principal de los testamentos eran las donaciones piadosas. Lo referente a la herencia en materia civil se regulaba por las costumbres locales. En los siglos XII y XIII las disposiciones de orden profano volvieron a adquirir en los testamentos la parte importante que contenían antes del siglo IX y las de orden piadoso pasaron a ser accesorias. Fue en esta época cuando la intromisión en los testamentos adquirió carácter coercitivo, que se manifiesta en la equiparación de abintestato e inconfeso, que implicaba la codenación canónica de quienes no dejaban mandas piadosas.
    
Cualesquiera que fuesen los usos locales de cada región, dice Auffroy, en todas partes los confesores estaban armados de argumentos casi irresistibles para decidir a los penitentes a dejar una parte de sus bienes para la Iglesia. También se vio algunas veces a los clérigos regulares y seculares disputarse el derecho de ocupar los primeros la cabecera de los enfermos. Un sínodo de París de 1212 descubría los abusos de esta influencia que ejercían los confesores sobre los moribundos. La asimilación entre intestados e inconfesos, al ser admitida por el derecho consuetudinario, vino a facilitar la intromisión clerical en materia testamentaria. Como en tales casos este derecho autorizaba la confiscación de los bienes de quienes morían sin testar, en provecho del príncipe, castigando con ello la falta de confesión y no la falta de testamento, el clero intervenía entonces para fabricar un testamento simulado que, evitando la confiscación, salvaba la parte de la Iglesia y herederos. En la asamblea de Vincennes, de 1329, el legista Pierre de Cugnieres denunciaba estos abusos diciendo: "Los jueces eclesiásticos pretenden hacer un inventario de los bienes de las personas que mueren sin testar, entrar en posesión de sus bienes muebles e inmuebles y hacer ellos mismos la repartición entre los herederos que ellos mismos designan." El hecho era tan general que Thomassin formó toda una doctrina justificativa de la intromisión de la Iglesia en los actos testamentarios, doctrina que ha estado en vigor al menos durante cuatro siglos. Según Thomassin la Iglesia habría intervenido con todo desinterés en los actos testamentarios con el fin de procurar la salvación del alma del testador y de defender los intereses de los acreedores y herederos; estos fines habrían sido, según el mismo autor, evitar que los señores abusaran de los bienes de sus pecheros que morían sin testar, velar por que los individuos que fallecían restituyeran lo que habían mal adquirido, y salvar el alma del testador haciendo que legase a la Iglesia una parte de lo que él ya no podría hacer uso.
    
Las exigencias fiscales de los monasterios y de los obispos no eran menos imperativas para las poblaciones que productivas para sus usufructuarios. Los diezmos, oblaciones y prestaciones que exigían los monjes y el clero secular se extendían a toda clase de productos de la agricultura y de la ganadería y gravaban también la actividad comercial e industrial. La jurisdicción temporal del obispo de París daba a éste el derecho a una participación importante en los recursos fiscales de la ciudad en competencia con el poder real, y un fallo judicial de 1407 confirmaba todavía en su favor esos antiguos derechos episcopales.
     E
n los siglos XIII y XIV, la época de emancipación de los siervos y de prosperidad urbana, la Iglesia no dejaba de enriquecerse. La construcción de iglesias y abadías durante este período fue uno de los medios más visibles y poderosos de atraer recursos a las cajas eclesiásticas. Estos edificios ejercían entonces funciones de asistencia social y de concesión de créditos, con cuyo señuelo los titulares de aquéllos atraían los auxilios pecuniarios. Es sabido, además, que esas construcciones se prolongaban durante largos años recurriendo en algunos casos a prestaciones personales de los fieles para erigirlos. Pero eran las creencias religiosas, más poderosas que ninguno otro factor, la fuerza decisiva en este proceso en el que se originó la multiplicación de edificios que corporeizaban, ennoblecidos por el arte, el poderío creciente de la Iglesia. 

     Precarios. Otro modo de apropiación que ha tenido gran importancia en la génesis de la propiedad de la Iglesia en la primera parte de la Edad Media, y cuyo carácter tiene singular interés, ha consistido en los contratos de precario, mediante los cuales los fieles hacían donaciones a la Iglesia de un bien raíz que inmediatamente volvía a adquirir el donante en forma de contrato censual a largo plazo. Siendo el contrato censual, jurídicamente considerado, una clase especial de locación, por medio del precario se transformaba l.a propiedad plena de una tierra o explotación rural en una forma de posesión. La Iglesia pasaba a tener el dominio eminente y el antiguo propietario transformado en precarista conservaba el usufructo. El precarista quedaba exento de las alternativas e incertidumbres de la economía agraria a cambio de la obligación de pagar a la Iglesia un. censo fijo; la propiedad quedaba acogida al privilegio fiscal eclesiástico, y la seguridad personal del productor quedaba así más garantizada que en su condición precedente.
    
En la práctica este género de contratos se prestaba a múltiples combinaciones; puede, por lo tanto, habérsele asignado diversas clasificaciones jurídicas, como sucede en todos los actos del derecho medioeval; pero su función ha sido siempre la misma, la de contribuir a aumentar poderosamente las propiedades de la Iglesia por medio de, la desaparición de propietarios libres. El derecho y el estado social de la Edad Media se prestaban admirablemente para esta clase de combinaciones; en el derecho medioeval no existían límites precisos entre los contratos de locación y venta: de ambos caracteres participaban los contratos censuales que iban involucrados en el precario.
   
En ciertos casos los precarios sirvieron para la constitución de rentas vitalicias, en dinero o en especie, durante la vida de los donantes. Después de la muerte de éstos las tierras quedaban de la propiedad de la abadía. Esta combinación parece haberse utilizado en los precarios contraídos por los monasterios con cultivadores que carecían de descendientes, al llegar a una edad avanzada, los cuales, a cambio de la seguridad de una pequeña renta, debían enajenar de por vida su fuerza de trabajo. A su muerte la tierra que había sido suya pasaba a poder de la Iglesia y se suponía que este donativo póstumo salvaba su alma. 

 

         4. El clero secular y regular desde el punto de vista de la economía feudal 

     El catolicismo establece la distinción entre el clero secular y las órdenes religiosas en función del grado de renunciamiento. El clero secular renuncia solamente al matrimonio -vive en el siglo--; los religiosos renuncian, además, a los bienes de la tierra y a la voluntad propia, quedando subordinados en cuanto a su economía privada y a la monástica, a la administración de un ecónomo y de un superior. Según esta teoría de los grados de renunciamiento, la vida en común y la pobreza son las características de las formas más perfectas del estado clerical: la vida monástica.
    
De toda la actividad económica de la Iglesia medioeval, es la producción monástica la que aparece como el hecho más singular y de más influencia en la evolución social. Los monasterios se presentan como centros cada vez más importantes de producción agrícola y si los comparamos con los demás centros de producción artesana o agraria de aquella época -las ciudades y los señoríos advertimos que fue necesaria la existencia de ciertas franquicias y garantías para que los núcleos de la producción monástica pudieran subsistir y prosperar en medio del desorden y de la inseguridad generales.
     "
Los benedictinos", dice Sorel, "crearon para sus necesidades un medio artificial privilegiado... En una época en que los gobiernos no podían dar seguridades a las poblaciones, el prestigio religioso de los monasterios protegía pequeñas colonias pacíficas." En realidad ese medio artificial privilegiado -primera condición indispensable para la posibilidad de la producción monásticano fue solamente debida al prestigio religioso de los monasterios; parece haber sido obtenido o elaborado por métodos muy semejantes y a veces iguales, a los puestos en práctica por los municipios para conseguir los fueros que hicieron posibles los progresos de la economía urbana.
    
Los monjes fueron a menudo los prestamistas de reyes y de príncipes, lo que permite suponer que la existencia de sus privilegios puede explicarse por medio de convenios pecuniarios; del mismo modo es frecuente durante la Edad Media ver ciudades que obtienen esos privilegios mediante anticipos de dinero a los poderes reales o señoriales en trance de necesidad. Los procedimientos empleados por estos poderes con los bienes de la Iglesia autorizan a dudar de que su benevolencia con ella haya sido siempre gratuita. Pero los privilegios fiscales y la seguridad no constituyen los únicos rasgos del medio peculiar creado para las instituciones monásticas. Ante los particulares disponían además de ese prestigio fundado en las creencias y en el carácter místico atribuido a la limosna y era este aspecto de la institución y de sus obras el que influía para atraer los capitales, las tierras y la mano de obra que venían a formar, frecuentemente en forma gratuita y voluntaria, la base material de las fuerzas productivas que han desarrollado la economía monástica.
    
Esta mezcla de motivos utilitarios y piadosos se descubre constantemente cuando se estudia la historia de la economía eclesiástica sin que sea posible escindirlos. Juzgados objetivamente con abstracción de. intenciones, la creencia en lo divino y en lo sobrenatural, la fe en Dios y en los milagros, aparecen como indudables y potentes medios de acumulación en la génesis de la propiedad eclesiástica.
    
En la formación de ese medio artificial y privilegiado en que han desarrollado su actividad los monasterios, la influencia espiritual de los papas ha sido un factor decisivo. Desde fines del siglo IX se generalizó la costumbre de solicitar la protección de la Santa Sede para los nuevos monasterios que se fundaban. Las posesiones atribuidas a ciertas instituciones monásticas fueron consideradas como bienes del patrimonio de San Pedro, y como reconocimiento del dominio eminente así concedido al apóstol, estaban gravados con un censo anual en favor de la Santa Sede. Con esta institución del censo apostólico que subsistió hasta el siglo XVI venía a establecerse algo semejante en el gobierno interno de la Iglesia a la norma que regía las relaciones entre el poder pontifical y los reyes. La Santa Sede pasaba a tener el dominio eminente y los monasterios le pagaban un censo. Por consiguiente también en la protección dispensada por la Santa Sede a los monasterios se descubre el mismo doble aspecto: uno económico y bien definido, que consiste en el uso fiscal que unía a la Santa Sede y a los monasterios, y otro de sentido puramente espiritual que suponía suficiente la atribución del dominio eminente de un establecimiento religioso a la Santa Sede, para garantizar su seguridad y su inmunidad fiscal.
    
La eficacia de la protección que dispensaba la Santa Sede se fundaba a su vez en la eficacia de las censuras espirituales por medio de las cuales el Papa podía conminar a los reyes y a los señores y deponer a los funcionarios civiles que osaban usurpar o atacar las propiedades que amparaba la Santa Sede.
    
La sumisión directa de los monasterios al Papa fue un arma poderosa en la lucha entre el pontificado y el emperador y origen de la pugna entre el clero secular y regular. En la práctica, la protección aspostólica tenía como consecuencia que los monasterios censatarios escapaban a la jurisdicción de los obispos para depender directamente de la Santa Sede, llegando a constituir en toda Europa un dominio pontifical de carácter particular. Con el desenvolvimiento del monaquismo se desenvolvía y afirmaba la autoridad pontificia. Las órdenes mendicantes en el siglo XII proporcionaron a la Santa Sede los teólogos que adulteraron la verdad histórica para dar forma definitiva a la teoría del poder pontifical afirmando la soberanía del Papa sobre los reyes y obispos. En este caso la teoría no hacía más que reflejar, exagerándola, la realidad contemporánea que tuvo su culminación en la Guerra de las Investiduras. En los primeros siglos de la Edad Media los monasterios se acogían a la protección del poder real, único que entonces podía garantizar su seguridad. Pero al debilitarse la autoridad real el prestigio creciente de la Santa Sede hizo sustituir la protección regia por la apostólica a partir del siglo IX. Después de la Guerra de las Investiduras la protección apostólica tendió a adquirir un carácter más estricto y más independiente del poder civil. No solamente monasterios, siervos y reinos se acogieron a ella y pagaban el censo apostólico. Las pequeñas monarquías de los siglos XI y XII, los señoríos de toda especie, querían asegurar su independencia o defenderse de las corporaciones limitando su soberanía con el mismo lazo censual que unía las instituciones monásticas a la Santa Sede.
    
Aunque la tutela del Papa sobre los monasterios variaba según los casos y materias -se permitía su intervención en las elecciones abaciales y en la administración de los bienes su contraparte solía ser el poder conferido a los monjes para elegir el abad sin la intervención episcopal ni de los laicos poderosos.
    
Cuando este mecanismo estuvo consolidado la política gubernamental de los papas en los últimos siglos de la Edad Media consistió en oponer las órdenes monásticas, estrictamente identificadas por sus intereses y su obediencia con la Santa Sede, frente al poder de los obispos, poniéndolas al mismo tiempo en concurrencia con el clero secular en lo referente a la explotación del culto y de la generosidad de los fieles.
    
Entre el clero regular y el secular sucedió una larga y acerba concurrencia en que los monjes, fortificados en su riqueza y en su autonomía, lanzaban continuos ataques al presupuesto de las parroquias del que los curas vivían.
    
Del mismo modo la lucha entre la nobleza secular y la nobleza eclesiástica arreció violentamente durante la Edad Media. Los reyes, los señores y los barones pasaban una parte de su vida saqueando los dominios eclesiásticos y haciendo la guerra a las abadías, a los cabildos y a los obispados. En 1246 se estableció una verdadera liga entre los señores del norte y del oeste de Francia asociados con campesinos y burgueses, contra las pretensiones del clero. Sus palabras y sus actos son de una audacia desconocidas hoy. La guerra reinaba de un extremo a otro de la escala social entre laicos y clérigos. En el extremo inferior el noble menesteroso envidiaba las riquezas de la Iglesia que eran para él la fuente más abundante de botín; ejercía un constante bandidaje sobre los bienes y las personas eclesiásticas sin mostrar más respeto por los hombres que por las cosas. En el extremo superior de la escala social los grandes barones temían por su soberanía; continuamente en guerra con los obispos y los abades, incendiaban las iglesias y los monasterios, confiscaban sus tierras, se apropiaban sus hombres, sus siervos y sus esclavos. 

     5. Posición teórica de la Iglesia respecto al trabajo manual durante la Edad Media 

     Numerosos historiadores católicos sostienen hoy que durante la Edad Media la Iglesia exaltó la dignidad del trabajo manual. El jesuita Hartmann Grisar afirma explícitamente este hecho. Según él la Iglesia había ennoblecido el trabajo manual en oosición al concepto despectivo que de él tenía la antigüedad. El benedictino H. Leclercq, pretendiendo estudiar el asunto con relación al estado social que implicaba la economía antigua, llega a una conclusión semejante: ."El cristianismo", dice, "contribuyó ampliamente a la expansión industrial por el respeto y el interés que concedió al trabajo manual y por este medio a los intereses económicos"; y del precepto que figura en las epístolas de San Pablo, según el cual "quien no quiere trabajar no debe comer", deduce: ."No es tanto el ejercicio del trabajo manual como su rehabilitación lo que ha sido la obra del cristianismo." La revolución moral que fue el resultado no es dudoso, pero la revolución económica no fue menos real ni menos eficaz. Este supuesto de la doctrina católica cae por su base si se tiene en cuenta que no ha existido tal expansión industrial, ni tal rehabilitación del trabajo manual, ni tal revolución económica mientras duró la influencia de la Iglesia sobre la economía antigua y la medioeval; y si al final de la Edad Media, época a que no alcanza el límite cronológico de la obra de Leclercq, se produjo la revolución económica que desembocó en el advenimiento del sistema capitalista, ello ocurrió sin que el trabajo manual dejase de ser considerado vil. x
    
Los padres de la Iglesia, en las postrimerías del Imperio Romano, aconsejaban la sumisión de los esclavos. El resultado de su influencia se limitó a que la condición de aquéllos fuese dulcificada, lo que por otra parte contribuía a evitar la rebeldía, y aun en este aspecto habría que hacer notar que esta legislación benigna para la mano de: obra servil del tiempo de los Antoninos volyió a su antigua severidad con Constantino en la época del cristianismo triunfante.
    
Los doctores de la Iglesia medioeval también encontraban justificada la esclavitud. La modificación que Santo Tomás produjo en ella fue la opinión de que el esclavo estaba sometido temporalmente al amo; pero que su espíritu era libre y debía tener libertad para ejercer la caridad con el prójimo. Si recordamos que en la misma época la Iglesia desligaba a las personas de los lazos feudales cuando éstos representaban un obstáculo para la realización de actos favorables a las instituciones eclesiásticas, advertimos que esta modificación introducida por el Dr. Angélico en la teoría de los antiguos sobre la esclavitud no era una simple especulación teológica sin relación con los intereses temporales de la Iglesia.
   
En los tiempos modernos la Iglesia Católica siguió la tradición esclavista del cristianismo primitivo: en el siglo XVI, consultados por el Consejo de Indias, los jesuitas encontraban legítima la esclavitud de los negros en América. La existencia de ciertos escritores dominicanos que pensaban de otro modo prueba que la Iglesia no tenía doctrina contraria a la esclavitud, ni aun entonces en que ella misma explotaba gran número de esclavos en sus establecimientos religiosos de América: "Tanto en los siglos XVII y XVIII como en el XVI", dice Georges Scelle, "el papado no condenó la trata negrera ni la esclavitud, ni tomó partido contra estas instituciones."
    
El estudio cada vez más completo de sociedad durante la Edad Media conduce a la conclusión de que en general la Iglesia no tuvo influencia alguna en la emancipación de los siervos; y cuando esa influencia es visible accidentalmente, como en el caso de los sainteurs del Henao, la vemos utilizando un procedimiento parecido al de la protección apostólica: los siervos se emancipaban total o parcialmente del dominio señorial para pasar a contraer ciertas obligaciones pecuniarias, personales o hereditarias hacia el clero de la Iglesia o monasterio a que pertenecía el santo bajo cuya protección se colocaba. La Iglesia no daba nunca gratuitamente esta protección.

          6. Reclutamiento de la mano de obra para la explotación de los bienes de la Iglesia 

     Al estudiar la organización del trabajo en los monasterios los autores católicos han tratado de justificar la obligación de trabajar basándose en consideraciones religiosas y en los textos sagrados; pero lo cierto es que en la primera fase de la vida monástica los monjes se vieron precisados a subvenir directamente a sus necesidades mediante el trabajo propio. Sin embargo, cuando las comunidades se desarrollaron los monjes hicieron trabajar para ellos a sus siervos y esclavos.
    
La Iglesia, en general, no estaba en condiciones de explotar por sí misma los bienes adquiridos por los diversos procedimientos antes mencionados, que en gran cantidad vinieron a engrosar su patrimonio. En muchos casos, razones de índole económica no aconsejaban a la Iglesia su explotación directa, debido a que las donaciones que se le hacían en gran cantidad de muchas pequeñas parcelas habían creado una propiedad diseminada. De ahí que buena parte de ellas se entregasen para su explotación a otras personas, con lo cual de antemano existieron las condiciones naturales para la implantación de las formas de economía propias del gran dominio señorial. De esta suerte la Iglesia ingresó desde muy pronto en el régimen de señorío. En los últimos tiempos del Imperio Romano otorgó numerosas concesiones de tierra, unas por tiempo limitado, otras con carácter hereditario y las demás en aparcería.
    
Por otra parte, entre los siglos VI y X la Iglesia hizo numerosas adquisiciones de esclavos que le eran donados junto con las tierras. Este género de donaciones continuó durante toda la Edad Media; pero con menos frecuencia que en ese período. Entre los siglos X y XIII abundaron los casos de individuos que se daban ellos mismos como siervos a los establecimientos religiosos; la mayoría eran libres y lo hacían voluntariamente. En la mayor parte de los casos esta sumisión voluntaria de la libertad personal a la Iglesia llevaba consigo la enajenación en favor de la misma de los bienes del nuevo siervo eclesiástico.
    
Las circunstancias mencionadas explican que las instituciones monásticas, aun en los tiempos primitivos del gran entusiasmo religioso, no dejasen de usar y de explotar la mano de obra servil. En los siglos V y VI, según el benedictino Besse, los monjes recurrían a los servicios de jornaleros, y agrega que otros domésticos y esclavos tenian a su cargo los trabajos más duros. El uso de trabajadores asalariados y de esclavos se había generalizado en esa época en los monasterios ricos que poseían vastas extensiones de tierras. Hablando de la vida monástica en el siglo XI, dice el mismo autor: "No se dedicaban todos los religiosos indistintamente a las mismas tareas, sino que se tenían en cuenta el vigor y las aptitudes de cada uno. Los analfabetos eran capaces de soportar una tarea más larga y más pesada que los otros, hacían las diligencias en el exterior para el servicio de la casa, realizaban los trabajos más pesados que exigían brazos vigorosos y una gran resistencia a la fatiga. Debían ser los jornaleros (hommes de peine) de la comunidad." y completa esta información agregando más adelante: "Los trabajos agrícolas más duros no los hacían ordinariamente los monjes de acuerdo con la misma regla benedictina."
    
San Agustín, en su tratado De Opere Monachorum.. distingue claramente la obligación del trabajo manual según la condición social de los monjes. Debían dedicarse a él los que antes habían sido esclavos y agricultores o artesanos, porque de lo contrario, opinaba el obispo de Hipona, se corría el riesgo de que esa clase de personas considerasen la vida monástica como una gran ventaja sobre su vida anterior y no como una penitencia. Los monjes de distinta condición social, es decir, los ricos, podían dedicarse al trabajo manual, pero no debían ser forzados si tenían aversión por él. La opinión de San Agustín fue adoptada por Santo Tomás, quien en éste como en tantos otros puntos de su doctrina, se inspira en los escritos de aquél.
    
Este criterio de la Iglesia respecto al reclutamiento de la mano de obra para las explotaciones de sus bienes es la consecuencia inevitable de la estratificación de sus componentes en diversas clases sociales, en forma similar a la organización jerárquica de la sociedad civil una vez que la Iglesia se enriqueció.
    
Desde la invasión de los bárbaros las castas dominantes, tanto de los vencedores como de los vencidos, encontraron fácil acceso a los grados superiores de la jerarquía eclesiástica, tanto de la clerecía secular como de las instituciones monásticas. "Con el desarrollo de la organización episcopal la Iglesia Católica no sólo había adquirido un carácter aristocrático, sino que sus representantes materiales, los jefes eclesiásticos, desde la época romana se habían transformado en grandes señores territoriales. Precisamente estos obispos pertenecían a familias aristocráticas romanas y por ello disponían de antemano de grandes propiedades rústicas... Por otra parte se dio en el siglo VI el caso de que condes y dignatarios palatinos fuesen especialmente apoyados por el rey y la reina en las elecciones de obispos y que obtuvieran el cargo gracias a esta recomendación", dice Alfonso Dopsch.
    
La gran participación de la nobleza feudal en las instituciones monásticas ha sido señalada por varios autores. Edgard Boutaric dice que en el sur de Francia la mayoría de los obispos y abades pertenecían a familias nobles y cita numerosos ejemplos de su turbulencia y otros atropellos. Un autor inglés que ha estudiado la historia interna del monaquismo medioeval llega a la conclusión de que el personal de los monasterios de monjas inglesas "era reclutado casi totalmente entre las clases ricas. Eran esencialmente instituciones aristocráticas", y señala expresamente la exclusión de las mujeres pobres que, dice el mismo autor, sólo eran admitidas en calidad de conversas. La literatura alemana sobre el tema contiene referencias análogas. También los textos legislativos de la España medioeval denuncian los sentimientos nada evangélicos de los prelados feudales del país, y un adagio popular español revela que los segundones de las casas nobles, cuyo patrimonio se vinculaba al primogénito por la institución del mayorazgo, debían optar por ingresar al servicio de la Iglesia, de la corte o de las instituciones armadas: "Iglesia, mar o casa real".
    
Montalembert se complace en señalar que la mayor parte de los fundadores de órdenes religiosas y la mayoría de los abades pertenecían a la nobleza feudal.
    
El modo como los nobles entendían la vida religiosa aparece claramente en la organización de las órdenes religioso-militares de los Templarios y en los hechos que constituyen su historia. En la Orden del Temple existían dos clases de religiosos: los fréres de convent y los fréres de metier: los primeros eran nobles, los segundos "eran de un rango inferior, constituían el personal doméstico y agrícola de las encomiendas; solamente ellos se dedicaban al trabajo manual". Estos miembros de la Orden procedían de la clase de los trabajadores rurales y llegaron a sumar los nueve décimos del total de los monjes que la componían.
    
Se había creído que este tipo de organización monástica era exclusivamente propia de los Templarios, tal vez atribuyendo excesiva importancia al carácter militar de la congregación; pero el estudio del funcionamiento de la producción monástica en las demás órdenes no autoriza tal distinción. Según Fleury fue San Juan Gualberto, en el monasterio de Valombrosa, quien había destinado al trabajo manual una clase especial de monjes fundándose en que éstos eran analfabetos y que no podían desempeñar el servicio del culto. Estos monjes fueron con el tiempo llamados conversos. Si su condición de clérigos puede haber sido controvertida por algunos canonistas que los consideraron laicos, su existencia se comprueba en todas las órdenes y sus funciones han sido las mismas que las de los fréres de metier entre los Templarios.
    
Según el benedictino Berliere los conversos y sirvientes constituían con frecuencia una fuerza importante en los grandes monasterios. La abadía de Villers, en Brabante, con sus diez mil hectáreas y sus mil doscientos censatarios, sostenía en el siglo XI a cien monjes y a trescientos conversos. Estos datos nos indican que los monjes verdaderamente pertenecientes al orden monástico y que según las reglas canónicas debían llevar una vida perfecta que en la práctica expresaba la vida ociosa de la nobleza monacal, eran una pequeña minoría en relación con la cantidad de trabajadores que sostenían la vida de los monasterios. "Los conversos", dice D'Arbois de Jubainville, "que se reclutaban entre la desgraciada población rural, encontraban a menudo en los monasterios una mejoría de sus condiciones materiales de vida."
    
Y aunque, como hemos visto, se trataba de justificar la división jerárquica en la incapacidad de los conversos analfabetos para los trabajos encomendados a los monjes, es lo cierto que la regla monástica adoptaba todas las precauciones necesarias para fomentar la ignorancia entre las clases más modestas. Así, el Usus Conversorum prescribía la ignorancia de los conversos: "Ninguno", dice, "debe tener libros ni aprender nada fuera del Padrenuestro, del Credo y del Miserere, y de lo que se ha establecido para ellos; y esto deben aprenderlo de memoria, no por libros." Esta prescripción se completaba con otras no menos rigurosas que establecían que ningún niño pudiese recibir instrucción en las abadías, si no era monje o novicio, o pasaba de quince años de edad.
    
Siempre de acuerdo con la filosofía monástica generalmente aceptada, Fleury, el historiador católico que ha tratado con mayor franqueza estas cuestiones, hace la siguiente reflexión: "Esta distinción entre los religiosos ha sido una gran causa de relajamiento. Los monjes del coro, considerando a los hermanos legos como inferiores, los han considerado ignorantes y rústicos, destinados a realizar servicios subalternos y ellos mismos se han considerado como señores, pues no otra cosa significa el título de don, abreviatura de dóminus o domus que en España y en Italia se aplicaba a los nobles y que a los monjes se aplicó a partir del siglo XI."
    
Esta forma de explotación de los bienes abaciales por conversos sometidos a un régimen de vida inferior al de los monjes parece haber sido la dominante hasta la segunda mitad del siglo XIII. En esta centuria y durante la siguiente entraron en decadencia económica las abadías cistercienses; los conversos desaparecieron de las explotaciones y se pasó al sistema de arrendamientos. En lugar de esta mano de obra unida a las instituciones monásticas por el voto religioso y sometida a una disciplina especial, predominaron los censatarios unidos a las mismas por simples lazos contractuales puramente económicos y jurídicos.
    
Esta transformación que se registra en el régimen de explotación de los bienes de la Iglesia se produce paralelamente a la transformación similar que en la misma época se refleja en la explotación de la demesne señorial. La sustitución del cultivo directo por el arrendamiento fue provocada, como hemos visto en capítulos anteriores, por el desarrollo de la economía monetaria.
    
En la misma época se registra en las instituciones eclesiásticas la penetración de la burguesía naciente que, como en la vida civil. empieza a desplazar a la nobleza de su posición preponderante. A fines del siglo xv la mayoría del episcopado francés se reclutaba entre las familias de la burguesía legista y financiera. En la misma época se exigían títulos universitarios al clero de segundo grado. Casi todos los jefes del clero eran entonces hombres de negocios y hombres de leyes. Durante el siglo siguiente el contraste de clases en el seno de la Iglesia reproducía exactamente el estado de cosas existente en la sociedad civil: en los puestos superiores una oligarquía inútil y a menudo perjudicial devoraba las rentas eclesiásticas, mientras en la base de la pirámide jerárquica contrastaba con esta plutocracia clerical la pobreza de los curas parroquiales.
    
En España, una de las acusaciones frecuentes de las burguesías concejiles contra los judíos antes de 1492 era precisamente la de intrusión de los capitalistas de esta raza en la economía eclesiástica. El texto más explícito es del año 1469 y dice que "muchos perlados y otros clérigos arriendan sus rentas e diezmos a ellos pertenecientes a judíos e moros e entran en las iglesias a partir los diezmos e ofrendas en gran ofensa e injuria a la Iglesia..." 

 

         7. Administración de los bienes de las abadías 

     El contenido de la economía monástica era por su forma de administración totalmente distinta del de la señorial; era un sistema económico autónomo. La economía monástica ha sido una organización del trabajo colectivo bajo una dirección única, con reglas precisas de disciplina, con fines de apropiación en común, fundado en la limosna. La economía señorial fue, por el contrario, un conglomerado de productores sin dirección, anárquico en cuanto al orden de la producción que se hacía con fines de apropiación señorial y se fundaba en los medios feudales de adquirir. La formación de la riqueza, la participación de los productores, el contenido contractual de los lazos que unían a éstos y el proceso de descomposición que los condujo a la ruina han sido en una y en otra economía totalmente diferentes. El castillo feudal era el centro de acción o de reposo del señor depredador y del consumidor magnífico; la economía monástica era especialmente una organización de producción.
    
Cada abadía era una unidad económica sin relación de dependencia con las demás de la Orden. Incluso los prioratos, que generalmente dependían en forma más estrecha de alguna abadía, tenían su presupuesto independiente, administraban de modo autónomo sus recursos y colocaban directamente los sobrantes de sus capitales. Solamente a veces estaban obligados a pagar un censo a la abadía de que dependiesen. Es cierto que las abadías se ayudaban a veces unas a otras en caso necesario; pero esto prueba la independencia del patrimonio de cada casa. Sin embargo, no existía una caja común en cada monasterio, con cuyos fondos se atendían a los diversos servicios del mismo, sino que a cada servicio se le asignaba una parte de los capitales colocados: determinados inmuebles, determinadas rentas se adscribían de una manera definitiva a la despensa o al limosnero y de esta manera el conjunto de los servicios se encuentra asegurado por una organización sumamente sencilla, la distribución de los recursos sin una administración central. Es como si hoy, dice Genestal, cada ministerio tuviese expresamente asignados los recursos de impuestos determinados y exclusivos o los impuestos percibidos en determinadas partes del territorio.
    
Estos servicios diversos, juntamente con la dotación que les está asignada, constituyen lo que se llaman los oficios, cada uno de los cuales está dirigido por un oficial que lleva el nombre adecuado a sus ocupaciones. Estos nombres varían de un monasterio a otro y las mismas funciones no llevan el mismo nombre en todas partes, así como las diversas ramas de la administración no están siempre distribuidas de la misma forma entre los oficiales. Por ejemplo el vestuario está encomendado al camerarius en Sainte Catharine de Rouen, al secretario en En y al elemosinarius en .Jumieges. Por otra parte, los servicios son más o menos numerosos según la importancia de cada monasterio y algunos servicios pueden incluso faltar completamente.
    
Este sistema de administración descentralizada dio lugar a abusos de parte de los beneficiarios de los oficios, puesto que con el tiempo dejaron de considerarse simples administradores y se apropiaron las rentas adscritas al oficio con la sola carga de pagar los gastos de éste.
    
Para Normandía el siglo XIII parece ser el período de transición del sistema de oficio al de beneficio. Los registros episcopales de la diócesis permiten observar este proceso de conversión, porque constantemente el arzobispo reitera a los oficiales la necesidad de llevar cuenta escrita, y rendir cuenta de gastos de los fondos confiados al abad, ayudado por una comisión de monjes. La reiteración de la orden demuestra que no era observada.
    
Es evidente que, jurídicamente al menos, en esta época los bienes están aún afectos al oficio y no al oficial; pero si no rinde cuentas será suficiente que pague los gastos del oficio y no se le pedirá cuenta del excedente de las rentas, si lo hay. De hecho se encuentra en la situación del clérigo secular al que se le concede el beneficio como retribución de sus funciones, como sueldo podríamos decir .
    
En realidad hay desde entonces beneficios regulares como los hay seglares. Parece que el obispo de Normandía luchó sin éxito contra este estado de cosas.
    
La historia de los benedictinos se presenta como ejemplo clásico de la historia monástica por su larga duración, por la importancia que en todo tiempo ha tenido la Orden y porque las normas administrativas establecidas en su regla han servido de modelo o han sido simplemente adoptadas por las demás instituciones monásticas. Según las crónicas de Cluny, en el siglo XII más de dos mil establecimientos diversos entre prioratos, monasterios e iglesias dispersos por Europa prestaban acatamiento a la central cisterciense. A fines de la Edad Media se calcula que existían en Francia seiscientas abadías benedictinas con sus casas filiales respectivas y que alcanzaban a formar las ocho décimas partes del total de los monasterios y prioratos franceses. Todas estas instituciones estaban principalmente situadas en el norte y centro de Francia.
    
En 1151 el Capítulo General del Cister dispuso que no se fundaran nuevos monasterios, porque el número de los que entonces tenía la Orden, con solamente medio siglo de existencia, ya era de quinientos establecimientos religiosos. Sin embargo, parece que el número de abadías no dejó de aumentar y se anotan las cifras de 530 y 694 establecimientos que acataban la disciplina cisterciense en los años finales de los siglos XII y XIII, respectivamente.
    
Parece que el gran impulso de creación y dotación de monasterios nuevos no se registra ya en el siglo XIII. Los siglos XI y XII son los que han visto nacer en suelo normando la mayor parte de los monasterios que existían hasta la revolución. En el siglo XIII las abadías existentes siguen viviendo, pero su patrimonio no aumenta como aumentó en épocas anteriores en extensión considerable.
    
El estudio que ha hecho el jesuita E. De Moreau sobre la vida económica de la abadía cisterciense de Villers, en Brabante, durante la época del apogeo de la Orden, nos permite formular una idea bastante satisfactoria de la importancia que ha podido tener cada uno de esos establecimientos religiosos en la economía medioeval. Las tierras de dicha abadía alcanzaban una extensión de diez mil hectáreas. En 1272, por medio de los sistemas de crédito establecidos, unas doscientas setenta y nueve personas recibían rentas y pensiones de esta institución. Unos 1200 censatarios, en su mayoría pequeños agricultores, dependían del dominio eminente que la abadía conservaba sobre su tierras.
    
Los monasterios cistercienses debían ser fundados lejos de los lugares habitados, como estaba prescrito en el artículo 1º de sus estatutos, y esta particularidad era muy adecuada para favorecer su acción colonizadora. Es muy probable que se eligieran con preferencia los puntos de intersección de las grandes vías de comunicación entre los centros poblados, tanto por la necesidad de medios fáciles de transporte para expedir hacia los mercados urbanos el excedente de la producción monástica como con el fin de atraer a los peregrinos que visitaban las reliquias, cuyas donaciones constituían en las abadías una fuente importante de recursos.
    
El predominio de tierras incultas, provenientes de familias nobles en la mayoría de los casos, entre las donaciones que formaban el núcleo primitivo del patrimonio de la abadía de Villers, permite suponer que las prescripciones de los estatutos sobre la situación aislada de los monasterios no se inspiraron solamente, como cree Moreau, en el deseo de encontrar la paz y el recogimiento. Aquellas donaciones, sin duda procedentes de grandes propietarios de tierras que solamente tenían un valor de uso, debieron ser hechas con el fin de valorizar las restantes una vez que la obra colonizadora monástica empezara a dejar sentir su efecto en la religión. Los redactores de los estautos debieron calcular esta colaboración interesada de los propietarios viendo en la situación excéntrica de los monasterios el medio indicado de tener la base territorial gratuita para fundarlos o de extender también gratuitamente la que ya poseían.
    
La distancia de dos leguas que, de acuerdo con los estatutos, debía existir entre cada una de las explotaciones monásticas autónomas, contribuía también a extender el radio de acción de esos establecimientos en la economía rural. Tanto esa práctica como el azar de las donaciones explican la dispersión de las tierras que se observa con frecuencia en los inventarios de los bienes que las abadías poseyeron.
    
La influencia de los monasterios en la colonización de Europa y su importancia en la economía agrícola precapitalista es un hecho superabundantemente probado; pero la acción no fue menos decisiva para la formación de centros urbanos. En París, por ejemplo, las poblaciones primitivamente reunidas en torno de las iglesias y conventos desempeñaron un papel principal en la formación de la ciudad. Fueron esos centros los que extendieron los límites urbanos.
    
En otro lugar de este mismo capítulo queda establecido que a partir del siglo XIII la explotación directa de los bienes de las abadías, que hasta entonces se hacía fundamentalmente con el trabajo de los conversos, se sustituyó por las formas jurídicas de arrendamiento, aparcería y censo. En la misma fecha se registra una disminución de la cantidad de bienes inmuebles que durante la Edad Media afluyeron pródigamente a engrosar el patrimonio de las mismas. Pero el desarrollo ulterior de la vida económica de las abadías no siguió la misma línea de descomposición que siguieron los señoríos laicos en un proceso que estudiamos separadamente en esta obra. Las abadías, y en general lo mismo puede decirse de todas las instituciones eclesiásticas, conservaron su patrimonio durante toda la Edad Moderna, salvo en los países en que la influencia de la Reforma condujo a los gobiernos a secularizar y vender los bienes de la Iglesia. Tal sucedió en Inglaterra y en Alemania en el siglo XVI. Pero en los países donde triunfó la Contrarreforma, tales como España y Francia, la Iglesia no perdió su posición predominante, salvo en la medida en que en cada uno de ellos el poder político pasó a manos de gobiernos liberales y laicos, siguiendo el ejemplo de Francia, donde la nacionalización de los bienes de la Iglesia representa uno de los capítulos culminantes de la historia de la revolución de 1789. En el curso del siglo XIX, y en la medida en que los gobiernos de la burguesía se establecieron en cada país donde el problema de la acumulación de tierras por la Iglesia era una realidad viva, se vieron en la necesidad de secularizar, nacionalizar y poner en venta éstos, apremiados por la necesidad de poner en circulación la ingente masa de bienes raíces amortizados en manos muertas que los explotaban en forma rudimentaria, eludían el pago de impuestos y representaban además una base de resistencia política de las fuerzas feudales que obstruían el desarrollo del país desde el punto de vista político y económico.
    
Pero con carácter general puede establecerse que, como quiera que el desarrollo de las fuerzas liberales fue débil durante el siglo XIX en los países que entonces iniciaron la revolución democráticoburguesa, la Iglesia no fue expropiada de modo radical; en algunos países perdió alguna parte de su patrimonio, en otros se vio obligada a vender sus bienes inmuebles y a invertir el importe de la venta en determinada clase de valores públicos; pero en casi todos los casos conserva aún una buena parte de su tradicional poder económico y político, salvo en aquellos países que han desarrollado substancialmente la revolución democráticoburguesa y que se orientan hacia la construcción del socialismo. La experiencia histórica demuestra que la disolución del patrimonio de la Iglesia sigue un desarrollo paralelo al desarrollo general de la revolución democráticoburguesa de cada país; y esto es así porque los bienes de la Iglesia son la base de la fuerza política de la misma, cuya liquidación es uno de los objetivos peculiares de la revolución democráticoburguesa. 

 

         8. Las abadías como instituciones de crédito durante la Edad Media 

     La doctrina de la Iglesia sobre la usura, durante la Edad Media, figura en lugar prominente en cualquier historia de las doctrinas económicas referentes a aquel período. En su forma genuina fue expuesta por Gregorio Nazianceno y por Ambrosio de Milán. Gregorio advertía a los fieles que no debían buscar ganancias del oro ni de otros metales preciosos, es decir, de objetos que no pueden dar frutos. En la Iglesia Romana, Ambrosio de Milán formuló la doctrina que proclamó la Iglesia durante mil años. Según la teoría eclesiástica, así formulada, lo que acrece al capital constituye usura. La doctrina estaba fundada en el supuesto de justicia social según el cual en las condiciones de la economía primitiva la mayor parte de los préstamos lo eran de consumo y en tales casos el prestatario está siempre en peor situación al fin que al principio de contraer el préstamo.
    
Pero el valor de esta actitud, al parecer severa, de la Iglesia contra la usura, debe ser revisado tanto por lo que respecta a su originalidad como a su eficacia. En primer término debe establecerse, sobre la base de pruebas que son del dominio general en la historia de la economía, que la prohibición de la usura no sólo no representa una posición peculiar y exclusiva de la Iglesia, sino que es tan antigua como la usura misma.
    "
La teoría de la usura fue formulada por los antiguos filósofos griegos y romanos por una parte y por los teólogos judíos y cristianos de otra", dice Edgard Sabin, y el mismo autor registra además los siguientes antecedentes históricos de la prohibición: La primera prohibición de la usura se encuentra en el código mosaico (levítico.. XIV: 36 y deuteronomio.. XLII: 20). La restricción se aplicaba solamente a los judíos. De los extranjeros se podía tomar interés. En el año 324 a. C. se promulgó en Roma una ley que prohibía todo pago de intereses (lex genucia) que aunque no se sabe que fuese abolida alguna vez, se sabe en cambio que nunca fue aplicada. Los antiguos filósofos de Atica adoptaron asimismo una actitud negativa hacia la usura. La razón de esta actitud, que a su vez inspiró la doctrina de los teólogos sobre la usura durante la Edad Media, está basada en el punto de vista de Aristóteles respecto a la naturaleza del dinero. El estagirita sostenía que el dinero es un objeto inorgánico que se emplea como medio de cambio y que por lo tanto no puede producir dinero. Quien pide dinero por el préstamo de dinero hace que éste engendre dinero a su vez y actúa por lo tanto contra las leyes naturales, decía Aristóteles.
    
Pero la realidad histórica revela también que las prohibiciones dictadas contra la usura en el Viejo Testamento no tuvieron más efectividad que la ley genucia entre los romanos.
    
Un examen más detenido de esta cuestión, enfocada en el cuadro general del problema del crédito, tal como él se manifiesta en el curso del largo proceso histórico de las sociedades precapitalistas, nos lleva a la conclusión de que estas reiteradas leyes prohibitivas de la usura son reflejo de la presión de la gran masa de deudores agobiados por el peso de sus deudas usurarias que han constituido el problema central de todas las sociedades precapitalistas sin excepción. Este problema ha provocado también leyes similares que desde el código de Hamurabi hasta las Leyes Licinias en Roma han tratado de reducir los siempre elevados tipos de interés o los efectos de la insolvencia de los deudores sobre la libertad de los mismos. Todas estas leyes prohibitivas de la usura, o limitadoras del interés, parecen evocar como fundamento de su contenido aquella fase que en forma convencional podríamos llamar edad de oro del crédito de las sociedades primitivas en las que el cambio de presentes representaba la unica transferencia de riqueza entre los miembros de un mismo grupo tribal.
     
Pero la ineficacia de todas estas leyes prohibitivas, o limitadoras del interés, o simplemente protectoras de los deudores insolventes, ha sido constante en el curso histórico del proceso que estamos estudiando, como lo revela la necesidad permanente de su reiteracción. y ciertamente que la prohibición decretada por la Iglesia no ha sido excepción a esta regla general.
    
Además, en el caso de la Iglesia la ineficacia de la prohibición es tanto más notoria cuanto que puede establecerse como supuesto admitido sin discusión, incluso por los historiadores católicos, que los monasterios han sido, con los judíos y los lombardos, la base del crédito medioeval.
    
Al prohibir el préstamo con interés, dice Genestal, y al hacer mencionar esta prohibición en las leyes civiles, la Iglesia no ha matado el crédito en la sociedad de la Edad Media. En primer término, el préstamo con interés puro y simple ha subsistido siempre a pesar de la doctrina eclesiástica, practicado sobre todo, pero no exclusivamente, por los judíos y lombardos. Por otra parte, junto al préstamo a interés propiamente dicho, se desarrollaron otras formas de crédito mediante las cuales los detentadores de capital mobiliario, entonces como hoy, buscaban el empleo más lucrativo mediante el cual poner su dinero a disposición de quienes tenían necesidad de él y podían pagar una retribución por el mismo. Entre estos capitalistas -si la palabra no resultase demasiado anacrónica -hay que considerar en primer término los monasterios donde las rentas del suelo se acumulaban con abundancia y regularidad más que en ninguna otra parte. La Iglesia no solamente absorbía las rentas de sus propias tierras y los bienes en especie o en metálico de los fieles, sino que cobraba además el diezmo de todas las tierras y productos agropecuarios. Los capitales así acumulados como rentas y excedentes del consumo monástico fueron la base del crédito desarrollado en las abadías que operaban mediante formas legales que apenas disfrazaban su carácter de préstamo con interés, generalmente de carácter usurario.
    
Genestal, que ha estudiado el problema en Normandía, divide en dos clases las operaciones crediticias desarrolladas por los monasterios normandos entre mediados del siglo XI y los primeros años del XIII: eran la mort gage y la vif gage. El primero era un préstamo con garantía hipotecaria sin interés aparente; el segundo producía interés. En la mort gage) mientras el prestatario no reembolsaba el préstamo, el prestamista recogía el producto del inmueble dado en garantía y retenido por el acreedor, sin que en caso alguno tales frutos pudiesen computarse al capital cuya devolución íntegra es la condición indispensable para que el deudor recuperase el inmueble al vencimiento del plazo convenido, nunca antes del mismo. Los plazos más usuales de la duración de las operaciones de mort gage oscilaban entre dos y veinte años. Por el contrario, la vif gage no produce normalmente beneficio, puesto que los frutos habidos, si bien son igualmente percibidos por el prestamista, éste debe imputarlos al capital. Así, pues, cuando las abadías no pedían al prestatario más que una vif gage hacían una operación de beneficencia, pero cuando exigían una mort gage hacían una inversión lucrativa del capital. El papa Alejandro III (1158-1181) ordenó que los frutos percibidos por el acreedor se imputasen en todo caso al capital. Esta decretal que iba dirigida a los clérigos y principalmente a los religiosos calificó de usurario el contenido de la operación de mort gage; pero su promulgación pone de manifiesto que hasta aquella fecha nada había dispuesto la Iglesia contra la licitud de la operación.
    
En el período que abarca el estudio realizado por Genestal en Normandía la mort gage ha sido mucho más frecuente que la vif gage. Según Lamprecht el préstamo con garantía era casi la única forma conocida y esta forma la adoptaban todas aquellas operaciones que sin ellas habrían adoptado la de préstamo a interés. Por lo que se refiere a Normandía, M. L. Delisle ha afirmado, a la vista de gran cantidad de documentos, que la mort gage ha sido de uso mucho más general que la vif gage. La razón de ello es que ésta resulta un préstamo gratuito que sólo encuentra aplicación en un círculo limitado de parientes y amigos, y aun así en casos muy raros.
    
Por su naturaleza la mort gage contiene un préstamo de consumo que no ha servido más qué a los ricos, puesto que tenían que desprenderse de su tierra y porque las cantidades prestadas resultaban de cierta importancia. De un cuadro de veinte operaciones examinado por Genestal resulta que más de la mitad de las prestaciones excedían de diez libras y que los préstamos de sumas inferiores a una libra son raros. No puede precisarse, dice el mismo autor, el poder adquisitivo de estas sumas y agrega como base de referencia que todo el diezmo del alodio de un vir illustris estaba comprometido por cincuenta sous y que según las cartas del cartulario de la Trinité du Mont de Rouen (siglo XI) un acre de tierra valía de uno a cinco sous.
    
Respecto a la tasa del interés, de varios ejemplos examinados por Genestal éste llega a la conclusión tipo siguiente: una tierra que tiene un valor de venta como 100 produce 10. El acreedor que la toma en garantía no da más que 66.66; coloca por lo tanto su dinero a 10 por 66, o sea, a quince por ciento. Tal sería el tipo de interés cobrado hoy en condiciones análogas. Resultaría un préstamo muy oneroso, puesto que produce un interés elevado además de la renta ordinaria del capital.
    
Estudia Genestal a continuación los problemas relativos a las causas que provocaban el préstamo y dice que algunas cartas más explícitas respecto a los motivos indican principalmente dos clases de ellos: la situación embarazosa del deudor y su partida para una expedición lejana, principalmente el primero. En el segundo caso se registra con frecuencia la expedición para las Cruzadas.
    
Como garantías del préstamo con mort gage se encuentran afectadas tierras, iglesias, molinos, diezmos, derechos de mercado y prebendas.
    
En la primera fase de la historia de la operación de mort gage se necesitaba el consentimiento del señor, que habitualmente lo concedía mediante un precio; pero en Normandía y en los siglos XI y XII regía la costumbre de fijar el precio de tal consentimiento, aunque todavía el señor podía negarlo. El siglo XII representa el período de transición entre la necesidad rigurosa del consentimiento, que puede ser negado, y la simple obligación del pago de un derecho de mutación.
    
La naturaleza económica y jurídica de la garantía representada por la mort gage es sustancialmente análoga a la que representa la venta con pacto de retrocesión. El acreedor presta siempre una cantidad inferior al valor del inmueble y por lo tanto no tiene interés en que se le reembolse el capital porque en último término se convierte en dueño del inmueble garantía. Y en la generalidad de los casos, aunque éste sigue siendo teóricamente recuperable mediante el pago de la deuda, la realidad es que en caso de insolvencia existía una prescripción que anulaba ese derecho. En algunos contratos esta dificultad se resolvía simplemente estipulando que en dicha eventualidad la tierra quedaba de la propiedad del monasterio. En la práctica este contrato era mucho más oneroso para los deudores que la hipoteca moderna. Aunque parece que les proporcionaba la posibilidad de negociar la diferencia entre su deuda y el valor de la propiedad, con terceros y con las mismas abadías, en todo caso su posición era muy desfavorable para que no sufrieran perjuicio en esas negociaciones; las abadías podían negarles todo pago por diferencias para llegar a obtener la propiedad por prescripción; así es como todas las transacciones se consumaban ordinariamente con un cambio de la propiedad de la tierra mediante la cesión al monasterio de una parte de la finca.
    
El estudio que ha hecho Genestal de las consecuencias que la mort gage otorgada a favor de los monasterios produjo en la propiedad de los nobles, comprueba que la misma resultaba una forma de crédito muy oneroso y muy peligroso que frecuentemente conducía a la pérdida del inmueble grabado. Es así como en la práctica la mort gage era al mismo tiempo una operación de crédito usurario y una forma de adquisición de inmuebles. ¿A partir de qué fecha comienzan a hacerse operaciones de mort gage? Los primeros documentos que poseemos datan del siglo X. Pero la mort gage era usada y conocida en el período franco y no hay razón para suponer que las abadías hayan dejado de practicarla. Seguramente las invasiones normandas produjeron la desolación de Bretaña y Normandía y arruinaron los establecimientos religiosos, los cuales durante algún tiempo no tuvieron seguramente capitales que colocar; pero desde que en el siglo X lá protección de los duques de Normandía, su prodigalidad y la prodigalidad de sus nobles llevaron a la Iglesia seguridad y riqueza, todo parece suponer que los viejos usos volvieron a adquirir vigencia general.
    
Desde comienzos del siglo XIII las abadías normandas empezaron a usar una forma de crédito muy diferente: los contratos de renta perpetua. Esta clase de contratos constaba de dos categorías: la renta territorial o censo reservativo consistente en el pago de una renta en cambio del usufructo de un inmueble; la renta constituida o censo consignatario consiste en un préstamo garantizado por un inmueble cuyas rentas se afectan al pago de los réditos.
    
Si se tiene en cuenta que se trata de obligaciones no redimibles -de ahí su nombre de perpetuasy que siempre significaban para el deudor, ya fuese que recibiera una tierra en usufructo o un capital, el pago periódico de una renta fija al acreedor, se comprende que entre las dos clases de rentas existiese, desde el punto de vista económico, una similitud casi absoluta.
    
Esta transformación del crédito es de la mayor importancia, porque nos pone en presencia de las funciones diversas y en apariencia contradictorias que ha desempeñado la economía eclesiástica como institución de crédito en la economía medioeval. El mort gages había sido un empréstito de consumo y un medio eficaz de apropiación para la Iglesia, en perjuicio de las propiedades de la nobleza; los contratos de renta han sido en cambio un crédito de producción. Como las rentas no implicaban la cesión de bien alguno, sino por el contrario la obtención de un capital o de una propiedad, la clientela de los monasterios que antes había sido de propietarios medianos y ricos se transformó en clientela de labradores. Durante el siglo XIII, las abadías normandas, según Genestal, mediante la generalización de este tipo de contratos entre su clientela constituyeron verdaderos bancos agrícolas.
    
La función del crédito monástico era esencialmente rural; las burguesías urbanas monopolizaban en las ciudades esta clase de operaciones. Las abadías prestaban dinero a pequeños productores agrícolas en un radio de veinte a treinta kilómetros de sus alrededores. Teniendo en cuenta que éstos se refieren a una de las regiones más ricas de Francia y al siglo de mayor poderío de la Iglesia, y que ignoramos las variantes de la transformación en otras épocas y regiones, corresponde señalar aquí la diferencia de estado económico y social que significan los contratos de precario que antes hemos estudiado y estos contratos de rentas del siglo XIII; aquéllos producían, como la mort gage en Normandía, la absorción paulatina de la propiedad particular por la Iglesia; éstos aparecen, por el contrario, favoreciendo la estabilidad y el progreso de los pequeños propietarios. Para llegar a esta última situación ha sido indispensable que la necesidad de seguridad que originaban los precarios desapareciera o se atenuara y que las instituciones monásticas alcanzasen a poseer capitales y tierras suficientes para poder realizar tal clase de contratos.
    
La relación cronológica entre la función expropiadora y la función de utilidad social del crédito monástico debe haberse producido en forma similar en otras regiones y según una evolución parecida, todo ello debido, probablemente, a las dos circunstancias señaladas: la existencia de garantías suficientes para la propiedad libre y la existencia de capitales acumulados por la Iglesia en cantidad suficiente para mantener esta nueva clase de créditos. El aumento del valor del suelo debe haber facilitado o acaso sugerido la implantación de la compra de rentas; para que los labradores pudieran gravar sus tierras con el censo consignativo era necesario no sólo que fuese visible para el prestamista y para el deudor la posibilidad de que la aplicación al cultivo del capital prestado sería inmediatamente productivo, sino que el mismo inmueble ya tuviese un valor estable y garantizado por la marcha ascendente del precio de las tierras.
    
En su obra sobre la materia Genestal analiza después el empleo posible del capital adquirido a cambio de rentas. A falta de pruebas hace el autor las siguientes consideraciones. Es cierto que no podían ser entonces muy numerosos los usos posibles del capital en la agricultura, pero se pueden concebir los siguientes:
     Compra de instrumentos agrícolas. En aquella época éstos eran poco numerosos; el principal era el arado y la carestía del hierro y la escasa extensión de los dominios campesinos no permitían a todos tener arados, por lo que frecuentemente se asociaban varios para hacer sus labores. Muchos trabajaban a brazo. Deben mencionarse además entre los instrumen. tos agrícolas el azadón y el rastrillo.
     Construcción de casas-habitación, granjas, hangares, establos, etc.
     Compra de ganado, ya sean bestias de labor o ya sea para el engorde.
    
Entre las utilizaciones enumeradas hay algunas a las que no debemos conceder la importancia que tienen en la actualidad, porque los campesinos podían hacerlas entonces gratuitamente. Así, la marga no era transportada lejos del lugar de la producción y las margueras eran generalmente bienes comunales o señoriales, y ya fuese .gratuitamente o ya mediante el pago de una pequeña cantidad los campesinos podían obtener la que necesitaban. Otro tanto puede decirse de las construcciones. Poco importantes y casi siempre de madera, las casas y los edificios de la explotación eran construidos por el cultivador mismo. En cuanto a los materiales los podía obtener el campesino casi en las mismas condiciones que la marga, puesto que el país estaba entonces, como lo está hoy, cubierto de bosques.
    
Queda, pues, como empleo que responde verdaderamente a las necesidades generales la compra de instrumentos agrícolas y de bestias. Para este. aspecto de la explotación agrícola se concibe la necesidad del empréstito; para adquirir un arado, para comprar o reparar instrumentos de hierro, azadas o carretas, donde entraban también piezas de hierro, o para aumentar el número de sus animales de labor, o para comprar corderos o puercos que enviaba a los pastos comunales, el campesino necesitaba tomar prestado. Esta utilización fortalecía, además, la garantía que buscaba el acreedor o comprador de renta.
    
Después de la Guerra de los Cien Años, las tierras asoladas y las villas demolidas, aquéllas no produjeron lo suficiente para pagarlos y los moradores de éstas las abandonaron. 

El crédito concedido a los cruzados. Ya hemos visto que las operaciones de crédito garantizadas con mort gage encontraron en las Cruzadas una de sus aplicaciones peculiares. Abundan las pruebas demostrativas de que los nobles, al partir para las Cruzadas u otras expediciones, dejaban sus tierras hipotecadas hasta su vuelta a los monasterios. Importa entonces precisar cómo funcionaba el crédito en esas circunstancias y qué consecuencias ha tenido para la riqueza de la Iglesia.
    
Cuando se organizó la primera Cruzada en el año 1091 sucedió que los bienes de los cruzados debían quedar bajo la protección de la Iglesia; en cada diócesis el obispo se encargaría de su tutela y velaría por que fuesen restituidos a sus dueños. Ésta fue la regla en todas las Cruzadas.
    
Sin embargo, la protección eclesiástica de esos bienes sólo fue organizada formalmente por una encíclica de 1145 en la cual se trata de la propiedad y de las deudas de los cruzados. Así se estableció un privilegio especial para estos últimos en materia de crédito, que se extendió a los participantes reales o presuntos en todas estas expediciones, ya fueran contra infieles o contra otros enemigos de la Iglesia.
    
Como cada noble que partía a la Cruzada tenía que mantener a sus hombres por su cuenta, además de mantenerse a sí mismo, de acuerdo con los principios del servicio militar feudal, la participación de la nobleza en tales expediciones fue el origen de las frecuentes ventas y enajenaciones de feudos que señalan todos los historiadores.
    
El privilegio por deudas era por consiguiente una medida importante de la organización financiera de esas operaciones militares de la Iglesia y tendía evidentemente a facilitar la incorporación de los nobles a ellas. Al principio tuvo un carácter excepcional; pero en tiempo de Inocencio III se generalizó a todos los inscritos en cada Cruzada. Ese pontífice estableció en 1198 que los cruzados no debían pagar ningún interés por sus deudas durante su ausencia.
    
Los conservadores de privilegios de los cruzados, encargados por el Papa de hacer efectiva la protección de la Iglesia sobre los bienes durante su ausencia, eran generalmente elegidos entre las órdenes monásticas. A partir de San Luis esa protección pasó al poder real y las usurpaciones violentas de estos bienes fueron castigadas legalmente. Hacia la misma época también, alrededor de 1250, empezó a generalizarse en toda forma de contratos de crédito, venta o locación la cláusula de renuncia al privilegio por deudas, con lo que se evitaban los abusos de parte de los deudores a que había dado lugar el privilegio por la forma en que fue organizado por la Iglesia. Todo lo cual nos demuestra que debieron pasar ciento cincuenta años desde la fecha de la primera Cruzada hasta que la jurisdicción eclesiástica fue suplantada por el poder real en esta materia, lo que decidió que aquélla resolviera soberanamente y teniendo antes que nada en cuenta los intereses de la Iglesia y todas las cuestiones referentes a ella.
    
Los privilegios por deudas concedidos a los inscritos en las Cruzadas proporcionaban a éstos los siguientes beneficios: no pagaban los intereses que adeudaban mientras duraba la expedición; gozaban de moratoria para los reembolsos de capitales que habían recibido en préstamo y contaban con ciertas facilidades para sus hipotecas antiguas.
    
Pero las facilidades de crédito no se concedían a todos: de las ventajas de la moratoria para el reembolso de capitales (répit) estaban excluidos el clero inferior y todos los plebeyos, fueran o no libres.
    
La moratoria se aplicaba al principio a las deudas en dinero y solamente a las contraídas con anterioridad a la expedición; su duración fue de un período de dos y hasta tres años. Para gozar de ella se exigía al deudor una garantía ya fuese en tierras o en rentas; los deudores que no podían darla no tenían derecho al alivio. Si existían dudas sobre la solvencia y el valor de las garantías ofrecidas, el caso se llevaba a la jurisdicción señorial; pero todo desacuerdo lo resolvía en última instancia el obispo.
    
Para que esta reglamentación del crédito fuese eficaz, la Iglesia no tuvo inconveniente en derogar principios importantes del derecho feudal que se oponían a sus fines. Según uno de esos principios ningún vasallo podía disponer de sus tierras si no estaba autorizado por su señor. Como en algunos casos los señores no se avenían a conceder la garantía necesaria al acreedor de un deudor cruzado, vasallo suyo que quería acogerse a la moratoria, la Iglesia desligó de la necesidad de esa autorización señorial a los vasallos que se encontraban en tal situación. Así, estos últimos qúedaron libres de dirigirse a las iglesias y a las personas eclesiásticas tanto como a los simples fieles para hipotecarles o venderles sus feudos sin que el señor pudiera en adelante formular reclamaciones. La Iglesia salvaguardaba económicamente los derechos de las soberanías señoriales reservándose para si misma los beneficios de las operaciones más ventajosas. Los Templarios y los Hospitalarios fueron los que se beneficiaron especialmente de esta clase de hipotecas de la propiedad de los nobles y de las medidas protectoras de los bienes de los cruzados. 

 

         9. Las herejías medioevales y su significación en la historia de la lucha de clases 

     En su estudio sobre la guerra de campesinos en Alemania, Federico Engels descubre en el fondo social de las herejías que se manifiestan en los últimos tres siglos de la Edad Media y en el primero de la Edad Moderna, una de tantas manifestaciones de la lucha de clases, de análoga significación que las revoluciones urbanas y las sublevaciones campesinas de la misma época, con cuyos movimientos aparecen siempre confundidos unas y otras herejías. Los contingentes heterodoxos fueron reclutados, con la excepción de un sector de la nobleza que se unió transitoriamente a los albigenses, entre las clases oprimidas por los sectores dominantes representativos del sistema feudal de producción, entre los cuales la Iglesia ocupaba, como vimos, un lugar prominente: "A pesar de las experiencias de fecha reciente", dice Engels, "la ideología alemana no quiere ver en las luchas que dieron al traste con la Edad Media sino una vehemente disputa teológica. Nuestros ideólogos no quieren saber nada de las luchas de clases que deciden aquellos movimientos... que no hacen más que expresarse superficialmente en la frase política que les sirve de bandera.
     "
También en las guerras religiosas del siglo XVI se trataba sobre todo de intereses materiales y de clase muy positivos y estas guerras fueron luchas de clases... El hecho de que estas luchas de clases se realizasen bajo el signo religioso y de que los intereses, necesidades y reivindicaciones, de las diferentes clases se escondiesen bajo el manto religioso, no cambia en nada sus fundamentos y se explica teniendo en cuenta las circunstancias de la época. "La Edad Media se había desarrollado sobre la barbarie. Del mundo antiguo no había recibido más que el cristianismo y una serie de ciudades en ruinas. Como suele pasar en las civilizaciones primitivas, los curas obtuvieron el monopolio de la instrucción y la misma instrucción tenía un carácter teológico. El dogma de la Iglesia era al mismo tiempo axioma político y los textos de la Iglesia tenían fuerza de ley en todos los tribunales. Aun después de crearse el oficio independiente de los juristas, la jurisprudencia permaneció bajo la tutela de la teología. Esta supremacía de la teología en todas las ramas de la actividad intelectual era debida también a la posición singular de la Iglesia como símbolo y sanción del orden feudal. Es evidente que todo ataque contra el feudalismo debia primeramente dirigirse contra la Iglesia y que todas las doctrinas revolucionarias, sociales y políticas, debían ser en primer lugar herejías teológicas. Para poder tocar el orden social existente había que despojarlo de su aureola.
     "
La oposición revolucionaria contra el feudalismo se manifiesta a través de la Edad Media según las circunstancias siguientes: como misticismo, como herejía abierta y como insurrección armada. En cuanto al primero se conoce hasta qué punto los reformadores del siglo XVI dependían de él: Tomás Münzer le debe mucho."
    
Las herejías que a partir del siglo XI provocan agitaciones y luchas entremezcladas con las luchas civiles urbanas y con las rebeliones campesinas concentran sus ataques contra la Iglesia más por razones económicas que dogmáticas. A esta conclusión llega Inchausti, un notable especialista sobre la materia, que dice lo siguiente a este respecto: "Nos inclinamos a ver en las herejías de los siglos XIII y XIV insurrecciones de la pobreza contra la opresión clerical y sus medios numerosos de intromisión en la vida civil, que se presentaron con la aparición de conatos de reforma de la Iglesia secundados por la multitud y debieron estar en estricta correlación con el grado de miseria popular y de penetración de la avidez mercantil en la economía eclesiástica. Tanto los partidos de Arnaldo de Brescia, en Italia, como los valdenses de Lyon o los lolardos de Inglaterra se llamaban a sí mismo pobres. El descontento del bajo clero y la avidez de nobles y burgueses por los bienes de la Iglesia han debido contribuir a fomentar estas intervenciones."
    
Es notable la coincidencia de los autores católicos con esta apreciación respecto a la significación de las herejías. Uno de ellos, que se presenta como exponente de las doctrinas de la Iglesia, George Cross, dice al respecto: "La herejía medioeval difiere de la antigua principalmente en que su interés fue especialmente eclesiástico y práctico más bien que doctrinal' aunque tuviera también este carácter. Es decir, fue la protesta del individualismo contra el orden establecido más que un orden de ideas rivales. Como consecuencia orientó sus esfuerzos a asegurar una más elevada moral individual y colectiva y a la larga culminó en el establecimiento de organizaciones eclesiásticas rivales."
    
Inchausti proporciona un conjunto de datos que reunidos presentan un cuadro cabal de la conducta de las castas superiores de la jerarquía eclesiástica, codiciosa de toda. clase de bienes y sistemáticamente opuesta a la emancipación de los campesinos y de los burgueses entre los que se reclutaron principalmente las huestes que ella calificó y fulminó como herejes.
    
En los decretos de los concilios y en los sermones abundan los reproches y las acusaciones contra los sacerdotes: "No conocen otro Dios que el dinero, tienen una bolsa en el sitio del corazón", exclama Inocencio III. Los cistercienses comerciaban a las puertas de los monasterios, en las ferias y en las tabernas; se entregaban al negocio, se mezclaban en la vida secular. Desórdenes, rebeliones y luchas intestinas invadían la mayoría de los monasterios, dividían las órdenes y mantenían una agitación perpetua. La Iglesia no apoyó los progresos sociales de la burguesía urbana, sino que fue por el contrario uno de los mayores obstáculos que aquéllos tuvieron que vencer. Aportó al régimen a que se hallaba ligada el potente apoyo de sus doctrinas, de sus fulminaciones espirituales y de su poder temporal. Los clérigos que refieren los acontecimientos contemporáneos no tienen una palabra de piedad para las víctimas de los infortunios de la época. Los órganos más autorizados de la Iglesia emplean contra los burgueses y los campesinos los mismos términos injuriosos y odiosos que los más brutales de los barones. Las señorías eclesiásticas, la explotación y la arbitrariedad de sus jueces, son las que más sublevaciones provocan. Para defender al régimen el clero recurre a todas las armas de que dispone. Los concilios y los predicadores recuerdan a los súbditos el deber de la obediencia y los intiman bajo pena de censura y de excomunión o pérdida de su alma a someterse sin discusión a sus amos. Las más altas autoridades presentan  la servidumbre del siglo como un castigo; elaboran toda una teoría sacada de los textos de las Escrituras y de los Padres, que justifica el estado social que ha dado a la Iglesia sus privilegios: "Siervos", exclama el arzobispo de Reims desde lo alto de la sede metropolitana, "someteos en todo momento a vuestros amos y no toméis como pretexto su dureza y su avaricia. Seguid sometidos, ha dicho el Apóstol, no sólo a los que son buenos y moderados, sino a los que no lo son." El movimiento comunal no ha tenido peor enemigo que la Iglesia: "Conjura, nombre nuevo, nombre detestable", exclama el abate Guilbert de Nogent. El gran obispo lbes de Chartres negaba todo valor a la sumisión del obispo de Beauvais a los burgueses de la ciudad: "Semejantes pactos son nulos de pleno derecho y contrario a las doctrinas de los santos padres." El sistema de los beneficios, que prácticamente los convirtió en bienes de los clérigos que en principio eran sólo administradores de los bienes que los fieles dejaban para obras de caridad, hizo que sus rentas se aplicasen con criterio más egoísta a los fines caritativos para que estaban destinados. El prestigio de las instituciones eclesiásticas ha debido disminuir en proporción a la disminución de la largueza de sus interesados administradores. A principios del siglo XIII, Inocencio III, en una severa carta referente al arzobispo de Narbona, señalaba la corrupción del clero como causa de la decadencia del prestigio de la Iglesia. En ella amonestaba a "esos ciegos, esos perros mudos que ya no saben ladrar, esos simoníacos que venden la justicia, que absuelven al rico y condenan al pobre. Ni siquiera observan las leyes de la Iglesia. Acumulan beneficios y confían los sacerdocios y los beneficios eclesiáticos a sacerdotes indignos, a menores analfabetos. De todo ello procede la indolencia de los heréticos, el menosprecio de los señores y del pueblo por Dios y por la Iglesia". Estos conceptos se refieren al mediodía de Francia, donde entonces predominaba la herejía albigense; pero las disposiciones de los concilios y de los papas, aunque son de época posterior, nos autorizan a pensar que ese estado de cosas no podía ser solamente de aquella región. Las órdenes mendicantes fueron en su origen pobres y reformadoras. Santo Domingo y sus compañeros empezaron su apostolado por la persuasión; pero la Orden no tardó en adoptar el partido de la violencia. Amigo del conde de Monfort, líder de la represión contra los albigenses, Santo Domingo aceptó de él para su monasterio los despojos de las víctimas de la represión. Los primeros franciscanos, como los primeros valdenses, eran místicos dulces, ascetas, inofensivos, más o menos ortodoxos que se prohibían toda propiedad, incluso la colectiva, y que se consagraban a la caridad. Pero la Iglesia triunfante pronto los convirtió en sus auxiliares; mendigaron por cuenta de los papas y de la política romana. Convertidos en ricos y poderosos incurrieron en desórdenes que provocaron nuevas reformas. 

 

10. La Iglesia, la pobreza y las herejías.

"Las órdenes mendicantes", dice Inchausti, "fueron organizadas como una adaptación eclesiástica de las colectividades espontáneas de mendigos de los siglos anteriores... Al autorizar la organización de las órdenes la Santa Sede había dado una verdadera consagración a este tipo de organizaciones derivadas de la fe popular. Lo había hecho como una medida salvadora contra las sectas heteredoxas que amenazaban sus intereses temporales y su predominio jerárquico." La creación de las órdenes mendicantes tendió evidentemente a controlar mediante su absorción a las colectividades de mendigos que impregnadas del fervor místico adoptaron sin embargo una actitud hostil a la Iglesia. En el siglo XI, en efecto, se registra la existencia de movimientos espontáneos de colectividades de mendigos. Tal fue en esa época el movimiento alemán de los begardos, que parece originado en la miseria económica. Entonces la pobreza se amparaba en la justificación mística de la teórica pobreza clerical. Tender la mano para obtener la subsistencia era en si mismo un medio de llegar a la santidad. Estos movimientos fueron vigorosos en el siglo XIII. Las órdenes mendicantes habían sistematizado la mendicidad, su sistema consistía en enviar constantemente monjes que salían a pedir y que iban provistos de recipientes adecuados para recibir los donativos en especie, ya fueran sólidos o líquidos. En un escrito de un dominico del siglo XIV que relata estos procedimientos se observa que ciertos monjes pedían solamente a los ricos y que otros se dirigían a toda la gente. El cisterciense Jacques de Therines defendía a las órdenes no mendicantes porque decía que el estado de mendicidad exponía a la vagancia y relajaba la moral individual de los frailes induciéndoles a adular a los ricos y a perjurar para obtener donativos.
    
Pero la Iglesia modificó radicalmente su actitud respecto a la pobreza tan pronto como desaparecieron las condiciones de peligro que la indujeron a crear las órdenes mendicantes. Cuando las sectas más peligrosas fueron abatidas en virtud del esfuerzo combinado y coincidente de la represión inquisitorial y de las misiones de franciscanos y dominicos, y cuando al mismo tiempo ocurrió que estas órdenes religiosas enriquecidas no practicaban el voto de pobreza, la Santa Sede tuvo motivos suficientes para cambiar su actitud y su posición teórica respecto a la pobreza. Por estas razones empezaron a discutir los méritos de la mendicidad a fines del siglo XIII. El concilio de Lyon, en 1274, intentó suprimir las asociaciones de mendigos no autorizados. A fines de ese mismo siglo la mendicidad preocupaba seriamente al pontificado. El enriquecimiento de las órdenes mendicantes había provocado anteriormente en el seno de la Iglesia, de parte del clero secular y de las órdenes rurales, interpretaciones contradictorias sobre la pobreza clerical considerada desde el punto de vista de la propiedad individual y colectiva. Cuando las epidemias del siglo siguiente hicieron necesaria la mano de obra y los contribuyentes que la mendicidad piadosa convertida en profesión restaba a la actividad general, las ordenanzas reales sobre la misma materia, primeras disposiciones sobre legislación del trabajo en Inglaterra, Francia y Castilla, vinieron a consagrar la transformación consumada del concepto eclesiástico de la pobreza. 

 

11. Difusión de las herejías medioevales.

George Cross, antes citado, señala en los siguientes términos las características de la expansión de las herejías medioevales:  "La herejía medioeval es europea. Lo asombroso es su rápida difusión. Apareció súbitamente en el siglo XI y en poco tiempo se extendió por todo el Continente, desde Bulgaria en el Este hasta España en el Oeste y desde Inglaterra en el Norte hasta el centro de Italia recibió su influencia. Los herejes fueron especialmente numerosos en el sur de Francia, en Suiza y en el norte de Italia, pero los hubo en gran cantidad en París, Orleáns y Reims; en Arras, en Cambray y en los Países Bajos; en las ciudades alemanas de Goslar, Colonia, Treveris, Metz y Estrasburgo; en Hungría, en los condados del sureste de Inglaterra y en Cataluña y Aragón. Toda la estructura de la Iglesia papal estuvo en peligro de derrumbarse y sólo las medidas más violentas adoptadas en colaboración con las autoridades seculares pudieron derrotar a los rebeldes... aunque no definitivamente. Porque la Reforma hizo renacer el movimiento en muchos aspectos y entonces triunfó con carácter permanente. Parece claro, aunque no hay pruebas evidentes, que se difundió entre la gente común y entre muchos sacerdotes durante mucho tiempo antes de que la jerarquía, preocupada con la política de la Iglesia, despertase ante el peligro."
    
En 1250, la noticia de la derrota y de la prisión de San Luis en Tierra Santa fue el pretexto para una formidable insurrección agraria de los pastoreaux. Esta rebelión, que se presentó bajo el aspecto religioso de una cruzada espontánea para liberar al rey, análoga por su índole sentimental y popular a los movimientos de tiempos anteriores, se señaló por su violencia contra la burguesía, contra los usureros y contra la propiedad eclesiástica. En 1320 este movimiento de los pastoreaux se reprodujo con caracteres violentos.
    
Con anterioridad a los levatamientos de los pastoreaux de 1320, la Iglesia había dictado bulas pontificias contra los beguinages, fratricelli y demás comunidades no autorizadas, que como los pastoreaux parecían observar el precepto de la pobreza. Se les excomulgó por entonces y se les entregó a la Inquisisción.
    
Como es sabido la secta heterodoxa que de modo más visible amenazó la estabilidad de la Iglesia fue la de los albigenses o cátaros en el siglo XIII, que tuvo su origen y sedes principales en el sur de Francia. En esta secta, los sacerdotes, que se llamaban perfectos, pertenecían generalmente a las clases trabajadoras. Los valdenses o pobres de Lyon reclutaban sus adeptos entre los tejedores especialmente. Los perfectos cátaros practicaban el ascetismo y la comunidad de bienes que no parece haber sido diferente de la usual en las órdenes monásticas. Los inquisidores y polemistas cristianos acusaron a su modo a los cátaros creyentes, es decir, a los fieles que no vivían la vida ascética de los perfectos, de pertenecer a las clases más bajas de la sociedad. Carlos Molinier ha observado que esta acusación tendía a confundir la pobreza con la ignorancia y da el siguiente resultado de la investigación sobre la clase social a la que pertenecían los creyentes: "Era ordinariamente en la clase media o burguesa y en las clases inferiores, entre los artesanos de las ciudades y entre los cultivadores de los campos donde se reclutaban estos representantes especiales de las doctrinas dualistas." Pero agrega que ésta es una comprobación general. La composición social de la secta ha variado según las épocas, y establece tres períodos diferentes: entre 1200 y 1250 había sido sostenida por todas las clases sociales. Entre 1250 y 1300 estaba compuesta casi totalmente de nobles; existirían aún algunos burgueses y ricos en ella, pero los fieles se reclutaban en forma predominante entre los pequeños propietarios agrícolas y entre los artesanos. Entre 1300 y 1325 habrían dominado las clases pobres.
    
A juicio de varios historiadores la adhesión de los nobles a las sectas heterodoxas se debería a que en su doctrina y difusión encontraban la justificación racional y la ocasión favorable para usurpar bienes eclesiásticos: "El final del siglo XII y los comienzos del siguiente aparecen señalados por una serie de usurpaciones de los dominios y propiedades de la Iglesia que hacían los señores feudales. La nobleza laica intentó casi en todas partes despojar a la nobleza eclesiástica y estos ejemplos dados por los más poderosos sectores fueron en seguida imitados por los más modestos hidalgos." Cuando se inició la represión inquisitorial con su cortejo de confiscaciones de bienes, los nobles abandonaron la secta albigense y la suerte de ésta la siguieron desde entonces los que no tenían nada que perder.
    
La secta tenía tres diócesis en Francia, las tres en el mediodía: Albi, Tolosa y Carcasonne. A principios del siglo XIII su difusión era tal en el Languedoc que el culto cátaro convivía en pública concurrencia con la Iglesia cristiana. Sus fieles prestaban servicios sociales tales como cuidados en caso de enfermedad, limosna y préstamos procedentes de donativos que recibían; operaciones comerciales, generalmente con productos agrícolas, y atendían a la educación de la infancia. Guiraud dice que sostenían también talleres industriales, aunque los únicos que menciona se refieren a trabajos textiles que hacían los perfectos que vivían en comunidad.
    
La secta contemporánea de los albigenses fue la de los valdenses o pobres de Lyon antes citada, que también reclutaba sus adeptos entre los pobres, especialmente entre los tejedores. En su origen se extendió por Suiza, Saboya y la diócesis de Mans. Prescindían de los sacerdotes, de los sacramentos, y condenaban la oración, el servicio militar y la propiedad individual. La secta se extendió por el mediodía de Italia y Aragón, de donde los expulsó Alfonso II en 1194. En el siglo XIII los valdenses se dividieron y mientras sus partidarios de Francia trataron de seguir dentro de la Iglesia a pesar de sus doctrinas especiales, los de Italia rompieron con ella y organizaron un culto enteramente aparte.
    
Aunque más de un siglo posterior a las herejías de los albigenses y valdenses, debemos mencionar aquí la de los wicliffitas en Inglaterra y la de los hussitas en Bohemia, a las que deberemos referirnos con más extensión en un capítulo posterior al estudiar las sublevaciones de los campesinos. 

 

 Las herejías desde el punto de vista de la lucha de clases.

     Al estudiar las herejías en su relación con las luchas de clases, Engels proporciona una interpretación de las mismas de la que transcribimos a continuación la parte sustancial:
    
En las dos herejías medioevales que alcanzaron mayor expansión, dice Engels, encontramos desde el siglo XII las huellas de las divergencias que separan la oposición burguesa de la campesina y plebeya y que motivaron el fracaso de las guerras campesinas.
    
La herejía de las ciudades, que es en cierto modo la herejía oficial de la Edad Media, se dirigía principalmente contra los curas, atacándolos por su riqueza y por su influencia política. La herejía burguesa tenía la forma reaccionaria de toda herejía que no ve en la evolución de la Iglesia y de su doctrina otra cosa que su degeneración. Exigía la restauración del cristianismo primitivo con su aparato eclesiástico simplificado y la supresión del sacerdocio profesional. Esta institución barata hubiese acabado con los monjes, los prelados, la curia romana, en una palabra: con todo lo que la Iglesia tenía de costoso. Aunque protegidas por monarcas, las ciudades eran republicanas y en sus ataques contra el papado expresaron por primera vez la idea de que la República es la forma normal de la dominación burguesa. Su enemistad contra una serie de dogmas y preceptos de la Iglesia se explica por los hechos que ya hemos enumerado y por sus condiciones de vida en general. El mismo Bocaccio nos da a conocer las razones que movieron a las ciudades a impugnar el celibato en tonos tan vehementes. Arnaldo de Brescia en Italia y Alemania y los albigenses en el sur de Francia, Juan Wycliffe en Inglaterra, Juan Hus y los calistinos en Bohemia fueron los principales representantes de esta tendencia.
    
En Alemania, como en el sur de Francia, como en Inglaterra y Bohemia, la mayor parte de la pequeña nobleza se solidarizó con la herejía de las ciudades en la lucha contra los curas, lo que pone de manifiesto la dependencia en que las ciudades tenían a la pequeña nobleza y la comunidad de intereses de aquéllas y de ésta frente a los príncipes y prelados. Esta alianza resurgirá en la guerra campesina. La herejía que expresaba los anhelos de los plebeyos y campesinos, y que casi siempre daba origen a alguna sublevación, tenía un carácter muy diferente. Hacía suyas todas las reivindicaciones de la herejía burguesa que se referían a los curas, al papado y a la restauración de la iglesia primitiva; pero al mismo tiempo iba más allá. Pedía la instauración de la igualdad cristiana entre los miembros de la comunidad y su reconocimiento como norma de la sociedad entera. La igualdad de los hijos de Dios debía traducirse por la igualdad de los ciudadanos y hasta por la de sus haciendas. La nobleza debía ponerse al mismo nivel que los campesinos, y los patricios y burgueses privilegiados al de los plebeyos. La supresión de los servicios personales, de los censos, de los tributos y de los privilegios, y la nivelación de las diferencias más escandalosas de la propiedad eran reivindicaciones formuladas con más o menos energía y consideradas como consecuencia necesaria de la doctrina cristiana cuando el feudalismo estaba en su apogeo. Esta herejía plebeya y campesina (por ejemplo la de los albigenses) no se separó de la burguesía; pero durante los siglos XIV y XV se transformó en ideario de un partido bien definido independiente de la herejía burguesa. Así, Juan Ball, el predicador de la sublevación de Wat-Tyler en Inglaterra, aparece al margen del movimiento del Wycliffe, como los taboritas al lado de los calistinos en Bohemia. En el movimiento taborita se manifiesta ya bajo el ropaje teocrático esa tendencia republicana que a fines del siglo XV y principios del XVI adquirió tanta importancia entre los representantes de los plebeyos alemanes.
    
Los plebeyos eran la única clase que entonces se hallaba enteramente al margen de la sociedad existente. Se hallaban fuera de la comunidad feudal y de la comunidad burguesa. No tenían privilegios ni bienes, no tenían siquiera la propiedad gravada con cargas abrumadoras, de los campesinos o pequeños burgueses; estaban desposeídos y sin derechos; en su vida normal ni siquiera entraban en contacto con las instituciones de un Estado que ignoraba hasta su existencia. Eran un símbolo viviente de la disolución de la sociedad feudal y corporativa y al mismo tiempo los primeros precursores de la primera sociedad burguesa.
    
Así se explica que ya entonces la fracción plebeya no pudiera contentarse con combatir tan sólo al feudalismo y a la burguesía privilegiada de los gremios, sino que tuvo que ir, por lo menos en su imaginación, más allá de la propia sociedad burguesa apenas naciente, y se explica también por qué esta fracción desposeída tuvo que recoger las ideas y conceptos que son comunes a todas las sociedades basadas en el antagonismo de clase. Las fantasías quiliásticas (creencia consistente en que un milagro divino -la vuelta de Cristo-inauguraría una era milenaria de felicidad comunista para los hijos de Dios en la Tierra) del cristianismo primitivo ofrecían el punto de referencia oportuno; pero la superación no sólo del presente, sino también del porvenir, no podía ser más que forzada e imaginaria; al primer intento de realización tenía que volver a encerrarse en los estrechos límites que permitían las circunstancias de entonces. El ataque contra la propiedad privada, la reivindicación de la comunidad de bienes, no podían dar más resultado que una simple organización de la Cruzada; la confusa igualdad cristiana podía a lo sumo traducirse por la burguesa igualdad ante la ley; la supresión de toda autoridad, por fin, se transforma en el establecimiento de gobiernos republicanos elegidos por el pueblo. La anticipación del comunismo en la imaginación condujo en realidad a una anticipación de la nueva sociedad burguesa.

 

 

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EL DESARROLLO DE LA SOCIEDAD IV.  
Las fuerzas productivas y las relaciones de producción en la Edad Media. 

MAURO OLMEDA 
Editorial Ayuso, Madrid, 1977       
Capítulo XIII, "El poderío de la Iglesia durante la Edad Media" (pp. 155 -194). 

 

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