Salterio. Escuela de San Benedetto Po, siglo XI. Mantua, Biblioteca Comunal, Ms. C. III. 20, c. 2 r. David danza ante el Arca de la Alianza.

 

 

 

  

 

Si no tan conocida como la segunda, al menos tan interesante para la interpretación del libro es la estrofa final de ambos manuscritos. La afirmación contradictoria que contienen dificulta conocer con seguridad el nombre del autor castellano. Por el contrario, parece quedar bastante claro que el que escribió estos versos era un clérigo, y en su sentido restringido de “hombre de iglesia”.

Tomando este punto de partida,  el libro entero  se orienta a una misma finalidad, por lo que se resuelven una serie de incongruencias, que pueden parecernos tales al primer vistazo, pero que, así entendidas, son sólo aparentes.

En primer lugar, sorprende un cambio tan repentino en la consideración de la figura de Alejandro, admirado durante todo el libro y desacreditado, por así decirlo, en tres de las estrofas finales. Este es un cambio que se produce de una estrofa a otra, casi de un verso a otro. En la 2669, tras agradecer a Dios, y declarar acabada la historia, el autor califica positivamente a Alejandro como “buen rey de Grecia”:[1]

 

              Grado al Crïador              que es Rey de gloria,

             que bive e que regna             en complida victoria,

             acabada avemos,        señores, la estoria

             del buen rëy de Greçia,    señor de Babilonia.

 

            Tras esto, el clérigo nos indica cómo no debemos actuar, tomando después el ejemplo de Alejandro, es decir, nos alecciona para que no actuemos como él, con lo que la caracterización del protagonista pasa a ser negativa en las estrofas inmediatamente siguientes, las 2670, 2671 y 2672:

 

              Señores, quien quisiere      su alma bien salvar,

              deve en este siglo      assaz poco fïar;

              deve a Dios servir,       dévelo bien pregar,

              que en poder del mundo     non lo quiera dexar.

 

              La gloria de este mundo,    quien bien la quiere asmar,

              más que la flor del campo     non la debe preçiar,

              ca quando omne cuida        más seguro estar,

              échalo de cabeça        en el peor lugar.

 

              Alexandre que era    rëy de gran poder,

              que nin mares nin tierra      non lo podién caber,

              en una foya ovo           en cabo a caer

              que non pudo de término         doze piedes tener.

    

Estas tres estrofas inician, en la división que establece Jesús Cañas, lo que él denomina “Despedida”, sin embargo, según la división de Nelson, “La conclusión” comienza en la estrofa anterior. En el primer caso no resulta tan extraño, ya que se trata de una parte distinta, esperar un cambio; por el contrario, si se sigue la edición de Nelson el contraste es mayor, dentro de la misma conclusión Alejandro aparece calificado de forma positiva y negativa.

En ambas ediciones esta sección continúa hasta el final del libro, pero las estrofas que restan no aportan nada a su significación, ni a la caracterización del protagonista, son una serie de tópicos usuales en la época, a veces tomados de los juglares. En la 2673, tras la despedida y el agradecimiento aparece el tópico de la falsa humildad, en un intento de captar la benevolencia del lector:

             

Quiérome vos con tanto,       señores, espedir;

gradéscovoslo mucho        quem quisiestes oïr;

si falleçí en algo,       devedes me parçir,

só de poca çïencia,        devedes me sofrir.

 

En la siguiente estrofa, la 2675, el autor se vale también de un recurso juglaresco, pide una “recompensa” a cambio de su intervención, que se rece por él:

 

 Pero pedir vos quiero     çerca de la finada,

-quiero de mi servicio      de vos prender soldada-:

dezid el Paternoster        por mí una vegada;

a mi faredes pro,       vos non perdredes nada.

 

Y por último, la estrofa final, la 2675, nos informa acerca del autor, o copista, de estos versos:

 

 Si queredes saber     quien fiz’ este ditado,

Gonçalo de Berçeo     es por nombre llamado,

natural de Madrid,     en Sant Millán crïado,

del abat Johan Sánchez      notario por nonbrado.

 

Dejando a un lado, por tanto, estas tres últimas estanzas, además de  este cambio de parecer con respecto a la figura del protagonista, se observa una segunda falta de coherencia, ya que, como vimos, Alejandro goza de una gran estima a lo largo de todo el libro, hasta la estrofa 2670, es decir, aun después de haber cometido un grave pecado de soberbia. Encontramos múltiples ejemplos de esta admiración desmesurada a Alejandro, que incluso llegan a compararle con Dios, como podría interpretarse en el último verso de la estrofa 1567:

 

Uxïón fue çercada,     Alexandre irado,

mandávala lidiar       que era ensañado;

fazié en todo Métades     razón e aguisado,

mas non valen escantos     quando Dios es irado.

 

Puede entenderse una identificación por la coincidencia del adjetivo “irado” en el primer verso y en el último, en un caso calificando a Alejandro y en el otro a Dios. Y, de otra manera, si pensamos  en Dios “irado” en el cielo y Alejandro en la tierra castigando a los que provocan su ira, también se produce un ensalzamiento de la figura del emperador macedonio, casi hasta la altura de Dios. Este papel de “Dios en la tierra” aparece en otros momentos, como cuando Darío muere injustamente a manos de traidores, parece que Dios no hace nada por evitarlo ya que (1718, 1719):

 

Los jüicios de Dios    assí suelen correr:                                                     

quiere dar a los malos,     a los buenos toller,

lieva todas las cosas    segund el su plazer,

por mostrar que él ha     sobre todos poder.

 

A los buenos da cueita,    que bivan en pobreza;

a los malos da fuerça,     averes e riqueza;

a fol da el meollo,     al cuerdo la corteza;

los que non lo entienden    tiénenlo a fereza.

 

Y en este caso es Alejandro el que se encarga de restituir la justicia en el mundo, ya que no ceja hasta provocar la muerte de los traidores. Esta admiración por Alejandro adquiere particular relevancia en el momento de su muerte, que puede llegar a parecerse a la de algún mártir cristiano, incluso a la de Cristo, cuando de quien se está hablando es de un pecador pagano. También es cierto que, después de la muerte, la actitud de los que le lloran evoca la de los discípulos de Cristo para con Éste. Muchos de los adjetivos que se le atribuyen también se usan para nombrar a Cristo (2658cd):

 

los unos dizían: “¡Padre!”,     los otros: “¡Ay, señor!”;

otros dizían “¡Rey!”,    otros: “¡Emperador!”;

 

En la estrofa 2659 Rosana es presentada llorando desolada a los pies de Alejandro:

 

Rosana sobre todos     era muy debatida,

a los piedes del rey    yazié amorteçida,

teniélo abraçado,    yazía estordida,

aviá mucha de agua    por la cara vertida.

 

Incluso el autor, tomando la palabra, compara la desolación de los vasallos  de Alejandro con la de las ovejas sin pastor; todas ellas escenas con evidentes reminiscencias bíblicas (2664):

 

Como diz’ el escripto    de Dios nuestro señor,

que mal tienen en uno    ovejas sin pastor,

            entró en los varones    çisma e mal fervor,

 

No hay tampoco que olvidar que la identificación de este personaje con la divinidad no es nueva: el auténtico Alejandro Magno, el histórico, en el último año de su vida exigió su deificación en un acceso culminante de soberbia. Sin embargo, sorprende esta postura en el clérigo castellano –que le eleva incluso a la categoría de “pastor de ovejas”-, ya que Alejandro se ha convertido en un pecador desde el punto de vista de la moral cristiana. Y, aún así, se llega a afirmar (2667cd):

 

si non fuese pagano,     de vida tan seglar,

deviélo ir el mundo     todo a adorar. 

 

 Manifestación un tanto arriesgada, también por otro motivo, puesto que en la época en que escribe el autor existen reyes, también admirables, pero ahora cristianos, y, ¿es que debe ir el mundo entero a adorarles como si fueran dioses?

 De esta manera no se puede llegar a saber si Alejandro se condena por su pecado, bien parece que no en algunos versos (2668ab):

 

Si murieron las carnes    que lo han por natura,

non murió el buen preçio,    que y encara dura;

 

Pero no podemos estar seguros, cuando el autor nos alecciona en tres de las estrofas finales declara:

 

Señores, quien quisiere    su alma bien salvar,

debe en este siglo    assaz poco fiar;

 

            Y, dos estrofas más tarde, propone como ejemplo a Alejandro, por lo que podría interpretarse que el rey no ha hecho lo debido para salvar bien su alma; además, en otra parte del libro, comete un pecado del que no parece que se arrepienta.

Parece claro, por tanto, que para dar respuesta a estas incógnitas se debe tener en cuenta la leyenda de Alejandro, en la que, como señala Lida de Malkiel, ya convergen estos dos puntos de vista: el mundano, que le admira como parangón de hazañas, y el ascético, que le condena como ejemplo de la vanidad y desmesura terrenales. El clérigo castellano aprovecha esto y presenta la figura de Alejandro como un doble ejemplo, por un lado positivo, como un patrón a imitar, en una interpretación mundana; y por otro lado, negativo, como modelo de comportamiento que se debe evitar, en una interpretación ascética. Y son estas interpretaciones las que el autor adapta a los moldes cristianos. El clérigo, consciente de que la veneración doctrinal al libro apunta a una inmortalidad doctrinal, sabe que el personaje glorioso se transmutará en ejemplo o anécdota, en una parcela del saber edificante que las generaciones futuras podrán memorizar fácilmente. Por eso es conveniente dilucidar cómo funcionan estos dos modelos, de qué manera pretende el autor aleccionar a sus lectores. 

En primer lugar, Alejandro se presenta, a lo largo de prácticamente todo el libro, como un ejemplo positivo. Desde este punto de vista, la primera finalidad es presentar al protagonista como un verdadero “speculum principum”[2]. Las estrofas en las que Aristóteles aconseja a su pupilo (51-84) contienen una auténtica guía de comportamiento –proyectada en los diversos frentes en que se había de mover en la época la vida de un caudillo- que podría llevar al que la siguiese a convertirse en un auténtico príncipe cristiano medieval; guía que en épocas próximas a aquellas en las que el Libro fue compuesto todavía seguía siendo interpretada en el mismo sentido, como el modelo básico del buen príncipe, y, en general, como la normativa esencial cuyo cumplimiento conseguiría convertir a un hombre en un caballero cabal.

Alejandro es un personaje cristianizado, descrito sobre todo como rey medieval, valiente y sabio a la vez, dotado de una personalidad excepcional. Apoyándose en una realidad histórica, el autor medievaliza los estudios de Alejandro, que recibe de Aristóteles una educación basada en el Trivium enriquecido con la mitad del Quadrivium (música y astronomía), y con la historia natural y la medicina. A estas enseñanzas, evidentemente clericales, se une la valentía del rey.

De esta manera, la finalidad que persigue el clérigo castellano es de índole didáctica, para educar y formar al príncipe cristiano. Pero, tras esta finalidad dada, y aceptada por la mayoría de los críticos, el autor va más allá, presenta de este modo al héroe macedonio con el propósito de consolidar un orden social que debe mantenerse inalterable.

Así, antes de que el poema aborde los aspectos moralizadores, Alejandro aparece representado como un tipo de caballero que se proclama defensor, pero, al mismo tiempo, señor de los humildes, y que no permite que se contradiga el orden trifuncional y de vasallaje inmanente de la sociedad. Señor, vasallo o villano, cada uno tiene su lugar. El acento que se pone sobre la autoridad real, y que acompaña al tema omnipresente de la traición, no deja lugar a dudas: el mayor crimen es de la traición al rey. Restablecer el orden jerárquico de la sociedad castigando a los vasallos traidores a su señor es una de las prioridades de Alejandro, por eso vuela a vengar el asesinato de Darío. 

La simpatía del autor por el monarca y la visión absolutista de la autoridad real son, quizá, un homenaje a la época y a la personalidad de Fernando III el Santo. La obra participa, a su manera, en la elaboración de un ideal de paz imperial, concebido con la vista puesta atrás, en un tiempo relativamente tranquilo, bajo el impulso de la Reconquista cristiana. La propaganda de determinados valores, sobre todo la generosidad, la mesura, el coraje, parece dirigida a las clases superiores de la nobleza (a los “ricoshombres”) y quizá, también, a un público más vasto, al que el autor desearía ver apoyando plenamente los principios feudales. Al mismo tiempo, podría querer que se aceptase la autoridad monárquica, aprovechando que la nobleza se sentía amenazada por el empuje urbano. La autoridad monárquica se presenta como un comportamiento que serviría para unir a todos los nobles y a todos los caballeros, grandes y pequeños.

Es fácil suponer que ésta, la de presentar un orden social inalterable, también era una de las intenciones del autor castellano en su tratamiento del punto de vista “mundano” de la figura de Alejandro, el que lo presenta como ejemplo a imitar, que se complementa, en cierto modo, con la finalidad perseguida al exponer la segunda interpretación.

La figura de Alejandro funciona además como ejemplo negativo, como un  “contraejemplo”. Su historia se enjuicia así desde un punto de vista ascético, si bien en estas últimas estrofas tal interpretación queda reducida estrictamente a lo enunciado por las cuadernas 2670 a ´72, las que en la edición de Cañas inician la conclusión general del poema.

 Resulta significativo que sean únicamente estos doce versos los que presenten de forma explícita en esta parte final una crítica al comportamiento del rey macedonio. Como se ha señalado, las cuadernas anteriores se deshacen en elogios a un Alejandro ya pecador, lo que es síntoma tanto de la simpatía que el autor profesa hacia su personaje como del plano de interpretación que está funcionando hasta este momento, el que Lida de Malkiel califica de “mundano”. Pero el autor, “bon clérigo e ondrado”, sabe muy bien que en su calidad de clérigo le corresponde adoptar el punto de vista ascético y declara entonces a Alejandro como ejemplo del ningún valor de la gloria mundana. Se desprecia el valor de la gloria concebida como “poderío, prosperidad material” (“La gloria desti mundo  quien bien quiere asmar/más que la flor del campo  non la deve preçiar”), y se expresa el fervor por la fama, la vida en la memoria de los hombres, recompensa de jerarquía más espiritual.

Como cuando se contemplara de manera positiva, subyace una doble finalidad en la utilización de la figura del héroe con valor ejemplar:

"Por un lado, la historia de Alejandro Magno conviene mucho a la constatación de la inestabilidad de la Fortuna (desde la óptica cristiana, omnipotencia de Dios, de quien todo depende y por quien todo acaece en última instancia) y a la extracción de la enseñanza moral subsiguiente, la comprensión de la banalidad de los bienes de este mundo y el desprecio de “las cosas del siglo”, es decir, la asimilación de las doctrinas del “De contemptu mundi”.

            La sucesión de éxitos y triunfos del emperador le llevan a comportarse cada vez con más arrogancia y soberbia, pecado por el que es castigado con una muerte a traición. El poema nos presenta una conducta que no hay que imitar. Alejandro, que ha alcanzado la cima del poder, cae como cualquier hombre. Son muchos los momentos a lo largo del poema en que se pone de manifiesto la total mudabilidad de la suerte, tanto a través de las consideraciones del clérigo (827cd, 846, 986d, 1671cd, 1673c, 1677a, 2213, 2214cd, 2532...) como del propio ejemplo que ofrecen los casos de Darío, de Poro o de la ciudad de Troya. La fortuna se contempla como un bien cambiante y en el que poco se debe fiar, tal y como define la cuaderna 1653:

 

La rueda de ventura    siempre assí corrió,

a los unos alçó,    a los otros premió;

a los muchos alçados    luego los deçendió,

a los que deçendió    en cabo los pujó.

 

            Por encima de esta “ventura” de raigambre clásica se sitúa en el texto la voluntad divina. La caída de Alejandro es una prueba más de que todo sucede por deseo de Dios, que gobierna incluso el destino del más grande de los hombres (estrofas 1051d, 1567, 1647c o ésta que citamos, 988):

 

Nin poder nin esfuerço    nin aver monedado

nol valen al que es    de Dios desamparado;

aquel que a Él plaze    esse es bien guïado,

el que Él desampara    es del tod´afollado.

 

                La enseñanza moral que ofrece el autor es consecuencia de esta constatación. Puesto que la situación de fortuna es mudable, y depende de Dios, no vale nada preciar los bienes de este mundo, que son futiles, y sí abrazar la moral cristiana en la línea del ascetismo del “De contemptu mundi”. Inocencio III, en su De contemptu mundi sive de miseria conditionis humanae, recoge para el mundo medieval una tradición, la de la “miseria hominis”, desarrollada por los sistemas filosóficos dualistas, que penetra en la literatura bíblica y es sistematizada como doctrina por los Santos Padres. Los vicios físicos y morales de que son cuna el mundo y el hombre deben animar al cristiano a dirigirse a Dios y a los verdaderos valores de la vida espiritual. De este modo la historia del general macedonio sirve al clérigo en su afán de didactismo cristiano. El mensaje aparece con claridad en distintos momentos de la obra (“Por ninguna riqueza  que pudiesse seer/nunca devié nul omne  lo de Dios posponer”, 1001ab), hasta el punto de que le es dedicado una amplia digresión entre las estrofas 1805 y 1830.

             Por otra parte, además de esta finalidad inmediata, la utilización de Alejandro como ejemplo de carácter negativo conviene al clérigo para la que se constituye como motivación última del poema, la consolidación del papel preponderante de la clerecía en la sociedad. Si los bienes del mundo no deben preciarse, no tiene sentido ningún intento de modificación del orden social, que es algo mundano, y que es un orden que, como se deja muy claro en varios momentos, beneficia muy mucho al estamento de la clerecía. Cuando el rey vencedor desfila ante el pueblo de Babilonia, en las cuadernas 1542 a 1544, se configura la jerarquización de la sociedad, tal como el autor del poema la entiende. En primer lugar, y por delante del monarca, pasan los clérigos:

 

        Ivan las proçessiones    ricament ordenadas,

        los clérigos primeros    con sus cartas sagradas,

        el rëy çerca ellos,    que ordenan las fadas,

        el que todas las gentes    avié mal espantadas.

 

       Vinién apres del rey    todos sus senadores

       cónsules e perfectos    vinién por guardadores

       después los cavalleros    que son sus defensores,

       que los pueblos a éstos    acatan por señores.

 

            Idéntica ordenación se repite en la crítica que a cada estamento realizan las estrofas 1817 a 1824.

Estos caballeros, defensores y señores del pueblo, nada tienen que ver con el pasado romano al que pertenecen senadores, cónsules y prefectos. Emanan de una visión sociológica presente en distintos textos medievales, de gran influencia, y que establece una organización tripartita (con todas las significaciones que acompañan al número tres) de la sociedad, formada por tres clases de hombres: los que laboran, los que combaten y los que ruegan, los “oratores”, los clérigos, cuya primacía jerárquica en la sociedad ya ha reseñado el autor.

            Además, otra consecuencia importantísima se sigue de todo lo dicho. Justificada la necesidad de renuncia a los bienes materiales, caducos y volátiles, se explica la mayor enjundia de los bienes clericales, que no pasan. La supremacía de la clerecía, que no aspira a “la gloria desti mundo” queda así reforzada. Como señala Jean Canavaggio[3]:

Desde el momento en que sólo en la fe puede haber esperanza de salvación, el cristiano debe ponerse al servicio de Dios. Esta conclusión, perfectamente lógica, hace callar a los caballeros y aparece acompañada de una serie de críticas morales sobre la sociedad contemporánea.      

Presentando un panorama muy completo, el autor insiste en subrayar la superioridad de los clérigos sobre los guerreros. Sin la clerecía, incluso el mejor Rey no es nada. Las letras valen más que las armas. La clerecía y los “oratores” recuperan la defensa e ilustración de una teoría monárquica, para beneficio de su saber, que se constituye, de golpe, en un verdadero poder.

            Por tanto, la consideración de la figura del protagonista como un doble ejemplo permite la solución de lo que fácilmente pueden entenderse como incongruencias en una primera lectura.

            Alejandro es alabado mientras se le contempla desde un punto de vista mundano. Buen rey y hombre victorioso, sus triunfos merecen la admiración de los hombres y su papel como ejemplo a imitar. Cuando pocos versos más tarde se resalta su caída y se condena su comportamiento, lo que funciona es la interpretación ascética, la contra-ejemplaridad de la leyenda de Alejandro, pecador y sometido, como todos los hombres, a la voluntad divina. No hay una contradicción, hay un enjuiciamiento de la figura del héroe desde dos ópticas distintas y en referencia a aspectos distintos. A lo largo de toda su vida Alejandro se muestra como un perfecto “speculum principum”, mientras que su pecado permite una enseñanza de tipo moral, el desprecio de los bienes del mundo y el reconocimiento de la omnipotencia de Dios, al tiempo que se condenan la soberbia y la traición. Bajo ambos posicionamientos subyace además, como ya se ha visto, otra finalidad, la defensa de la clerecía, y es ahí donde las dos interpretaciones convergen.

            De esta manera se justifica también el que, tras la comisión de pecado, el emperador siga siendo caracterizado de forma amable, con atributos que parangonan su figura y sus actitudes con las del mismísimo Cristo. Lo que interesa hasta la cuaderna 2669 es únicamente lo que de positivo ofrece la leyenda de Alejandro, que como buen monarca es en cierto sentido un “buen pastor”, un guía, con los inmediatos paralelismos que un mundo tan impregnado de cultura cristiana establecería.

            Queda respondida asimismo la incongruencia que planteaba la cuaderna 2667. Ahora, tiempo de hombres cristianos, y posiblemente de grandes monarcas, ¿qué hacer? ¿deben recibir los reyes adoración del “mundo todo”? La caída de Alejandro, el más poderoso de los hombres, y el Emperador por excelencia, ofrece clara respuesta. El aprecio verdadero no debe dirigirse hacia lo humano, que es falible, sino hacia Dios. Alejandro, encarnación del mito del ídolo caído, corrobora la superioridad divina y la de sus representantes en la tierra, los clérigos.

            La actitud del poeta ante la salvación o condenación del héroe ha sido largamente discutida, sin que en la obra se afirme ni ésta ni aquélla, ni acabe de presentarse con claridad. Las opiniones de los críticos resultan a veces contradictorias. Para Alan Deyermond[4]:      

La evidencia del poema a este respecto es imprecisa, sea porque el autor la encontrase de difícil solución desde el punto de vista intelectual o sentimental, o bien porque su intento fuese el presentar un caso típico del fracaso de la grandeza, que, considerado en su vertiente puramente humana, era suficientemente impresionante para sus propósitos.

            Juan Manuel Cacho Blecua se muestra más partidario de la condenación del protagonista[5]:

En cuanto exponente de unos conocimientos clericales, el autor no podía dejar de alabar una parte de la personalidad del héroe, pero en cuanto transgresor de aspectos fundamentales en la sociedad medieval, Alejandro será condenado.

            Lida de Malkiel[6], por el contrario, incide en el arrepentimiento final del protagonista, lo que propiciaría su salvación:  

El poeta francés busca un efecto de contraste entre la insaciable sed de gloria del Rey y la muerte a traición que en un instante anulará todas sus vanidades. Pero Juan Lorenzo está tan prendado de su héroe, que no se aviene a utilizarlo como odiosa figura de escarnio y, aunque sin renunciar a su afán de gloria, le inyecta cierta desinteresada dignidad desde la cual será fácil el tránsito, en el último momento, a la contricción ascética.  

(...)No sólo las palabras de Alejandro sino su gesto simbólico de aguardar la muerte en el suelo recuerdan la humildad de San Fernando quien, según la Primera crónica general, cap. 1132, al ver llegar al fraile con la hostia “dexóse derribar del lecho en tierra” y después de haber comulgado “fizo tirar de sí los pannos reales que vestíe”. Así, por modo distinto de Gautier, al simpatizar con su héroe y conformarle in articulo mortis con la moral cristiana, Juan Lorenzo viene a otorgar validez a la conducta toda del héroe y en particular a su idea de la fama, originada en el mundo caballeresco, pero enriquecida ya con todo el saber y todas las aspiraciones de su impecable mester de clerecía.

            Para Ian Michael[7], sin embargo, el autor reprueba la conducta de Alejandro. Concluye que su gesto a la hora de la muerte es atribuido no sólo a San Fernando, sino a San Luis de Francia o a Fernando I de Castilla, que las diferencias entre el comportamiento del santo y las del rey griego son notables y que no hay pruebas suficientes para suponer que el autor desea “conciliar a su protagonista con los principios del cristianismo, dar por expiado su pecado de soberbia y aprobación a toda su conducta anterior”. La noticia únicamente describiría un modo de morir propio de los reyes del siglo XIII. Tampoco el verso 2645d (“arrenunçio el mundo”) implicaría arrepentimiento por el pecado de soberbia.

            La cuestión aparece por tanto como una de las más controvertidas de toda la obra. Nosotros advertimos, en primer lugar, un aprecio grande del poeta hacia su personaje. No hay duda de que Alejandro ha cometido pecado, y que el ambiente cristiano en que se desenvuelve la obra exigiría una condenación explícita e inmediata. Sin embargo, caso de existir ésta, es ambigua, y muy velada, en contraste con el proceder habitual del clérigo, exhaustivo y redundante en sus explicaciones. Pero además tal ambigüedad es necesaria desde el momento en que Alejandro funciona como un doble ejemplo. Alejandro ha sido un gran rey y acumula buena parte de las virtudes exigibles a un caballero, así como del saber propio de un letrado; por eso, su “fama” perdura y en cuanto a que el autor aspira a convertirlo en modelo de comportamiento, no puede sino arrepentirse y ser objeto de la misericordia de Dios. Sus errores ilustran también otras doctrinas que desea exponer, y en este sentido su alma debería ser condenada. Insistir en este aspecto, sin embargo, anularía la posibilidad de utilizar al rey como ejemplo positivo (difícilmente un condenado puede ofrecerse como imagen a imitar). La cuestión ha de quedar entonces necesariamente oscurecida.

            La técnica del doble ejemplo no se aplica únicamente a la figura de Alejandro. La narración de la historia de Troya es empleada en el mismo sentido, lo que supone un indicio más de la unidad estructural de la obra, tantas veces cuestionada. La digresión ofrece (tanto a los soldados alejandrinos como al propio lector) modelos de heroísmo, de valentía, de inteligencia y de saber militar, pero también, a través del comportamiento de Paris[8],  un caso de soberbia que lleva a la desgracia al pueblo troyano, que sufre así también los reveses de la fortuna. Sin embargo, lo que ciega a Paris es más bien la desmesura, su incapacidad para controlar el deseo de posesión de Helena, sus ansias de posesión sin más. Por contra, la soberbia de Alejandro[9] está motivada por un hecho capital, su “ansia de saber”, lo que para M.ª Rosa Lida otorgaría validez a su conducta y confirmaría su salvación.                        

            Para Lida el autor del Alexandre se aparta decididamente de la obra de Châtillon; éste muestra a un Alejandro obstinado tras la victoria sobre Darío en continuar sus conquistas, por medio de “hipérboles declamatorias” que hacen parecer la sed de gloria del Rey “huera y extravagante”. El clérigo español motivaría esa obstinación con un móvil grato a la literatura doctrinal del siglo: Alejandro no es sólo conquistador sino explorador; tanto como  dominar le interesa descubrir y conocer, para lo que se parte de la anécdota antigua, brevemente mencionada por Gautier, de un Alejandro que llora al enterarse de la pluralidad de mundos fuera de su alcance.

En su llamada a “don Satanás”, Natura antepone con mucho el ansia de saber de Alejandro (al que se llama “arca de savieza”)a su ansia de conquista. Tal avidez de saber es la grandeza y, a la vez, el pecado que precipita el fin de Alejandro. Bajo la ortodoxa condena subyace la fascinación del autor por extender el ámbito del saber, simbólicamente identificado con el del mundo geográfico conocido.

Para Francisco Rico, opinión de la que se hace eco Cañas, la curiosidad científica, y, más concretamente, geográfica, va indisolublemente unida a las campañas guerreras del héroe. La contemplación del mundo como imagen del hombre le permite saciar sus ansias de saber y  además dominar con la inteligencia lo que luego dominará con las armas.  

Pero, ¿por qué se habla de “ortodoxa condena” y qué hay de tan terrible en este afán de conocimiento? Es necesario precisar el concepto de saber medieval. Alejandro aspira a hacerse dueño de toda la creación e igualarse con ello al propio Dios, motivo evidente de condena. Y si algo puede equipararle a Dios es alcanzar su sabiduría. El héroe repite así los pecados de Luzbel, el ángel caído, y de Adán y Eva, y remite a la problemática teológica del “árbol de la ciencia”. El  poema plantea este paralelismo en numerosas ocasiones:  

 

            Y pintó las estorias    quantas nunca cuntieron,

los ángeles del çielo    de quál guisa cayeron,

los parientes primeros    cómo se malmetieron

porque sobre deviedo    la mançana comieron.

 

(Estrofa 1240, descripción del sepulcro de Darío.)

 

Hay una ruptura en los esquemas del conocimiento de una sociedad tradicional. Según esta mentalidad no se trata de investigar y adquirir nuevos conocimientos, sino de saber aprender, comunicar y transmitir los ya conocidos, dados de una vez para siempre como una totalidad.

 

 Se produce asimismo otra ruptura muy importante. La sabiduría medieval no es solamente una sabiduría teórica, como demuestra el propio héroe al aplicar casi correctamente los conocimientos y ejemplos transmitidos  por Aristóteles. Alejandro ha podido comprender que en el mundo predomina la Soberbia. Sin embargo,  no llega a aplicárselo a su propia persona, por lo que sobrevendrá el castigo de acuerdo con la decisión divina. La ceguera del rey es claramente perceptible en las estrofas finales de su excursión submarina (2317-21):

 

Dize el rey: “Sobervia    es en todos lugares,

es fuerça en la tierra    e dentro en los mares,

las aves esso mismo,    nos catan por eguales;

Dios confonda tal viçio    que tien tantos lugares.

 

(...)Si como lo sabié    el rëy bien asmar

quisiesse a sí mismo    a derechas judgar,

bien devié un poquillo    su lengua refrenar,

que tan fieras grandías    non quisiesse bafar.

 

            Causante de su caída, pero también atenuante de su condena, por lo que, según M.ª Rosa Lida, tiene de humano y de comprensible, así como de revelador del propio afán de conocimiento del autor de la obra, el tema del saber en el Alexandre conviene también, cómo no, a una de sus argumentaciones más constantes, pese a no serlo en apariencia: la defensa de la clerecía. Los clérigos, quienes precisamente son capaces de  esa aplicación práctica, se consolidan así como legítimos depositarios del saber, tal como parece desprenderse de la historia de un lego. Su papel preponderante en la sociedad queda con esta consideración nuevamente justificado.

            El tema del saber ha sido utilizado por tanto también en un doble sentido. Conviene al Alejandro contemplado de forma positiva, que el afán de conocimiento haya motivado su pecado le disculpa en cierto sentido, y permite al clérigo mantenerlo como “Speculum principum”; sin embargo, el autor del poema nunca ensalza tanto al héroe que no ponga un límite a su alabanza, y esta forma de pecado le permite recordar, una vez más, que por encima de la sabiduría de un hombre tan poderoso se encuentran, la de Dios en primer lugar, y después la de aquéllos que pueden interpretarla, su propio estamento.

            Así pues, parece quedar demostrado siguiendo esta hipótesis que, pese a las aparentes incongruencias el sentido del Libro apunta ya a un fin único. Esto apoya las tesis que defienden la unidad de la obra: pese a la complejidad de su elaboración, ya no sólo la forma, sino también el fondo, procura una sorprendente coherencia.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

-BLY, P. A., y DEYERMOND, A. D., “The use of the Figura in the Libro de Alexandre”, Journal of Medieval and Renaissance Studies, 2, 1972, págs. 151-181.

 

-CACHO BLECUA, J. M., “El saber y el dominio de la Naturaleza en el Libro de Alexandre”, Actas del III Congreso de la Asociación Hispánica de literatura medieval, vol. 1, ed. de María Isabel Toro Pascua, Salamanca, 1994, págs 197-207.

 

-CANAVAGGIO, J., Historia de la literatura española, vol. 1, ed. española de Rosa Navarro Durán, Barcelona, Ariel, 1994.

 

-DEYERMOND, A. D., Historia de la literatura española, vol. 1, 16ª ed. (1ª ed. 1973), Barcelona, Ariel, 1994.

 

-Libro de Alexandre, ed. de Jesús Cañas, Madrid, Cátedra, 1988.

 

-Libro de Alexandre, ed. de Dana A. Nelson, Madrid, Gredos, 1979.

 

-LIDA DE MALKIEL, María Rosa, La idea de la fama en la Edad Media castellana, México, FCE, 1952.

 

-MENÉNDEZ PELÁEZ, Jesús, y otros, Historia de la literatura española, vol. 1, León, Everest, 1993.

 

 

NOTAS 

[1] Para la fijación del texto, y siempre que las diferencias con otras ediciones no sean fundamentales para la captación del sentido, usamos la edición de Jesus Cañas: Libro de Alexandre, Cátedra, Madrid, 1988.

[2] Como señaló Raimond S. Willis, “Mester de clerecía: a definition of the Libro de Alexandre”, R Ph, X, 1956-1957, págs. 212-224, citado por Jesús Cañas, op. cit., pág 146.

[3] Canavaggio, Jean, Historia de la literatura española, Volumen I, Ed. española de Rosa Navarro Durán, Barcelona, Ariel, 1994, pág. 79.

[4] Deyermond, Alan, Historia de la literatura española, Volumen I, 1ª ed. 1973, Barcelona, Ariel, 16ª ed. 1994, págs.125-6.

[5] Cacho Blecua, Juan Manuel, “El saber y el dominio de la Naturaleza en el Libro de Alexandre”, Actas del III Congreso de la Asociación Hispánica de literatura medieval, (Salamanca, 3 al 16 de Octubre 1989), Volumen I, Salamanca, Biblioteca esañola siglo XV, 1994, pág. 207.

[6] Lida de Malkiel, M.ª Rosa, La idea de la fama en la Edad Media castellana, México, FCE, 1952, págs. 194-7.

[7] “Interpretation of the Libro de Alexandre: The Author´s Attitude towards his hero´s death”, cito a partir de la edición del Alexandre de Jesús Cañas ya mencionada.

[8] Bly y Deyermond, en su artículo “Figura in Libro de Alexandre” (The Journal of Medieval and Renaissance Studies, 1972, págs. 151-81) utilizan el concepto de “figura” para simbolizar los paralelismos que Paris -así como otros aspectos del poema- presentan con Alejandro y su desenlace final. Entre los nexos que se establecen entre ambos personajes destacan los autores la coincidencia temporal de sus nombres, muy significativa en la Edad Media (antes de ser reconocido por Príamo, a Paris “solienlo Alixandre de primero clamar”), los portentos que acompañan a sus nacimientos (2604cd-384cd) o su cuidada formación intelectual y guerrera (6b-361ab).

[9] Las referencias al pecado de soberbia que -llevado por la codicia- comete Alejandro, muchas veces en forma de adelantamiento al final del relato, son continuas. Así, en los versos 1205cd:

                               “traemos grant sobervia,    mesura non catamos,

                               avremos a prender    aún lo que buscamos.”

O en los 59b, 62, 63, 1505 -y siguientes, digresión sobre la Torre de Babel-, 2274, 2289cd, etc.

 

 

 

 

 

 

el libro de alexandre
El libro de "los que ruegan"

 

Revista de Literatura Hispánica , 15 (1982), 2-24

 

Isabel Álvarez Sancho
Ana Marco González

Licenciadas en Filología Hispánica
por la Universidad de Oviedo