Biblioteca Gonzalo de Berceo Santa María la Real de Nájera.Fondo Carderera.LÁPIZ Y ACUARELA SOBRE PAPEL.

 

 

 

El siglo V en Hispania significa, en la habitual ordenación de la historia, el comienzo de un nuevo período al que se da el nombre de Hispania visigótica y que se extiende desde el año 409, poco más o menos, hasta la entrada de los árabes en la Península en el año 711. Una mínima reflexión sobre los hechos nos hace ver, sin embargo, que en casi todo el siglo la dominación visigótica sobre Hispania es prácticamente inexistente, ya que la vida del reino visigodo se desarrolla en torno a la zona sur de la Galia y tiene como centro Tolosa, en tanto que Hispania sigue siendo una provincia romana sometida, como todas ellas, a una serie de vicisitudes protagonizadas por pueblos bárbaros, aunque no visigodos. De todas maneras, si bien no es aceptable la denominación de Hispania visigótica para el siglo V en concreto, también es verdad que el conocimiento del mismo ayuda a entender mejor el proceso posterior, en cuanto que la progresiva desvinculación de Hispania respecto de Roma tiene una decisiva importancia en el asentamiento del pueblo visigodo en la Península. Por otro lado, la naturaleza de la invasión visigoda en Hispania, en nada semejante a las primeras invasiones que la Península sufrió a comienzos del siglo V, se explica en función de la prolongada vecindad de este pueblo en su sede de la Galia, de su estabilidad a lo largo de más de medio siglo. La atención que prestaremos, pues, a este primer período, previo a la instalación del pueblo visigodo en Hispania, se limitará a los aspectos que consideremos básicos para la comprensión de la etapa propiamente visigótica, pasando por alto, en ocasiones, hechos que pueden considerarse decisivos para la historia de la gens Gothorum en la Galia.

 

Los visigodos al servicio de Roma

Los comienzos del siglo V constituyen un momento difícil en casi todas las partes del Imperio romano. El desplazamiento de pueblos bárbaros en dirección a Occidente llega a afectar incluso a Hispania, la zona más occidental del Imperio. Rechazados durante cierto tiempo, en el 409 suevos, vándalos asdingos y silingos, y alanos irrumpen por los Pirineos. El choque que para los habitantes de la Península Ibérica supuso su entrada lo registran las fuentes conservadas de esa época, especialmente la crónica de Hidacio. Durante dos años, abandonados como provinciales a sus propios medios de defensa y privados de cualquier ayuda procedente del poder imperial, los habitantes de Hispania sufren saqueos, asesinatos y pillajes por parte de los bárbaros. Ya en el 411, Y gracias a un acuerdo entre los pueblos invasores, acuerdo en el que no pareció desempeñar papel alguno el Imperio, suevos, vándalos y alanos se reparten la Península ocupando cada uno de ellos una zona. Gallaecia quedó como sede de los vándalos asdingos bajo el rey Gunderico, y de los suevos, con Hermerico; la Lusitania y la parte oeste de la Cartaginense pasaron a ser ocupadas por los alanos bajo el mando de Audax, y la Bética fue atribuida a los vándalos silingos. De toda la Península quedaba libre la zona oriental de la Cartaginense y la Tarraconense. La falta de intervención del Imperio a lo largo de este período se justifica si pensamos en los problemas que Roma tiene planteados simultáneamente en la propia Italia con la entrada de Alarico, y la coincidente aparición de usurpadores, factores ambos que hacen necesaria la presencia de los ejércitos imperiales en puntos distintos.

A partir del asentamiento de suevos, vándalos y alanos, Hispania disfruta de una relativa tranquilidad, hasta el 415, con la aparición en escena de un nuevo pueblo: el visigodo. El espacio de tiempo transcurrido desde el saqueo de Roma (410), a manos de Alarico, ha supuesto un cambio en el equilibrio de poderes. Los visigodos, arrianos, se han desplazado hacia Occidente, hacia la Galia, y Roma se ha recuperado politicamente con la restauración en el poder del emperador Honorio gracias a su general Constancio. La ocupación de la región de Burdeos por Ataúlfo, al frente del pueblo visigodo, es repetida inmediatamente por Constancio. Obligado a abandonar el territorio, Ataúlfo entra en Hispania en la fecha arriba mencionada, instalándose eventualmente en la Tarraconense, en Barcelona. Asesinado ese mismo año, se proclaman sucesores Sigerico y Valia; muere el primero a manos del segundo y queda éste al frente de su pueblo. El carácter provisional del asentamiento visigodo en Barcelona es perceptible en la política seguida por Valia, que en ese mismo año de 415 se pone de nuevo en marcha, cruzando toda la Península en dirección al sur, con la intención de llegar a Africa. Tal vez esa decisión fuera consecuencia del problema de abastecimiento provocado por el bloqueo romano a los puertos del Mediterráneo, pero no hay que olvidar que esta es la segunda intentona del pueblo visigodo de pasar a Africa; la primera había sido protagonizada por Alarico, desde Sicilia, en el año 410. Y como en el caso de Alarico, tampoco esta vez se logró.

La situación de los visigodos en el sur de la Península ofrecía a Roma ciertas ventajas a la hora de ofrecer una alianza (foedus), y el tratado se firma por ambas partes: Valia se compromete a librar la provincia de Hispania de los pueblos bárbaros en ella afincados desde el 409, y a devolver a Gala Placidia, hermana del emperador, en poder de los visigodos desde el saqueo de Roma; a su vez, Constancio, en nombre del Imperio, se obliga a facilitar trigo a los visigodos.

Durante dos años, los visigodos, bajo el mando de Valia, se dedican a luchar contra los bárbaros establecidos en las distintas demarcaciones de la Península; acaban prácticamente con los alanos y vándalos silingos, lo cual suponía la liberación de la Bética, de la Lusitania y de la parte occidental de la Cartaginense. Quedaban los suevos y los vándalos asdingos en su reducto de Gallaecia, poco molestos para el poder imperial dada su colocación extrema. Finalizado su compromiso, los visigodos se retiran de Hispania en el año 418, para establecerse definitivamente como federados de Roma en una zona de la Galia, la Aquitania secunda. Escogen como capital Tolosa.

Este primer contacto de los habitantes de la Hispania romana con los visigodos fue completamente distinto a la experiencia sufrida con los pueblos bárbaros anteriores. Pueblo federado del Imperio, su estancia en Hispania está dedicada fundamentalmente a eliminar a los invasores de años atrás. Y no sólo eso, sino que cumplida su misión, abandonan la Península para asentarse en terrenos de la Galia. Han sido meros instrumentos de una vuelta a la situación previa a las primeras invasiones de Hispania. Es evidente que los habitantes de la Península podrían haber identificado, en un primer momento, el poder de Roma y los visigodos.

Los años subsiguientes significan para los visigodos de la Galia un paulatino incremento de poder, al iniciarse con Teodorico (418-451) la dinastía que había de durar en el trono a lo largo de un siglo, hasta la muerte de Amalarico en el año 531. El poder de Roma se mantiene firme, a pesar de la muerte de Constancio (420) y de Honorio (423), gracias a la intervención de Aecio durante el reinado de Valentiniano IlI.

En la Península Ibérica la presencia de los bárbaros se reduce exclusivamente a los suevos. En efecto, los vándalos asdingos, después de una serie de enfrentamientos con los suevos, derivados del mutuo intento de dominar en Galicia, bajo la presión romana, se instalan en la Bética (419), lo que acarrea inestabilidad a los habitantes de esa provincia meridional, sometida ahora a constantes saqueos que repercuten incluso en las zonas limítrofes de la Cartaginense. La ayuda imperial, llegada con el fin de someter a los vándalos, fracasa estrepitosamente (422), con lo que los hispanorromanos quedan abandonados a su propia suerte, faltos del apoyo de las tropas romanas. En el año 429, tal vez debido al agotamiento de los recursos de esa zona, los vándalos, acaudillados por Genserico, pasan a Africa ..

Los suevos, como ya hemos dicho, no suponían peligro para los intereses romanos en la Península, dada su colocación geográfica -el rincón noroccidental- y su escasa representatividad numérica. Pero a partir de la desaparición de los vándalos de la Bética, los suevos comienzan un proceso de expansión que les lleva a intervenir en todas las provincias de Hispania, a excepción de la Tarraconense, enfrentándose victoriosamente a tropas imperiales (446); todo ello bajo el reinado de su rey Requila. La ausencia de tropas militares imperiales fijas facilita las victorias de los suevos, que sólo encuentran la resistencia aislada de los habitantes del lugar, y esporádicamente la del ejército romano. Es verdad, no obstante, que esta expansión de los suevos no corresponde en profundidad a la extensión del territorio ocupado, y dentro de zonas que aparentemente habían quedado sometidas a los suevos siguen existiendo reductos independientes, que no dejan de estar controlados por la población autóctona, hecho que facilitaría más tarde la recuperación de los territorios.

A esta escasa seguridad existente en la Gallaecia, Lusitania, Cartaginense y Bética, hay que sumar en la Tarraconense (única donde los suevos se han mantenido alejados) los robos y violencias atribuidos a los bagaudas. Tales movimientos campesinos, de innegable cariz social, aun sin excluir su concomitancia con otros factores, sólo se producen en esta zona de Hispania, coincidiendo con la aparición de focos similares, los respectivos bagaudas de la Galia. A consecuencia de unos primeros ataques interviene el ejército imperial, con la participación de contingentes visigodos, bajo el mando de Asturio, y de Merobaudes después (441), que no acaban con el problema.
 

 

 

 

CRONOLOGÍA DE LOS REYES VISIGODOS


 

EL REINO TOLOSANO

Ataúlfo (410-415).
Sigérico (415).

Walia (415-418).
Teodorico I (418-451).
Turismundo (451-453).
Teodorico Il (453-466).
Alarico II (484-507).

EL REINO ARRIANO ESPAÑOL

Gesaleico (507-510).

Amalarico, bajo la regencia de Teodorico (510-526).

Amalarico, rey independiente (526-534).
Theudis (534-548).

Theudisclo (548-549).

Agila (549-555).

Atanagildo (555-567).

Liuva I (567-568).

Liuva I y Leovigildo (568-571/72).
Leovigildo
(571/72-586).

EL REINO VISIGODO-CATÓLICO

Recaredo (586-601).
Liuva II (601-603).
Witérico (603-610).
Gundemaro (610-612).
Sisebuto (612-621).
Recaredo II (621).

Suínthila (621-631).
Sisenando (631-636).
Khíntila (636-639).
Tulga (639-642).

Khindasvinto, rey único (642-649).
Khindasvinto y Recesvinto (649-653).
Recesvinto, rey único (653-672).
Wamba (672-680).

Ervigio (680-687).

Egica, rey único (687-698/700).
Egica y Witiza (698/700-702).
Witiza, rey único (702-710).
Rodrigo (710-711).

CRONOLOGÍA DE LOS REYES SUEVOS

Hermerico (409-438).
Hermerico y Rékhila (438-441).
Rékhila, rey único (441-448).
Rekhiario (448-456).

Agiulfo (456-457).

Framtan (457).

Remismundo y Maldras (457-469).
Remismundo y Frumario (460-464).
Remismundo, rey único (464-469).
Kharriarico (550?-559).

Teodomiro (559-570).

Miro (570-583).

Eborico (583-584).

Audeca (583-585).

(De José Orlandis, La España visigótica.)

 

 

 

La fecha del 451, batalla de los Campos Catalaúnicos y derrota de Atila, es de gran trascendencia para el futuro de Hispania. Los visigodos y el Gobierno de Roma, que han actuado juntos, se ven libres de la agobiante preocupación planteada por los hunos, y se encuentran en condiciones de intervenir enérgicamente en Hispania. La llegada de Teodorico II al poder en el año 453 marca ese punto. De nuevo la intervención de los visigodos en la Península Ibérica como foederati del Imperio, va a poner fin a una situación no deseada por la aristocracia hispanorromana: la ocupación sueva y los ataques de los bagaudas. En el año 454, Federico, hermano de Teodorico II, ataja el problema de los bagaudas tarraconenses en una expedición encaminada a tal fin, y en el 456 el propio Teodorico II, al frente de un ejército visigodo, derrota a Requiario, sucesor de Requita, en la batalla del Orbigo, entrando a continuación en Braga y acabando momentáneamente con el poder suevo. Ahora bien, en esta ocasión Teodorico II no se retira inmediatamente con su ejército, sino que avanza en dirección al interior y, después de tomar Mérida, deja un asentamiento visigodo en la ciudad. Retorna a la Galia en el año 457, después de finalizada la campaña que comportaba la creación de una avanzada en Mérida. En cualquier caso, la presencia de Federico y Teodorico II al frente de un ejército visigodo se hace bajo los auspicios del poder imperial y en nombre del mismo. La finalidad aparentemente perseguida es colocar a la población hispanorromana en un status anterior al de la entrada de los· bárbaros. Y los posibles abusos cometidos por las tropas son imputables, oficialmente, al poder imperial. La no intervención en los asuntos suevos, siempre y cuando persista su localización en el noroeste de la Peninsula, quizá pudiera explicar que sea precisamente la aristocracia indigena de la Gallaecia la que ve con menos simpatia a sus vecinos los vi sigodos.

El reino visigodo de Tolosa

Los años siguientes son decisivos en el afianzamiento de relaciones entre la población de Hispania y los visigodos de la Galia. La muerte de Aecio y de Valentiniano III (455), la ausencia de un hombre fuerte durante un largo espacio de tiempo (Mayoriano muere en el año 461) hacen que la figura del monarca visigodo adquiera mayor relevancia para los pueblos habitantes de la Península Ibérica: suevos e hispanorromanos. Los suevos procuran granjearse el favor de los visigodos con el sistema de alianzas matrimoniales, dada su situación de inferioridad; los hispanorromanos ven en los visigodos la posibilidad de mantener la situación tardorromana bajo su protección, equivalente a la del Imperio, ahora demasiado ocupado en problemas internos que afectan a su supervivencia. Por su parte, los monarcas visigodos se ven a si mismos como los más adecuados continuadores del poder imperial virtualmente desaparecido.

De hecho, los visigodos que habían ido ampliando el territorio concedido originalmente por el Imperio alcanzan con Eurico (466-484) el apogeo de su poder. La Corte de Tolosa se ha convertido en un centro de atracción incluso para la nobleza galorromana; se rige por leyes romanas o provincialromanas adaptadas y la nobleza de la Corte mantiene contactos constantes con la cultura romana; en una palabra, los dirigentes del pueblo visigodo tienen en estos momentos mayores afinidades con la población de procedencia romana que las habituales en un pueblo bárbaro de las primeras invasiones. El reinado de Alarico II (484-507), continuador de la política de su padre Eurico, introduce un nuevo factor de acercamiento: la tolerancia religiosa frente a los católicos, actitud común a casi todos los reyes visigodos anteriores a Recaredo. No es de extrañar, dada esa conjunción de factores, la escasa oposición a su asentamiento ofrecida, en líneas generales, por los habitantes de Hispania.

Suele tomarse la fecha de la derrota de Vouillé (507) para datar la penetración en Hispania de los visigodos. Pero no hay que confundir la venida a Hispania de los dirigentes políticos y militares de los visigodos, con los asentamiento s de carácter popular y militar, de época muy anterior. Ya hemos hablado de la implantación de godos en Mérida en el año 456 y de una guarnición visigoda en el 458. D' Abadal piensa que los asentamientos en Tierra de Campos, reconstruibles a partir de los hallazgos arqueológicos, pueden datarse en esa misma época. Está registrada igualmente una penetración masiva de visigodos en el año 494, con la finalidad de establecerse definitivamente en la Península y cuya localización no es segura; tal vez esta última fuera provocada por la acentuada presión de los francos sobre los territorios atlánticos ocupados por los visigodos en la Galia. Ya en el 472, Eurico había anexionado la Tarraconense al reino visigodo de Tolosa. De modo paulatino, a partir de mediados del siglo V, la Península se ha ido cubriendo de enclaves militares en unos casos, populares en otros, que concebidos originariamente como una posibilidad de expansión del reino de Tolosa, acabarían convirtiéndose en el definitivo asentamiento del pueblo visigodo.

En el año 507, los visigodos son derrotados en Vouillé por los francos y muere su rey Alarico II. En Narbona, uno de los escasos núcleos de resistencia a los francos, una parte de la nobleza nombra a Gesaleico (508), ante la corta edad de Amalarico, sucesor de Alarico. Esto induce a intervenir a Teodorico el Grande, el rey ostrogodo de Italia, en un intento de proteger los derechos de su nieto Amalarico y de unir esfuerzos con los visigodos contra la presión franca. Gesaleico pasa a Hispania y allí envía un ejército Teodorico al mando del general Ibbas, que hace huir al monarca y acaba con él el año 511. A partir de ese momento comienza un período de la historia visigoda altamente curioso y que, aunque indirectamente, marca la dirección posterior de la misma: la regencia de Teodorico el Grande, que se prolonga a lo largo de quince años, hasta el 526. Aun cuando, en ocasiones, se aplica la denominación de intermedio ostrogodo al periodo comprendido por la regencia de Teodorico el Grande y los reinados de Amalarico, Teudis y Teudiselo, es conveniente estudiar por separado la regencia del rey ostrogodo, ya que, en muchos aspectos, la política seguida por él refleja una postura no compartida por los monarcas posteriores. Resulta paradójico que la etapa propiamente denominada Hispania visigótica comience bajo el reinado y mandato de un rey ostrogodo.

La regencia de Teodorico

La derrota infligida por los francos a los visigodos traslada el centro de gravedad del poder de estos últimos al noreste de Hispania con el consiguiente acceso a la Península de numerosos contingentes militares y administrativos, fuerzas indispensables en la organización. A ello hace referencia D' Abadal al hablar en esos momentos de una inmigración de tipo militar y aristocrático. Evidentemente los seniores Gothorum, a la cabeza de un ejército formado por clientes y esclavos, ocuparían los puntos estratégicos de la Península, desempeñando casi siempre en las ciudades puestos de responsabilidad militar. Efectivamente, parece que Teodorico intentó aplicar en Hispania el mismo sistema que funcionaba en Italia. Defensor a ultranza de una restauración de la administración romana, lo cual suponía una estrecha colaboración con la aristocracia romana del país, mantuvo, sin embargo, la conveniencia de desvincular estas funciones juridícas y legales de las puramente militares. La prefectura del pretorio de las Galias, con sede en ArIes, a la que se encomiendan funciones jurídicas y legales, y que ha sido recreada por Teodorico, se entregó a un aristócrata romano. El poder militar del reino es confiado a un ostrogodo. De esta manera se marca un principio de cooperación y al mismo tiempo de independencia de esferas. Esta política va acompañada de intentos de conciliación en materia religiosa y de abundantes matrimonios mixtos, factores ambos que ayudan a sentar las bases de un entendimiento entre ambas aristocracias: la visigoda -incluyendo los ostrogodos que la regencia de Teodorico introduce en la Península- y la hispanorromana.

 

 

 

MONJES PASTORES


 

Las reglas monásticas de época visigoda imponen a los monjes la obligación de trabajar, y su trabajo, como corresponde a una sociedad agrícola-pastoril, consiste en el cultivo de los campos y en el pastoreo del ganado; v. como ejemplo el texto de la Regula Communis, edición de Julio Campos e Ismael Roca, Reglas monásticas de la España visigoda, Madrid, 1971, págs. 186-188.

Los que están encargados de alimentar a los rebaños deben poner tanto cuidado sobre ellos, que no causen perjuicio a nadie en sus frutos, y deben ser tan vigilantes y hábiles, que no puedan ser devorados por las fieras, y deben impedir que se despeñen por precipicios y peñascos de los montes y pendientes inaccesibles de los valles, para que no rueden a los abismos. Y si, por incuria y descuido de los pastores, les acaeciere algún peligro de los predichos, arrojándose en seguida a los pies de los ancianos y deplorándolo como los pecados graves, cumplirán por largo tiempo el castigo correspondiente; y, terminando éste, recurrirán con súplicas a obtener el perdón, o, si son jovencitos, recibirán el castigo de azotes con vara para su corrección. Se han de encomendar a uno tan experimentado. que ya en el siglo hubiere sido apto para este oficio y tenga afición al pastoreo, de modo que nunca salga de su boca ni la más ligera murmuración. Pero además se le han de dar, para las diversas ocasiones, jóvenes que le ayuden a desempeñar el trabajo; y a este objeto se les. dará vestido y calzado. cuanto sea preciso para su necesidad; y para este servicio habrá solamente lino de h;s cualidades que dijimos. y no tengan que preocuparse todos en el monasterio. Y, porque suelen murmurar algunos de los que guardan rebaños, y creen que no tienen ningún beneficio por ese servicio, ya que no Se les ve en las reuniones orando y trabajando. deben prestar oídos a lo que dicen las reglas de los Padres y pensar en silencio, reconociendo los ejemplos de los antepasados y desmintiéndose a sí mismos, que los patriarcas apacentaron rebaños, y Pedro desempeñó el oficio de pescador, y el justo José, con el que estaba desposada la virgen María, fue herrero. Por ese motivo, éstos no deben descuidar las ovejas que tienen encomendadas, porque por ello logran no uno, sino muchos beneficios. De ellas se sustentan los enfermos. de ellas se nutren los niños. de ellas se sostienen los ancianos, de ellas se redimen los cautivos, de ellas se atiende a los huéspedes y viajeros, y además apenas tendrían recursos para tres meses muchos monasterios si sólo hubiese el pan cotidiano en esta región, más improductiva que todas las demás. Por lo cual, el que tuviere encargo de este servicio, ha de obedecer con alegría de ánimo y ha de estar muy seguro de que la obediencia libra de cualquier peligro y se prepara como fruto una gran paga, así como el desobediente se acarrea el daño de su alma.

 

 

 

La muerte de Teodorico (526) plantea la necesidad de resolver ciertos problemas derivados de la separación del Gobierno itálico e hispánico. Las tropas ostrogodas vuelven a Italia, el tesoro depositado en Rávena desde el desastre de Vouillé es devuelto a los visigodos e Hispania queda liberada de la obligación de proporcionar trigo a Italia. Separado de este modo el Gobierno de Italia e Hispania, la subida de Amalarico al trono de los visigodos supone la independización política de los mismos. Es indicativo de tal hecho la creación de un praefectus Hispaniarum en el año 529 (si es que debemos aceptar esta fecha), lo que significaba la liberación de la sumisión a la prefectura de las Galias en ArIes. Parece claro que la creación de tal institución responde al propósito de continuar una política semejante a la de Teodorico el Grande, si bien concediendo un status especial al nuevo centro de interés, Hispania, en detrimento de la zona visigoda del sur de las Galias. Esta política de independización va acompañada de una aproximación fallida a los francos, que termina con la derrota de Amalarico a sus manos. Asesinado en la Tarraconense, las tropas visigodas proclaman rey a Teudis (531-548). Esta derrota de Amalarico coincide con la última penetración de visigodos en Hispania, pues los que en esta ocasión no pasaron quedaron definitivamente en la Galia.

El origen ostrogodo de Teudis no es tan significativo como su enraizamiento en la Peninsula Ibérica. Llegado con las tropas ostrogodas enviadas por Teodorico el Grande, a él le fue confiado el mando militar. El es ejemplo de esa proliferación de matrimonios mixtos a que antes hacíamos referencia. Casado con una riquísima aristócrata hispanorromana, es claro que su posición se ve reafirmada por ese hecho. Con él desaparece la praefectura Hispaniarum, creada por Amalarico. Sin embargo, no hay razones para pensar que la supresión de ésta u otras instituciones romanas se deba a una decidida presión del monarca, sino a consecuencia de un proceso interno de progresiva inadecuación entre instituciones y realidades, proceso que se prolonga durante un periodo muy largo. Desde otro punto de vista, la supresión de la praefectura Hispaniarum podria interpretarse como el resultado de la tendencia a eliminar el esquema dualista impuesto por Teodorico, que comportaba la separación de poderes administrativo y militar según grupos étnicos; esto no excluye que, en un primer momento, la desaparición del dualismo revierta en beneficio del pueblo godo.

La política de fusión de intereses en el interior está apoyada por la actitud defensiva ante cualquier posible injerencia del exterior, sea de francos por el norte o de bizantinos por el sur. Las amenazas de invasión franca por la Tarraconense es cortada por Teudis en el 541; el peligro de un ataque de los bizantinos, que desde el año 534 ocupan Africa, intenta conjurarlo conquistando de nuevo Ceuta (548), ya tomada por los bizantinos -acción que acaba en derrota para los visigodos-, y penetrando en la Bética, hasta ese momento libre del dominio visigodo. En realidad, el territorio ocupado de hecho por los visigodos se reduce hasta el momento a la Tarraconense, y a diversos enclaves en la Cartaginense y la Lusitania. Con la creación de nuevas guarniciones en la Bética, Teudis pretende crear núcleos de resistencia en la zona sur de Hispania, limítrofe de Africa, e integrar paulatinamente ese territorio al reino visigodo.

Teudis es asesinado en el 540. Teudiselo, también ostrogodo, le sucede por poco tiempo, y a su vez es asesinado en el año 549.

Bizantinos y suevos

El siguiente lapso de tiempo ocupado por los reinados de Agila y Atanagildo constituye una de las fases más caóticas de la España visigoda (549-567); es una época de tanteos, de avance hacia el interior de la Península y de desplazamiento de los centros vitales, de conversión de provincias enteras al nuevo régimen de poder. Uno de los ejemplos más claros de ese difícil proceso de adaptación lo constituye la Bética.

Al desplazarse el centro político desde el norte hacia Mérida, los visigodos entran en contacto permanente con los habitantes de la provincia Bética. Esta es la región que menos había sufrido la invasión bárbara del 409, ni en su primera oleada (los vándalos siIingos fueron en seguida eliminados por las tropas visigodas, y los asdingos, más tarde, también pasaron pronto a Africa), ni en las subsiguientes incursiones de los visigodos. En consecuencia, los hispanorromanos de ese territorio habían adquirido ciertos hábitos de independencia en cada una de las ciudades, ya que éstas actuaban como núcleos administrativos no sometidos a instancias superiores. El concepto de provincia, vacío de contenido a estas alturas, se mantenía sólo nominalmente y las dificultades ofrecidas por las ciudades a su integración efectiva en el reino visigodo no eran fácilmente superables, produciéndose esporádicos brotes de rebeldía.

La elección de Agila (549) en Sevilla estuvo apoyada por una facción de la nobleza. Durante los dos años siguientes, Agila se ve obligado a emprender una campaña destinada a reducir Córdoba, pero esta ciudad logra imponerse al ejército visigodo (551) y Agila debe retirarse a Mérida.

Que sólo una porción de la nobleza sostenga a Agila está confirmado por el hecho de que en el año 522 la propia Sevilla se rebele contra él en favor de Atanagildo, a quien apoya evidentemente otra facción distinta. Esta lucha interna entre facciones adquiere unas dimensiones especiales en virtud de la petición de ayuda a Bizancio hecha por Atanagildo. Esta no se hace esperar y los bizantinos, al mando de Liberio y unidos a Atanagildo, derrotan a su rival, Agila, en Sevilla. Pero a partir de ese momento el ejército imperial va ocupando toda la zona costera del sureste, desde la desembocadura del Guadalete, aproximadamente, hasta bastante al norte de Cartagena, aprovechándose de las luchas intestinas que todavía dividen a los visigodos: Atanagildo en Sevilla y Agila en Mérida. El peligro evidente que supone la expansión de los bizantinos en la Península es una llamada de atención a los visigodos que, tras asesinar a Agila se pasan a Atanagildo (555).

La rapidez con que se llevó a cabo la ocupación bizantina y las dificultades que ofreció Sevilla cuando Atanagildo intentó recuperarla después de su conquista por los bizantinos son indicio de que la población de la Hispania meridional, en términos generales, no vio con malos ojos la llegada de los imperiales. La existencia de un pacto previo entre Atanagildo y Justiniano, cuyo contenido ignoramos, no fue obstáculo para que los visigodos, unidos ya bajo el mando de Atanagildo, se dirigieran contra los bizantinos. Pese a recuperar algunas plazas, no consiguieron, sin embargo, arrojarlos de Hispania, quedando constituida en la parte sur una provincia bizantina.

Desplazados del norte voluntariamente, desalojados por los bizantinos de la parte sur, con Atanagildo los visigodos fijan la residencia regia en Toledo: su situación y excelentes comunicaciones permiten dominar equilibradamente todo el territorio peninsular. Hasta el final de la monarquía visigoda, Toledo se mantendrá como sede central del reino.

La excesiva y exclusiva atención concedida por los visigodos a los problemas de la España meridional favoreció durante esta época la expansión de los suevos por las zonas limítrofes a los territorios que ocupaban. Sin embargo, la parte noreste permanece en calma gracias a las buenas relaciones con el poder merovingio, que ve en los bizantinos un enemigo, al igual que los visigodos, y unen fuerzas con ellos siguiendo el sistema de las alianzas matrimoniales: Sigeberto I, rey de Austrasia (561-575), contrae matrimonio con Bruquilda, hija de Atanagildo; Chilperico, rey de Neustria (561-584), se casa con otra hija de Atanagildo, Galesuinta.

Cabe suponer que a la muerte de Atanagildo, en el 568, los sucesivos asentamientos visigodos en sus zonas de origen (Tierra de Campos, Alto Ebro y Rioja) y sus guarniciones de carácter militar en puntos de la Tarraconense, Cartaginense y Lusitania, se mantenían sin problemas. Ahora bien, la Bética, no acostumbrada a la sumisión a los bárbaros; la Gallaecia, donde había un equilibrio especial entre la población galaica y los suevos; la Cantabria, tradicionalmente reacia a acatar imposiciones de poder, y la zona bizantina, sometida a los imperiales, eran territorios independientes del poder visigodo. Con todo, y a pesar de la evidente heterogeneidad del panorama, puede hablarse hasta cierto punto de una Hispania visigótica, apoyándonos en el traslado de la capitalidad a Toledo y en el hecho de que dentro de la Península los visigodos constituyen un pueblo que se extiende sobre la zona más amplia y con una política de ocupación más coherente. No es obstáculo su corto número -se han evaluado en unos 200.000-, pues aún así superaban netamente a bizantinos y suevos.

Unificación territorial

El siguiente rey visigodo que se alza con el poder parece significar un retroceso en el proceso de ocupación de Hispania, ya que es proclamado en Narbona por los visigodos habitantes del territorio galo: Liuva. Significativamente, Liuva circunscribe su poder a la Galia Narbonense y, asociando al trono a su hermano Leovigildo, le encomienda el control de la Hispania Citerior. Es perceptible todavía la indecisión entre los dos posibles centros de gravedad del reino, indicio de una Hispania visigótica aún en formación. Leovigildo se casa con Gosvinta, viuda de Atanagildo, y ejerce su influencia al sur de los Pirineos, basada en gran medida en su numerosa clientela personal y en la adquirida a raíz de su matrimonio. Continúa la capital en la ciudad elegida por Atanagildo: Toledo.

Los dos problemas fundamentales que se le plantean a Leovigildo son los derivados de la naturaleza de las relaciones internas y de la situación del pueblo visigodo con respecto a los otros pueblos existentes en España. Se impone la necesidad de fortalecer el poder central a fin de atajar cualquier posible escisión de la nobleza goda y evitar situaciones como la tan reciente entre Agila y Atanagildo; mas también hay que acabar con los distintos grupos que coexisten en la Península y que impiden la unidad territorial. Supuesta la consecución de estos dos objetivos, se plantea a los visigodos el aspecto crucial de la conquista: las relaciones con la población hispanorromana. En este sentido puede decirse que los reinados de Leovigildo, Recaredo y Liuva III, que abarcan los años 569 al 603, forman una unidad. Dedicado el reinado del primero a la resolución de los dos primeros puntos: actividad exterior y reorganización interna, el período de Recaredo significa la aplicación de una solución a las relaciones con los hispanorromanos.

Empecemos por lo que se refiere a la sumisión de los pueblos coexistentes en Hispania con los visigodos, sobre lo cual disponemos de abundantes datos. La etapa anterior del reino visigodo no arroja noticias sobre las actividades de los suevos. Hay que suponer una progresiva integración de los mismos en la Gallaecia que, a mediados del siglo VI, con la conversión de los suevos al catolicismo, alcanzará su culmen. La confusión de noticias en torno a ese punto concreto deriva de los distintos datos ofrecidos por Gregorio de Tours e Isidoro de Sevilla; el primero sitúa la conversión en torno al año 550 con Cariarico, e Isidoro de Sevilla sobre el 570 con Teodomiro, aunque ambos coinciden en atribuir el papel central a Martín de Braga. La opción por la primera fecha explicaría la influencia de bizantinos y francos en la conversión al catolicismo, interesados en apoyar a los suevos frente a los visigodos en estos momentos, aunque tampoco la admisión de la segunda posibilidad excluye este apoyo. La presencia de la figura de Martín de Braga, anteriormente relacionado con Bizancio y actualmente con los francos, avalan el supuesto. La iglesia de GaIlaecia se reestructura en los Concilios de los años 561 y 572 impulsados por el mismo Martín de Braga y se agrupa en torno a dos sedes: Lugo al norte y Braga al sur. Ya hemos hablado, por otra parte, del virtual estado de independencia de las ciudades de la Bética, de la provincia bizantina al sur y de la situación de constante rebeldía en la región cántabro-vascona.

Los primeros años del reinado de Leovigildo, asociado a su hermano Liuva, están dedicados a la sumisión de los habitantes de la Bética no sometidos a Bizancio, y a hostigar la zona costera bizantina. Desde el 570 al 573, año de la muerte de Liuva y fecha en que todo el poder queda unificado en Leovigildo, éste dirige campañas contra Córdoba y ciudades cercanas. Inmediatamente después de la muerte de Liuva, hace consortes del reino a sus dos hijos: Hermenegildo y Recaredo, y es justo en ese momento cuando se produce un cambio de frente y Leovigildo se dirige contra los suevos, que parecen haber iniciado una política expansionista bajo Teodomiro (561-570) y Miro (570-585). Si la zona de mayor solidez del poder visigodo se centra en torno a Mérida y Toledo, es evidente que la expansión de los suevos en dirección sur suponía un grave peligro. El proceso de contraataque de Leovigildo consiste en cortar toda posible expansión por el este, conquistando y sometiendo los territorios indígenas limítrofes: Sabaria posiblemente por el sureste y Cantabria por el noreste -hay que pensar en el peligro franco-, evitando de ese modo la existencia de una tierra de nadie. La zona sur del dominio suevo era fácilmente controlable desde Mérida. En el año 575, y después de haber cortado cualquier posible apoyo a los suevos, el ataque se hace más directo, y se centra en una de I 'lS regiones que hasta cierto punto podían ser consideradas independientes en el territorio suevo, los aregenses. Con el sometimiento de ese territorio, el dominio suevo quedaba cortado en dos y la existencia de varios frentes simultáneos dificultaba sus posibilidades defensivas. El rey Miro solicita una tregua en el 577 y esto permite a Leovigildo reemprender la campaña del sur, interrumpida por la ofensiva contra los suevos.

El ataque en el sur se enfoca esta vez sobre una parte hispanorromana hasta ahora independiente: la Orospeda, que linda con la zona bizantina por el noreste. Su conquista, unida a la ocupación de Medina Sidonia y Córdoba, significa cercar a los bizantinos por ese ángulo. A partir de este momento, las guarniciones visigodas se extienden a lo largo de la línea demarcadora de los territorios bizantinos. Este aislamiento de suevos y bizantinos constituye el primer paso de la desaparición definitiva de ambos dominios. Se trata, a todas luces, de una acción conjunta, no aislada, ya que, como dijimos, suevos bizantinos y francos mantienen relaciones amistosas frente a la Monarquía visigoda. Hay que añadir las campañas contra los pueblos del norte, especialmente los vascones: a contenerIos va dirigida la creación de un limes con guarniciones visigóticas en ciudades como Amaya y Victoriaco, fundada por Leovigildo.  

De todos modos, bajo dominio bizantino quedaba, aunque rodeada de enclaves visigóticos, la zona costera del sur ya mencionada. Con estas limitaciones hay que entender la provincia de la Bética cuando las fuentes nos dicen que Leovigildo en el año 579 se la entregó a su hijo Hermenegildo para que la gobernara. Las razones que llevaron a Leovigildo a adoptar tal medida no son claras, ya que una de las habituales explicaciones que se nos dan del hecho: enfrentamiento entre Ingunda, católica franca, mujer de Hermenegildo, y Gosvinta, arriana, mujer de Leovigildo, por sí sola no parece suficiente. Sea como fuere, Hermenegildo se asienta en Sevilla como gobernador, haciendo a la ciudad capital de la Bética, se convierte al catolicismo y toma el título de rey con poder sobre la provincia que le había sido encomendada en calidad de gobernador, lo cual supone la independización con respecto a Toledo. La rebelión se extiende, Hermenegildo solicita ayuda de sus vecinos los bizantinos y va internándose en dirección a Mérida, punto fuerte desde siempre del poder visigodo. La intervención decisiva de Leovigildo se demora bastante, y sólo en el 582 toma Mérida, aísla a Hermenegildo de apoyo bizantino y le pone sitio en Sevilla. Hemenegildo solicita auxilio del rey suevo, que fracasa en su intento de socorrerle, y al fin se rinde en Córdoba, a donde había escapado. Prisionero en Valencia durante un año, pasa después a Tarragona, donde es asesinado (583). Nuevamente la zona donde se ha producido el levantamiento contra el poder central ha sido la Bética. Además, y esto era muy importante, seguían existiendo amplias posibilidades de escisión entre los propios visigodos que exigían reforzar el poder central a cualquier precio, refrenando las tendencias independentistas de la aristocracia.

La última fase del proceso emprendido por Leovigildo, tendente a la unificación territorial (sólo parcialmente conseguida por él), es inmediata. Los intentos de Hermenegildo de recabar ayuda de bizantinos y suevos y las posibles convivencias entre esos dos pueblos suponían un peligro real sin lugar a dudas. El reino suevo, convertido al catolicismo desde mediados del siglo VI (hay que recordar que el reino visigodo continúa siendo arriano), había intentado apoyar la rebelión de Hermenegildo, y seguía manteniendo relaciones con Bizancio. La muerte del rey Miro supuso el final del reino suevo. Amparándose en la existencia de un conflicto sucesorio, Leovigildo invade la Gallaecia en el año 585 y se anexiona el reino de los suevos. La Gallaecia quedaba convertida en una provincia del reino visigodo.

Durante los últimos años del reinado de Leovigildo, después de sofocada la rebelión de Hermenegildo, y tal vez como reacción a la muerte de Ingunda en el exilio, se producen enfrentamientos con los francos; es Recaredo el encargado de cortar los intentos de penetración en territorio visigodo, incluso haciendo incursiones en zona franca. Esta situación de peligrosidad en la frontera de Septimania se prolonga hasta el reinado de Recaredo.

Unidad interna

Estas actividades debían ir paralelas a la resolución de los conflictos internos suscitados por la organización de la sociedad visigoda y tardorromana, y la condición de pueblo invasor de la gens Gothorum. Los visigodos se habían asentado en la Península Ibérica sobre la población existente a su llegada y ello comportaba una elección o bien el mantenimiento del dualismo (siguiendo la pauta marcada por la política del reino ostrogodo y aplicada superficialmente en Hispania durante la regencia de Teodorico el Grande) o la fusión con la población hispanorromana. Dos indicios de la adopción de esta última medida por Leovigildo son perceptibles en su actividad legisladora y en su política religiosa. Una de las leyes derogadas por Leovigildo en su tarea de adaptación del antiguo Código de Eurico y del Breviario de Alarico II, que dio como resultado el Codex Reuisus, es precisamente la que prohíbe los matrimonios mixtos entre visigodos e hispanorromanos; esta derogación no pierde significado por el hecho de que en la práctica no se aplicara la ley, ya que la derogación no sólo implica la aceptación de un hecho consumado, sino la supresión voluntaria de cualquiera de las posibles trabas secundarias, que podrían derivarse de la aplicación de una ley existente. En ese mismo sentido hay que valorar la reforma administrativa; las funciones civiles y militares de los comites ciuitatis se extienden a toda la población de cada territorium acabando con la disociación de los poderes civiles y militares, aun cuando los comites ciuitatis estén subordinados al dux prouinciae en torno al cual está montado el sistema militar. La política que deja ver algunos aspectos de su actividad legisladora tiene su confirmación en los intentos de unificación religiosa realizados por Leovigildo, aun partiendo del hecho de su ineficacia. Hay que advertir que algunos historiadores consideran la política religiosa de Leovigildo dirigida únicamente a los súbditos visigodos convertidos al catolicismo, no a los católicos hispanorromanos.


 

 

 

 

 

LIBERTOS ECLESIÁSTICOS


 

Teóricamente, la Iglesia está interesada en la manumisión de los esclavos, pero el esclavo, al mismo tiempo que un ser humano es un bien, una propiedad cuya pérdida no pueden tolerar los eclesiásticos, por lo que la libertad que se les concede es «condicional»: cada vez que se nombra un nuevo obispo, el liberto debe presentar su cédula de liberto -o volver a la esclavitud- y seguir cultivando las tierras eclesiásticas.

XI. Que los obispos deben dar la libertad a los clérigos siervos.

Aquellos siervos de la familia de la iglesia que son llamados al clero es necesario que reciban de sus obispos el don de la libertad, y si resplandecieren con los méritos de una vida honesta, podrán todavía alcanzar cargos más altos. Pero aquellos a quienes mancharen pecados incorregibles, quedarán amarrados por vínculo de perpetua servidumbre.

XII. Que el tiempo de la prescripción debe comenzar a contarse respecto de la libertad concedida a los siervos, después de la muerte del obispo.

Si el obispo quisiere conceder a los siervos de la iglesia la libertad, no se contará el tiempo de la prescripción a partir del día en que fue redactada la escritura, sino a partir de aquel en que constare haber verdaderamente fallecido el que otorgó la escritura.

XIII. Que los que han sido engendrados por Iibertos de la iglesia y personas ingenuas no se se aparten del obsequio de la iglesia.

Hemos visto muchas veces cómo la iglesia, su patrona, sufría las vejaciones de los excesos de sus libertos, y nos veíamos obligados a dolernos con una doble pena. Primeramente. porque se veía menospreciado el autor de la libertad, por la soberbia del rebelde. Y en segundo lugar, porque la libertad del soberbio se veía de nuevo degradada a la servidumbre. Pero a pesar de que por las reglas pasadas de los Padres habían emanado muchas y diversas determinaciones acerca de esto, sin embargo, nos pareció conveniente añadir todavía, para completar el tema, alguna determinación complementaria. Así pues, como la norma digna de todo respeto de las leyes civiles lo ha establecido, debe puntualmente guardarse la nobleza de todos los linajes, para que no manche en nada ninguna mezcla ajena lo que la magnanimidad propia hizo resplandecer desde cualquier ángulo; y así queda prohibido por este acuerdo conciliar a todos los libertos de la iglesia, tanto hombres como mujeres, y a la descendencia de los mismos, que de ahora en adelante se unan en matrimonio, tanto a los romanos libres como a los godos; y si alguna vez se averiguare haberlo hecho así, la prole procedente de esta unión nunca alcanzará el derecho de la libertad que no le es debida, ni la iglesia, por beneficio de la cual se sabe han alcanzado el don de la libertad, perderá jamás sus obsequios.

XIV. Que si los libertos de la iglesia no quisieran volver a ella, se aplique a ésta todo el peculio de los mismos.

Si sucediere que algún liberto de la iglesia o descendiente de los mismos se une contraviniendo a las antiguas y recientes normas de los Padres, con godos o romanos libres, no les será permitido, ni a ellos ni a sus descendientes, sustraerse al patrocinio de la iglesia, sino que deberán ser obligados a prestar de nuevo los debidos obsequios, y si no quisieren reintegrarse, todo aquello que sus padres o ellos mismos han recibido de la iglesia, o se demuestre haber adquirido mientras estaban sujetos al patrocinio de la misma, por iniciativa del obispo será devuelto al dominio de la iglesia.

(De Concilios Visigóticos. por José Vives, Barcelona, 1963.)

 

 
 

                       

Uno de los mayores obstáculos que podía haber encontrado la política de fusión entre hispanorromanos y visigodos lo constituía la diferente religión profesada por cada uno de los grupos; esto, al mismo tiempo, favorecía la preeminencia de las jerarquías eclesiásticas católicas en competencia con los poderes laicos visigodos. Leovigildo concibe la unificación religiosa bajo el signo del arrianismo, es decir, la conversión de la población hispanorromana al credo arriano. La convocatoria de un concilio arriano en Toledo (580) tiene como finalidad tomar medidas para facilitar el paso de los católicos al arrianismo: no es necesario para ellos el volver a ser bautizados, es suficiente una imposición de manos, recibir la comunión de manos de un sacerdote arriano y aceptar de viva voz el símbolo de fe. Simultáneamente a la adopción de tales medidas se procede a una eliminación consciente de diferencias externas entre ambas profesiones de fe, lo cual produce un confusionismo peligroso, aun cuando los resultados en la práctica no fueran espectaculares.

Frente a estas divergencias entre ambas sociedades, diferencias destinadas a desaparecer, existía una estrecha semejanza en la estructura social de ambas que con el tiempo demostró ser el mayor riesgo para la conservación del poder real. Común a visigodos e hispanorromanos es la existencia de una aristocracia fundiaria y eclesiástica, cúspides de una organización social basada en el patronazgo (patrocinium). En efecto, la práctica común en el Bajo Imperio de dar acogida a hombres armados (buccellarii) como séquito privado a cambio de su manutención, coincide con instituciones visigodas como las clientelas. Ambas instituciones evidentemente favorecían las tendencias independentistas de la nobleza y lesionaban el poder real. La  preocupación primordial de los reyes visigodos a lo largo de la Historia será la necesidad de reforzar el poder de la realeza. Leovigildo es el primero en adoptar una serie de medidas encaminadas a ello; manto, diadema y trono; acuñación de moneda independiente, por primera vez en la historia de los visigodos, con el nombre del monarca; asociación al trono de sus dos hijos, con la pretensión de asegurar la continuidad.

Tal como estaba previsto, a la muerte de Leovigildo le sucede su hijo Recaredo (586-601). La política de Recaredo puede considerarse como una prolongación de la acometida por su padre, Leovigildo, aunque en algunos casos el factor aglutinante aplicado sea el contrario. Tal vez el fracaso de la política religiosa de Leovigildo indujo a Recaredo a seguir el procedimiento inverso. En el 587, un año después de acceder al trono, se convierte al catolicismo; poco después convoca un concilio arriano que parece tener por finalidad discutir los puntos de divergencia fundamentales entre arrianismo y catolicismo y, de manera indirecta, tal vez la persuasión de los obispos arrianos. Este sinodo fue seguido de otro arriano-católico. La conversión de Recaredo, al dejar ver clara su intención a largo plazo, suscitó una serie de levantamientos, todos anteriores al año 589 -fecha del III Concilio de Toledo-: en Mérida, en ciertas zonas de la Galia Narbonense, e incluso en la propia Toledo. Estos pueden interpretarse como movimientos independentistas, apoyados por la nobleza local, semejantes al de Hermenegildo en el pretexto utilizado; pero hay que aceptar el supuesto de que, en sus motivaciones profundas, son equivalentes a las numerosas rebeliones contra el poder real que salpican la historia de la Hispania visigótica, otra prueba más de la justificada preocupación de los monarcas visigodos por consolidar su poder.

El proceso iniciado con la conversión de Recaredo culmina con la convocatoria y celebración del Concilio III de Toledo (589), que por su alcance sobrepasa el terreno puramente religioso para incidir en cuestiones de carácter político. En el Concilio III de Toledo se procede a la reglamentación de la periodicidad de los concilios provinciales, a los que se concede carácter administrativo, ya que admiten en su seno a altos funcionarios civiles a fin de que acepten las normas propuestas por los obispos sobre materia fiscal, previa deliberación. Se produce,· por consiguiente, una interacción entre las dos esferas: la civil y la eclesiástica, concediéndose la nobleza eclesiástica atribuciones de carácter civil y otorgando a la persona del monarca competencias sobre aspectos eclesiásticos: potestad de convocatoria de los concilios y necesidad de que sean confirmadas por él las medidas no religiosas tomadas en los mismos, requisito sin el cual no adquieren validez.

Uno de los primeros actos, después de la conversión oficial al catolicismo de Recaredo en dicho Concilio, consiste en devolver a la Iglesia católica los bienes confiscados por Leovigildo, posiblemente con la intención de encontrar apoyo en la jerarquía eclesiástica católica, enormemente influyente. No obstante, durante el reinado de Recaredo sigue manteniéndose una tendencia, acentuada con el paso del tiempo: los levantamientos en contra de la Monarquía, síntoma del fallo de la política real que pretende imponerse sobre la nobleza. Tenemos noticias concretas sobre la rebelión del dux Argimundo, aristócrata visigodo, dominada por Recaredo.

El paso del arrianismo al catolicismo no supone el cese de las hostilidades con los francos. A pesar de los reiterados esfuerzos de paz por parte de Recaredo, con resultados positivos en el caso de Childeberto, la ofensiva fundamental se produce en el año 589. Está encabezada por Gontrán y se concreta en un ataque sobre parte de la Galia Narbonense. Dado que la conversión privada de Recaredo al catolicismo data de dos años antes, no pueden atribuirse motivaciones religiosas a la ofensiva. La derrota de los francos es completa y hay que considerar este encuentro como el final de los intentos francos por recuperar esa zona del territorio galo.

Por lo que se refiere a las relaciones con los bizantinos establecidos en la zona costera sur, único reducto todavía no dominado por los visigodos en tiempos de Recaredo, las intervenciones fueron escasas desde el punto de vista militar y un tanto problemáticas desde el punto de vista religioso, en función de las supuestas atribuciones de una y otra zona sobre puntos concretos de la Cartaginense.

El reinado de Recaredo, pese a los levantamientos de principios, el del dux Argimundo y la intervención contra los francos, puede considerarse, en líneas generales, pacífico.

 

 

HEREDITARIEDAD  DE LAS CONCESIONES MONÁRQUICAS

Para imponerse a la nobleza, los reyes visigodos se rodean de fieles cuyos servicios pagan mediante la entrega de tierras o cargos. Chintila declaró hereditarios estos bienes en el V Concilio de Toledo.

Con la misma previsión damos esta norma en favor de los fieles a los reyes, que cualquiera que sobreviviere a los reyes no debe sufrir ningún perjuicio en las cosas justamente adquiridas o recibidas de la generosidad del rey, pues si se permite que injustamente se arrebate el premio de los fieles nadie querrá servir a los reyes con prontitud y fidelidad, cuando todas las cosas vacilan en la inseguridad y se teme por el futuro, sino que la piedad del rey debe prestar ayuda a su inviolabilidad y a sus cosas, y así con estos ejemplos los demás serán animados a la fidelidad, cuando a los fieles no se les priva de su premio.

(De Concilios Visigóticos. por José Vives, Barcelona, 1963.)

 

 
 

La sucesión al trono

La sucesión de Recaredo se realizó bajo el signo de la rebelión interna y del derrocamiento: Liuva II, hijo natural de Recaredo, fue destituido al cabo de año y medio de reinado por Viterico (603-610), a su vez, derrocado y asesinado siete años después. Todo ello nos habla de una intensificación dentro de la nobleza de la política de facciones.

El reinado de Viterico se caracteriza por los intentos de aplicar una política enérgica, tanto en el terreno de los conflictos exteriores como interiores. Aprovechándose de que Bizancio tenía planteados problemas de envergadura en la parte oriental del Imperio con los persas, y en la occidental con los lombardos en Italia, lanza ofensivas contra el territorio bizantino en Hispania. En política interior representa una reacción frente a la llevada por Recaredo, considerada favorable a la nobleza, por cuanto ataca a ciertos sectores de la misma y limita, por lo general, sus prerrogativas. Esto podría justificar el malestar creciente que desembocaría en su asesinato.

En el año 610 sube al trono Gundemaro, quizá apoyado por el sector de la nobleza que ha eliminado a Viterico. Su reinado sólo abarca dos años. Desde la consideración de su política exterior responde a un esquema a partir de ahora muy frecuente: a continuación de un monarca que aplica una política rigurosa y enérgica contra la nobleza, intentando salir del círculo vicioso que representan las concesiones exigidas por ella para prestar su apoyo al rey, surge otro monarca de política filonobiliaria. Este parece ser el caso de Gundemaro, que fallece de muerte natural.

Durante su reinado se promulga un decreto por el que se reconoce a Toledo la categoría de metrópoli de la provincia Cartaginense y no de la Carpetania, tal como se le venía titulando, cuestión aparentemente religiosa, pero de raíces mucho más amplias. Se traslucen aquí las repercusiones en el terreno religioso de un problema político. El poder bizantino va debilitándose progresivamente en la Península hasta llegar un momento en que es posible darle el carácter de ilegítimo desde el punto de vista de la administración eclesiástica, aun cuando haya que seguir aceptando la presencia real de contingentes bizantinos. Contra ellos y contra los vascones dirige algunas expediciones Gundemaro, mientras procura llevar una política amistosa con los francos.

La figura de Sisebuto (612-621) destaca por su acusado intervencionismo en los asuntos eclesiásticos, participando decididamente en el nombramiento de obispos; también es conocida su colaboración activa en la literatura de la época, tanto en calidad de autor como de protector. Por otra parte, en los primeros años de su reinado impone una política religiosa ferozmente antijudía. Este último punto, que suele atribuirse a planteamientos de carácter ideológico, no excluye, sin embargo, la intervención de otros factores. Resulta interesante comprobar que la actitud de casi todos los monarcas que adoptan medidas en contra de los judíos suele ser favorable a la nobleza.

A la primera parte de su reinado corresponden también sus campañas contra los bizantinos (recupera Málaga) y contra los pueblos insurrectos del norte de Hispania: vascones y rucones. Como en el caso de sus antecesores, esta actitud coincide con una política de amistad con los francos, virtuales y poderosos enemigos.

La asociación al trono de su hijo Recaredo II no dio los resultados apetecidos de continuidad, ya que murió a los pocos días.

Al nombramiento del nuevo monarca Suintila (621-631) se procedió por elección. Su puesto de dux prouinciae durante el reinado anterior es característica que se repetirá con relativa frecuencia en los monarcas elegidos a partir de ahora.

Siguiendo la politica de Sisebuto pretende conseguir la unidad territorial. Para ello apunta a los mismos frentes que Sisebuto: los vascones y los bizantinos. El momento para atacar a estos últimos era favorable, ya que el Imperio estaba totalmente abocado a la solución de los problemas planteados por los persas en oriente y la península itálica. Suintila es, pues, el primer rey visigodo que logra imponer teóricamente su poder sobre la Peninsula entera, al expulsar definitivamente a los bizantinos del sur de la misma. En cuanto a la campaña contra los vascones, que hacían frecuentes incursiones sobre la Tarraconense, son también favorables a los visigodos. Suintila, además, parece haber organizado un sistema de líneas defensivas sobre la parte oriental del territorio ocupado por los vascones, en el cual destaca la plaza fuerte de Ologicus. Toda esta actividad militar hay que situarla en los primeros años de su reinado.

Basándose en un retrato de Suintila altamente elogioso en la versión larga de las Historias de Isidoro de Sevilla, se han intentado reconstruir las tendencias de este monarca en política interna. El hecho de que Isidoro pueda ser considerado representante de la nobleza eclesiástica induce a pensar que las grandes alabanzas que dedica a Suintila deben coincidir con un periodo de su reinado presidido por la política filonobiliaria. El que este tipo de política no sea susceptible de extenderse a todo su reinado parecen confirmarlo las actas del Concilio de Toledo celebrado en el año 633, durante el reinado de su sucesor, en el que los obispos reunidos señalan que el rey había procedido a la confiscación de bienes eclesiásticos; otras fuentes también nos hablan del mal trato inferido por Suintila a los nobles. Conjugar estos dos tipos de noticias, en principio contradictorias, equivale a aceptar dos etapas en el gobierno de Suintila: la inicial, favorable a la aristocracia, y la siguiente, que podríamos llamar autoritaria si damos al término el valor de refuerzo del poder real; esta última postura, dada la configuración de la sociedad, llevaba a un enfrentamiento con la nobleza de modo inevitable. Sintomático de esta segunda etapa se considera la asociación de su hijo Ricimero al poder.

Si la reconstrucción de los hechos es válida, las consecuencias de adoptar medidas contrarias a la nobleza no se hicieron esperar mucho. En el 631, en la Galia Narbonense se produce un levantamiento encabezado por Sisenando, dux de la provincia, apoyado por los francos; al igual que diez años antes Suintila, es nombrado rey por elección después de haber pasado a Hispania y de haber sitiado y tomado Zaragoza, donde se encontraba Suintila y su familia, que se entregaron.

La proclamación de Sisenando como monarca (631-636), resultado de un acto ilegal frente al poder real, necesitaba un apoyo, que no adquirirá hasta la celebración del Concilio IV de Toledo (633). El lapso de tiempo transcurrido desde el nombramiento (631) y la celebración del Concilio dos años más tarde hacen buscar una justificación al retraso. El hallazgo de una moneda en la zona de Mérida con la leyenda Ludila rex sugiere la posibilidad de que después del 631 se produjera en el sur algún levantamiento contra Sisenando; se ha querido explicar que la rebelión fuese en el sur acudiendo a la recuperación por Suintila de los territorios ocupados por los bizantinos y a su posible reparto entre sus fideles; éstos mantendrían un foco de descontento que acabaría en el enfrentamiento a Sisenando. A favor de esta hipótesis apunta que el movimiento se produjera a comienzos del reinado. Sólo la reducción de ese núcleo rebelde permitiría la convocatoria del Concilio.


 
 

 

 

CONJURAS JUDEOFRANCAS

  

Las continuas sublevaciones, la inseguridad del reino, la ruina económica tenían que ser explicadas de algún modo, y el más sencillo consistía en atribuir a los judíos una conjura internacional para derrocar a la Monarquía, lo cual permite al rey confiscar los bienes de estos súbditos y aliviar la situación del Tesoro real.

Y porque es cosa cierta y sabida que en casi todo el orbe de la tierra se ha divulgado la buena fama de que las tierras de España florecieron siempre por la plenitud de la fe, por eso. fortísimas razones obligan a nuestra gloria a oponerse a los judíos con todas nuestras fuerzas. porque se afirma que en algunas partes del mundo, algunos se han revelado contra sus príncipes cristianos y que muchos de ellos fueron muertos por los reyes cristianos, por justo juicio de Dios y sobre todo porque poco ha por confesiones inequívocas y sin género alguno de duda, hemos sabido que éstos han aconsejado a los otros judíos de las regiones ultramarinas para todos de común acuerdo combatir al pueblo cristiano, deseando la hora de la perdición de éste, para arruinar la misma fe cristiana; todo lo cual os será patente por las mismas confesiones que os van a ser dadas a conocer.

Pues desde el principio de nuestro reinado fue tal el interés de nuestra mansedumbre por la conversión de los mismos, que no sólo nos esforzamos por atraerlos a la fe de Cristo con diversas persuasiones, sino que también les devolvimos por medio de un decreto de nuestra tranquilidad, los esclavos cristianos de los que antes se vieron privados conforme a la ley, a causa de su infidelidad, con la única condición que que dejando a un lado la infidelidad del corazón, los recibiere como hijos adoptivos el seno materno de la Iglesia mediante una verdadera conversión. Y habiéndolo prometido con una serie de garantías y mediante una declaración confirmada por juramento, sin embargo, finalmente, no cumplieron lo prometido, sino que se les descubrió que practicaban sin ninguna duda las acostumbradas ceremonias y ritos. Y porque por imperio de la divina voluntad han llegado para ser corregidos hasta los años de nuestro reinado, nuestra tranquilidad juzga necesario que, cuanto antes, se ponga freno a su maldad por medio de la asamblea general de todos vosotros y de nuestros nobles, para que con el auxilio de Cristo sea extirpada inmediatamente la maldad de los mismos.

(De Concilios Visigóticos, por José Vives, Barcelona, 1963.)

 

 

  

La inestabilidad del poder real era bien conocida por Sisenando: él mismo había derrocado a Suintila, y, como hemos visto, hay indicios para pensar que otros habían intentado lo mismo con él. Era urgente la creación de una normativa y, tanto o más, su aceptación por la nobleza. Estas dos finalidades cumple el Concilio IV de Toledo. El rey debe ser elegido por los obispos y la aristocracia laica, y deben jurarle fidelidad; puesto que la legitimidad del rey está basada en la elección y juramento posterior de fidelidad al elegido, todo aquel que atente contra el rey incurre en sacrilegio. La participación de los obispos en la elección conduce tal vez a un progresivo intervencionismo del rey en los nombramientos episcopales. Al mismo tiempo se adoptan una serie de medidas restrictivas del poder real, impidiéndole actuar como juez único en causas capitales y civiles. Es evidente el contenido marcadamente político del Concilio, aunque se incluyen algunos puntos de carácter eclesiástico, como la unificación del rito en toda Hispania, y matizaciones sobre la aplicación de las normas de Sisebuto referidas a los judíos.

Nada más se conoce sobre el reinado de Sisenando, pero el hecho de que falleciera de muerte natural en el año 636 suscita la idea de que logró mantener el favor de la nobleza en parte.

Feudalización visigoda

El clima de inseguridad perceptible a través de las disposiciones tomadas en el IV Concilio de Toledo no es exclusivo del reinado de Sisenando, ni hay que atribuirlo solamente al interés del mismo por legalizar una situación anómala en su caso. Sus raíces son profundas y, en última instancia, hay que achacarlo a la estructuración misma de la sociedad, que evoluciona en el sentido de la feudalización. El sucesor de Sisenando, Chintila (636-639), parece buscar también en la celebración de un concilio un apoyo a su poder personal. En efecto, el Concilio V de Toledo (636) sigue legislando sobre cuestiones políticas, intentando poner remedio a la creciente inestabilidad. Una de las decisiones tomadas es la de prohibir la confiscación de las donaciones hechas por un rey a sus fideles. De este modo puede pensarse que se intentaba impedir la ampliación de la clientela de los futuros reyes, ya que al limitarse la posibilidad de las confiscaciones se limitaba automáticamente también la posibilidad de nuevas concesiones, dando una cierta estabilidad al soberano entonces en el poder. Se reiteran las medidas en el Concilio VI de Toledo (638), y en el punto que trata de la elección del rey se insiste en que sea de estirpe gótica. La insistencia en la convocatoria de un nuevo concilio apenas transcurrido año y medio del anterior y noticias posteriores hacen pensar que es real la amenaza de rebeliones durante el reinado de Chintila. De manera sintomática, que nos lleva a pensar en un predominio claro de los intereses de la nobleza eclesiástica, y en el comportamiento poco enérgico del monarca, encontramos de nuevo una brutal política antijudía, esta vez con amenazas de expulsión.

Del reinado de Tulga, que se prolonga durante dos años, no tenemos noticia alguna. Sólo sabemos de su deposición a manos de Chindasvinto, probablemente dux de alguna provincia. Las medidas repetidamente tomadas en los Concilios, destinadas a impedir los derrocamientos, no habían dado el resultado apetecido, impuestas como estaban por una estructura contradictoria.

Los años que van desde la coronación de Recaredo (586) hasta la toma del poder por Chindasvinto (642) significan un proceso, sólo interrumpido esporádicamente, de predominio de la nobleza sobre el poder real. Tentativas, ni siquiera confirmadas, de Suintila para atajar el riesgo, no representaron nada dentro del conjunto. Los reyes buscan el apoyo de los Concilios, en un intento de proteger el poder personal mediante leyes y amenazas de excomunión, pero cada vez que intentan imponer el poder así protegido en contra de los intereses de los nobles, éstos advertirán bien claro que el rey puede dejar de serio en cuanto la nobleza le retire su apoyo. Los nobles toleran al rey en tanto que representa sus intereses.

Un intento serio de cortar radicalmente el peligro se fragua en los reinados de Chindasvinto (642-653) y de Recesvinto (653-672), especialmente del primero. Frente a la adaptación a las circunstancias de que parecen dar muestras los monarcas anteriores, Chindasvinto, llegado al poder a los setenta y nueve años, se propone fortalecer la institución monárquica y el centralismo del poder. Parte de la misma situación que en la época de Leovigildo, pero ya en un estadio más avanzado. Atendiendo a esa realidad, los fines perseguidos por Chindasvinto no pueden lograrse más que aplicando una serie de medidas en distintos campos: control de la nobleza, eliminando a los incontrolados; confiscación de bienes en provecho del rey; creación de un cuerpo de nobles adictos a la persona del monarca beneficiarios de las anteriores confiscaciones; exaltación de la institución monárquica.

Con esa idea, la primera medida tomada por Chindasvinto, apoyado en principio por una parte de la nobleza -ahí está patente la contradicción inherente al sistema: para conseguir fortalecer la institución monárquica necesita recurrir a la nobleza-, es deshacerse de aquellos otros nobles que no son partidarios suyos. Con esa resolución consigue a la vez dos de los fines fijados: eliminación de enemigos y aumento del patrimonio como consecuencia de las confiscaciones, con la posibilidad de favorecer con donaciones a sus partidarios. En este último punto la política pone de nuevo de manifiesto las contradicciones, puesto que el grupo favorecido que le apoya no puede ver con buenos ojos el aumento del poder económico del monarca, que a la larga podría suponer una progresiva independización del mismo respecto a la nobleza.

La actividad legislativa, marginal a los Concilios, recuerda inmediatamente a la emprendida por Leovigildo. Existe una coincidencia evidente entre los planteamientos de ambos y los expedientes a los que recurren, mucho más violentos en Chindasvinto, tal vez por el deterioro de la situación y la necesidad de aplicar un procedimiento riguroso. La convocatoria de un Concilio en el 646, el VII, parece haber tenido como finalidad primaria obligar a jurar la ley a magnates y obispos y a hacerla ratificar con sanciones eclesiásticas para quien no la cumpla. El ambiente coercitivo se refleja en las sanciones impuestas a los religiosos que no comparezcan ante los jueces; de hecho, el interés mostrado por Chindasvinto por conseguir que Eugenio fuese nombrado obispo de Toledo haciéndole abandonar Zaragoza en contra de su voluntad y de la de Braulio, indica un enfrentamiento con parte de las jerarquías eclesiásticas toledanas, y no debe considerarse ajeno al plano de la política general, igual de dura con la nobleza laica y con la eclesiástica.

Resulta dificil de explicar, dentro de ese. mismo contexto general, la petición hecha al rey por dos representantes de la jerarquía eclesiástica: Braulio, de Zaragoza, y Eutropio, de Valencia, junto con un funcionario civil. En el año 649 le ruegan a Chindasvinto que asocie a su hijo Recesvinto al trono. Se ha querido ver en esa solicitud un intento de paliar la dureza del régimen de Chindasvinto por medio de la persona de su hijo, menos radical en muchos aspectos. Ahora bien, resulta extraña esa actitud si se admite que la asociación al trono era una de las medidas peor vistas por la nobleza visigoda y que el IV Concilio de Toledo había sancionado el procedimiento electoral. Independientemente de las razones que indujeron a la petición, Chindasvinto aceptó, asoció al trono a Recesvinto en el año 649 y juntos gobernaron hasta el año 653. A este periodo conjunto de gobierno corresponde, al parecer, el levantamiento de Froja en la Tarraconense, aunque no puede excluirse la posibilidad de que la rebelión se produjera en los primeros años del reinado de Recesvinto. El movimiento insurgente, aunque reducido, es síntoma inequívoco de que los grupos disidentes de la nobleza son todavía poderosos y no han sido erradicados.

La actitud de enfrentamiento con la nobleza tuvo como secuela inevitable una cierta tensión con los pueblos limítrofes: vascones y francos, donde pudieron haberse acogido los nobles enemigos de Chindasvinto que habían escapado a la muerte. Pueden seguirse los rastros de alguna expedición en contra de los vascones, quizá excedidos en función de la escasa intervención de monarcas anteriores.

Recesvinto comienza a reinar sólo en el año 653, y con él cambia ligeramente de signo la política emprendida por su padre. Casi inmediatamente se reúne el Concilio VIII de Toledo (653). De sus resoluciones se deduce que, a pesar de mantener una política enérgica frente a las exigencias que se le plantean, Recesvinto ha tenido que pactar y transigir en algunos aspectos. Uno de los fundamentales es el referente al fortalecimiento económico personal del rey. El Concilio, integrado por nobles y obispos, decide que los bienes adquiridos por Chindasvinto tras su acceso al trono deben pasar a la Corona. Recesvinto, al parecer, ante la imposibilidad de oponerse tajantemente a tal decisión, promulga una ley donde se precisa que será propiedad de la Corona todo lo acumulado por los reyes desde Suintila, en virtud de su cargo, no personalmente, asegurándose así el derecho a disponer de esa última parte.

En otros aspectos, Recesvinto da la sensación de haber hecho concesiones; a ello podría apuntar la renovación de la política antijudaica, esta vez recogida en la legislación. En ese mismo terreno de la actividad legisladora hay que destacar la mayor moderación de Recesvinto con respecto a su padre; asimismo se produce una transferencia de poderes a raíz de la reforma administrativa emprendida. En virtud de ella, los funcionarios militares se hacen cargo de los asuntos desempeñados por los funcionarios civiles, medida que resulta paralela a la ampliación de poder de los duces prouinciae. Esta inclinación a favor de las atribuciones de los funcionarios militares no es más que la expresión visible del avanzado estado de feudalización. El Liber Iudicum resultado de los esfuerzos de Chindasvinto y Recesvinto se promulga en el año 654, convirtiéndose en el único texto legal válido ante los tribunales.

Los actos más visibles del reinado de Recesvinto: la convocatoria del Concilio VIII de Toledo y la promulgación del Liber Iudicum pertenecen a los dos primeros años tras su subida al poder. Desde esa fecha pocas son las noticias que conservamos, aunque llama poderosamente la atención la ausencia de convocatorias de Concilios para deliberar sobre asuntos políticos. La celebración del Concilio X de Toledo, de ámbito nacional, no da entrada a cuestiones de carácter político y quizá en ello estribe la escasa asistencia al mismo.

La presencia de dos grandes bloques: nobleza laica y eclesiástica, frente al rey y sus partidarios -grupo también nobiliario- es una cuestión de hecho, aceptada. A partir de ese momento ninguno de los reyes que vengan a continuación intentará solucionar el problema en su raíz, sino procurando adaptarse a las circunstancias derivadas de una organización social que no admite cambios.

 

 

ENCOMENDACION CAMPESINA

Si, por un lado, los esclavos son manumitidos -con ciertas condiciones-, por otro fueron numerosos los campesinos que aceptaron la dependencia respecto a los grandes propietarios debido a su difícil situación económica. Como ejemplo, v. la Fórmula de encomendación incluida por Ioannes Gil, Miscellanea Wisighotica. Sevilla, 1972, pág. 104.

Mi señor X. X. Como de día en día pasara necesidad y corriera de aquí para allá para procurarme el sustento, sin conseguirlo, finalmente recurrí a vuestra piedad sugiriendo que mandárais darme en precario tierras para cultivar en vuestro lugar, llamado X. Vuestra señoría dio efecto a mi petición y me dio tierras en dicho lugar, a tantos modios. por lo cual prometo no causaros en tiempo alguno contrariedades o perjuicios, sino estar siempre presto a serviros y defenderos. Prometo igualmente entregaros anualmente los diezmos según la costumbre de los colonos ... (Traducción: José Luis Martín.)

 

 

Anarquía y destrucción del reino

El periodo que se abre con Vamba (672-680) y termina con la entrada de los musulmanes en Hispania (711) suele tratarse conjuntamente, en virtud de esa tónica común que podríamos designar de supervivencia. El carácter independentista de la nobleza lleva a una fragmentación cada vez mayor: cada dux prouinciae cuenta con sus propios medios de imponerse sobre la zona y, a su vez, cada uno de los nobles que dependen de él cuenta con posibilidades de actuar independientemente. Ante esa situación, el recurso a las instancias teocráticas de poder se hace más apremiante. Vamba es elegido el mismo día de la muerte de Recesvinto (672) y por primera vez tenemos el testimonio de la unción del monarca: es el eslabón subsiguiente al ya aceptado y sancionado intervencionismo del episcopado -junto a la nobleza laica- en la elección.

Tal como ha venido sucediendo en reinados anteriores, durante el de Vamba se produce un levantamiento nobiliario, en este caso en la Galia Narbonense. El que en las historias se conceda lugar especial a este acontecimiento no se debe a su mayor importancia respecto a otros hechos semejantes, sino a la información exhaustiva que sobre él poseemos en la Historia Wambae regis seu rebelionis ducis Pauli de Julián de Toledo. Tan interesante como la exposición de los hechos son las consecuencias que de él se derivan. Vamba, ante la rebelión de la Galia Narbonense, envía a pacificarla a Paulo, probablemente dux de la Septimania; éste, a su vez, se rebela con el fin de derrocar a Vamba. A Paulo se le une el dux de la Tarraconense, de modo que Paulo es elegido rey por los nobles de la Narbonense. Vamba, ante la peligrosa situación, atraviesa los Pirineos por varios puntos y acaba con la rebelión. El no tener noticias tan detalladas sobre otros levantamientos nos impide establecer comparaciones, pero es de suponer que su desarrollo sería similar al de otros muchos; de todos modos existen datos relacionados con una mayor gravedad de la situación general del reino. Una vez vencido Paulo, dice Julián de Toledo que Vamba restituyó los bienes robados a la Iglesia, renovó los cargos administrativos de la Narbonense y expulsó a los judíos de esa zona, medidas todas que apuntan a un intento de asegurar la pacificación de ese territorio. Ahora bien, la subsiguiente promulgación de una ley militar nos pone en aviso de circunstancias más graves de lo habitual. En el caso de una posible incursión del enemigo sobre las fronteras del reino o, en caso de rebelión militar, todos los que se encuentran en un radio de cien millas deberán acudir al llamamiento de los jefes militares con las tropas que puedan reunir, sin excluir al clero. Esto es indicio inequívoco de que en el caso de Paulo muchos nobles se habían resistido a prestar los servicios exigidos, evidenciándose de ese modo la independencia, de hecho, de la nobleza frente al poder real, y confirmándose al mismo tiempo la dependencia de los grupos armados de la nobleza que los aglutina. A aumentar dicha dependencia contribuye la progresiva desaparición de hombres libres en el ejército, que han ido siendo sustituidos por esclavos.

De las quejas formuladas por los obispos en el Concilio XII de Toledo (681), celebrado durante el reinado de su sucesor Ervigio, puede deducirse una política de Vamba poco favorable a la nobleza eclesiástica. En ese sentido cobra interés el que, al igual que sucedió con Recesvinto, el concilio celebrado durante el reinado de Vamba no atendiera más que a aspectos puramente eclesiásticos, hecho que hace suponer una cierta independencia de Vamba frente a las jerarquías eclesiásticas, y ayuda a comprender el extraño final de su reinado.

Víctima, según se nos cuenta, de una repentina enfermedad, no se sabe si provocada o no, Julián de Toledo lo somete al rito de la penitencia pública. Posteriormente se recupera, pero inhabilitado para reinar por el rito aplicado, tuvo que retirarse a un monasterio. El resultado es el nombramiento de Ervigio.

Ervigio (680-687) parece haberse apoyado, desde un principio, en las jerarquías eclesiásticas, por contraste con Vamba, y tal vez en respuesta a la colaboración ofrecida en el derrocamiento del mismo. Esta actitud coincide con el desarrollo de una política antijudaica, que luego se vería confirmada en el Concilio XII de Toledo (681). El Concilio XIII (683) vuelve a ocuparse de cuestiones de tipo civil: devolución de bienes confiscados a los participantes de la rebelión de Paulo, con ampliación del perdón hasta época de Chintila; condonación del pago atrasado de impuestos a los nobles. Esto, unido a las dificultades puestas al nombramiento de gentes de condición servil para ocupar cargos de palacio, son síntomas de un retroceso en las atribuciones del rey, que se ve obligado a aceptar también el habeas corpus de la nobleza visigoda. Por el Concilio XIII de Toledo tenemos noticias de que se encargó la revisión del Liber Iudicum a una comisión probablemente compuesta por la nobleza laica y la eclesiástica.

Después del año 683 no se vuelve a convocar otro Concilio y nos quedamos sin saber cuál fue su política a partir de esa fecha. No tenemos en cuenta el Concilio XIV de Toledo, durante el reinado de Ervigio, porque su única finalidad se reduce a ratificar las decisiones del Concilio 111 de Constantinopla (680-681), a petición del Papa León 11.

En el año 687, Ervigio abdica en su yerno Egica (687-702), tal vez presionado a tomar tal decisión. A juzgar por las noticias que sobre él nos ha transmitido la llamada Crónica del 754, su política fue dura con los nobles, ya que se habla de exilios y de renovación de cargos palatinos.

El agudizamiento de la inseguridad personal del rey se observa simultáneamente en la legislación: nadie puede vincularse por juramento a nadie si no es al rey y el ejército real admite el enrolamiento de libertos manumitidos por orden regia. En los dos casos se trata de tentativas regias de no depender exclusivamente de  la nobleza y revela las líneas generales de la actitud seguida. A esta época debe corresponder el más intenso grado de malestar, que culmina en la rebelión de un grupo de nobles, entre los que se contaba Sisberto, arzobispo de Toledo. Esta rebelión es sofocada por Egica. Tal vez la más feroz persecución de nobles, acompañada de las correspondientes confiscaciones, se relaciona con este hecho. A pesar de todo, la situación era claramente irreversible; no se sabe si la moneda acuñada en Toledo con el nombre de Sinifredo responde a ese levantamiento o a otro.

La debilidad interna del reino visigodo, atribuible primordialmente al enorme fraccionamiento del poder, no repercute todavía en la política exterior. El ataque de la flota bizantina sobre las costas de Murcia, durante el período coincidente con la asociación al trono de su hijo Witiza (700-702), es rechazado por el gobernador de la zona: Teodomiro.

Con el reinado de Witiza (702-710) se suavizó la postura de su padre: hizo volver del exilio a los nobles expulsados por Egica, les devolvió los bienes confiscados y les restauró en sus cargos. Nada más sabemos de su reinado, que coincide con la progresiva expansión del Islam por el norte de Africa.

La sucesión debió de enfrentar ampliamente a dos grupos de la nobleza, partidarios los unos de la familia de Witiza, los otros de Rodrigo, por ellos elegido. Nombrado Rodrigo, la invasión de los árabes se produce en el momento en que está empeñado en una campaña contra los pueblos del norte. Después de ser derrotado Rodrigo en Guadalete, las tropas musulmanas avanzan hacia el norte hasta ocupar Toledo; esta ocupación supone el final de toda resistencia ante el invasor, que únicamente continuaría en núcleos aislados. Las luchas intestinas en el seno de la propia nobleza, incluso posteriormente a la invasión, facilitaron en gran manera la ocupación de la Península por los árabes. Todavía, sin embargo, antes de que los invasores ocuparan la zona oriental de la Tarraconense se nombró un monarca visigodo: Agila II, cuyo reinado termina en el año 715.

 

Bibliografía:

Abadal, R. D', Dels Visigots als Catalans, I, Barcelona, 1969;
Claude, D.,
Geschlchte der Westgoten, Stuttgart, 1970;

Diaz
y Díaz, M.,
De Isidoro al siglo XI, Barcelona, 1977;
García Moreno,
L.,
Romanismo y germanismo. El renacer de los pueblos hispánicos (s. IV-X); Barcelona (en prensa);
García Moreno, L.,
El fin del reino visigodo de Toledo, Madrid, 1975;
Menéndez Pidal, R., Historia de España, t. III: España Visigoda, Madrid, 1963, texto de Torres López, Gil Farrés, Prieto Bances, etc.,
y prólogo de Menéndez Pidal;
Orlandis,
J.,
Historia de España. La España visigótica, Madrid, 1977;
Orlandis,
J.,
La Iglesia en la España visigoda y medieval, Pamplona, 1976;
Orlandis,
J.,
Historia económica y social de la España visigoda, Madrid, 1975;
Thompson, E. A.,
Los godos en España, Madrid, 1971.

 

CARMEN CODOÑER
Historia 16, 1980