Escena de amor. Detalle del fresco "el mes de abril" del siglo XV que se encuentra en el Palacio Schifanoia (Ferrara - Italia)  

 

   Una Real Pragmática de febrero de 1623 ordenó el cierre de todas las mancebías del reino y desterró la posibilidad de que en adelante volvieran a abrirse los burdeles municipales. Tras más de 300 años de existencia y eficaz funcionamiento, la institución pensada para poner freno a los desórdenes sexuales de las sociedades urbanas del Antiguo Régimen pasaba a la Historia. Si durante tanto tiempo las mancebías habían gozado del respaldo de la Monarquía, de la Iglesia, de las ciudades, de la nobleza y de toda la sociedad, ¿qué ocurrió en los primeros años del reinado de Felipe IV para que abruptamente fueran definidas como «casas de abominaciones, escándalos e inquietudes»
   
El cambio de perspectiva obedece, en definitiva,a una compleja concatenación de factores y a la confluencia de una serie de procesos ideológicos y doctrinales que trataremos de desentrañar, bien que someramente. Veamos, en primer lugar, la hilación de los acontecimientos para analizar, posteriormente, las transformaciones en materia de Teología Moral, puesto que el asedio a las mancebías se realizó en ambos terrenos.

     

  Guerra de las Mancebías


 
La década de los 70 del siglo XVI asistió al fin de la convivencia pacífica entre los burdeles y las sociedades urbanas. Por aquellas fechas se inició desde Granada, y por toda Andalucía, una serie de acciones contra la prostitución reglada, acciones dirigidas siempre por la Compañía de Jesús. Los hijos de San Ignacio iban a ser en adelante inflexibles frente al sexo venal como consecuencia de su campaña de recristianización y moralización. Máximos adalides de las directrices tridentinas, los jesuitas entendieron la necesidad de combatir la herejía mediante la intensificación de la actividad pastoral y la difusión de un nuevo modelo de cristiano embarcado en una continua búsqueda de perfección y virtud, un modelo que poco podía concordar con la existencia de esos permanentes focos de tentación que eran las mancebías.En definitiva, se trataba de extender a los laicos la interiorización e intensificación religiosa que caracterizaban la vida de los religiosos.
  Uno de los instrumentos más eficaces para ello fue la creación de una densa red de congregaciones, asociaciones de laicos que siguieron el modelo de las congregaciones de estudiantes, novicios y sacerdotes ya existentes en el seno de los colegios y casas de la Compañía de Jesús. Durante el generalato del padre Acquaviva (1581-1615), el modelo congregacional se aplicó también a los laicos allí donde la compañía se establecía. Siempre bajo la dirección de un experimentado padre, se captaba a los sectores sociales más influyentes ( nobles, altos funcionarios) para ser adoctrinados en la nueva moral contrarreformista: caridad hacia los necesitados ( visitas a los hospitales y cárceles ), destierro de los comportamientos caballerescos ( duelos, seducciones, orgullo) y continuo autoexamen y adoctrinamiento.
   Utilizando estas asociaciones a modo de punta de lanza, en las ciudades más populosas se crearon otras agrupaciones similares dirigidas a artesanos y sacerdotes, de manera que el nuevo paradigma de vida cristiana alcanzase la máxima difusión posible. A la altura de 1615 ya existían en España más de cien de estas congregaciones que sirvieron de fuerza de choque en las ciudades para ciertas batallas: campaña contra las profanidades del Carnaval, contra los amancebamientos, en favor del dogma de la Inmaculada y, también, contra las mancebías.
   El combate jesuítico tuvo dos fases claramente diferenciadas. En la primera, entre 1580 y 1620, aproximadamente, el esfuerzo moralizante se dirigió hacia el estricto cumplimiento de las ordenanzas que regulaban el funcionamiento de las mancebías. En ciudades como Granada, Sevilla, Córdoba o Carmona dichas ordenanzas databan de principios del siglo XVI, antes de que el crecimiento de la población urbana obligase a flexibilizar ciertas normativas. En concreto, las restricciones de apertura de las casas públicas durante fiestas religiosas ( domingos incluidos) suponían un problema de orden público: ésos eran los días en que más clientela solían tener las prostitutas, pues, como sucedía en Sevilla, eran las fechas en que acudían a la ciudad los trabajadores de los campos circundantes, los marineros y otros varones privados durante el resto de la semana de contactos con mujeres. Al encontrarse las mancebías cerradas se desbordaban por las calles requebrando y acosando a las mozas. Por ello, las autoridades municipales habían permitido la apertura de los burdeles a partir del mediodía de los domingos y en algunas otras fechas antes vedadas. La táctica de la compañía era la de exigir el estricto cumplimiento de las reglamentaciones, con lo que esperaban que las rameras se marchasen y forzar así el cierre de los establecimientos. Hacia 1571, la Congregación granadina del Espíritu Santo ( que gozaba del firme apoyo del arzobispo ) situó a sus miembros más combativos en la puerta de la mancebía para impedir el acceso de los clientes en días y horas vetados. Algo similar realizaban en Sevilla las huestes del padre Pedro de León, tal y como éste cuenta en su autobiografla:

Lo primero que hacíamos era echar fuera los hombres y mozuelos que estaban dentro de aquellas callejuelas encantadas; y luego cerrábamos las puertas, y los buenos viejos con mis compañeros las entretenían mientras yo les predicaba a los hombres y muchachos que habíamos sacado de aquel infierno.

  Los conflictos eran inevitables y en más de una ocasión congregados, clientes, padres de las mancebías, prostitutas y rufianes llegaban a las manos. Por otra parte, la compañía abanderó la creación, en Sevilla ( 1581 ), Granada ( 1591) y Jaén ( 1617), de Casas de Arrepentidas a las que podían acogerse las rameras deseosas de enmendarse, con dotaciones económicas atractivas en caso de contraer matrimonio. Se perseguía, en definitiva, que las mancebías sucumbiesen por sí mismas ante la falta de clientes ( espantados por los congregados) y de rameras ( atraídas por las Casas de Arrepentidas ). Si por el momento no se alcanzó dicho fin, sí que se logró hacer cada vez más dificil el normal funcionamiento de las mancebías. Por ejemplo, la casa pública sevillana, arrendada en sus buenos momentos (años 50) por 75.000 maravedís anuales, en 1613 sólo pudo ser colocada por 3.750: nadie se atrevía a pujar por un negocio de dudoso futuro.
   La ofensiva definitiva se inició hacia 1620. Ya no se trataba de hacer cumplir las antiguas ordenanzas, sino de conseguir el cierre definitivo de aquellas cátedras de lujuria. Los asaltos se hicieron cada vez más repetidos y fuera de días festivos. Las autoridades sevillanas intentaron reaccionar mediante la redacción de nuevas ordenanzas que sancionasen lo estipulado hasta entonces. Un duro sermón del padre Armenta ante lo más florido de la sociedad hispalense fue la respuesta de la compañía: peor que luteranos y que sarracenos eran aquellos capitulares que permitían el libre juego del Diablo en la ciudad. De nada sirvieron las protestas del concejo. Hacia 1621 la mancebía sevillana, otrora la flor del meretricio español, había sido abandonada por las mujeres, que buscaron negocio por calles y descampados. Lo mismo ocurrió en otras localidades como Granada y Écija.
  Las protestas de las ciudades ante el rey de nada sirvieron. La compañía había sabido jugar bien sus cartas y, de forma paralela a los asedios de los burdeles, había trasladado a la Corte su campaña antiprostibularia. Aprovechando la influencia de los jesuitas ante el joven Felipe IV y ante el Conde-Duque de Olivares (su confesor, Hernando de Salazar, pertenecía a la compañía y era conocido por ser la eminencia gris de la política de Olivares ), una delegación de la congregación granadina se trasladó a Madrid. El ambiente político era favorable a sus pretensiones, pues el nuevo equipo de gobierno quería imprimir nuevos aires de honestidad y austeridad moral tras los años de corrupción del duque de Lerma. Gabriel López de Mendoza, prefecto de la Congregación de Granada, ganó para su causa a importantes cortesanos y políticos; los escritos contra las mancebías, impresos en Granada, que llevaba consigo circularon con asiduidad y finalmente alcanzaron su objetivo. En una sesión de la Junta Grande de Reformación a finales de 1622 se aprobó una serie de «Capítulos de Reformación» que, entre otras cosas, sellaban para siempre las puertas de las venerables mancebías castellanas.

 

De la sentina a la escuela. Cambio de doctrina, cambios de lectura


   
En el otoño medieval, como es sabido, la prostitución estaba plenamente institucionalizada en buena parte de las ciudades de la Cristiandad. No simplemente se toleraban los burdeles, sino que éstos estaban organizados por la autoridad y regulados a través de meticulosas ordenanzas. La Teología, por su parte, daba carta de licitud a esta situación, invocando determinados pasajes atribuidos a San Agustín y armonizando las referencias dispersas al asunto que podían encontrarse en los textos de Santo Tomás. Si se examinan de cerca todos estos fragmentos, no se encuentra en ellos desarrollo doctrinal alguno acerca de la legitimidad de los prostíbulos públicos. Las parcas alusiones que se hacen a la prostitución tienen el valor de exempla o de símiles aducidos en la discusión de otros asuntos. Así, Agustín de Hipona, en el De Ordine, defiende la existencia de una subyacente y providencial armonía en el Universo, donde incluso lo más disonante (monstruos, verdugos, prostitutas ) cumple su función.
  El mismo tipo de referencia indirecta se puede encontrar en un pasaje de la Summa Teológica, cuando Santo Tomás discute si deben o no permitirse los ritos religiosos judíos en las ciudades cristianas. A modo de analogía, menciona el caso de los lupanares, permitidos por las autoridades urbanas para evitar mayores desgracias. En toda esta ingente obra, no dedica ni una quaestío, ni un solo articulum a debatir el problema del sexo venal. En realidad, la doctrina que justificaba la institucionalización de los burdeles no se encuentra en estas trazas textuales; es el resultado de un trabajo de lectura emprendido por los teólogos y juristas entre el final de la Edad Media y la Contrarreforma. Éstos, siguiendo las pautas de la casuística medieval y de la lectura escolástica, armonizaron en un todo coherente lo que los doctores de la Iglesia habían escrito sobre el problema conciliándolo con los principios de la tradición cristiana en materia de moral sexual.
   La Teología española bajomedieval se atuvo también a estos protocolos de lectura, y de este modo, autores como Eiximenis,Vicente Ferrer, Alonso de Madrigal, Pedro de Costana, entre muchos otros, reconocieron la legitimidad de los establecimientos prostibularios regulados por la autoridad. Una de las claves de este reconocimiento estaba en la distinción, ya admitida por Santo Tomás, entre la ley divina y la ley humana. Por la primera, la relación carnal con una meretriz era pecado mortal; la segunda, sin embargo, implicaba tomar en consideración circunstancias variables y exigía, por tanto, adoptar una prudente actitud pragmática. Ésta aconsejaba permitir el ejercicio controlado de la prostitución para evitar que se cometieran atentados más amenazadores contra la paz pública ( raptos, estupros, violaciones, adulterios, venganzas privadas, actos contra natura. etc. ).
   Por otra parte, en coincidencia con los planteamientos del Aquinate, los teólogos se inclinaban a identificar la concupiscencia carnal con una necesidad, una tendencia natural «innata». Ésta quedaba satisfecha una vez realizado el acto de fornicación. Por eso se entendía que al yacer con una prostituta el varón soltero saciaba su placer y evitaba caer en pecados más graves. Se estimaba también que la victoria sobre la carne estaba reservada a una minoría de virtuosos. Esto permitía contemplar con cierta benevolencia la frecuentación del lupanar por parte de varones jóvenes solteros y trabajaba a favor de la licitud de las mancebías autorizadas por los poderes públicos.
   ¿Qué ocurrió para que este cuadro doctrinal se desmantelara? ¿Cómo se manifestó esta transformación en los reinos hispánicos?
   La Reforma protestante y posteriormente la Contrarreforma católica impulsaron un programa de disciplina social y de renovación ascética dirigido local y cotidianamente por diversos grupúsculos organizados, desde las confraternidades luteranas y las asociaciones estudiantiles apoyadas por los consistorios hugonotes hasta las congregaciones organizadas por los jesuitas en el campo católico. Entre los objetivos de estas misiones se encontraba la extirpación de los pecados públicos y de la prostitución legal. En 1535 fueron suprimidos los lupanares de Ginebra, justo en las vísperas de la llegada de Calvino a la ciudad. En la misma década se inició la campaña luterana contra las mancebías, que logró su extinción en buena parte de las ciudades alemanas. En 1546 le tocó el turno a Inglaterra; ese mismo año Enrique VIII publicó un edicto por el que se clausuraban los célebres lupanares oficiales de Londres. A partir de 1550 comenzaron a desmantelarse los burdeles municipales del Languedoc, Provenza y Borgoña. En plena marea hugonote, una decisión de los Estados Generales celebrados en Orleáns en 1560 decretó el cierre de estos establecimientos en toda Francia.
   En el bando católico, la política de supresión parece haberse aplicado con más parsimonia y menor difusión, como ilustra el variado repertorio de medidas adoptadas en las ciudades italianas desde la segunda mitad del siglo XVI o el caso español. En Castilla habría que esperar a 1623, cuando se publicó la Pragmática Real de Felipe IV que extinguió la Casa Pública. Al parecer, esta orden sólo se hizo efectiva en los reinos aragoneses a partir de 1629.
   Las congregaciones organizadas por los jesuitas y que, desde Sevilla y Granada, protagonizaron el golpe de gracia al meretricio institucionalizado no se limitaron a exigir la prohibición del sexo venal; se preocuparon de dar legitimidad a su propuesta mediante la elaboración de argumentos teológicos. Éstos fueron presentados en una serie de breves alegatos en forma de invectiva. Se publicaron ( 1621 -1622 ) en la misma época en la que los representates de la Congregación de Granada viajaron a Madrid para conseguir del Consejo de Castilla la extinción de las mancebías.
  Aunque buena parte de las razones presentadas en estas invectivas puede rastrearse en textos de Martín de Azpilcueta (1569) y de Juan de Mariana (1609), resulta de interés detenerse en estas obras porque presentan, a propósito de la licitud de los prostíbulos, un discurso completamente distinto al de la tradición teológica bajomedieval. En ellos se mencionan los testimonios de San Agustín y de Santo Tomás con objeto de impugnar la tolerancia pública del lupanar. Por eso pueden considerarse como ejemplo del nuevo tipo de hermenéutica y de casuística practicado por los teólogos de la Contrarreforma.
  En primer lugar, estos opúsculos ejemplifican un nuevo modo de leer a las autoridades, marcado ya por la incipiente utilización de la crítica de fuentes y de la cronología. En el campo contrarreformista, y aquí fue capital la intervención de los teólogos jesuitas, estos procedimientos tenían una función polémica; se trataba de desentrañar las hagiografías y vidas de mártires falsificadas por los protestantes. En relación con el testimonio de las autoridades, esto implicaba una nueva actitud en el lector. A diferencia del comentario medieval, ya no se adoptaban los enunciados de las auctoritates como si se tratase de verdades intemporales. Se trataba ahora de precisar su datación cronológica, emplazar esos enunciados en su contexto particular, en el itinerario intelectual de su autor. Aplicado a los textos de San Agustín y Santo Tomás que avalaban la justificación del sexo venal, este modo de lectura condujo a una nueva interpretación que desmontaba el fundamento doctrinal de la prostitución legal.
  Por otro lado, en esta misma época se inauguró un nuevo estilo en el análisis de casos de conciencia. Había que encontrar la solución de casos prácticos de moral no tanto descifrando una norma general de actuación como atendiendo, en el análisis, a la singularidad de las circunstancias asociadas al caso propuesto. En la casuística medieval se leía a las autoridades buscando principios axiomáticos que permitieran deducir la resolución del caso particular. En la casuística moderna se leía alas autoridades buscando argumentos que estableciesen el repertorio de opiniones posibles a la hora de tomar una resolución. Esta casuística, más que resaltar la armonía, enfatizaba el conflicto entre las opiniones autorizadas. Aquí se alojaba el debate entre probabilistas, laxistas, probabilioristas y rigoristas.
  En relación con la moral sexual, esta nueva casuística implicaba una mayor complejidad en la práctica de la confesión. Los decretos tridentinos fijaron explícitamente la obligación del examen de conciencia. Esto implicaba que el confesor debía someter la mente de sus penitentes a un riguroso escrutinio. Dado un posible pecado, había que dilucidar no sólo el acto, la intención y las circunstancias materiales, sino todo el cortejo de representaciones ( anticipaciones, asociaciones, consentimientos, recuerdos) vinculado al mismo. Esto concordaba con la mencionada sofisticación de la casuística al tener que sopesarse en cada caso una compleja constelación de elementos concomitantes.
   En relación con los pecados de lujuria esta pendiente propiciaba un desplazamiento de la acción a la conciencia del agente. La concupiscencia carnal no era ya una necesidad natural susceptible de ser saciada con un acto; era un deseo que, desviado de los fines matrimoniales, buscaba experimentar deleites sin límite. El pecado emplazado en el escalón más bajo de gravedad no era ya un freno para la comisión de un pecado peor; estimulaba -aquí se utilizaban las metáforas tradicionales de la «llama», el «despeñadero», el «torrente»- la persecución de placeres aún más intensos y atroces. Ni siquiera la fornicación entre solteros podía ser objeto de complacencia. Por eso, las invectivas contra las mancebías insistían en que la lujuria con rameras funcionaba como un acicate y no como un freno de las transgresiones sexuales. Las meretrices practicaban con sus clientes actos contra natura, corrompían a los mozos, fomentaban delitos de proposiciones. El burdel se entendía como una escuela del vicio, según afirmaban literalmente estos alegatos. Se detecta aquí el tránsito del naturalismo bajomedieval y renacentista, que identificaba la carne con una tendencia innata, al pesimsmo barroco, que insistía en el papel corrosivo de las pasiones.
   Conviene señalar, por otra parte, que este cambio se produjo no ex novo, sino a través de una reescritura de la propia tradición. Se trataba de recuperar en su pureza los tonos propios de la ascética del cristianismo primitivo, más allá del formalismo de la escolástica medieval. Por eso los teólogos de la Contrarreforma, continuando en esto la empresa de los humanistas, redescubrieron las fuentes patrísticas y enfatizaron el valor de la Teología Positiva frente a la Teología Dogmática que había primado en la Edad Media.
   La Real Pragmática del 10 de febrero de 1623, por la que se clausuraron las mancebías en el Reino de Castilla, incorporó la nueva representación del burdel propuesta por las invectivas granadinas. El texto de este edicto calificaba al lupanar como «casa de abomináción». Esa sentina de las repúblicas que, según el San Agustín de los teólógos medievales permitía evacuar las inmundicias de la carne, se había transformado, para los moralistas de la Contrarreforma, en escuela de calamidades públicas. Su destino estaba sellado.

 

volver
Biblioteca Gonzalo de Berceo