La superstición general hace que todo un pueblo se prosterne y adore con temor á un tronco cualquiera, vestido de santo. (Manuscrito de la Biblioteca Nacional)  

martillo de herejes

J. Ignacio Tellechea Idígoras  

     En una institución cuya razón de ser era la lucha «haereticam pravitatem», el protestantismo naciente en el primer cuarto del siglo XVI no podía menos de suscitar inquietudes y reacciones. A raíz de la condena y excomunión de Lutero por el Papa Leon X quedaba fuera de duda que sus ideas entraban por la puerta grande de la «herética pravedad», no prevista cuando se fundó la Inquisisción española a fines del siglo XV. A pesar de la reacción antagónica existente entre esas dos realidades -Inquisición y protestantismo-, hay que reconocer que, desde un punto de vista heurístico, los fondos inquisitoriales constituyen una de las principales fuentes para el conocimiento de la historia del protestantismo en la Península Ibérica.

¡Lo que puede un sastre!
Sanguina y aguada roja.
1797-1798.
Goya, Museo del Prado. Madrid.

Biblioteca Gonzalo de Berceo

   
  
A principios de nuestro siglo fue E. Schafer quién, persuadido de esta verdad, inició un camino desusado en la investigación de esta historia, que culminó en la espléndida obra en tres tomos, Beiträge zur Geschichte des Spanichen Protestantismus im sechzehnten Jahrhundert (Gütersloh, 1902). En este estudio liquidaba una serie de apreciaciones comunes de historias de tipo confesional en las que un cierto afán apologético magnificaba la calidad y la cantidad de los protestantes españoles. Aunque centrada primordialmente en el momento más crucial de esa historia (los años 1558-59 que vieron los magnos Autos de fe de Valladolid, seguidos de los de Sevilla), Schafer inventariaba y documentaba un enorme arsenal de datos hasta entonces desconocidos y ofrecía las líneas fundamentales de la aparición, desarrollo y brutal extinción del protestantismo en el suelo hispano.
     Dos trabajos fundamentales han venido a completar la obra de Schafer, sobre todo en lo que se refiere a las décadas iniciales del problema. John E. Longhurst, en 1959, y Agustín Redondo, en 1965, apuraron en sendos, y en parte paralelos, trabajos la búsqueda de noticias sobre el protestantismo en España: el primero, en torno a los años 1520-1540; el segundo, se ceñía a los años 1520-36. Extremando la recopilación de datos llegan a describir una situación en la que el celo de la Inquisición resulta de más entidad que la del temible fenómeno reprimido. Redondo llega a caracterizar esos quince primeros años subsiguientes al orto del protestantismo en Europa de «acalmia relativa» y reconoce que, si bien los datos aportados permiten suponer una cierta presencia protestante mayor de lo que hasta ahora se creía, no pasa el hecho globalmente considerado de «souffles luthériens» pasajeros.
    A la vista de estos hechos no resulta hoy difícil «periodizar» la relación tensional de la Inquisición con el protestantismo: I. Período 1520-57. II. El quinquenio 1557-1562. III. Los siglos posteriores.

1520-1557: LA ASCENSION LUTERANA

     Acaso algún profano pueda preguntarse, de entrada, por qué persiguió la Inquisición al protestantismo, cuando suele aparecer en su nacimiento ligada primordialmente al problema judío. La reacción hispana frente al protestantismo es preciso enmarcarla en un cuadro más amplio, de contexto europeo. Basta recordar algunas fechas y hechos. Tras varios años de polémicas cada vez más acres y radicales, en 1520 se produce una reacción a escala europea, y lejos de nuestras fronteras, respecto a Lutero. El suceso más transcendental e importante es, sin duda, la condenación papal de Lutero y sus obras en sucesivas Bulas. Se produjeron al mismo tiempo las condenaciones de Lutero por parte de las Universidades de Lovaina, Colonia y París. En el caso de Lovaina, la censura va predecida por una introducción de Adriano de Utrecht, antiguo preceptor de Carlos y a la sazón obispo de Tortosa e Inquisidor primero de Aragón y luego de toda España desde 1517.
     León X, por su parte, incitaría al recién elegido Emperador Carlos V a defender la fe católica y a actuar contra Lutero. El Nuncio Aleandro provocaría la primera quema de libros de Lutero en Lovaina, contrapesada por la quema de la Bula papal en el patio de la Universidad de Wittemberg por parte de Lutero.
    El problema luterano afectaba a España en la persona de su Rey, el Emperador Carlos, que saldría de España en 1520 para asumir su nueva investidura. En Flandes pudo comprobar las primeras agitaciones luteranas. Coronado en Aquisgrán en octubre, llegaba a Worms en diciembre de 1520. Antes de concluir el año decretaba el destierro de Lutero de tierras del Imperio. En los meses sucesivos dos nuevas Bulas papales excomulgaban a Lutero y lo declaraban hereje.
    En la Dieta de Worms, de abril de 1521, y bajo garantías otorgadas por el nuevo Emperador, compareció personalmente Lutero en viaje triunfal. Un documento coetáneo registra: «Yendo todo el mundo a verle, especialmente los españoles». Días más tarde, recusada por Lutero cualquier forma de retractación, se retiró de la ciudad, envuelto en gritos de españoles: «jAI fuego!». Sobre Lutero recaía un nuevo bando de destierro de tierras del Imperio. Papa y Emperador, ley canónica y civil, convertían al agustino en un hombre recusado por las dos más altas instancias. Por ambos conceptos, no es necesario explicarlo, la Inquisición iniciaría su lucha contra Lutero y contra el luteranismo. De esta suerte la iniciativa de la represión correspondía a dos extranjeros y sería llevada adelante por el Inquisidor general, el ya citado Adriano de Utrecht.

Actitud de Carlos V

    En la primavera de 15211 exactamente en los meses de marzo y abril, asoman los primeros síntomas de la reacción. El 21 de marzo, León X incita al Condestable y al Almirante de Castilla, Gobernadores del Reino, a impedir la difusión del luteranismo. El Edicto de Adriano, del 7 de abril, ordena la entrega de libros y su consiguiente quema. Dos días más tarde pone en guardia, en sendas cartas, a Carlos V y al Consejo de Castilla. Los gobernadores, a su vez, ruegan al Emperador que castigue a Lutero. El Consejo Real y el Obispo de Oviedo en nombre de los Prelados se dirigen al Emperador con similar consejo.

    Por su parte el Emperador escribe a España desde Worms, el 20 de abril. En cumplimiento del «encargo que de Dios nuestro Señor tenemos en lo temporal, conformándonos con lo que por Su Santidad fue declarado», e informado de que Lutero, sus socios y cómplices, han enviado o quieren enviar sus obras escritas a la Península, ruega a los del Consejo Real que «desocupados de otros cualquier negocios que tengáis, en éste, como principal y mayor por tocar a nuestra santa fe católica, entendáis luego»... El entender significaba dar toda clase de provisiones y órdenes en ciudades, villas, puertos de mar y secos, para impedir la entrada de la mercancía prohibida.
    Unos días más tarde, el 27 de abril, cuando ya Lutero había abandonado Worms y disipado toda esperanza de arreglo, Carlos V contesta al Consejo, cuya carta del 13 había recibido, recalcando lo ordenado en la anterior y haciendo patentes su disposición de ánimo y su impresión sobre el asunto:
           «Yo he procurado e procuro de remediar en estas partes los daños que la doctrina insana de este herético malvado se siguían, e se concluirá todo bien e presto y como cumpla en servicio de nuestro Señor. E sed ciertos que porné mi persona y estado e todo lo demás que convenga para lo remediar, como quiera que tengo por cierto que con la ayuda de nuestro Señor, cuya esta causa es, todo se remediará bien e presto
».
    Estas dos cartas, que publiqué en la revista Diálogo ecuménico (1973) págs. 57-63, configuran bien la actitud de Carlos V en los momentos iniciales del protestantismo y hasta sus augurios optimistas al respecto. La Inquisición no hará sino secundar las líneas trazadas por el Papa y el Emperador.

Medidas preventivas

    Pronto hubo motivos de alarma, ya que en 1520 se inicia la infiltración de literatura luterana, en latín y romance, con la anuencia y el favor de marranos españoles instalados en Amberes desde la expulsión de los judíos. Ciertas connivencias entre luteranismo, conversos, comuneros, involucrarán a veces demasiado alegremente estos ingredientes en el fenómeno global, que adquirirá así, junto a una significación religiosa, ciertas connotaciones políticas. Lutero y el luteranismo son noticia que suscita curiosidad. Se posee una imagen lejana y desdibujada de todo ello, más marcada por sus costados negativos -denuncia de abusos-, que por los contenidos específicos de la dogmática luterana. Con todo, surgen en España los primeros escritores que polemizan con Lutero, como Olesa, Benet, etc.
    El luteranismo es una «centella» que puede provocar grandes incendios, una lepra que puede ser contagiosa. Estas dos metáforas, entresacadas de documentación de la época explican que la reacción tienda al más seguro cortafuego o al más riguroso y preventivo aislamiento sanitario. La obsesión principal de la Inquisición se centra persistentemente durante esos años en cortar todo acceso de libros luteranos. La realidad acaso desborde el control de la Inquisición, alarmada ante cualquier noticia de infiltración. La verdad es que dan casos muy raros de propaganda protestante.
    Uno de los más raros y pintorescos fue el ocurrido en el puerto guipuzcoano de Pasajes, ampliamente historiado por Longhurst. El luteranismo se incrusta en una auténtica historia de piratería. Unos marinos de Pasajes arrebataron a los franceses «una nao muy rica», la cual éstos a su vez habían arrebatado a unos valencianos que venían de Frandes. En la disputadísima nao había «una arca llena de libros de las obras de Lutero y de sus secuaces». El raro botín fue repartido entre algunos clérigos bachilleres y otras personas de la tierra.
    Enterado de ello el Inquisidor general fray García de Loaisa, ordenó a los
inquisidores de Navarra que rescatasen la delicada mercancía y hasta posibles copias de la misma que se hubiesen podido hacer. Interesó en la operación al Corregidor de Guipúzcoa el propio Emperador, y el Consejo reiteró sus órdenes precisando el procedimiento a seguir por el inquisidor Rodrigo de Ayala en Santander, Tolosa, San Sebastián, Rentería, Vergara, Mondragón, Valle de Léniz, etc. Algún resultado positivo debió producir la pesquisa, puesto que en enero de 1524 el Inquisidor general está en posesión de un memorial de libros cobrados -desgraciadamente perdido- y manda que «a muy buen recaudo, con persona cierta y segura, liados y sellados de manera que en ninguna forma se puedan leer», los envíe a la Suprema.
    Años más tarde se produjo en San Sebastián otro incidente, esta vez a cargo de comerciantes ingleses que propagaban ideas luteranas. Su condición de extranjeros y de comerciantes suavizaron no poco las penas impuestas. Durante esas dos primeras décadas surgen aquí y allá hechos aislados y esporádicos de vario carácter y significación. Se persigue algún que otro libro de Lutero o Ecolampadio, sea en manos de algún profesor de Universidad en Alcalá o Valladolid, como en mano de algún particular o librero. La táctica temprana de introducirlos con pie de imprenta ficticio o bajo nombre falso va a provocar las primeras medidas respecto a impresiones o visitas de comercios de libros. Son hechos saltuarios y sin mayor relieve, significativos de un espíritu curioso y de adhesiones más o menos vagas a la idea que en tales condiciones se podían forjar acerca de Lutero. Acaso hay algunos luteranos convictos como López de Husillos, Costa, el guipuzcoano López de Celain, estudiado por Angela Selke.

La imagen de Lutero

    Con todo, en niveles más amplios. siempre clandestinos, la imagen de Lutero se dibuja a través de una tradición oral muy particular. Un monje alemán, al paso por Valencia, refiere a sus ávidos oyentes que Lutero «tenía mucha gente corrompida en Alemania, y que era grandísimo letrado, y que era otro como San Pablo en letras».
    Un barbero extranjero, poseedor de un libro de Lutero. adoctrina a su clientela, interesada en saber algo de Lutero: «que predicaba que no había más de un solo Dios, e que no había santo ni santa en el cielo, e que no había de haber clérigo ni fraire, e que los clérigos fraires e monjas había de ser casados con monjas (sic), e que no nos habíamos de confesar con clérigo ni fraire, salvo a un solo Dios de cara a la pared, e que en la misa no
se había de decir Evangelio, ni en la iglesia no había de haber imágenes de santo ni santa ninguno, sino una cruz».
    La imagen operante de Lutero a nivel popular está mucho más llena de connotaciones negativas y críticas, que propiamente del sentido positivo de las grandes afirmaciones luteranas. Aparte de excitar la viva curiosidad, podía conectar con ciertos trasfondos de sentido anticlerical existentes en la masa hispana. Por ello mismo cabe preguntar cuál es la densidad y contenido de la adhesión al luteranismo de no pocos de los presuntos luteranos de la época, ya que resulta no poco problemática la de algunos de los acusados de tales, inclusive en procesos inquisitoriales. Evidentemente excluimos de esta nómina a aquellos españoles que pudieron adquirir noticia más directa del protestantismo fuera de España, como pudiera ser el caso de Servet o de un navarro llamado Doctor Morillo.

El ámbito teológico

    Ni siquiera los teólogos de la época tienen facilidades para beber directamente en las fuentes originales del protestantismo. Operan con el estereotipo de la Bula pontificia de condenación o con las censuras lovaniense o parisiense. El célebre antecesor de fray Francisco de Vitoria y altamente elogiado por éste, fray Diego de Astudillo, fue discretamente absuelto por haber leído algunas obras. Tal era la situación, aun cuando un humanista procesado como Vergara, se atreviese a insinuar en sus declaraciones que «se tenía por cosa loable que un teólogo con celo de la fe quisiese ver libros de herejes modernos para saber impugnar mejor e contradecir sus opiniones».
    Tal ocasión se presentó, al menos para los profesionales de la teología, en el Concilio de Trento. Aun cuando la finalidad era impugnatoria, pudieron asomarse directamente a la realidad de la dogmática protestante en obras o documentos representativos, y no poco les sirvió en la tarea la espléndida biblioteca del Embajador Hurtado de Mendoza.
    Los comentarios bíblicos de Lutero, de Brencio, de Melanchton, la Confessio Augustana, los materiales del frustrado coloquio de Ratisbona, abrieron los ojos de nuestros teólogos a la hasta entonces lejana realidad, provocando ciertamente su reacción, y obligándolos también a abandonar los artificiosos esquemas académicos y meterse por nuevos y obligados caminos metodológicos, sea colaborando en los esquemas conciliares, sea redactando obras de controversia, comentarios bíblicos o exposiciones de la fe católica. Piénsese, por ejemplo, en la Assertio fidei catholicae de fray Pedro de Soto, concebida en función de la Confessio Wittembergensis, o en otras obras similares de Pérez de Ayala, Alfonso de Castro, Carranza, etc.
    Otra ocasión de conocer directamente la literatura protestante, esta vez en casa, la brindaba la propia Inquisición cuando secuestraba obras y las pasaba a sus consultores. De esta suerte pudieron leer alguna obra de Ecolampadio y de Konrad Pellikan consultores como Francisco de Navarra, posteriormente Arzobispo de Valencia, y el propio Bartolomé Carranza. Que tales lecturas pudieran dejar algún poso en los lectores parece obvio; y no tenía por qué ser exclusivamente negativo. Por muy antagónicas que fuesen las actitudes, no todo era impugnable en el protestantismo desde la más rigurosa ortodoxia católica.
    Sería interesante analizar el comentario a la epístola ad Romanos de fray Domingo de Soto para detectar en él no sólo una interpretación católica frente a la protestante, sino también los condicionamientos y préstamos posibles de los logros bíblicos protestantes sobre un autor no dudoso de ortodoxia. Por lo demás, dentro de la observancia de las normas católicas, hubo en esta época más facilidad para la obtención de licencia para leer libros prohibidos, hasta que Paulo IV restringió de modo inusitado esta praxis.

Los «Indices» de libros prohibidos

    Ya que tratamos de libros, es oportuno decir al respecto que, además de encausar personas, la Inquisición condujo la represión también por esta vía, siguiendo en ello procedimientos que no le pertenecen en exclusiva ni mucho menos. Además de la condenación expresa de libros protestantes por las Bulas papales y por las censuras de Universidades antes mencionadas, se multiplican en el área católica europea los Indices de libros prohibidos.
    No hay que esperar al Indice español para encontrar en su lista negra los libros de autores protestantes. En el Indice de Lovaina (1546) aparecen multitud de ediciones de la Biblia hechas por protestantes, y desde luego las obras de las principales figuras: Lutero, Butzer, Bullinger, Brentz, Calvino, Osiander, etcétera... La lista será más amplia en los Indices lovanienses de 1550 y 1558. Algo análogo podíamos decir de las prohibiciones de los sínodos de Colonia, de los Indices de la Sorbona o del Inquisidor de Francia, Becanis, de los de Venecia y Milán.
    Acaso nos resulte más sorprendente el caso de Inglaterra. Ya desde 1526 un mandato de Wolsey prohibe una larga serie de obras de Lutero y de luteranos. Consumado el cisma que separó a Inglaterra de Roma, siguen multiplicándose las prohibiciones, lo mismo de las versiones inglesas de Melanchton y Ecolampadio, que algunos escritos de Tomás Moro. En 1555, tras la reconciliación de Inglaterra con Roma, la Reina María prohibirá generalmente libros y manuscritos de protestantes continentales (Zwinglio, Calvino, Lasco, Bullinger, Butzer, Occhino) y añadirá una larga lista de autores ingleses de la época del Cisma: Latimer, Barnes, Hooper, Coverdale, Tyndall, Cranmer, etcétera...
    Dentro de ese contexto se sitúan el Indice español de 1551 y otro posterior de 1554 titulado Censura Bibliorum, motivado por una previa recogida de Biblias impresas en el extranjero que corrían por España -cerca de un centenar de ediciones- y que en sus prólogos y anotaciones escondían su espíritu protestante. El «Libri omnes» es la apostilla condenatoria que acompaña a los nombres de Lutero, Capitón, Butzer, Servet, Ecolampadio, Hutten, etc... En este Indice de 1551 se observan cautelas generales de largo alcance: una que prohíbe cualesquiera libros impresos en los últimos veinticinco años, con omisión de impresor, autor, fecha y lugar, medida con la que se quiere contrarrestar las tácticas solapadas de infiltración protestante.
Y una segunda disposición por la que se prohíbe la Biblia en lengua vulgar. Este afán de control y represión se acrecentará en el Indice de 1559, el momento culminante de la represión protestante por parte de la Inquisición española, del que a continuación nos vamos a ocupar.

II. EL QUINQUENIO 1557-1562: APOGEO Y REPRESION

    El quinquenio 1557-62 representa un momento histórico en que se puede hablar con más consistencia de protestantismo español, y en lógica consecuencia, también de una represión implacable contra el mismo. Sevilla y Valladolid son los dos focos importantes del nuevo fenómeno. A los procesos, todavía aislados, de Egidio y Constantino en Sevilla, se suman muy pronto hechos que producen verdadera alarma, porque denotan la existencia de un protestantismo clandestino, sustentado por españoles de relieve y organizados ya en comunidades o grupos.
    En Sevilla pudieron huir a tiempo numerosos adeptos, entre los que se encontraban no pocos frailes de San Isidoro, algunos de ellos figuras notables en la historia del protestantismo español (Corro, Reina, Valera, etcétera...). En cambio, en la zona castellana (Valladolid, Palencia, Toro) el descubrimiento fue seguido de la captura. Se incoaron numerosos procesos que culminaron en los famosos Autos de fe (1558-9).
    Ya no se trataba de extranjeros, de casos aislados, de personas sin relieve. Eran españoles, formaban un grupo organizado y de fuerte espíritu proselitista. Figuran entre ellos canónigos y sacerdotes, gentes con títulos universitarios, un dominico, algunos títulos nobiliarios y apellidos vinculados a la Corte o a oficios públicos. Junto a ellos, menestrales, criados, plateros, no pocas mujeres, y entre ellas algunas monjas. En este centenar largo de personas, no todos estaban igualmente iniciados en la nueva doctrina, aunque muchos de ellos habían participado en sus reuniones y liturgias clandestínas. Con la euforia propia del pequeño grupo, creían que eran varios millares los adeptos y que pronto dominarían a España. Al menos eso fue lo que declaró uno de ellos ante los inquisidores, provocando una alarma infundada.
    Aun sin estos motivos, el hecho mismo de la aparición del protestantismo en suelo castellano suscitó una reacción vehemente, no sólo por parte de la Inquisición, sino en ámbitos extrínsecos a la misma: sea en el Emperador, retirado en Yuste, sea en las capas populares. La primera queda suficientemente reflejada en las encrespadas cartas que escribe Carlos V desde Yuste a la Princesa gobernadora Doña Juana o a Felipe II, a la sazón en Flandes. En ellas se retrata un Carlos V despechado, que utiliza los más fuertes términos a propósito de los culpables, llamándolos bellacos y sediciosos y ordenando fórmulas procesales sumarísimas sin atenuación alguna. También el pueblo se hallaba conmovido e irritado. Al dominico fray Domingo de Rojas, de la familia del Marqués de Poza, y al italiano Carlos de Seso, principales cabecillas del grupo apresados cuando iban a cruzar por Navarra la frontera con Francia, hubo que introducirlos en Valladolid de noche para evitar los efectos de una violenta reacción popular.
    En la correspondencia oficial del momento surgen todas las connotaciones peyorativas y alarmistas del fenómeno: se trata de una «peste», «lepra», de una «centella» que pude producir un basto incendio. La agresividad es fortísima, y no cuenta poco en ello la mancilla que supone el hecho para el honor nacional, local o de las familias. Ninguna voz se alza en favor de la tolerancia o el diálogo. Los procesos, llevados afanosamente a lo largo de varios meses, acumularon una cantidad enorme de datos para el conocimiento de la realidad protestante en España. Aunque desgraciadamente se hayan perdido no pocos, los restantes, como el de Pedro de Cazalla, son un venero de noticias sobre las creencias y la vida de la pequeña comunidad, de su procedencia, del proceso y medida de la adhesión hacia la nueva forma religiosa. Nos encontramos, sin duda, ante la primera manifestación seria de un protestantismo en España y en el ánimo de españoles.

El protestantismo castellano

    En esta ocasión ya no se trata de aquiescencia o aceptaciones afectivas de las críticas, certeras o burdas, esenciales o periféricas, propias del luteranismo frente a la Iglesia católica. Además, y principalmente, nos encontramos entre los prosélitos todo el núcleo dogmático fundamental y típico del protestantismo. Se podría comprobar esta afirmación mediante el repaso minucioso del material procesal superviviente. Podemos verificarla también por un atajo más fácil, y es el análisis de un Sumario de la Inquisición en el que se quiso inventariar, sin orden ni sistema, cuanto se deducía del conjunto de procesos.
    Pronto publicaré el texto castellano de este «Memorial de lo que resulta de la testificación y deposiciones que hay en la Inquisición de Valladolid cerca de los errores luteranos». Está redactado en la primavera de 1559 cuando la cosecha de noticias era abundantísima. A pesar de todas las cautelas que para su interpretación requiere un documento al fin y al cabo de parte, creo que refleja objetivamente el conjunto de creencias, aspiraciones y vivencias del grupo protestante vallisoletano. Naturalmente no nos ofrece un sistema homogéneo, ni tampoco se puede aplicar su contenido a todos y cada uno de los procesados. Simplemente extrae de los diversos procesos párrafos y frases muy significativas, que, en su conjunto, reflejan bien el ambiente de grupo, y son susceptibles de ser integradas en un sistema. En el ámbito de las creencias típicas se afirma la plenitud de la satisfacción redentora de Cristo, sin necesidad de satisfacción por nuestra parte. La fe es la única vía de acceso para beneficiarnos de esta redención. Creyendo que la muerte de Cristo es nuestra única redención, quedamos libres de nuestro pecado. En consecuencia, la sola fides, sin el concurso de nuestras obras, es la que opera nuestra justificación. Por la fe quedan justificadas nuestras obras. Esa misma fe nos hace ciertos de nuestra salvación. Es preciso creer como artículo de fe que se está en gracia. Nuestro libre albedrío se proyecta necesariamente hacia el mal.
    Sólo existen dos sacramentos: el bautismo y la Cena. Respecto a la Eucaristía, niegan la presencia real y el carácter sacrificial de la Misa. Realizan la comunión bajo las dos especies y presentan una concepción acerca de la Cena de claros matices calvinistas. Su eclesiología es también absolutamente típica: ellos forman la verdadera iglesia, poseen la verdad evangélica, son regidos por el Espíritu Santo; ellos solos son los verdaderos cristianos, los santos y los escogidos. Sólo ellos eran siervos de Dios y se salvaban. En su iglesia no existían sacerdotes, y los laicos podían consagrar. Tales son las afirmaciones básicas deducidas de los procesos.
    Como derivaciones de las mismas, nos encontramos las clásicas resistencias a la formulación y praxis católica expresadas con nitídez. Su rechazo de las obras implicaba la condenación y repulsa de su propia vida pasada. « Toda la vida pasada era cosa perdida, e las devociones  e cosas santas que hasta aquí teníamos, era cosa perdida e para echar a mal.». Rechazaban la existencia del purgatorio y la praxis católica de ofrecer sufragios por los difuntos. La Iglesia católica era impugnada radicalmente, sea negando su carácter sobrenatural, su autoridad impositiva y el sacerdocio ministerial, como presentándola como perseguidora de la verdad y encarnación del Anticristo.
    Ninguna consistencia tenían las excomuniones, las Bulas, los preceptos de la Iglesia, así como los votos y ayunos o sus dispensas. Particular hostilidad mostraban hacia las Ordenes religiosas, condenando la práctica de los votos religiosos, el rezo de las horas, su predicación y sobre todo el celibato. Todos debían ser casados. Igualmente rechazaban el culto a los santos y a las imágenes, la intercesión de la Virgen María, las prácticas penitenciales o la observancia de la Cuaresma. Desde este punto de vista, la nueva fe implicaba una verdadera liberación de viejos yugos.
    Por último, se registran en el Memorial multitud de frases que nos aproximan a la mística del grupo. Existe en él un gran espíritu de cohesión interna: se animan y escriben mutuamente, se llaman con el nombre de «hermanos», guardan celosamente en secreto su adscripción a la nueva fe, celebran reuniones y Eucaristías clandestinas y a puerta cerrada, en las que leen los libros perseguidos, como el De Líbertate chrístíana de Lutero.

    En la hora del peligro se conciertan para no delatarse ni confesar sus delitos. El grupo vive cierta exaltación mesiánica: sólo los participantes en el grupo servían a Dios como cristianos. Sus expectativas los unían en la esperanza de que desapareciese pronto la Iglesia romana y el Papa reinante fuera el último de la serie, y en la esperanza también de su propio triunfo, sostenido por un vivo proselitismo. La figura de Lutero aparecía aureolada con el halo de la santidad, y hasta del martirio: se había puesto a todos los trabajos del mundo por decir la verdad. Era una «estrella de la Iglesia de Dios, después de San Pablo».
    Añoraban la libertad de Francia y más de uno se proponía ir a vivir a Alemania para gozar de libertad. En medio de espejismo, no ignoraban que su situación en España era sumamente comprometida. No predicaban claramente, «porque esta verdad no se acabase, si los mataran a todos». Con conciencia de ser perseguidos por la justicia -en el sentido bíblico- por predicar la justicia de Cristo, no podían mirar con buenos ojos a la Inquisición, «la cosa más mala del mundo», según uno de ellos. Los inquisidores eran los mayores perseguidores de la fe y no dejaban predicar la verdadera.
    Alguno llegó a pensar que los adeptos del protestantismo eran en España más de cuatro mil. Otro confesó sus cálculos optimistas: si no hubiera Inquisición, todos se convertirían en España al luteranismo. Fray Domingo de Rojas animaba a los adeptos, prometiéndose que «va cundiendo nuestro negocio... y quedará por nosotros el juego». No faltó quien pensó el convertir al propio Felipe II. Doña Francisca de Zúñiga confesó ante el grupo, no sin exaltación, que querían que la quemasen en una parrilla por confesar a Cristo.

Cirugía inquisitorlal

    El descubrimiento temprano del grupo impidió su arraigo y expansión. La captura prácticamente de todos los adeptos permitió erradicar totalmente el protestantismo de España. Bien es verdad que todavía en la segunda mitad del siglo XVI existen procesos aislados de gentes por protestantismo en las diversas Inquisiciones extendidas por el territorio nacional, y no todos son extranjeros. Existe, por ejemplo, un proceso en Logroño en el que aparecen involucrados varios vasco-navarros, implicados en un arriesgado golpe de mano para liberar de la cárcel a un calvinista francés. Con todo, no se reproducen hechos -y la consiguiente alarma- como los que tuvieron lugar en el citado quinquenio, y que culminaron con los Autos de Valladolid y Sevilla.
    Acaso convendría indicar que, a raíz de los procesos, no pocos se reconvirtieron al catolicismo, reconociendo sus errores y hasta ilusiones pasadas. Conversiones o contumacias de última hora han sido explotadas ya desde entonces por la apologética de cada bandería y con consideración contrapuesta. Al fin y al cabo la apostasía se mide según el patrón que se considere arquetípico y ortodoxo. Con todo, hubo gentes que murieron en la nueva fe adquirida. Y claro está, no todo fueron penas de muerte, dándose diversos casos de reconciliación, con penas más leves.
    Por lo demás, la drástica cirugía no fue solamente aplicada limpiamente al supuesto absceso, sino que, indirectamente, afectó a toda España en la medida en que creció el miedo, se extremaron las medidas de vigilancia, se publicó el severísimo Índice de 1559 y en general prevaleció un espíritu más cerrado y poco proclive a la menor consonancia con el protestantismo. Justamente por el contraste percibido, muchos contemplaron un pasado relativamente reciente, como «otros tiempos» en que había más holgura y libertad, en el seno del mismo Catolicismo.
    Este clima interior y la prohibición decretada de salir a estudiar al extranjero aislaron a España de la problemática religiosa de Europa. Si bien es cierto que le ahorraron guerras religiosas como las de Francia o el Imperio, agostaron en flor muchos gérmenes fecundos de la época cisneriana y carolina, y desconectaron nuestra teología y hasta la piedad popular de algunos requerimientos protestantes que sólo en el siglo XX han comenzado a ser tenidos en cuenta. Aunque la Inquisición asume en todo ello un protagonismo indudable, gravitan otros muchos factores sociológicos y colectivos en una situación que se va a perpetuar durante siglos.

III. LOS SIGLOS XVII-XVIII: UN FENÓMENO EPISÓDICO

En los siglos XVII y XVIII no puede hablarse propiamente de un protestantismo español, aunque pueda haber procesos sueltos. El fenómeno se ha convertido en elemento foráneo. Sorprendentemente veremos plegarse a la Inquisición a las imposiciones de la política internacional, cuando se suscriben tratados con Holanda o Inglaterra. imitados por otros países, en los que se salvaguarda la impunidad, más que la libertad religiosa, de los súbditos de los relativos países que profesan su fe protestante dentro de nuestro territorio. Si en todo el siglo XVI, de creer los cálculos de Schafer, los procesados fueron cerca de dos mil, y de ellos 1.640 fueron extranjeros, la desproporción fue aún mayor en épocas siguientes. De ahí el tratamiento del problema a nivel internacional, como en el tratado con Inglaterra de 1604-5, imitado más tarde en la paz suscrita con las Provincias Unidas de Holanda (1612) o en el tratado comercial con Dinamarca (1641 ). El protestantismo es algo foráneo y episódico, que dará lugar a complicaciones aisladas, algunas de ellas verdaderamente pintorescas; sólo renacerá en el siglo XIX, cuando ya agoniza y muere la Inquisición y el debate se reanuda en el contexto de las libertades ciudadanas, de los parlamentos y de los gobiernos liberales, provocando inacabable literatura en torno a la unidad religiosa y a su amenazante antagonista, la libertad religiosa.

 

J. Ignacio Tellechea Idígoras
Catedrático de Historia en la Universidad Pontificia de Salamanca

 volver a la Inquisición