Muchas veces se ha disputado si los hombres son peores que las mujeres o lo contrario.Los vicios de unos y otros vienen de la mala educación donde quiera que los hombres sean perversos las mujeres lo seran tambien. Tan buena cabeza tiene la señorita que se representa en esta estampa como el pisaverde que le esta dando conversacion, y en quanto a las dos viejas tan infame es una como la otra. (Manuscrito del Museo del Prado)  

la inquisición y
 los orígenes del carlismo

Luis Alonso Tejada  

     Sería un error creer que la existencia legal de la Inquisición coincidió con su existencia histórica. El espíritu de intolerancia inquisitorial caló demasiado profundamente en el corazón de muchos españoles. Para otros, en cambio, el Santo Oficio siguió siendo el símbolo trágico de una mentalidad medieval nefasta y reprobable.
    La polémica consiguiente en torno a la Inquisición incidió decisivamente en la lucha política entre tradicionalistas y liberales durante todo el siglo XIX y principalmente en los años en que se inició y tomó fuerza el movimiento carlista, es decir, durante la última década del reinado de Fernando VII. La Inquisición fue, en efecto, para el primer carlismo su predilecto símbolo definidor y su más característica bandera de combate.

Tal para cual.
Prueba de estado antes de aguatinta.
1796-1797.
Goya, National Gallery. Washinton, D.C.

Biblioteca Gonzalo de Berceo

   
 

    
Restablecido en su poder absoluto en 1823, Fernando VII hubo de recurrir a toda su astucia y habilidad para eludir las exigencias de los ultras, sin caer por ello en brazos de los liberales. En tal empeño tuvo forzosamente que apoyarse en los moderados -grupo en el que eligió a casi todos sus ministros y colaboradores- y en la ayuda y amistad de las potencias extranjeras de la Santa Alianza a las que debía el trono, cuyos gobiernos, por otro lado, nada sospechosos de liberalismo, no querían ni oir hablar del Santo Oficio, institución sumamente impopular en toda Europa.
    Combatido en las colonias americanas por los insurrectos independentistas, amenazado por la reacción ultrarrealista en el interior, Fernando VII buscó el apoyo de Europa. Dentro de esta coyuntura resaltan como particularmente significativas las gestiones realizadas por el monarca español ante el Gobierno de París, que dirigía el muy conservador conde de Villele.
    Un enviado especial de Fernando VII, el marqués de Almenara, presentó personalmente el 12 de julio de 1826 una interesante Memoria al presidente del Consejo de Ministros francés. En ella
se exponía «la urgente necesidad en que se encuentra el rey de España de ser socorrido eficazmente por Francia para restablecer la tranquilidad en sus estados, amenazada por una facción que no ha cesado de sostener un sistema de furor, y para organizar una Administración análoga a la de otras naciones de Europa».
   A este afán de europeización y modernización se oponían radicalmente -prosigue el documento- las más altas instituciones del Estado. Los Consejos de Estado y de Castilla -el
«bunker» político de la época- estaban, en efecto, dominados por los partidarios de la intolerancia y el terror. Hasta tal punto llegaba su intransigencia que habían osado proponer al rey el restablecimiento del Tribunal de la Inquisición y la supresión de la policía, ésta recientemente creada por Fernando. «Y habrían, sin duda, propuesto todo lo que el genio del mal puede inspirar si el rey no hubiera opuesto enérgicamente su voluntad al restablecimiento de ese funesto Tribunal.»
   Convencido el partido ultrarrealista, que ya se llamaba carlista, de que desde los escaños de los Consejos nunca impondrían su intransigencia política y su dogmatismo religioso al sagaz Fernando, empezó a conspirar y a provocar levantamientos para obligarle por la fuerza. Según la citada Memoria de Almenara. «el grito de sedición se hace oír por todo el reino; los jefes de los conjurados son conocidos por sus nombres en las provincias, en la capital, en los Consejos, en los templos y hasta en el Ministerio...»
  En esta situación, que presenta evidentes paralelismos con la actual coyuntura política española, aparece la Inquisición como la quinta esencia del programa político del tradicionalismo y concretamente del partido que se apiñaba en torno al infante don Carlos. ¿ Cómo se gestó esta identificación entre carlismo e Inquisición y cuáles fueron las consecuencias históricas de este hecho? Ese es propiamente el tema que motiva este trabajo.

1823, restauración del absolutismo

  «La revolución española -escribió Pio Baroja sobre el trienio liberal de 1820 a 1823- era como un carro pesado tirado por mariposas: no podia avanzar. » A sus propias contradicciones, se añadía la oposición de la reacción conservadora, española y extranjera, incautamente provocada por la demagogia liberal.
  Por todo el país se habían levantado partidas realistas que tomaron el nombre de «Ejército de la Fe», como si su lucha fuese una cruzada contra el ateísmo y la masonería. El clero, humillado y exasperado por las expoliaciones y reformas liberales, atizó el fuego de la rebelión, cuando no se puso él mismo a la cabeza de la guerrilla.
  Cuando el Ejército francés (los llamados «Cien Mil Hijos de San Luis»), al mando del duque de Angulema, pasó el Bidasoa el 7 de abril de 1823 para reponer a Fernando VII en el trono absoluto en nombre de la Santa Alianza, la reacción antiliberal se desató. Su objetivo no fue otro que el de exterminar a los «negros» (los liberales) e implantar la religión y la monarquía en la plenitud de sus derechos.
  
En esta restauración, el primer paso debía ser el restablecimiento del Santo Oficio, suprimido el 9 de marzo de 1820 tras el triunfo de la revolución de Riego. Puesto que tanto horror causaba a los «negros», nada podía ser más saludable. Su supresión había sido el símbolo de la revolución, de la emancipación y de los derechos cívicos. Ahora su restablecimiento debía ser también el símbolo del realismo y de la ortodoxia, de la alianza entre el trono y el altar.
   El Ejército francés contemplaba con estupor a aquellos mal armados voluntarios realistas que, al grito de «¡Rey absoluto e Inquisición!, ¡Mueran los negros!», se lanzaban contra los liberales. De todos los pueblos, ciudades y corporaciones surgió, en forma de «representaciones» escritas, naturalmente inspiradas por el clero, un clamor unánime solicitando el restablecimiento del Santo Oficio. Las peticiones llovieron a miles.
   Los argumentos que se aducían en favor de la Inquisición eran de fatigosa monotonía y antigüedad: sin ella no habría en España ni unidad religiosa, ni estabilidad política, ni paz, ni independencia. En suma, argumentos decrépitos; como diría Unamuno, «carne ya podrida, procedente del matadero del difunto conde José de Maistre». Añadamos por nuestra cuenta que, con Inquisición y todo, España había llegado bajo los reinados de Carlos IV y Fernando VII a un estado de postración y decadencia difícil de superar.
  Las potencias de la Santa Alianza, responsables de la restauración absolutista, presionaron a Fernando VII para que no se dejase arrastrar por la reacción ultrarrealista. Exigieron una amnistía general, que terminara de una vez con las ejecuciones, destierros y depuraciones.
   El Consejo de Estado se opuso con firmeza a la concesión del perdón. En una de sus sesiones, el infante don Carlos presentó un escrito furibundo contra la amnistía, argumentando que el rey no la podía conceder, porque los liberales se hablan hecho reos de un delito de «Iesa Majestad divina en su dogma y en sus ministros, de lesa Majestad humana y delito contra los particulares en su honra, vida y haciendas». Por el contrarío' era preciso restablecer cuanto antes la Inquisición.
   Finalmente, Fernando VII otorgó la amnistía, pero evitó pronunciarse acerca de la Inquisición. Probablemente al rey no le habría disgustado el restablecimiento simbólico de un Santo Oficio moderado, como el de 1814, enteramente sometido a su control personal. Pero los realistas exaltados lo querían en su pleno vigor y eficacia, con total autonomía y con iracunda intencionalidad política. Y esto suponía un baño de sangre y la instauración de un régimen teocrático y clerical.

El doble juego del rey

  Sagaz y desconfiado por naturaleza, Fernando VII comprendió que la Inquisición no le convenía. En su lugar, decidió organizar un buen cuerpo de policía a su servicio. Con ello se establecería un antagonismo feroz entre los miembros del nuevo organismo y los partidarios del Santo Oficio.
  Gracias a los informes de la policía, el
historiador puede hoy reconstruir la historia oculta de la reacción ultrarrealista y de los orígenes del carlismo. Por supuesto, confrontando en lo posible los datos con otras fuentes independientes, para evitar parcialidades.
  Para no defraudar a los intransigentes realistas, el soberano respondía invariablemente a sus instancias con un evasivo:
«Ya veré, ya veré». Pero con ello logró que las reclamaciones respetuosas se convirtieran en airadas protestas. El rey se vio obligado a desterrar a algunos obispos, a clausurar un diario, El Restaurador (que dirigía un fraile fanático), y a aplicar todo su ingenio a desorientar a los proinquisitoriales Consejos de Estado y de Castilla. Procuró, además, retirar de los puestos clave a los más extremistas, engañándoles con condecoraciones y buenas palabras, mientras se iba rodeando de personalidades moderadas e ilustradas. Pronto corrió la voz, difundida por el partido exaltado, de que el rey estaba de nuevo prisionero de masones y liberales.
  Ante la tremenda presión ejercida por el clero y la jerarquía en favor del restablecimiento del Tribunal de la Fe, se nos ocurren las siguientes consideraciones. Los defensores de la santidad de la Inquisición y de la bondad de sus métodos, han repetido hasta la saciedad (desde J. de Mistre y Menéndez Pelayo hasta no hace muchos años), que, en los casos de «relajación», las autoridades eclesiásticas se limitaban a declarar a determinado ciudadano reo de herejía, dejando a la exclusiva responsabilidad del Estado la aplicación de la pena. Ha llegado el momento de comprobar si la Iglesia actuaba así por humanitarismo y benignidad o simplemente para salvar la cara.
  Pues bien, en 1823, al serle rehusado el apoyo del «brazo secular», la Iglesia española no se resignó a quedar reducida al mero uso de su poder espiritual. Por el contrario, exigió el restablecimiento de la Inquisición y proclamó que, sin ella, la religión estaba perdida y que ni la misma monarquía subsistiría. Aprovechando el apasionamiento producido por la caída del régimen liberal del trienio, suscitó por todo el país un verdadero torrente de representaciones pidiendo al rey la restauración del Tribunal de la Fe.
  Y lo que es más grave, los obispos instituyeron por su cuenta en sus diócesis las llamadas Juntas de Fe, con las mismas reglas y métodos (delaciones,
secreto, prisión, incautación previa de bienes) que el Santo Oficio. Esto suponía una evidente usurpación del poder civil del Estado. La condena correspondiente (destierro y muerte en algún caso) se imponía de acuerdo con el grado de colaboración que la junta encontraba en las autoridades civiles locales. En la atmósfera de exaltación del momento. éstas no osaron rehusar su auxilio punitivo.

Las últimas víctimas

   La más célebre y la primera de todas las Juntas de Fe fue la de Valencia. La iniciativa de su institución, en el verano de 1824, se debió al canónigo José María Despujol, gobernador eclesiástico hasta el nombramiento del nuevo arzobispo de Valencia, carne y uña con el corregidor y con el capitán general, también conspicuos «ultras», era el principal animador de las reuniones secretas que éstos celebraban.
  Como desconfiaba de la policía, Despujol se abstuvo astutamente de hacer público el edicto de institución de su Junta. Así, mientras otros prelados chocaron en el mismo proyecto con la pública desautorizacion del Gobierno, el tribunal valenciano pudo trabajar varios años, callada pero eficazmente, bajo la paternal protección del arzobispo Simón López. El Tribunal de Valencia realizó una excelente cosecha de herejes. Además de ciertas condenas menores, tiene en su haber varías penas de destierro de diez años a Ceuta y, sobre todo, la lamentable ejecución, en agosto de 1826, de Cayetano Ripoll, inofensivo maestro de escuela que alardeaba de deísta.
  La indignación de la prensa y de los Gobiernos extranjeros ante la muerte de Rípoll alertó a Fernando VII, que cursó una severísima censura a la Audiencía de Valencia por haber confirmado la sentencia de la Junta de Fe. Esta -precisaba la nota- no era ningún tribunal, pues su establecimiento no estaba autorizado por orden alguna del rey y carecía de las más mínimas facultades.
  No obstante, la Junta de Fe de Valencia siguió funcionando varios años más. Creemos que lo dicho basta para dejar bien claro hasta dónde llegaba la inhibición real de la Iglesia ante la utilización del poder civil para la represión de los delitos de religión.

Génesis del carlismo

   En el orden político, la postura de los realistas ortodoxos o «puros», como ellos se denominan, se radicalizó a partir de la concesión de la amnistía en mayo de 1824. Aunque la aplicación de ésta distó mucho de ser general, constituyó la primera demostración palpable de que Fernando VII pensaba abandonar la línea dura, represiva a ultranza, que propugnaba la reacción clerical y realista. Quedó así claro que el «brazo secular» rehusaba sancionar la política de exterminio de herejes preconizada por las autoridades eclesiásticas, con lo que la alianza del trono y el altar, postulado fundamental del tradicionalismo, se veía privado de su más genuino significado.
  La defraudación que la actitud de Fernando VII ante el problema religioso produjo en los ambientes más ultras, fue el factor determinante del distanciamiento de las corrientes políticas que terminarían por convergir en el carlismo. Como muy bien señala el profesor Seco Serrano (Don Carlos y el Carlismo), en el programa político del primer carlismo, aparte el rechazo del liberalismo, «la única consigna firme y trascendental es la que da un aire de cruzada a su em
peño: salvar la 'zozobrante nave de la Iglesia'».
  Era evidente que tal objetivo no podría conseguirse con el Gobierno «moderado» de Fernando VII. Por ello, necesitaban otro caudillo, otro líder coronado. volvieron entonces los ojos hacia el piadoso y tradicionalista infante don Carlos María Isidro, que además era el probable sucesor de su hermano Fernando, hasta entonces sin sucesión.
  Apiñados en torno a este príncipe, los carlistas o «apostólicos» se declararon en abierta oposición a la política moderada y personalista de Fernando. Del seno del grupo fueron surgiendo una serie de acciones, unas legales, otras claramente subversivas, otras en fin de consumada rebelión militar.
  Entre las acciones desarrolladas desde la legalidad, destacan las presiones de la Jerarquía eclesiástica española (el Vaticano, con buen criterio, se abstuvo de intervenir) a través de escritos, discursos y audiencias, y las repetidas consultas y peticiones de los Consejos de Estado y de Castilla. En ambas vertientes está documentada la intervención del infante don Carlos en apoyo de las solicitudes de restablecimiento del Santo Oficio. Actitud por otra parte plenamente acorde con su ingenio y ferviente misticismo religioso.
  Su voto contra la amnistía en el Consejo de Estado, en la sesión del 29 de diciembre de 1823, revela sin sombra de duda esta mentalidad impregnada de integrismo y de indolencia. El liberalismo, según don Carlos, es un delito de lesa Majestad divina y de lesa Majestad humana. «El primero -de los delitos- no lo puede perdonar Vuestra Majestad; antes por el contrario, le debe devorar el celo del Señor y procurar su mayor honra y gloria por todos los medios posibles; el segundo no lo puede Vuestra Majestad dejar sin castigo, y un castigo ejemplar; porque Vuestra Majestad reina por Dios y por él tiene su dignidad..,».
  La campaña de don Carlos en favor de la Inquisición se desarrolló primordialmente en los Consejos reales. Tras varias escaramuzas legales, en una sesión del Consejo de Estado del 28 de enero de 1826, se fijó el 1 de febrero próximo como día «que señaló el Serenísimo Señor infante don Carlos para tratar definitivamente de este negocio». El hecho de que el príncipe y los demás consejeros intentaran desesperadamente forzar la mano al monarca para que restableciese la Inquisición, propósito que ya había inspirado varios levantamientos armados contra Fernando VII, y que por ello mismo debía ser considerado tema
«non grato» al rey, demuestra la obstinación y ceguera de los ultras.
  Con una ingeniosa estratagema, Fernando VII logró sacar de las manos de los Consejeros el asunto de la Inquisición: era su soberana voluntad -dictaminó- asistir al Consejo cuando se tratase este negocio «tan grato a mi edad»...; en consecuencia, él señalaría el día en que habría de tratarse de ello. En resumen, el tema quedaba archivado. Su discusión se aplazaba una vez más.
  Por añadidura, Fernando inició en los primeros meses de 1826 conversaciones con los emigrados liberales y envió a París al marqués de Almenara en busca de apoyo a sus intentos liberalizantes. Informado don Carlos del proyecto, opuso la más irreducible resistencia al mismo. A su firme intervención en contra, unida a sus protestas de obediencia y de fidelidad a la autoridad de su soberano, se debió probablemente el que Fernando abandonara de momento su plan.
  El rey estaba convencido de que su hermano no le mentía. Su integridad mo
ral y sus mismas convicciones políticas no le permitían rebelarse personalmente contra Fernando. Pero éste sabía tam-bién que la mayoría de los partidarios del infante carecían de tales escrúpulos. Del grado de exaltación y violencia de los mismos es un claro exponente -sea cual fuere su autor -el Manifiesto de la federación de realistas puros, de noviembre de 1826, resumen de agravios de los ultras y torrente desbordado de injurias contra Fernando VII.


Conspiraciones y levantamientos carlistas

   Que un nutrido sector del partido «apostólico» o carlista no se contentaba con las presiones legales para forzar al rey a restablecer la Inquisición, resulta evidente desde los primeros meses de 1824. En efecto, en el seno del movimiento realista brotaron como hongos grupos de conspiradores -las famosas Juntas Apostólicas- cuyas reuniones clandestinas no podían tener otro objetivo que idear acciones ilegales, como podían ser la elaboración de propaganda, de manifiestos invitando a la rebelión e incluso la preparación de levantamientos militares.
   De esta labor sediciosa de sus partidarios, o al menos de su mayor parte, don Carlos tuvo conocimiento. El mismo rey, su hermano, se lo echó en cara en el verano de 1826, argumentándole que era preciso «dejarse de partidos». El infante encajó la reprimenda y prometió extremar la prudencia, limitando sus comparecencias en público. No obstante, continuó rodeado de la misma camarilla de ultras, en la que llevaba la voz cantante la infanta portuguesa doña Francisca de Braganza, esposa de don Carlos.
  Los más adictos frecuentadores del cuarto del infante eran personas firmemente asentadas en las instituciones más reaccionarias del Estado. Entre ellos se señalaron el obispo de León, mons. Abarca, el padre Cirilo Alameda, Erro, Morejón y el cura Merino (el ex-guerrillero burgalés). Todos ellos serian años más tarde figuras relevantes, junto a don Carlos, de la primera corte carlista.

  El peligroso juego conspirador realizado por estos personajes, que durante esta primera fase se mantuvieron en calculado segundo término, fue la mecha incendiaria que periódicamente iría provocando levantamientos armados contra el régimen de Fernando VII. El primer intento serio fue el del brigadier Capapé, en mayo de 1824, a raíz de la amnistía. Siguió en agosto de 1825 la rebelión de Bessiéres, que fue duramente reprimida por las tropas reales al mando del conde de España. Finalmente, en marzo de 1827 estalló la sublevación de los  malcontents o agraviados en Cataluña, que alcanzó proporciones tales que el rey en persona hubo de trasladarse al principado para calmar al pueblo y reprimir a los revoltosos.
   Todos estos levantamientos y otros de menor importancia, planteaban unas reivindicaciones básicamente comunes: Inquisición, exterminio de libertades y masones y supresión de la policía. Los intentos de Capapé y Bessíéres no fueron tomados demasiado en serio por Fernando VII. Pero la revolución de los malcontents, que llegó a levantar en armas a más de treinta mil hombres, le hizo comprender que debía de una vez arrojar la careta y hacer frente abiertamente a la reacción ultra, para que cuatro cabecillas no se aprovecharan de la credulidad popular.
  Liberado del incómodo disfraz que él mismo se había impuesto para no agraviar a los exaltados, inició una nueva etapa política, desligado ya definitivamente del partido reaccionario. Fernando estableció cordiales lazos con la naciente burguesía catalana, moderada, semiliberal y desde luego enemiga de los malcontents. Aquellos burgueses, que habían visto en peligro su porvenir y sus bolsas ante la revolución clerical-proletaria de los malcontents, regalaron al rey un millón de reales como testimonio de simpatía por el feliz éxito de la campaña catalana.

La Inquisición ante la evolución política del carlismo

  Al manifestar Fernando palpablemente su oposición al ultrarrealismo, se produjo en el panorama político una beneficiosa clarificación. Desde la conclusión de la guerra de los agraviados hasta la muerte del rey no hubo ya más levantamientos realistas. Parece como si los partidarios del tradicionalismo velaran ya sus armas y se aprestaran a tomar posiciones de cara al enfrentamiento bélico e ideológico entre liberales y carlistas que se presentía inevitable tras la desaparición de Fernando VII.
  Al estallar la primera guerra carlista, el infante don Carlos fue proclamado rey en las zonas del norte y de levante en las que triunfó su causa. Ahora bien, el historiador constata con asombro que el Gobierno absoluto y teocrático de don Carlos no restableció la Inquisición, a pesar de que en las filas del pretendiente eran muchos los que seguían considerándola como la solución  ideal al problema religioso.
  Enfrentado a una larga y cruenta guerra civil, el carlismo fue adquiriendo una base social menos reaccionaria, a la vez que sus teóricos profundizaban en los aspectos más positivos de la doctrina tradicionalista. En consecuencia, la cuestión de la Inquisición, que había sído la reivindicación fundamental del primer carlismo, se diluyó y fue relegada al limbo de las utopías.
  No hubo vez en que el tema religioso se debatiera en nuestro Congreso de diputados, que el recuerdo sombrío de la Inquisición no saliera a relucir, naturalmente como arma arrojadiza contra el tradicionalismo, lo que contribuía a radicalizar las posturas antagónicas. Así, por dar un ejemplo, en la acción del 30 de abril de 1869, a raíz de una intervención del diputado Sr. Sorni alusiva a los excesos del Santo Oficio, con expresa referencia al triste caso de Cayetano Ripoll, varios diputados presentaron la siguiente enmienda al articulo 21 de la Constitución que se discutía:


«Ninguna Iglesia, corporación o asociación religiosa, ni ningún sacerdote ni ministro de ninguna religión, podrá ejercer sobre los miembros y sacerdotes de sus religiones respectivas otra jurisdicción que la espiritual»


  Y así podríamos ir rastreando episodios similares a lo largo de; nuestra historia reciente. Evidentemente, la Inquisición ha constituido durante todo el siglo XIX y parte del XX, un problema nacional harto difícil de liquidar.


                                

 

Luis Alonso Tejada
Historiador

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