Los pobres y clases utiles de la sociedad, son los que llevan acuestas à los burros, ó cargan con todo el peso de las contribuciones del  estado. (Manuscrito de la Biblioteca Nacional)  

 

la represión cultural

Marcel Bataillon  

 

     Desde el ocaso presente de la cultura humanística en el Occidente europeo, resulta difícil imaginar cómo el humanismo, en su fase renacentista (que arranca del siglo XIV y culmina en el XVI), pudo entrañar peligro para la ortodoxia cristiana heredada de la Edad Media, y ser perseguido por la Inquisición española. Pero lo fue en otros países por las instituciones que velaban por la integridad de la fe y el prestigio de la cultura eclesiástica tradicional: en Paris por la Sorbona, en Alemania y en los Países Bajos por las Facultades de Teología de Colonia y Lovaina.

 

Tu que no puedes.
Dibujo preparatorio. Sanguina y aguada roja.
1797-1798.
Goya, Museo del Prado. Madrid.

Biblioteca Gonzalo de Berceo

   

 
     
Comprendamos que los humanistas, entusiasmados con su aprendizaje del latín clásico como medio de expresión más rico que los idiomas vulgares, y luego con sus flamantes estudios de hebreo y griego, lenguas de la Sagrada Escritura, no tardaron en sentirse partícipes de una cultura nueva, y cultivar un sentimiento de superioridad frente a la rancia rutina escolástica encastillada en las cátedras universitarias de filosofía y teología. Mientras las disciplinas escolásticas se divorciaban cada vez más de la realidad viva al exigir requintados tecnicismos de lógica formal, pretendían los humanistas, dados al estudio de los poetas y los historiadores. de la antigüedad greco-Iatina, asomarse a problemas humanos permanentes de moral y de política. En las cortes y repúblicas de Italia ganaba importancia la clase social de los secretarios, necesitada de un repertorio mental más universal y laico que el reservado a los problemas teológicos y eclesiásticos.
     Ya con Petrarca, padre del humanismo renacentista, la nueva cultura sintió, como notó E. Garin, la nostalgia de una sapiencia antigua con la espera de tiempos nuevos. Se lanzaron los humanistas a la exploración del hombre interior, y la visión de la historia que intentaron formular era la toma de conciencia polémica de una antropología opuesta al seco tecnicismo y cientificismo de los lógicos de Oxford y los físicos de la escolástica parisiense. Llegó una ocasión en que los discípulos florentinos de Petrarca lanzaron una ofensiva contra los barbari Britanni. Y no había de cesar en dos siglos la acusación de barbarie proferida por los humanistas contra la escolástica tradicional y su lenguaje. Es más, no tardarían en afirmar su capacidad de gramáticos y filólogos para enseñar una nueva teología positiva fundada en lectura personal de la Biblia, acudiendo a los originales griegos, a las fuentes hebraicas. Lo cual implicaba el incluir la creencia en el nuevo horizonte de la visión histórica, y el criticar la tradición eclesiástica.
     Maestro de estas tendencias fue, en el siglo XV, el gran filósofo y filólogo Lorenzo Valla: sucesivamente profesor en Pavía, secretario del rey D. Alfonso de Aragón y del Sumo Pontífice, no contento con formular Anotaciones criticas al texto del Nuevo Testamento, deshizo con las armas de la erudición la patraña de la llamada Donación de Constantino, endeble fundamento seudo-histórico del poder temporal de los papas.
     Ya, después del Concilio de Constanza, venían corriendo por Europa ecos de la propaganda de Juan Huss en pro de la libre predicación de la Escritura, con los riesgos que implicaba para la reforma radical de la teología y del mismo sistema de los sacramentos: a lo largo del siglo XV cunde la crítica de la confesión auricular considerada como institución puramente humana, por carecer de respaldo en el Nuevo Testamento. Típica grieta del viejo edificio eclesiástico que el humanismo se complace en ahondar.


El
«sospechoso»  Nebrija

     Con tales antecedentes no sorprende que en los primeros años del siglo XVI Antonio de Nebrija, príncipe de los humanistas españoles, tropiece con la hostilidad del Inquisidor general Fr. Diego de Deza, aunque la Inquisición, durante los dos decenios que llevaba funcionando, apenas se había ocupado de otra cosa que de perseguir conversos judaizantes. .
     El humanista ya glorioso por su obra de gramático y filólogo en el campo de la lengua latina y de la materna, había anunciado su propósito de dedicarse de lleno a
«la gramática de las Letras sagradas», es decir la exégesis literal y crítica textual de la Biblia, apoyándose en el cotejo de la Vulgata con los originales griegos y hebraicos, sin hacer caso del prejuicio tradicional de los teólogos y canonistas según el cual los griegos y los judíos habían alterado sus propios textos de la Escritura para desvirtuar pasajes utilizados por los católicos romanos en su apologética. Bastaba este propósito para alertar a los enemigos del humanismo.
      Sólo conocemos este episodio de la vida de Nebrija por la protesta del interesado en una Apología que dirigió al nuevo Inquisidor general Cisneros contra su antecesor Fr. Ciego de Ceza. Este, dice el humanista, por no tener medio de censurar la obra emprendida, solicitó una orden del poder real para apoderarse de los papeles del sospechoso «no tanto para aprobar o reprobar el trabajo como para disuadir al autor de querer escribir
».
     Claro que esta amarga queja la podía formular impunemente ante Cisneros vencedor en su competición con Deza y bastante abierto a la corrección de los textos bíblicos -salvando la autoridad de la Vulgata- para llevar adelante la edición de la Biblia Políglota de Alcalá. Pero sería seguramente un error el reducir el conflicto y su feliz desenlace a una divergencia de criterios entre dos Inquisidores generales.
     Todo lo que sabemos de la Inquisición nos induce a imaginar la máquina perseguidora funcionando ya conforme a su procedimiento constante. Esta defensa de nuestro método exegético, dice Nebrija
«la hemos escrito cuando éramos acusado de impiedad ante el Inquisidor general porque sin conocimiento de la literatura sagrada nos metíamos en una labor que no conocíamos fiándonos de la sola gramática».
     
      Pero «acusado» ¿Por quién? Las denuncias salieron seguramente del ambiente universitario de Salamanca, cuyos métodos, lejos de saludar la obra de Nebrija como base y promesa de una nueva cultura cristiana, la recibieron con aspavientos como una intrusión en el santuario de las disciplinas consagradas.
      Se jactaba Nebrija de haber emprendido desde la Universidad de Salamanca, como desde una fortaleza conquistada por él, la lucha contra la barbarie medieval; pero sobreentendía que quedaban los enemigos intramuros. Se permitía ironizar contra ellos. Incluso en la ocasión de dedicar al Consejo universitario una edición revisada de los Himnos, el único de libros menores utilizados por los latinistas principiantes que no metía a los pobres en un abismo de rutina, se disculpa de no haber brindado todavía frutos de su labor profesional a sus colegas: «en parte» dice, «porque entendía que mis estudios resultarían poco gratos a los más de vosotros, y hasta sospechosos y odiosos a algunos». Deseoso sin embargo de imprimir algunos textos de literatura sagrada y eclesiástica depurándolos conforme a su frustrada vocación exegética, se decide a ofrecer al magnífico Consejo de la Universidad («splendidissimo nomini vestro») su revisión de los Himnos.
     
     
No dudemos de que la fuerza adversa que llevó a Nebrija a verse reo ante la Inquisición había sido la repulsa del dogmatismo misoneista contra la libertad intelectual de una nueva cultura más ágil, de la que nuestro filólogo era exponente egregio pero aislado, expuesto a las más burdas sospechas. Salió adelante gracias al apoyo de Cisneros. Con algunos años de retraso pudo publicar su Tertia quinquagena de notas críticas al texto de la Biblia, que mejoraban la interpretación literal sin rozarse con ninguna controversia dogmática.

 
La renovación erasmista

     Mucha mayor dimensión iba a alcanzar el conflicto entre el humanismo español y sus adversarios tradicionalistas dos decenios más tarde, cuando su corriente más vigorosa, inspirada en Erasmo de Rotterdam, pudo ser denunciada como precursora y cómplice de Lutero, contra cuya herejía se movilizaban todas las fuerzas católicas adversas a cualquier revisión de las creencias y prácticas tradicionales, o de la cultura universitaria en que se apoyaban. Ya antes de que sonara el nombre de Lutero, la crítica alada lanzada por Erasmo contra las viejas disciplinas en su paradójico Elogio de la locura puesto en boca de la locura misma, había alarmado a un teólogo lovaniense de espíritu moderado como Martín Dorp, incitando a salir en defensa de la nueva cultura cristiana al propio Thomas Moro (futuro mártir del catolicismo en Inglaterra).
     Pero en 1516 había acogido el propio papa León X el homenaje de Erasmo que le dedicaba su edición bilingüe del Nuevo Testamento, texto griego anotado y nueva versión latina distinta de la Vulgata, acompañándola con unos manifiestos entusiastas que propugnaban la teología humanística, renovada por el estudio directo de la Sagrada Escritura a ejemplo de los Padres de la Iglesia, cuya tradición se trataba de reanudar relegando al olvido los siglos de la cultura escolástica medieval. Cobraba una actualidad candente el Enchiridion o Manual del caballero cristiano publicado por Erasmo a principios del siglo para incitar a todos los cristianos a centrar su vida religiosa sobre el conocimiento de la palabra divina, la fe en Cristo, dedicándole un culto en espiritu y desvalorizando todo lo que fuera en la piedad formalismo y devoción exterior. Para Erasmo, fraile exclaustrado, la fe supersticiosa en la observancia de una regla monástica se convertía en ejemplo privilegiado de lo que no tenia derecho de pasar por auténtico cristianismo.
     
     ¿Cómo podía la Inquisición, responsable de la defensa de la tradición ortodoxa en España, no alarmarse ante la pujanza conquistadora de la flamante Philosophia Christi, cuando, entregada ya Alemania a la revolución religiosa, declarada la guerra a las indulgencias de Roma como negadoras de la relación primordial del creyente con su Redentor, se secularizaban y casaban muchos religiosos alemanes, mientras que las universidades de Lovaina, Colonia y París condenaban solemnemente el luteranismo no sin manifestar hostilidad al erasmismo por lo que tenía de afín a la nueva herejía? Replicaban entonces a la censura de los Colonienses contra los estudios hebraicos del humanista Reuchlin las carcajadas de los humanistas proluteranos en sus Epístolas de los hombres obscuros ridiculizando la nueva encarnación de la barbarie medieval.  


«Tufillo» luterano

    La actuación de la Inquisición española contra el erasmismo es solidaria, inseparable, de la defensa general del catolicismo contra el peligro protestante, o como se decía entonces, los errores de Lutero y sus secuaces. No puede considerarse como puro ardid táctico de la represión inquisitorial contra los discípulos de Erasmo el tratarlos como reos o sospechosos de luteranismo. Nótese que seguía siendo privilegio del erasmismo el que no se fulminara entonces ninguna condena formal contra él, que no sólo León X sino los pontífices siguientes y varios cardenales, amén de muchos prelados cultos en toda la cristiandad, fuesen partidarios de una reforma de la cultura católica y hasta de la devoción cristiana por un espíritu afín al propagado por Erasmo. Por eso no es tan contradictoria como podría parecer a primera vista la actuación -al fin y al cabo indulgente-  de la Inquisición frente al erasmismo.
     Cuando el Enchiridion, en 1527, se difunde en España con creciente éxito, traducido al castellano por un canónigo ilustrado de Palencia, es Inquisidor general el arzobispo de Sevilla Don Alonso Manrique, bastante amigo del erasmismo para aceptar la dedicatoria de dicha traducción, cuyo contenido prácticamente abona. Téngase en cuenta también la tensión existente entre la Santa Sede y el Emperador, cuyas tropas acaban de saquear la Ciudad Eterna en la primavera del mismo año: gracias al apoyo del Canciller Gattinama y de Alfonso de Valdés, secretario de la cancillería, va a firmar Carlos
V una carta condenando los ataques contra la persona de Erasmo. documento que, reproducido en latín y castellano al final de varias traducciones de obras erasmianas, parece concederles respaldo oficial. Muchos, entonces, cuentan (como el secretario imperial A. de Valdés) con la posible convocatoria de un Concilio impuesta a la Curia romana por el Emperador para reformar la Iglesia. Y en este compás de espera preconciliar, pueden cultivarse al margen del protestantismo actitudes ambiguas como las que Delio Cantimori y su escuela han calificado de nicodemíticas, pensando en el improperio de Nicodemitas lanzado más tarde por Calvino contra simpatizantes de la Reforma protestante que se avenían a guardar para sus adentros su creencia reformada y practicar exteriormente el catolicismo, incluso el asistir a la misa anatematizada por los protestantes por rito sacrílego (como Nicodemo -en Jn 2, 3- visitaba al Señor de noche por no escandalizar a sus hermanos fariseos). Era importante, además, para los erasmistas, el que Erasmo se hubiese distanciado doctrinalmente del luteranismo afirmando el libre albedrío en vez de dar el salto mortal del «siervo albedrío», proclamado por Lutero como fórmula del poder incontrastable de la gracia divina, sin posible admisión de méritos del creyente para su salvación.
     Pero, por fuerte que fuese la situación del erasmismo frente a sus impugnadores españoles, era imposible que no se viese denunciado a la Inquisición como luteranismo larvado, sobre todo después del Edicto de 1525 contra los alumbrados o dejados del reino de Toledo, es decir los secuaces de Isabel de la Cruz y Pedro Ruiz de Alcaraz ya encarcelados y procesados por delaciones que remontaban a 1519 y manifestaban por cierto afinidad más patente que la del erasmismo con el luteranismo en su rechazo del libre albedrío y de las devociones externas.
     Sin que la piedad del Enchiridion erasmiano enseñara el dejarse o abandonarse a la moción divina, cargaba lo bastante el acento sobre la interiorización de la religión y el culto en espíritu para que fuese tentador el denunciarla como variedad de iluminismo, herejía ya condenada en España, y no sólo como proluteranismo. Y no es de extrañar que la tropa de choque del antierasmismo se reclutara entre los religiosos mendicantes, franciscanos y dominicos. Ya años antes de lanzar el Enchiridion y su lapidaria fórmula (que suavizó el traductor español) monachatus non est pietas, (ser monje no supone forzosamente piedad auténtica), Erasmo, recién salido del convento de Steyn, había escrito su primer manifiesto en pro de la incorporación de las letras greco-latinas a la cultura cristiana, conforme al programa realizado por algunos Padres de la Iglesia, de San Jerónimo en adelante.


La
piedad tradicional, amenazada

     El Antibarbarorum liber -así se titulaba con clara Intención polémica- rebosaba ironía y hostilidad contra los enemigos del humanismo cristiano, y los identificaba de modo bastante claro con el vulgo de los religiosos ignorantes y retrógrados (cuando el libro, después de permanecer inédito, se imprimió en 1520 en un ambiente ya caldeado por la naciente efervescencia luterana, bastó añadir algunos epítetos como ptochotyranni para designar más explícitamente a los frailes mendicantes escogidos por Erasmo como prototipos de «barbarie»). Cuando los religiosos atacaron a Erasmo, en 1526, contraatacaban en realidad; acudían a la defensa de la piedad tradicionalista amenazada por un peligro de mucho mayor amplitud que el representado por la diminuta secta de los alumbrados del reino de Toledo, sobre todo al difundirse por la imprenta la traducción castellana del Enchiridion dedicada al Inquisidor general.
     No fue proyecto utópico para los antierasmistas el conseguir un edicto condenando los errores de Erasmo como ya empezó a censurarlos la Sorbona en los Coloquios. Los frailes, muchos de ellos predicadores escuchados por el pueblo con simpatía, se desatan, en perfecta consonancia con la piedad popular, contra los aspectos para ellos más escandalosos del humanismo cristiano, especialmente la crítica de las devociones que cultivaban y propagaban ellos en sus sermones: culto de las imágenes de los santos, fe en los milagros obrados por sus reliquias.
     Y puestos los frailes conservadores a expurgar las obras de Erasmo y en particular sus Anotaciones al Nuevo Testamento, que a veces invocaban autoridades de los primeros Padres de la Iglesia para discutir la antigüedad de los dogmas e instituciones eclesiásticas, les era fácil ordenar un extenso catálogo de los errores erasmianos, y no sólo en materia de culto a la Virgen María, autoridad de los Sumos Pontífices, ceremonias eclesiásticas, observancias alimenticias y ayunos, celibato eclesiástico, cultura escolástica, indulgencias, veneración de los santos, sus imágenes y reliquias, peregrinaciones a sus santuarios, (es decir todos los temas comunes al erasmismo y al luteranismo), sino que, abusando de observaciones esporádicas, pero convergentes, de Erasmo, acerca de la evolución del cristianismo en su formulación dogmática, le tachaban de las más graves herejías: contra la Trinidad, la divinidad de Cristo y la del Espíritu Santo, contra la inquisición de los herejes, contra los sacramentos del bautismo, de la confesión, de la eucaristía, de la orden, etc...


Condena aplazada

     ¿Qué podía hacer el Inquisidor general Manrique frente a esta acumulación de supuestos «errores» erasmianos, tan desiguales en gravedad y entidad, sino someter el cuaderno de los frailes al examen de una junta de teólogos escogidos entre los de más autoridad, muchos de ellos profesores de las universidades de Salamanca, Alcalá y ValladolId?
     Se conservan las actas de esta junta, que se reunió el 27 de junio de 1527. Al leer los votos de los teólogos que opinaron en sentidos muy diversos sobre los primeros capítulos del cuaderno de
«proposiciones» censuradas por los frailes en las obras de Erasmo, se echa de ver que Manrique, al convocar aquella asamblea, había tenido buen cuidado de equilibrar la representación de los antierasmianos con un número por lo menos igual de teólogos simpatizantes o indulgentes a las ideas erasmianas. De modo que cuando al cabo de seis semanas una epidemia ocasionó la disolución de la Junta, que sólo había examinado los cargos de mayor gravedad aparente (pues los frailes habían jerarquizado los «errores» empezando por las supuestas ofensas a la dogmática de la Trinidad y al mismo principio de la Inquisición de la herejía) parecía inverosimil que la labor de los teólogos desembocara en una condena de Erasmo como heresiarca.
     No se lanzó segunda convocatoria para llevar a su término el examen del cuaderno de los frailes. Venció en Manrique y sus consejeros proerasmianos el deseo de no afrentar al gran Roterodamense, que reiteradamente afirmaba su fidelidad a la Iglesia romana. Y cabe suponer que, de haberse acabado dicho examen, el peor resultado que podía derivarse de él para la autoridad del teólogo de Erasmo seria la publicación de una especie de índice expurgatorio, o lista de pasajes que se rogaba al autor suprimiese o retocase para no herir la devoción tradicional; y a lo sumo una prohibición de vender ediciones de sus obras no expurgadas conforme a dicha lista (sabemos que Erasmo había retocado algunos pasajes de sus Coloquios censurados por la Sorbona). Pero distaba aún mucho la Inquisición española de intentar técnicas tan sofisticadas de represión, que se adoptarán en la época de Felipe II. Nadie, por lo menos en 1527, pensó seriamente en añadir en el edicto de la fe el nombre de Erasmo a los de los heresiarcas luteranos, cuyas obras nadie podía leer o poseer sin sospecha de herejía.
     Sólo algunos años más tarde, al crecer el peligro de infiltraciones luteranas en España empezó la Suprema a mencionar a Erasmo junto a Lutero, de modo accidental; y cita A. Redondo (Lutero y España de 1520 a 1536) un documento de 9 de enero de 1536 en  que se manda a los inquisidores de Valencia, con motivo del prendimiento de un luterano, se haga
«diligencia para saber si tiene libros de Luthero o de sus secuaces o de Erasmo». Ya había sido publicada en Paris la Determinatio de los teólogos de la Sorbona contra las obras de Erasmo. Ya hacia tres años que estaba procesado y preso en la Inquisición de Toledo, Juan de Vergara, uno de los más significados erasmistas de España, bajo una inculpación de herejía fluctuante entre ilu
minismo y luteranismo. El proceso de Vergara, ligado al de su hermano Bernardino Tovar, causó honda emoción entre los humanistas españoles de tendencia erasmiana precisamente porque materializaba el peligro que los amenazaba a todos por la mera fama de herejía difundida en torno al nombre de Erasmo.


Caza de erasmistas

     He aquí, en efecto, que, bajo la autoridad de un Inquisidor general erasmizante, un antiguo colaborador de Cisneros en la empresa de la Biblia Políglota de Alcalá, secretario del entonces arzobispo de Toledo, Alfonso de Fonseca (otro protector del erasmismo), llegaba a ser víctima de delaciones de muy desigual calidad intelectual, las más emanadas de personas obsesionadas por el peligro luterano y que, como el imaginativo sacerdote Diego Hernández, denunciaban a varias docenas de sospechosos, supuestos militantes de una Cohors sive factio lutheranorum cuyo caudillo era Tovar: los delitos de Vergara eran conversaciones imprudentes en que el humanista defendía la ortodoxia intachable de Erasmo.
     iCuánta razón tenía el filósofo irenista Luis Vives de gemir, desde su islote de paz de Brujas, sobre estos «tiempos difíciles, en que no se puede ni hablar ni callar sin peligro
»! Lo decía Vives ante la desoladora coincidencia de los procesos españoles contra Vergara y Tovar con los montados en Inglaterra por la tiranía de Enrique VIII contra los católicos que, como Tomás Moro y Juan Fischer, se negaban a legitimar el divorcio del soberano. A éstos aludía lo de «callar», a aquellos lo de «hablar».
     Es indudable que la tiranía de la Inquisición española estribaba -sin que valieran contra ella las más altas protecciones- en la terrible dinámica del edicto de la fe que intimaba a todos los fieles la obligación de delatar cualquier indicio de adhesión a cualquiera de las herejías mencionadas en el mismo edicto, y de la máquina procesal que permitía al fiscal fundar una inculpación en unas cuantas delaciones.
     Así lo daba a entender otro testigo a distancia, el estudiante Rodrigo Manrique (hijo del Inquisidor general), en carta dirigida a su maestro Vives desde París, donde reinaban otras modalidades represivas, al enterarse de la persecución contra Vergara:
«Cuando considero la distinción de su espíritu, su erudición superior y (lo que cuenta más) su conducta irreprochable... me cuesta mucho trabajo creer que se puede hacer algún mal a este hombre excelente. Pero, reconociendo en esto la intervención de calumniadores desvergonzadísimos, tiemblo, sobre todo si ha caído en manos de individuos indignos e incultos que odian a los hombres de valor, que creen llevar a cabo una buena obra, una obra piadosa, haciendo desaparecer a los sabios por una sola palabra o por un chiste. Dices muy bien», sigue escribiendo R. Manrique a Vives, «nuestra patria es una tierra de envidia y soberbia, y puedes agregar, de barbarie».


La revancha de los  « bárbaros»

     Ha llegado. pues. la hora en que los «bárbaros», satirizados por los humanistas desde hace poco menos de dos siglos, disponen en España de una máquina judicial eficaz para hacer siempre desaparecer, o por lo menos reducir al silencio a los hombres de valor cuya independencia y superioridad intelectual los molesta. Es evidente. además, que la coyuntura europea de movilización antiluterana permite que el celo farisaico de la medianía semiculta halle aliados en algunos ortodoxos nada bárbaros que sinceramente lamentan las imprudencias del gran Erasmo y sus secuaces.
     En la apreciación de los calificadores del tribunal toledano de la Inquisición hubo de pesar menos en daño de Vergara la manía delatora del adocenado clérigo Diego Hernández que la dolida denuncia del Dr. Pedro Ortiz, teólogo de formación sorbónica, escandalizado por la terquedad con que Vergara sostenía que no se habían hallado errores en Erasmo, ni siquiera en el De esu carnium (crítica de las observancias alimenticias del catolicismo), ni siquiera en la Exomologesis (crítica del valor trascendente de la confesión auricular).
     Llegó a intervenir entre los delatores del acérrimo erasmista otro teólogo de la misma tendencia: el propio benedictino Fray Alonso de Virués, traductor de los Coloquios de Erasmo al español. que también llegó a ser denunciado y procesado. Además había cometido Vergara el imperdonable delito de burlarse de las normas procesales del Santo Oficio, del secreto de sus cárceles, atreviéndose a corresponder clandestinamente con su hermano Tovar cuando le servía de abogado. ¿Cómo podía no ser condenado hombre bastante independiente para atreverse a ser
«impedidor» del Santo Oficio o «fautor» de herejes? Lo fue, en efecto, con moderada severidad, a abjurar de Vehementi (de una "vehemente sospecha" de herejía) y a unos años de reclusión que cumplió primero en un monasterio, luego en el recinto de la catedral a cuyo cabildo pertenecía. Sufrió casi cuatro años de privación de libertad entre prisión preventiva y cumplimiento de la pena.
     Otras muestras de la represión moderada que ejerció la Inquisición española, siendo D. Alonso Manrique inquisidor general, contra los erasmistas más destacados, fueron los procesos de Fr. Alonso de Virués (ya mencionado como testigo de cargo en el de Vergara) y del anciano Pedro de Lerma, ex-canciller de la Universidad Complutense. Hasta es de notar que los canónigos de Sevilla que desviaron su fundamental erasmismo hasta simpatizar con la doctrina protestante de la justificación por la fe sola, siendo tan influyentes predicadores como Juan Gil y Constantino Ponce de la Fuente,
también fueron tratados con relativa longanimidad y clemencia que contrasta con la saña de la represión llevada a cabo contra los supuestos judaizantes. El mismo Índice de libros prohibidos. promulgado en 1559 por el Inquisidor general Valdés se contentaba con vedar los libros de Erasmo más discutidos sin prohibir la totalidad de su obra como el Índice romano de Paulo IV.
     Sin embargo sería error grave pensar que el humanismo crítico y el erasmismo, después del primer tercio del siglo XVI, gozaron, al amparo de la Inquisición, de un clima favorable en España. Baste recordar los engorrosos procesos que tuvieron que aguantar después de 1572 los ilustres hebraístas de la Universidad de Salamanca, Fray Luis de León, Martín Martínez de Cantalapiedra, Grajal, denunciados por colegas suyos teólogos como detractores de la Vulgata eclesiástica de la Biblia y aficionados a las interpretaciones literales rabínicas del Antiguo Testamento con una preferencia que olía a judaísmo. Le costaron al gran Fray Luis de León cuatro años de proceso y reiteradas probanzas para que reconocieran los jueces su inocencia y buena fe de filólogo y le dejaran por fin salir absuelto de la cárcel. No se olviden tampoco las persecuciones que padeció en su vejez, a últimos del siglo XVI, el mayor gramático-lingüista que enseñó en la España renacentista. Francisco Sánchez de la Brozas. Así le hicieron pagar al Brocense la independencia de su doctrina filológica frente a la escolástica trasnochada y las irreverencias de tono erasmiano con que se burlaba de frailes incultos.


Victoria de la incultura

     Aunque ninguno de los grandes humanistas perseguidos fue condenado al fuego, nadie puede encogerse de hombros diciendo que no llegó la sangre al río, o pensar que estas persecuciones apenas hicieron mella en la vida social e intelectual de España. Sigamos escuchando las reflexiones que resumía el estudiante Manrique para su maestro Vives, el gran desterrado, acerca del proceso de Juan de Vergara. contentándose con aludir al peso del sistema inquisitorial sin mencionarlo por su nombre. "En efecto, cada vez resulta más evidente que ya nadie podrá cultivar medianamente las buenas letras en España sin que al punto se descubra en el un cúmulo de herejías, de errores, de taras judaicas. De tal manera es esto que se ha impuesto silencio a los doctos, y a aquellos que corrían al llamado de la erudición, se les ha inspirado, como tú dices, un terror enorme. Pues ¿para qué te hago toda esta relación? El pariente de quien antes te hablaba me ha contado que en Alcalá -donde él ha pasado varios años-, se hacen esfuerzos por extirpar completamente el estudio del griego, cosa que muchos, por otra parte, se han propuesto hacer aquí en París. Quienes sean los que emprenden esa tarea en España, tomando el partido de la ignorancia, es cosa fácil de adivinar»).
     Es muy cierto que los «colegios trilingües
», dondequiera que se fundaron -Alcalá o Salamanca, Lovaina o París- tropezaron con la hostilidad de los teólogos conservadores, que no sin razón veían en el humanismo crítico del estudio de las lenguas y de la nueva filología bíblica un peligro para el dogmatismo tradicional.
     En Paris, en 1534, corrían peligro las cátedras de lenguas de los lectores regios, núcleo del futuro Colegio Real, hoy Colegio de Francia. Pero poco después amparaba el rey otra vez a sus lectores. Y a través de peripecias, con altibajos, en Francia y otros países occidentales, se dio un aprendizaje progresivo de los métodos críticos y de la tolerancia. Lo fatal, en España, fue la inexorable eficacia del sistema inquisitorial, organizado para suscitar delaciones en las que los más cerrados solían ser delatores de los más doctos y abiertos a la novedad, y, a base de palabras imprudentes, promover procesos de los que surgían otras delaciones, base de otros procesos.


La ley del silencio

     De ahí nació lo que H. Kamen llamó «la ley del silencio», el miedo paralizante, que enrareció el ambiente intelectual favorable a la crítica humanista, cuna de toda investigación moderna libre en todos los ramos del saber. Tampoco se debe perder de vista que el miedo a la Inquisición no fue sólo miedo a la hoguera o a la cárcel, aunque éstas formaban el horizonte siniestro del cual huyeron muchos -especialmente cristianos nuevos como Vives- desterrándose voluntariamente.
     Las persecuciones inquisitoriales afectaban a la honra de los perseguidos. Ser procesado por el Santo Oficio era «ser infamado en la Inquisición
». Ser condenado por hereje equivalía a una mancha hereditaria en la limpieza de sangre de la familia del reo. Pero otra no menor degradación de la dignidad personal y de la sociabilidad, otra no menor disuasión de la investigación libre fueron las resultantes de la obligación permanente de denunciarse unos a otros por delitos de fe.
     Desde Nebrija hasta el Brocense, pasando por los hebraístas de Salamanca, se dio siempre el mismo fenómeno desolador de denuncias proferidas contra los maestros más eminentes por colegas rutinarios o estudiantes chismosos. Da grima pensar que el mismo Fray Luis de León, víctima de este fenómeno, se dejó ir después a denunciar como heréticas las opiniones sobre la gracia de su colega Báñez, el gran teólogo dominico. Era fácil olfatear en tesis extremadas sobre la gracia posibles derivaciones
«luteranas».
     Y Fray Luis se habla dejado seducir por opiniones de Jesuitas precursores del molinismo que los dominicos, por su parte, denunciaban como afines a la herejía pelagiana.
     Esta tendencia tal vez fuera la más tentadora para humanistas propensos a afirmar como Erasmo la libertad humana (Renan, al resumir las famosas controversias De auxiliis en torno a los problemas de la gracia divina, se confesaba pelagiano). Lo tremendo era que sobre toda cuestión teológica opinable hubiera no sólo peligro de ser denunciado por hereje, sino también obligación de denunciar al que se consideraba tal.
     Un incidente significativo, ocurrido en Salamanca en 1568, poco antes de los procesos de los hebraístas, ilustra la presión de la Inquisición permanente, sin formarse siquiera procesos, contra toda sospecha posible de simpatía por los herejes. Bastó que un ex-rector del Colegio trilingüe que habla estudiado en París relatara lo que sabía del éxito de Pedro Ramus, lector regio renovador de la dialéctica antiaristotélico declarado, tachado de
«amigo de novedades» y correligionario de los Hugonotes, y aludiera a posibles ecos de sus ideas entre españoles, para que el teólogo Francisco Sancho, Comisario de la Inquisición en la Universidad de Salamanca, abriera una información acerca de esta terrible influencia de un monstruo de heterodoxia -filosófica y religiosa- como el profesor parisiense que, en plena época de guerra de religión (iba a ser una de las víctimas de la noche de San Bartolomé de 1572), seguía vertiendo su veneno desde su real cátedra.
     No faltó entre los testigos quien notara de
«aficionado a las obras y doctrina de Pedro Ramus» al «licenciado Francisco Sánchez, regente de latín en el Colegio trilingüe». Hubo de comparecer el Brocense, uno de los pocos maestros salmantinos capaces de dialogar con Ramus y no tuvo inconveniente en declarar que, habiendo publicado una gramática latina que contradecía en algo el arte de gramática del maestro francés, había mandado su libro a éste con la sobria dedicatoria: Franciscus Sanctius Brocensis Petro Ramo dono mittit. Y por poco chismoso que fuese el Brocense, se vio obligado a indicar que el maestro Grajal, el hebreista, siendo estudiante en París hacía bastantes años, se había sentado entre los oyentes de Ramus. El propio Grajal se vio llamado a explicarse y procuró recordar los nombres de dos o tres aragoneses y valencianos que también habían «sido aficionados a oírle su doctrina y latinidad» en París cuando nadie, además, cuestionaba la ortodoxia religiosa del debelador de Aristóteles. Tal era, frente a la arriesgada libertad francesa, la exigencia de impermeable ortodoxia del país protegido, hasta la asfixia, por el sistema inquisitorial.


Degradación intelectual

     No sirven de nada suposiciones «acrónicas» acerca de cómo podría haber evolucionado, cultural y religiosamente España, en caso de no haberse institucionalizado en ella el mutuo denunciarse obligatoriamente por herejes. Son interesantes las observaciones de Menéndez Pelayo acerca de un pequeño «concilio» de teólogos españoles ocasionado por los «errores» de Pedro de Osma (maestro admirado de Nebrija) acerca de la confesión, dos años antes de crearse la Inquisición española. Aunque el reo puede ser considerado retrospectivamente como «el primer protestante español» y el procedimiento seguido contra él tiene analogías con algunos de la Inquisición (en particular con Ia junta que examinó en 1527 las opiniones de Erasmo sospechosas de protestantismo) se vio una libre discusión de las ideas de Osma, dando pareceres benignos algunos de sus «colegas» de Salamanca, y no mostrando «la menor animosidad personal»  los más decididos impugnadores. Claro que era muy distinta de la coyuntura de movilización antiluterana la de 1478, en la que resultó condenada la heterodoxia de Osma como «un hecho aislado», «voz perdida de los wiclefitas y hussitas en España...; le elogiaba años después Antonio de Nebrija». Añado yo que no recayó sobre él nota infamante.
     Una vez montado eI sistema de la obligatoria delación mutua y del procedimiento judicial infamante, simbolizado por los sambenitos de los autos de fe, era fatal que se degradara y empobreciera en gran medida el ambiente Intelectual. Hizo falta valor y temple espiritual poco común para afirmar los perseguidos, con su apego a la novedad perseguida, la conciencia de la propia valía, y para salir fortalecidos en su fuero interno por la persecución. Esta fortaleza es la que expresó el gran Fray Luis de León al adoptar su emblema del árbol podado con el lema horaciano varias veces parafraseado por él, ab ipso ferro (Od.. IV, 4, v. 57-60). Puso en la portada de varios libros suyos entre otros Los nombres de Cristo (1583), este emblema de la encina
«desmochada con hacha poderosa, que de ese mesmo hierro que es cortada cobra vigor y fuerza renovada».
     A fines del siglo pasado (1895) se acordó Unamuno de tan expresiva imagen aI enjuiciar la Inquisición, en sus ensayos En torno al casticismo (V) como «Instrumento de aislamiento de proteccionismo casticista, de excluyente individualización de la casta... Impidió que brotara aquí la riquísima floración de los países reformados donde brotaban sectas y más sectas, diferenciándose en opulentísima multiformidad. Así es que levanta hoy aquí su cabeza calva y seca la vieja encina podada
». Algunas páginas antes decía Unamuno del Santo Oficio, «mas que institución religiosa, aduana de unitarismo casticista. Fue la razón raciocinante nacional ejerciendo de Pedro Recio de Tirteafuera del pobre Sancho. Podó ramas enfermas, dicen, pero estropeando el árbol... Barrió el fango... y dejó sin mantilla el campo».

 

Marcel Bataillon
 Historiador y Profesor

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