Biblioteca Gonzalo de Berceo

 

Una bruja célebre en la región fue Endregoto, apodada «la cieguecita de Viana», que fue motivo del Proceso de la Inquisición de Logroño contra los encartados en el homicidio del conde de Aguilar.

«La cieguecita de Viana» será una variante -clásica y tradicional- del retrato de la bruja en ese oscuro e impresionante escenario del curanderismo, magia y ciencias ocultas.

Endregoto se encuentra calificada por Menéndez y Pelayo al señalar: «Dio mucho que hacer al Tribunal de la Inquisición». Posiblemente, como veremos al relatar esta historia, quizás la intervención del Tribunal de la Santa Sede fue motivada por su celo en la persecución de los actos de herejía, pues si nos atenemos a los hechos los actos cometidos por la cieguecita de Viana eran constitutivos de un delito de homicidio -con las agravantes o atenuantes que pudieran haber concurrido- con la competencia de los tribunales ordinarios.

Para analizar los hechos, es preciso situarnos, como ya hemos indicado en otros relatos, en aquella época.

          La bruja de Viana es una causa de un curandismo tan antiguo como la propia humanidad. En el mundo primitivo ciertos hombres y mujeres se sentirán poseídos de unas facultades excepcionales para el descubrimiento de la salud o recobrar la juventud por medio de «conjuros y ungüentos mágicos», como la piedra filosofal será el soñado tesoro creador de los alquimistas.

Brujo y curandero son confusas imágenes de tribus primitivas que se iden- tificarán en cantos guerreros o invocación de los espíritus en la defensa contra el mal.

El curandero será la primera expresión de la primitiva medicina, pero con prácticas e invocaciones a los poderes desconocidos, aun conociendo la propiedad curativa de las plantas y productos de la naturaleza, no podrán impedir su adoración al fabuloso teatro de encantadores, magos o fantasía de las ciencias ocultas. El curandero místico y de buena fe tendrá la cruz de la moneda en vividores y charlatanes. y mentes desequilibradas cometerán actos atroces en la íntima convicción de ser poseedores de facultades sobrenaturales: «Dar la vida y eterna juventud» es el tesoro curativo de sus «ungüentos mágicos» con composición de «aceite negro de un candil, que haya alumbrado a un muerto, sesos de asno, tela de araña, sangre de murciélago, flor de yedra, mantillo de niño e hilachas de sudario».

Pero volvamos a nuestra historia; nuestras sombras se proyectan sobre una vieja casa de ruinosos y ennegrecidos muros del solitario arrabal de la Magdalena de Viana: era la «casa de las brujas».

En su interior, una figura al lado del fuego permanecía inmóvil: la cieguecita de Viana. Su rostro lleno de arrugas, eran testimonio del paso del tiempo. Sus angulosas facciones se teñían de distintos colores pór los resplandores que despedían las llamas de la pequeña hoguera que le servía para calentar sus pies.

Aquel silencio cantado por el chisporrotear del arder de la leña fue súbitamente interrumpido por unos pasos.

-¿Quién es?, preguntó con voz ronca.

-¡ Ah, Endregoto, no me has dado tiempo a pronunciar una palabra! Ahora ya me conoces sin decirte mi nombre, -contestó la mujer que acababa de penetrar en el aposento, acompañada de un hombre de unos cuarenta años y de rostro curtido, a quien sostenía fuertemente con sus brazos.

-Vengo acompañada de mi marido... Precisamos tu ayuda. Pedro sufre unos fuertes dolores en la espalda y no se puede mover. Creo que tiene el diablo en el cuerpo.

La bruja permaneció en silencio. Parecía reflexionar. De pronto se levantó; con paso seguro se dirigió a un destartalado armario. Sin titubeo alguno ante su falta de vista, extrajo un frasco que frotó entre sus manos.

-Mi predicción se cumplirá; con esta mágica pomada vuestro marido recobrará la salud dentro de breves días... Le daré unas friegas con este aceite mágico...

El enfermo se estremeció de alegría al escuchar estas palabras. A los pocos momentos sintió el aceite espeso que la bruja impregnaba en su espalda, que las mujeres le habían dejado al descubierto; durante largo rato se sometió a un duro masaje. Esta escena se repitió en días sucesivos. A los pocos días el labrador había recuperado su perdida salud y proclamaba en sus conversaciones las milagrosas curas de la cieguecita de Viana.

La «casa de las brujas» se había transformado en el aposento de la curandera que con sus «filtros, ungüentos, mágicos, conjuros e invocaciones con el diablo», conseguiría los más increíbles milagros.

Y sobre la ruinosa casa, comenzaron a circular muchos rumores entre las gentes del pueblo. Se decía que allí se celebraban extrañas runiones, donde se desarrollaban escenas de magia y ciencias ocultas.

Johanes, «el brujo de Bargota» -según recoge Martínez Alegría- «afirmó que allí le hablaron de los prodigiosos aquelarres, de la misa que en ellos se celebraba, apariciones que en ellos tenían lugar, y que en aquel antro escuchó con espanto un conjuro, a seguido del cual, tembló la casa y se sintieron ruidos como de cien batallas, y parecía que el firmamento se hundía sobre la nocturna asamblea. Lo pronunció con increíble serenidad, aunque con voz trémula, la cieguecita de esta manera: «Conjúrote triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la Corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hirvientes étneos montes manan, gobernador y veedor de los torme11tos... de las pecadoras ánimas... Yo, Endregoto la ciega, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras... por la áspera ponzoña de las vivoras, que en este papel se contiene... por el aceite negro con que untada está... y por el hilado de túnica mortuoria en que aparece envuelto...que vengas sin tradanza a obedecer la mía voluntad».

Diciendo «¡Vade retro! » a esta terrorífica evocación, escapó Johanes prometiendo no volver más a aquella casa; promesa que no cumpliría.

El conde de Aguilar era un hombre aristocrático, que habitaba en la plaza de San Miguel de Viana, en una señorial casa que con sus heráldicos escudos testimoniaba su antigua nobleza.

Personalmente era agradable y sencillo, con cabellos blancos, de estatura más bien alta y aire distinguido.

Si añadimos que a su atractivo se unía su impecable forma de vestir, su caña de madera que utiliza como bastón y bien cuidado calzado, es preciso reconocer que goza de un bello atractivo.

Posiblemente del recuerdo de una juventud llena de halagos y alegre vida: podría ser la causa de su único defecto: el querer conservar la eterna juventud. Para él envejecer era morir, y ese incontenible deseo de no admitir el inexorable cambio de la edad, le conduciría a la muerte.

Muy supersticioso, adoraba la magia y ciencias ocultas, en su egoísta sueño de que podrían devolverle su perdida juventud. Desgraciadamente, embebido en este utópico pensamiento, en su camino se tropezaría con «la cieguecita de Viana...».

Sumamente caritativo, a su regia casa acudían los mendigos, y todos recibían una limosna. Con las ayudas al prójimo y conversaciones con las gentes, gue se sentían orgullosas de pisar la noble mansión, el conde conocía todo lo que pasaba en la región.

Entre las personas que imploraban su ayuda, una cieguecita le había llamado la atención. La miraba con una fuerza irresistible y su conversación le resultaba atrayente; no se cansaba de escucharla sin interrupción.

-Vuestra merced es un santo. Soy una vieja cieguecita... iSí, sí...! Me escucháis por misericordia... iDebo darme cuenta...! Me temo no ser de vuestro agrado... Soy tan vieja... iAh, algún día os daré una sorpresa...!

¿Qué sorpresa podía producirle la vieja pordiosera? El conde no respondió observándola con aire pensativo.

Al poco tiempo llegaban a conocimiento del conde unas extrañas noticias: en aquella humilde cieguecita se ocultaban unos conocimientos mágicos increíbles. Se rumoreaba que hacía curas milagrosas y poseía todos los ritos de la curandería...

Y el conde finalizará siendo un asiduo concurrente a la fantasmal casa de la vieja Endregoto. A la tenue luz del velón no la interrumpirá en su labor de hacer sus pócimas o mágicos ungüentos.

Sigamos la descripción con la narración de Martínez Alegría:

«- Pero, vuesa merced -decíale melosa la ciega- debe vivir muchos siglos para hacer el bien...Ese corazón tan compasivo no debe morir...

-Bien sabes, buena Endregoto, ser sentencia de Dios «que el hombre ha de morir». «Acuérdate, hombre que eres polvo y...».

-«Sin embargo, señor, Elías no murió y vos no debéis morir...», y un día y otro día, insinuante y halagadora, decíale, «que ella sabía hacer un ungüento, que después de muerto le resucitaría inmortal como al ave Fénix...

No sé qué hechizo hiciera la cieguecica en el anciano venerable.

Una noche el conde convino en bajar a la bodega en donde la ciega le esperaba con algunos de aquellos tranquilladores y pelaires más de su confianza, a donde también acudió Johanes, para presenciar el prodigio y aprender a hacerlo.

Con gran secreto habían logrado introducir en los sótanos de la casa condal una gran silla de cuero, una redoma grande vacía y otra redoma más pequeña, en la que habían mezclado «manteca de gardacho, sangre de murciélago, huesos de corazón de ciervo, lenguas de vívoras, cabezas de codornices, sesos de asno, tela de caballo, mantillo de niño, soga de ahorcado, flor de yedra, espina de erizo, pie de tejón, granos de helecho, la piedra del nido del águila y un enemiguillo».

Bajado que hubo el conde, sentóse en la silla y, al punto de dar las doce, comió una poma, que le ofrecieron, aspiró un aroma ( ¿ ?), y cayó al suelo sin sentido.

En menos de una hora le descuartizaron, machacaron sus huesos, hiciéronle tajadillas y echaron el picadillo en la redoma grande.

Vaciaron en ésta la otra redomica y mientras decían sus conjuros y ensalmos revolvían la masa ( ii !! ) con un hueso de lobo: la ciega, animando a todos, repetía entre conjuro y conjuro: i Resucitará, resucitará el conde querido y será después inmortal ! ...

Johanes no tomó parte en estas operaciones, y... con todos sus pelos de punta y más muerto que vivo, presenciaba horrorizado esta brujería, que olía de cien leguas a soga de ahorcado o a humo de la Inquisición.

...Pero cantó el gallo, y, como el conde no resucitase, huyeron todos al arrabal, dejando la redoma en la bodega y llevándose la llave...

Al día siguiente, a la hora de costumbre, el pajecillo rubio entró en la habitación del conde para ayudarle a vestir y fue tan grande como dolorosa su sorpresa al ver la cama vacía y los muebles ordenados como siempre.

Los escuderos buscáronle por toda la ciudad y aún mandaron carta requisitoria a los regidores de otras villas, pero... todo en vano.

Entonces las Justicias acudieron a la casa condal, registraron todos sus rincones y demandando al herrero que rompiese la aldabilla del cerrojo, bajaron las escaleras del sótano-bodega y encontraron, i i qué horror ! ! , una panzuda redoma llena de restos humanos informes, y a su lado un papel de conjuros, que, en su precipitación, habíanse dejado caer los criminales.

El papel olvidado fue la pista segura.

Acudieron al arrabal y en «la casa de las brujas» encontraron reunidos la ciega, los tranquilladores, pelaires y a nuestro Johanes. La cieguecita no salía de su asombro al ver la ineficacia de los ungüentos y conjuros, que ella creía tan seguros; sus alucinados cooperadores no se atrevían a salir de aquella madriguera; Johanes, desganado y amarillo como un muerto, estaba tendido en el escaño de la cocina...».

Como se observará, la anterior descripción de Martínez Alegría es alucinante, pero las pruebas se encuentran en el proceso y son incontestables.

La justicia empezó sus investigaciones para conocer la causa, motivos y forma de aquel horrible crimen. Al comprobar que en su realización habían intervenido motivos de prácticas de magia o brujería, consideró más acomodaticio, al propio tiempo que se evitaban cualquier otro tipo de complicaciones, remitir las actuaciones al Tribunal del Santo Oficio.

Los implicados fueron conducidos a Logroño e ingresados en los calabozos de la Inquisición. Dice Martínez Alegría que «Ios carceleros reconocieron bien pronto a la cieguecita que, ya en otras dos ocasiones, había ocupado aquellas celdas oscuras, y en dos «autos de fe» había sido llevada entre los entunicados con un «sambenito» largo, hasta los pies».

Practicadas las actuaciones debidas por el Tribunal de la Inquisición contra los encartados, entre los que también figuraba Johanes «El brujo de Bargota», la culpabilidad de Endregoto resultó concluyente, no obstante la negativa que mantuvo en todo el proceso de admitir unos hechos probados de forma plena y concluyente.

Son de interés las afirmaciones del mencionado comentarista Martínez Alegría, de que «en el voluminoso proceso que precedió al «auto de fe» celebrado en Logroño en 1610, aparece unida una declaración que copio y que literalmente decía:

«La cieguecita de Viana condenada al último suplicio, de orden del Santo Tribunal, en esta ciudad de Logroño, no fue castigada por bruja, sino por haber usado de engaños y venenos, haber dado espantosa muerte a un anciano venerable de la nobleza de la ciudad de Viana y porque no hubo diligencia humana, que bastase a hacerla retractar sus errores de superstición y nigromancia, en los cuales se obstinó con tal pertinacia, que meresció ser declarada «hereje formal».

«De esta verdad somos testigos cuantos vivimos agora en Logroño: yo oí todo el proceso, menos algunas cosas, que el público pudor obligó a pasar en claro, que a buen seguro, hubieron de ser peregrinas en atención a las que de menos momento se leyeron».

"Yo noté entonces el mucho pie de plomo conque camina el Tribunal en estos casos, pues no le movieron a la captura de esta mujer más de seis años de declaraciones no interrumpidas. Yo noté su mucho empeño en salvar a esta infeliz, por las cuasi diarias conferencias, que para reducirla iban a tener con ella los hombres más sabios y piadosos de esta ciudad».

"Yo supe que por más de dos meses estuvo trabajando para convencerla, llamado solamente para esto, el venerable Padre Fray Anselmo de Viana, sabio Guardián de los Frailes Menores del Monasterio de San Julián de Piedrola en Campezu; y que después de haber apurado este varón apostólico toda su prodigiosa sabiduría, extraordinaria caridad y singulares recursos, se despidió diciendo: -«Señores: yo no veo otro remedio que entregarla al brazo secular para que, según las leyes civiles, sea quemada».

"Yo oí, después de la ejecución, a uno de los que más trabajaron por salvarla, que aún después del Padre Anselmo, fueron consultados cuantos hombres tenían y merecían el primer crédito en esta ciudad, para arbitrar medios de reducirla. Yo estoy cerciorado de que se le aseguró no sería entregada a la Justicia secular para su castigo, si antes de salir por la puerta de la Inquisición, en el mismo día de su auto público, daba señales de arrepentimiento abjurando sus errores».

Ciertamente se trataba de un hecho con sombras trágicas que había provocado una resonancia pública. El veredicto del Tribunal se esperaba con expectación.

En el juicio el fiscal con gran elocuencia y acertada fundamentación jurídica, resaltó la monstruosidad de los actos cometidos. La pena de muerte se imponía como ejemplar castigo: se había asesinado a una persona -el conde de Aguilar- que por sus bondades había conmovido el alma del pueblo. En contraste con aquellas virtudes la bruja Endregoto era un cúmulo de maldades. El retrato de la cieguecita de Viana resultaba escalofriante.

El acusador, levantado enérgicamente el brazo hacia la acusada, y señalándola con el dedo dijo:

«Mirad ese rostro. Expresión y energía con mirada dura y penetrante que no expresa el menor signo de arrepentimiento -y añadió- ¿y cómo califica su increíble actitud en el proceso negano unos hechos cuya intervención es patente?».

Seguidamente examinó las distintas etapas del crimen y significó:

«Que la Justicia corresponda a unos hechos probados objetivamente».

En sus conclusiones puso de relieve las declaraciones de los deponentes en el proceso -entre las que figuraban las del brujo de Bargota- haciendo un minucioso relato de lo acaecido. Sus palabras adquirieron un tono dramático al calificar que para Endregoto no era admisible otra pena que la de muerte.

Un silencio impresionante reinaba en la sala cuando los inquisidores abandonaron sus asientos,

La sentencia fue condenatoria para la acusada, considerándose que:

«Ejerciéndose la magia en perjuicio de tercero, el nicromántico debe ser quemado vivo y, en otro caso, castigado, según el prudente arbitrio de Juez... con pena de relegación y hasta con el último suplicio...».

Y así se inició una marcha en auto de fe desde la prisión al camino del humilladero. En ese recorrido la condenada precisó ser sostenida por los fuertes brazos de los alguaciles, quienes virtualmente la llevaban levantada del suelo en su ruta hacia la muerte.

Las llamas de la hoguera se dibujaban en el espacio en extrañas espirales de malos presagios...

Escuchó la voz monótona de un religioso con exhortaciones a su arrepentimiento e imploraciones de perdón a Dios.

Ahora la cieguecita sintió estar al lado de un chisporrotear de leña, y un horrible calor llegaba a su cuerpo.

Aun sin visión -quizá por costumbre- le fueron vendados los ojos, sujetándola de pies y manos. Con las ligaduras había perdido todo movimiento.

De pronto sintió que unos brazos la sujetaban- y era lanzada al vacío... Gritos de dolor con imploraciones salían de sus labios, al propio tiempo que sentía su ser pasto de las llamas:

«¡Señor, ten piedad de mí, según tus grandes misericordias! ».

Ya no se escuchaba ruido alguno. La multitud se iba alejando. Allí quedaban unas cenizas simbolizadoras del castigo de un mal. El aire se hacía irrespirable. ..

La historia de la cieguecita de Viana es una narración alucinante de dos seres sumidos en la locura. Su lectura es evocación de viejos folletones de desasada literatura de unos tiempos. Sin embargo, no son personajes imaginarios; el conde de Aguilar y Endregoto tuvieron una vida real con trágico final.

Lo que nos pudiera ocasionar una persistente interrogante es la intervención del Santo Oficio en unos hechos que no merecen otra calificación que la de homicidio y que debió ser juzgado por el Brazo-secular. ¿Cuál puede ser su explicación? Solamente el temor que padecían en aquellos tiempos los tribunales ordinarios de enfrentarse con el Santo Oficio.

   Los actos cometidos por la cieguecita de Viana, sus cómplices y encubridores, fueron constitutivos de un delito de homicidio, con las circunstancias agravantes, atenuantes o eximentes que pudieran aplicarse al caso. Su calificación de asesinato resultaría dudosa, pues la aplicación de alguna circunstancia, como alevosía, precio, recompensa o promesa, veneno, premeditación conocida, ensañamiento, aumentando deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido, para una justa aplicación, tendríamos que olvidar si en la realización del delito no había tenido influencia -incluso decisiva- esa causa de inimputabilidad que las más antiguas leyes, por razones humanitarias, aplicaban al «loco» o «al imbécil».

Un punto de coincidencia existía entre el aristócrata y la hechicera: la demencia.

En el primero se manifestaba en su obsesionante idea de recobrar su juventud perdida y poder revivir sus pasados tiempos de placer y diversión. Endregoto tenía en su mente la firme convicción de que con sus conjuros, materias ponzoñosas con las que había compuesto ungüentos mágicos, quitándole la vida al conde, posteriormente lo haría revivir transformando sus sueños en realidades. iEra tan bueno y compasivo aquel hombre! ...

¿Es que los inconcebibles hechos realizados no justifican de forma evidente «ideas» de mentes desequilibradas?

La enajenación, como circunstancia de exención, no puede presumirse íntegra, ni parcialmente, pues como caso de excepción, requiere para su estimación, prueba concreta de los hechos que la determine, o deducirse cuando menos racional y lógicamente.

¿Resulta lógico, en mentes normales, someterse a la muerte, en la seguridad de que quien ejecuta el acto homicida le dará una nueva vida?

En el proceso del Santo Oficio contra los causantes de la muerte del conde de Aguilar, quizás la responsabilidad habría que buscarla en quienes, de una manera directa o indirecta, intervinieron o fueron testigos presenciales de un delito, que sin aplicarle la circunstancia eximente de enajenación mental, era constitutivo de un brutal asesinato.

La competencia de la Jurisdicción Ordinaria se patentiza en las propias actuaciones del Santo Oficio: «La cieguecita de Viana condenada al último suplicio de Orden del Santo Tribunal en esta Ciudad de Logroño, no fue castigada, como se indica, por bruja, sino por haber usado de engaños y venenos, por haber dado espantosa muerte a un anciano venerable de la nobleza de la Ciudad de Viana...».

Era el motivo principal de la causa, la declaración de «hereje formal» por el Tribunal de la Inquisición; secundario el acto criminoso. Más que el hecho se castigaba la herejía.

La bruja Endregoto quedará dibujada perfectamente como una de las formas de magia y brujería propias de aquella época; las personas que se creían poseedoras de unos remedios y filtros curativos como fuerza mágica y quienes como alucinados y dementes ciegamente creían que con ellos alcanzarían su deseado fin. Solamente la locura puede ser causa y razón de estos insólitos e increíbles hechos.

  Una vida había finalizado. ¿De qué le habían servido aquellos ungüentos mágicos que quedaban abandonados en el suelo y destartalados armarios de una mugrienta habitación?

En la vieja y solitaria casa ya no se oía ruido alguno. Todo permanecía en un profundo silencio. Un fondo de positiva verdad frente al encantamiento de las prácticas mágicas...

 

 

ALFREDO GIL DEL RÍO

LA BRUJERÍA Y SUS PERSONAJES EN LA RIOJA
Historias, leyendas y procesos celebres en un mundo fantástico y mitológico
ZARAGOZA 1975

Inquisición Española
 
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