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De la palabra griega apokalypsis, cuyo significado propio es el de "descubrimiento, revelación", procede el nombre de un género peculiar de la literatura hebrea que se desarrolló entre los siglos III y I aC1. Esta denominación, sin embargo, ha servido también para reconocer a uno de los frutos más logrados que brindó ese género: el llamado Apocalipsis de Juan, libro que cierra el canon bíblico y que tantos comentarios e interpretaciones, ya sea en forma de exégesis independientes o como parte de otros textos, suscitó desde los primeros siglos del cristianismo2. Este término, empleado muchas veces como sinónimo de escatología, mesianismo o milenarismo,

con los que comparte no escasos puntos de contacto, ofrece, por otro lado, otras vertientes cargadas de sugerencias, y recogidas, por ejemplo, en el Diccionario de la Lengua Española: así, para el adjetivo "apocalíptico", registra, además de su primera y común acepción de "perteneciente o relativo al Apocalipsis", otros usos figurados del mismo: "misterioso, oscuro, enigmático", que se completan con un significado relacionado con este último: "terrorífico, espantoso", seguido de una acepción que responde a un uso de esta palabra bastante común y extendido en nuestro tiempo: "Dícese de lo que amenaza o implica exterminio o devastación". A pesar del rigor de los académicos para tratar de acotar el marco léxico de este vocablo, echo en falta entre estas acepciones otro sentido del adjetivo "apocalíptico", imprescindible, a mi entender, para restringir el amplio significado que abarca esta última acepción ofrecida por el citado Diccionario. Su uso está refrendado no sólo por los especialistas en la materia, sino que se encuentra también muy arraigado entre un público heterogéneo que emplea este adjetivo para aplicarlo a la destrucción o conflagración que, según una tradición milenaria presente en numerosas culturas, habrá de producirse en los últimos tiempos3. Así pues, la Real Academia Española haría bien en tener en cuenta en su próxima edición del Diccionario del año 2002 -ya transpuesto felizmente el milenio- este importante matiz de la palabra, muy a menudo unido a otro aspecto relacionado con el final del mundo y que resultó inseparable de esta idea catastrofista a lo largo de muchos siglos. Me estoy refiriendo, por supuesto, a la venida del Anticristo, personaje poderoso cuyo reinado, según está recogido en las más viejas tradiciones, habrá de extenderse durante tres años y medio, período previo al inminente fin de los tiempos al que seguirá el Juicio de Dios. Esta creencia en el Anticristo, asociada con la del ocaso de la humanidad, se hace explícita al menos desde Ireneo, que fue obispo de Lyón a fines del siglo II4. Desde entonces -y aún antes, si bien carecemos de testimonios de mayor antigüedad- esta relación Anticristo / fin del mundo ocupó el pensamiento de muchos teólogos, predicadores y visionarios y se extendió desde ellos a todas las capas de la sociedad.

La Edad Media se convirtió en campo fecundo donde arraigaron con facilidad las manifestaciones derivadas de esta fructífera asociación. Resultado de ella fueron no sólo las expresiones de miedos colectivos, sino la creatividad que en torno a este motivo quedó recogida en numerosos escritos (sermones, tratados, profecías, poemas, obras de teatro, etc.), así como en pinturas, esculturas, tapices y vidrieras, que constituyen un excelente muestrario de cómo la sensibilidad manifestada hacia este personaje de los tiempos últimos buscó refugio en el arte. Durante todo el período medieval fue constante la presencia de esta idea obsesiva, que originó momentos de

grave preocupación y que, bajo diversas formas y motivaciones, se extendió por las tierras de Europa5.

Consciente de que el Diccionario de la Lengua Española no me autoriza el uso del adjetivo "apocalíptico" con el significado que voy a darle en este estudio, he creído oportuno formular antes esta simple disquisición terminológica y delimitar en este breve preámbulo el espacio en el que deseo moverme. Entiendo así por "preocupaciones apocalípticas" todas aquellas manifestaciones humanas que guardan relación con el miedo a un exterminio total del mundo al final de los tiempos, en el que la figura imponente del Anticristo se convierte en una pieza irremplazable de este entramado. Voy a descartar por lo tanto de esta exposición otras vertientes afines con lo apocalíptico, cuales son las de milenarismo y mesianismo, que, si bien se entrecruzan con la primera durante toda la Edad Media y, muchas veces, son una consecuencia lógica de aquélla, revisten otros aspectos que no necesariamente implican la vía de la destrucción. No podré evitar, sin embargo, aludir a estas realidades, ya que figuras como las del Emperador de los Últimos Días (conocido también como novas dux, Encubierto, vespertilio, rat penat, etc.) y la del Papa angélico o Nuevo David -todas ellas relacionadas con el mesianismo y el milenarismo- son inseparables de una comprensión apocalíptica de la historia.

No cabe duda, por otra parte, de que lo apocalíptico se convirtió en fuente de constantes preocupaciones en la Europa medieval, ya que, como manifestación de una muerte colectiva, llevada a un plano universal que afecta a toda la creación, suponía -a la luz de una visión religiosa y social- el momento culminante en el que los pecados cometidos por la humanidad o las buenas obras realizadas por los justos serían sometidas a juicio. En esencia, creo que el origen de la dimensión apocalíptica de la historia se encuentra en una lógica relación entre la propia realidad de la muerte humana, con su dramatismo y su componente de redención, y una muerte cósmica, tan irreversible, por lo tanto, como la primera. Esta idea, es decir la de un nacimiento y un ocaso, queda bien reflejada en el Apocalipsis de Juan bajo la expresión sintética: "Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin" (Ap.,1.8), que tantas veces halló representación en la iconografía cristiana, sobre todo en la Península Ibérica. Estas dos letras simbólicas se encuentran, por ejemplo, formando parte de esas numerosas cruces del arte prerrománico asturiano, como sucede en la cruz de piedra que está situada en la fachada principal de San Salvador de Valdediós, iglesia que mandó construir el rey Alfonso III a fines del siglo IX. Así mismo, aparecen en las miniaturas que ilustran el comentario al Apocalipsis en los códices conocidos como Beatos, según puede apreciarse en algunos de ellos, como en el que perteneció al monasterio de Valcavado, que presenta como frontispicio esta misma cruz, de cuyos brazos penden las dos letras apocalípticas6.

Expresiones artísticas como éstas, dotadas de un importante componente piadoso y con un marcado carácter de identidad regia, son tan sólo un mínimo reflejo del interés suscitado por lo apocalíptico en los siglos medievales, capaz de producir una constante y honda inquietud y hasta de llegar a convertirse para muchos en una práctica obsesiva. Es difícil, no obstante, medir el alcance e intensidad de estas preocupaciones apocalípticas, pues, si bien los numerosos testimonios conservados hablan de su importancia, falta documentar lo indocumentado, contradicción que resulta de la imposibilidad de acceder a ese espacio íntimo que ocupan los sentimientos de los pueblos que experimentaron el miedo al fin del mundo. Pocas veces las crónicas y otras fuentes contemporáneas recogen información sobre las reacciones que entre las gentes pudiera haber provocado el conocimiento de la proximidad del fin y la inminente venida del Anticristo7. Un ejemplo extraído de la Crónica del rey Juan II de Castilla servirá para demostrarlo. Cuando el 30 de junio de 1411 llegó el dominico fray Vicente Ferrer a Toledo, ya venía aureolado de una fama de predicador apocalíptico. Un numeroso cortejo de disciplinantes lo acompañaba en su camino por diferentes tierras, y las multitudes, mientras estuvo en la ciudad, se dirigieron todos los días a una explanada situada cerca del río para escuchar su predicación. El 8 de julio de ese año proclamó en el sermón que lleva por tema el pasaje de Juan Reminiscamini quia Ego dixi vobis que el Anticristo había cumplido ya ocho años y que el fin del mundo llegaría muy pronto. La referida crónica del rey Juan II no recoge ninguna de las reacciones que aquellas palabras del fraile debieron de provocar en un auditorio fácilmente impresionable por anuncios apocalípticos, y el cronista se limita tan sólo a referir las numerosas conversiones de moros y judíos que fray Vicente Ferrer había realizado en otras tierras gracias a sus predicaciones, así como el ejemplo que con su santa vida dio a muchos legos y religiosos para que se apartasen de algunos pecados. Al final del breve capítulo que le dedica la crónica, unas palabras documentan perfectamente el éxito de su predicación: "E por todos los caminos que iba lo siguian tantas gentes, que era cosa maravillosa"8. En una relación de esta estancia toledana de fray Vicente, que se hizo para el entonces regente de Castilla el infante don Fernando de Antequera, el relator de la misma se expresa también con términos similares a los del autor de la crónica: "E, señor, cada día pedrica cosas maravillosas que nunca oyeron ornes. ¡O, señor, quanto deseo que lo viésedes e oyésedes!"9 Sin embargo, ni la crónica ni esta relación contemporánea se han acercado directamente a los sentimientos del público toledano para documentar su reacción ante la certeza -proclamada por un fraile de tanta reputación y fama que se reconocía a sí mismo como ángel del Señor- de que el ocaso del mundo era inminente. Se hace necesario deducir también de estos dos escritos que esas "cosas maravillosas" sean no sólo la expresión de la admiración del cronista por las numerosas gentes que seguían al fraile o, en el segundo escrito, la del asombro producido por la materia tan singular de su predicación, sino la prueba de que esa "maravilla" venía también provocada por el atrevimiento del fraile al anunciar el nacimiento real del Anticristo. En todo caso, los sentimientos profundos de todos aquellos que escucharon al insigne predicador, tal vez llenos de intensas preocupaciones apocalípticas, quedaron en estos dos testimonios, como en tantos otros, sin documentar. Y esto no quiere decir, sin embargo, que esos sentimientos no existieran10.

Es evidente que en la Edad Media, aún más que en nuestro tiempo, todo lo extraordinario sorprendía de un modo harto llamativo. La credulidad se hallaba en un estado más puro y primigenio que ahora. Ahí están para corroborarlo las pueriles reacciones que suscitaba un fenómeno astronómico como un eclipse, las incontables mirabilia que asombraban a los viajeros y que ilustran sus libros de viajes, los seres grotescos de los bestiarios, las mismas descripciones teriomórficas del Anticristo y la obsesión e ingenuidad que hasta algunos de los más sesudos sabios del momento demostraban al afirmar el año exacto en el que habría de producirse el temido final del mundo.

 

   

 

Esta curiosidad -incluso preocupación- se observa en el mismo don Fernando de Antequera, quien, siendo ya rey de Aragón, remitió una carta a fray Vicente Ferrer el 10 de mayo de 1414 para que le explicara el significado de una cruz luminosa aparecida en el cielo de una villa de Guadalajara mientras un fraile franciscano predicaba a la multitud. Al margen de la respuesta a esta carta, que además de diversas explicaciones a este hecho sorprendente incluía referencias al fin del mundo y al Anticristo, es importante reparar en la actitud del rey aragonés ante la aparición del prodigio, que él no había visto personalmente, sino que le había sido referido en un informe remitido a su palacio de la Aljafería en Zaragoza11. Sobran en la Edad Media europea ejemplos de este tipo, en los que puede apreciarse cómo la afición a las visiones, profecías y pronósticos apocalípticos alcanzaba hasta los más altos estamentos de la sociedad. Así, hacia mediados del siglo X, la reina Gerberga, esposa de Luis IV de Ultramar, pedía al monje Adso de Montier que le diera noticias ciertas de la impiedad y persecución del Anticristo, movida tal vez por simple curiosidad intelectual o por el miedo a su aparición inmediata. El rey Pedro I de Castilla requirió en varias ocasiones a un moro granadino llamado Benahatín para que le aclarara el significado de una profecía merliniana. El infante Pedro de Aragón, hijo del rey Jaime II, fue aficionadísimo a los vaticinios y él mismo escribió varios de ellos como resultado de sus visiones, en una de las cuales pronostica la destrucción de España y la aparición del Anticristo. íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, también mostró su interés hacia las profecías calamitosas en su Lamentación de Spaña, en donde, una vez más, como él mismo escribe, "a la gruesa Spaña terribles e infinitos males se apparejan, onde los buenos ni los malos non storcerán, ni en los advenimientos dellos será luenga distançia"12.

No quiero, sin embargo, que estos ejemplos sirvan de fácil argumento para justificar la extensión de las preocupaciones apocalípticas en Europa, porque, aunque puedan encontrarse muchos más testimonios como éstos -a los que habría que añadir un corpus enorme de otras manifestaciones-, por sí mismos sólo indican que determinados personajes de los altos estamentos sociales se sintieron atraídos, como curiosidad o como verdadera creencia, por el mundo de las profecías. No obstante, habrá que manejar otros datos más fiables para comprobar la posible extensión de lo apocalíptico en la Edad Media.

Parece que la jerarquía eclesiástica, aún sin negar la realidad del fin del mundo y la venida del Anticristo, siempre actuó con prevención frente a aquellos que se atrevieron a profetizar la inminencia de estos acontecimientos. Un pasaje evangélico fue manejado constantemente para corroborarlo: "De aquel día y de aquella hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo el Padre" (Mt. 24.36). En el siglo V, la autoridad indiscutible de Agustín de Hipona refrendó en uno de los capítulos de su De civitate Dei esta prudente opinión13. Como muestra de una condena oficial puede servir como ejemplo la que un congreso de eclesiásticos emitió en Tarragona en el año 1316 contra algunas obras de Arnaldo de Vilanova, el médico catalán que estaba convencido de que la llegada del hijo de perdición se produciría en el año 1376. La sentencia reputaba como temerarias y erróneas las ideas de éste sobre la cercanía de la venida del Anticristo y el fin del mundo y las calificaba como contrarias a la Sagrada Escritura, a sus doctores e intérpretes14. No fue, sin embargo, hasta ciento sesenta años más tarde, cuando el decreto Supremae majestatis praesidio, promulgado en el V Concilio de Letrán en el año 1516, condenó de un modo tajante cualquier especulación que tratara de fijar los tiempos apocalípticos15. A pesar de esta postura oficial de la Iglesia, no faltaron nunca voces entre la misma clerecía que proclamaron la realidad inmediata de los acontecimientos finales.

Es difícil conocer el alcance que pudieron tener estas declaraciones, pero uno quiere imaginarse que, dada la atracción que el mundo medieval sentía hacia lo extraordinario, debieron de ser casi siempre "muy bien" acogidas. La inquietud, el temor y también las esperanzas que sembraron fueron motivo constante de preocupación, pues no sólo era el hecho de la destrucción de todo lo existente lo que causaba espanto, sino el momento decisivo en el que cada cual tendría que dar cuenta de sus acciones en este mundo. La misma regla de San Benito lo enuncia con toda claridad en su capítulo IV, al referirse a los instrumentos de las buenas obras de los monjes. El precepto número 44 es "temer el día del Juicio"16, mensaje que, por otra parte, estaba continuamente a la vista de todos en los numerosos Juicios esculpidos en los tímpanos de muchas catedrales o en las pinturas y frescos que a veces se encuentran en sus interiores. Un himno anónimo del siglo X lo expresaba perfectamente desde su primer verso: "Libera me, domine, de morte aetema in die illa tremenda". Son muchas las manifestaciones literarias de este tipo, como queda reflejado también en el poema De extremo iudicio, cuyo autor, el influyente Bernardo de Claraval, se hacía eco en el siglo XII de ese mismo miedo que inspiraban las representaciones iconográficas17.

Ingens metus

Atque fletus

Meam turbat animam:

Pavet sensus

Dum suspensus

Horam pensat ultimam.

La literatura en lengua romance está plagada también de expresiones parecidas, ya que estos miedos, bien canalizados, se mostraban como un excelente medio de disuasión moral. Los visionarios y predicadores conocían a la perfección la fuerza que en el ánimo de las gentes ejercía esta presión psicológica, por eso no extraña, por ejemplo, que el citado Arnaldo de Vilanova reconociera en su Tractatus de tempore adventus Antichristi que estimular ese terror era necesario para conseguir una modificación en la vida poco piadosa del género humano18.

Es indudable que la predicación era el medio más eficaz para extender estos temores, no sólo porque permitiera inculcarlos a un mayor número de personas, sino porque el ambiente que a veces se creaba en torno a ella contribuía a fijar con más hondura la inquietud de las masas ante la cercanía del fin del mundo. Basta sólo con imaginarse uno de esos escenarios para comprender esta afirmación: multitudes arremolinándose en torno al predicador, procesiones de flagelantes, gestos y modulaciones de voz de gran efecto, anécdotas personales, admoniciones funestas, etc., como sucede en el caso del mismo fray Vicente Ferrer. Todo esto reforzaba el propósito moral, que era en verdad el fundamento de muchos predicadores medievales del Anticristo, si bien la consecución de este objetivo fundamental no implicaba la inexistencia de una verdadera vocación apocalíptica que, en algunos, llegaba a convertirse en una obsesión constante de sus vidas. Predicadores como AElfric y Wulfstan, que vivieron entre los siglos X y XI y que propagaron en sus sermones la inminente llegada del Anticristo, se mostraron muy preocupados por este hecho. Su intención moralizante es inseparable de su preocupación apocalíptica19. Lo mismo puede decirse de otros predicadores del siglo XV como Manfred de Vercelli, que pronosticó el reinado del Anticristo para los años 1417-1418; de Bernardino de Siena en los primeros años de su predicación, ya que más tarde transformó decididamente su mensaje, e, incluso, de Girolamo Savonarola, que utilizó admoniciones apocalípticas con una intención moral y reformista20.

No puede negarse que las constantes advertencias a la degradación de la humanidad, ejemplificadas en la comisión de grandes pecados, son un síntoma inequívoco de la inminencia del final. Es bastante frecuente que los predicadores y muchos escritos religiosos de intención moralizante, incluso los que se apartan de la órbita del Anticristo, se refieran a estos pecados para justificar no sólo los males del presente, sino las terribles tribulaciones del futuro. Esta idea antiquísima, que se recoge de un modo bastante reiterativo a lo largo del Antiguo Testamento, es una referencia básica a la que se recurre para justificar la proximidad de los últimos tiempos, a la vez que se convierte también en una salida esperanzadora frente a la injusticia y la opresión social. Esos pecados son sin duda los responsables del castigo divino, que hallará su máxima expresión con la venida del Anticristo. Es, por lo tanto, este tópico un modo de elevar una situación histórica conflictiva a un plano trascendente, capaz de generar de esta forma miedos colectivos y preocupaciones apocalípticas. En el siglo XI, por ejemplo, Pedro Diácono, que compuso un poema sobre los últimos días del mundo, el Rhythmus de novissimus diebus, relaciona la situación caótica de su época con el cumplimiento de los mil años después de la Pasión de Cristo, tiempo en el que, según un pasaje muy conocido del Apocalipsis, Satán, el príncipe del Averno, será desatado para seducir a los hombres en estos días finales. Pedro Diácono traza en este poema un verdadero cuadro de desolación en el que la corrupción humana se ha incrementado hasta límites insostenibles: falta de fe entre los hermanos, esposos e hijos; mezcla de lo divino con lo humano; malicia e hipocresía; desorden y depravación; simonía y lujuria de los eclesiásticos; amor a las riquezas, etc. Todo esto es prueba de que el "nefandus filius diaboli" se proclamará muy pronto como Dios ante todos los hombres: "Ego Deus, ego magnus, / Ego Vester Dominus", según lo expresa en uno de los versos de este poema21.

Hoy, lo mismo que ayer, una situación continuada de crisis produce alarma y preocupación, sólo que en la Edad Media a ese estado de decadencia originado por las guerras, sequías, epidemias, hambres y corrupción social se le daba una interpretación religiosa propia de una sociedad teocéntrica. Estas catástrofes y desórdenes, generadores de angustia, eran la consecuencia de la ira divina que castigaba así los graves pecados cometidos por los hombres. Dar un paso adelante y ofrecer de este panorama social una visión apocalíptica era una forma bastante frecuente que adoptaban los visionarios y profetas medievales. Un testimonio, extraído ahora de un texto castellano del siglo XV, servirá de muestra para observar esta común asociación. Se trata de un fragmento del Libro de los grandes hechos, escrito por el enigmático fraile minorità Juan Unay:

Onde, sennores hermanos e amigos, sabed que en el tienpo que fuere engendrado el falso traidor del Antechristus se levantarán muy muchos tormentos por todo el mundo, en tal manera que non sabrán las gentes qué consejo tomar. Et esto averna a todos los del mundo por los muy grandes pecados en que se enbolverán22.

No caben muchas objeciones a que los hombres que vivieron en la Edad Media se mostraron preocupados por el fin del mundo y el advenimiento del Anticristo y que las diversas y numerosas manifestaciones que han llegado hasta nosotros se convierten en sólidas pruebas que demuestran la importancia que adquirió esta faceta del pensamiento en aquellos siglos. Sin embargo, las preocupaciones apocalípticas no pueden ser reducidas a un mismo fundamento, ya que, al menos, con sus variaciones y puntos de contacto, éstas pueden englobarse en tres grupos generales:

1º.- Las que se corresponden con una concepción tradicional, de base bíblica, que considera el fin del mundo y la venida del Anticristo como incuestionables, aunque no especule sobre estos supuestos. Las preocupaciones originadas a partir de estos planteamientos carecen de un alcance inmediato, por lo que la intensidad de los miedos que pudieron provocar debe estimarse bastante baja.

2º.- Aquellas que, partiendo de los motivos del grupo anterior, se centraron en el cumplimiento de las profecías en un tiempo histórico concreto y cercano, en general coincidente con un marco cronológico contemporáneo. Especulaciones, fantasías desbordadas y cálculos diversos se dan en este grupo, en el que las preocupaciones se intensifican y desembocan en obsesiones y miedos ante la inminencia del final.

3º.- Por último, aquellas que llevan aparejado un elemento mesiánico y milenarista, como respuesta a la opresión e injusticia del tiempo presente. Estas preocupaciones incluyen un componente muy desarrollado de crítica social contra los poderes civiles y eclesiásticos, y participan, como las del segundo grupo, de especulaciones y formas imaginativas de profunda sugestión.

No hay que olvidar que, aunque las diferencias entre estos grupos aparezcan aquí bien marcadas para facilitar un deslinde entre los mismos, las interferencias que se producen son constantes, sobre todo entre los dos últimos. Es cierto que hay que tomar como punto de partida de estas especulaciones los motivos contenidos en el grupo primero, a través de cuya evolución y desarrollo se irán forjando las ideas que se abrirán camino en los dos grupos restantes. Así, la concepción tradicional del Anticristo y del fin del mundo, originada a partir de una interpretación de determinados pasajes bíblicos ya desde los primeros siglos del cristianismo23, actuará de sólido cimiento para introducir desde ella interpretaciones mesiánicas y milenaristas, en las que, como he dicho antes, no falta una acerba crítica contra el clero y el laicado. Incluso, estos grupos pueden entrar en contacto con otros ciclos proféticos, como sucede, por ejemplo, con la inclusión de vaticinios y formas de carácter merliniano dentro de especulaciones marcadamente apocalípticas. Es el caso de algunas profecías sobre el Anticristo en las que se adaptan los tópicos simbolismos zoomórficos propios de esa última tradición. La llamada profecía de los cedros del Líbano, comentada por el infante fray Pedro de Aragón, o la exégesis de Arnaldo de Vilanova al Vae mundo in centum annis son tipos ilustrativos a este respecto24.

La creación del entramado apocalíptico, sobre el que se asientan las creencias y las preocupaciones en torno al fin del mundo y la venida del Anticristo, ha de buscarse, como he anotado más arriba, en los primeros siglos del cristianismo. No es el momento de adentrarse ahora en la exposición de esos orígenes, analizados ya en numerosos libros sobre esta materia25, sino de mostrar qué motivos y elementos subyacían en esa tradición y cómo éstos fueron utilizados para engendrar un conjunto sorprendente de manifestaciones artísticas y profecías a lo largo de toda la Edad Media, vivo ejemplo del interés suscitado por lo apocalíptico durante este período. Esta espectacular producción nos permite intuir además, aunque sea de un modo indirecto, el alcance que pudo tener la difusión de estas ideas en un medio humano bien dispuesto a recibirlas, capaz de interiorizarlas y de convertirlas en un factor decisivo de su propia existencia. La posibilidad de la inminencia del fin del mundo y la llegada de ese personaje maligno que es el Anticristo no era sólo un motivo artístico que podía plasmarse en una pintura, en un tapiz, en una vidriera, en un poema o en una obra de teatro, sino que estos hechos se llenaban a su vez de vida y de sentimientos que afloraban con hondura, ya que si esta realidad acaba por imponerse los hombres habrían de enfrentarse a terribles tribulaciones, prodigios sorprendentes, conmociones estelares y, como colofón, a un espantoso Juicio de Dios en el que las almas tal vez podrían ser condenadas eternamente. Sin embargo, frente a esta desolación, también se abría un espacio a la esperanza, que en muchos visionarios dio lugar al desarrollo de viejas concepciones milenaristas y mesiánicas en las que, frente a la injusticia social y la corrupción moral de la época, se auguraba un tiempo de paz universal, una nueva vida o edad dorada de bondad y unidad de todos los hombres en una sola fe y, a menudo, llena de deleites terrenos o espirituales.

Aunque lo apocalíptico no precise para su operatividad de la conjunción de factores externos que lo justifiquen, puesto que el fin del mundo y el futuro Juicio son doctrinas que responden a un dogma religioso, es innegable que las circunstancias históricas favorecieron y activaron su importancia, viéndose además como causas efectivas que anunciaban o provocaban su inminencia. Es muy difícil encontrar un autor medieval que no se refiera a ellas, porque las mismas fuentes bíblicas que sirvieron para formar todo este conjunto de creencias están plagadas de alusiones que circunscriben los momentos finales dentro de un espacio histórico caracterizado por la conflictividad social y la aparición previa, como signos anunciadores, de fenómenos extraordinarios. Así, en el libro de Daniel, texto fundamental para la tradición apocalíptica, el trasfondo de la dominación de Antioco IV Epífanes sobre el pueblo hebreo aparece como una etapa calamitosa que precederá al triunfo del pueblo elegido. Cuando este libro se convierta ya desde los primeros siglos cristianos en un modelo para la tradición del Anticristo, ese período de sufrimiento se transpondrá a un marco contemporáneo, susceptible además de adaptarse a cualquier época tumultuosa. Lo mismo cabe decir de otros escritos básicos para esta tradición, como son la segunda epístola de Pablo a los tesalonicenses, las cartas de Juan, el apocalipsis sinóptico de los Evangelios y el libro del Apocalipsis que cierra la Biblia. En todos ellos, los factores externos poseen un valor esencial que justifica la llegada de los tiempos terribles.

Los autores de profecías en la Edad Media, herederos de este sustrato bíblico, sienten además por propia experiencia que los males de su época bien pudieran ser ahora esas tribulaciones que secularmente han recogido los textos. No es necesario, sin embargo, que recurran a ellos para justificar los tiempos apocalípticos presentes, pues la misma opresión que los atenaza y los síntomas de decadencia moral que descubren en su sociedad les hacen creer que están viviendo ya los preámbulos del Anticristo. Es suficiente con leer a un autor poco sospechoso de deslices proféticos como es el prestigioso Pierre d'Ailly, uno de los máximos impulsores del Concilio de Constanza con el que se puso término al cisma eclesiástico que se había iniciado en el año 1378. Este cardenal, en su Tractatus de concordantia astronomicae veritatis et narrationis historicae, terminado en el 1414, recoge la opinión -que hace suya- de Metodio, según la cual el cumplimiento de "ocho preámbulos" marcaría la llegada del Anticristo. Estos preámbulos no son otra cosa que la sucesión de una serie de hechos históricos, de conquistas y confrontaciones bélicas, aunque también -como se lee en el cuarto de estos preámbulos- de "disensión" con la que "disminuirá el espíritu de los perfectos y muchos abjurarán de la fe verdadera"26. Como puede apreciarse, el cardenal Pierre d'Ailly está supeditando, como tantos otros, la venida del Anticristo y el fin del mundo a un conjunto de circunstancias que tienen que ver con factores políticos, sociales y religiosos, verdaderos signos de que los seres humanos se encuentran a las puertas del Juicio.

No quiero ser enojoso con la mención de otros testimonios parecidos, pero sí me parece necesario insistir en este hecho: una situación conflictiva, en la que la sociedad sentía el peso de las guerras, la opresión, la degradación humana y la corrupción moral, producía en consecuencia un incremento de las preocupaciones apocalípticas. Al fin y al cabo, esto no deja de ser sino un escape natural a una tensión acumulada y vivida cada vez con mayor intensidad. Era entonces cuando parecía llegado el momento culminante tan esperado por los profetas, visionarios y predicadores para realizar su proclama de la aparición inminente del hijo de perdición. Basten unos cuantos ejemplos: para fray Vicente Ferrer, como anuncia en uno de sus sermones, son los pecados cometidos por los hombres la causa de que Dios permita la llegada del Anticristo. Estos pecados son las desviaciones morales y los problemas religiosos de su tiempo, entre los que el cisma aparece como una de las siete traiciones que se cometen contra Dios:

Mas ya es partido por medio, porque tenemos dos papas. ¡Dios quiera que non sean partidos por tres o por quatro lugares! Ca ya non tan solamente es partido por una parte, mas es ya todo partido. E agora van unos reyes contra otros, hermanos contra hermanos, padres contra fijos e fijos contra padres, ca todo es partido el Fijo her[e]dero del reyno de Dios27.

En una profecía anónima catalana fechada en el año 1449, según la cual el Anticristo había nacido dos años antes, vuelven a ser las circunstancias externas las que propician este nacimiento. El autor percibe un incremento de la maldad y se lamenta de los grandes escándalos de su tiempo:

Cessara iusticia; sera manteguda malvada gent e iniqua; començaran deslealtats; uns serán contra los altres molta discordia per totes les viles; cascu volra superbieiar; sera turbado d'ayre tant d´ivern com d'estiu, no seguint cos de natura; lo pare no fiara del fill, ni lo fill del pare, ni germa de germa, perque lo nostre mestre salvador Jhesus [diu]: "Prop es la fi del mon, com aquestes angusties serán28

Esta tópica recurrencia para justificar la venida del Anticristo y la cercanía del fin del mundo está presente en casi todos los autores que elaboran profecías o realizan comentarios de signo apocalíptico. Lo podemos comprobar así en muchos escritos anónimos y en los de los grandes visionarios medievales: en la Sibila Tiburtina y en el Pseudo Metodio, dos textos proféticos muy influyentes en la difusión de la leyenda del Último Emperador a la que más adelante me referiré, las circunstancias históricas oprimentes enmarcan todos los acontecimientos que presagian el final. Joaquín de Fiore presenta también su compleja doctrina de las tres edades o estados dentro del entramado social de su época, a la que él censura con severidad al mismo tiempo que la hace responsable de la aparición inmediata del Anticristo que, según cree, ya ha nacido. El franciscano Jean de Roquetaillade, más conocido como Rupescissa, ofrece en sus escritos, como hace, por ejemplo, en su Vade mecum in tribulatione, todo un conjunto de catástrofes (terremotos, hambres, epidemias, guerras, etc.) que precederán el reinado del Anticristo. En una de las cuatro versiones hispánicas conservadas de este tratado, el responsable de la misma adapta la cronología a su propia época y retrasa en un siglo las tribulaciones vaticinadas por Rupescissa, que él sitúa entre los años 1460 y 1465. Con estas palabras, que recojo de la versión que se encuentra en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, expresa el adaptador algunos de los hechos y males que acaecerán en este tiempo:

Otrosí, en este espacio d'estos V annos, el pueblo menudo farán ten grande justicia con espada, e tan cruel, que destruirán todos los fálços e malos sin piedad, e tiranos, e crueles e traidores, que será grande espanto. E serán abaxados muchos príncipes, e nobles e poderosos de las sus dignidades, así del ecelesiástico como del seglar, e les serán abaxadas sus grandes sobervias, e quitadas sus prosperidades e rriquezas, e serán atanto perseguidos e corridos, que no podría ser pensado ni escrito [...] E serán fanbres generales muy grandes, e pestilencia e destruimiento grande de gentes, e grandes decendimientos de la cabeça, de que se engendrará una enfermedad que laman esquinencia, e otras muchas enfermedades de postemas desvariadas, de las quales enfermedades morirán muy grande parte de la generación mala e desconocida de Dios29.

Debo precisar, no obstante, que para Rupescissa todas estas calamidades sólo presagian el nacimiento del Anticristo, ya que, como convencido milenarista, cree que tras la muerte de éste habrá un milenio de paz que llegará hasta el 2370, año del fin del mundo. Milenarista como Rupescissa es también Juan Unay, quien en su ya citado Libro de los grandes hechos traza un negro panorama de su época, razón suficiente para justificar la venida del hijo de perdición30. Hasta un cauto y tradicional expositor de la vita del Anticristo como es Martín Martínez de Ampies se referirá en los últimos años del siglo XV a esos "tiempos turbados" como una señal de su aparición31.

Ante tantos funestos pronósticos de los autores medievales, cuyo cumplimiento ellos tienden a situar -según he tratado de demostrar- en su propia época, hay sobradas razones para pensar entonces que las preocupaciones apocalípticas se intensificarían en relación directa con un clima social opresor y ante circunstancias adversas reiteradas y de cierta magnitud. Por desgracia, no existen muchas pruebas de grandes demostraciones colectivas motivadas por un temor generalizado ante la inminencia del fin del mundo, y sólo los numerosos materiales que han llegado hasta nosotros pueden servir de testimonio de lo que, en determinados momentos, pudo haberse convertido en una obsesión muy extendida. Por otro lado, lo cierto es que a lo largo de la Edad Media se dieron en muchos momentos las circunstancias favorables para que surgieran manifestaciones de masas en las que las motivaciones sociales y económicas se entremezclaron con elementos apocalípticos, mesiánicos o milenaristas. En los años previos a la proclamación de la primera Cruzada, por ejemplo -según escribe Steven Runciman-, habían sobrevenido inundaciones, pestes, sequías y hambres que los habían hecho especialmente conflictivos; incluso, una lluvia de meteoritos en abril de 1095 había sido considerada como el presagio de un tumultuoso movimiento de pueblos que, algunos, como Gisleberto, obispo de Lisieux, interpretaron como una futura marcha hacia los Santos Lugares. Poco más de un año después, al margen de la Cruzada oficial, masas imponentes de campesinos, dirigidos por el fascinante Pedro el Ermitaño, recorrieron las tierras de Europa camino de Jerusalén, imbuidos no sólo por la esperanza de una mejora en sus vidas, sino por el aliento apocalíptico y mesiánico que les inspiraba la llegada a esa ciudad terrestre y, a la vez, celestial32. Otros muchos movimientos de multitudes estuvieron marcados en la Edad Media por este signo, como ha puesto de relieve Norman Cohn en su clásico y excelente libro, traducido al castellano con el título de En pos del milenio33.

No deseo insistir ya más en esta idea, aunque no me resisto a transmitir un último testimonio sobre esa simbiosis tan fecunda entre un paisaje social conflictivo y la venida incuestionable del Anticristo y que, por su espontaneidad y el contexto en el que aparece, me resulta muy ilustrativa de esta creencia. Es una nota del traductor de un sermón latino atribuido a Vicente Ferrer y que concluye su trabajo con estas palabras:

Rogad a Dios por la su Igleia, que la quiera en la su verdadera fe e creençia sostener e confirmar e del poderío del diablo e de los sus ministros defender e librar. Ca creed firmemente, segúnd las señales que oy son en el mundo, nos ssomos aquellos que dize el Apóstol en los días de los quales todas estas cosas han de acaesçer e la fyn del mundo ha de ser. Por ende, proveedvos e guarnesçedvos de las armas convenibles para tan grand batalla, ca açércase el día del Señor. E assí lo creed34.

No hay duda de que la sociedad medieval se sintió preocupada por el Anticristo y por todo lo que su venida podría suponer para la vida presente y futura. Quiero ahora, en esta segunda parte de este trabajo, profundizar en los elementos de la tradición apocalíptica que permitieron conformar este cuerpo de doctrinas y creencias, capaces de infundir temores y esperanzas y de probar al mismo tiempo hasta dónde podía extenderse el vuelo de la razón y de la imaginación de los hombres de este período. ¿Sobre qué motivos se sustentó en definitiva -podemos preguntarnos- esta preocupación tan extendida hacia el fin del mundo durante la Edad Media?

La concepción cristiana tradicional, que arranca de los siglos primeros, ofrece ya en autores como Ireneo de Lyón e Hipólito de Roma una forma muy acabada del mensaje apocalíptico y de los rasgos caracterológicos y actos del Anticristo35. Estos se irán desarrollando en los siglos posteriores a través de la exégesis de los escritos bíblicos fundamentales de esta tradición y de los textos proféticos que irán surgiendo cada vez en mayor número. Nombres como los de Tertuliano, Commodiano, Cirilo, Jerónimo, Agustín de Hipona, Gregorio Magno y Beato de Liébana, entre otros, figuran entre aquellos que en los nueve primeros siglos contribuyeron a difundir y consolidar la figura del Anticristo como enemigo capital de los últimos tiempos. Hay, sin embargo, un monje medieval con quien todo estudioso de la apocalíptica se ha topado forzosamente en algún momento por lo que su aportación supuso para la historia y conocimiento del Anticristo. Me refiero, como es obvio, a un autor que ya he citado más arriba y que no es otro que Adso, que fue abad de Montier-en-Der durante más de veinte años. Su carta a la reina Gerberga se propaló extensamente, a veces bajo atribuciones diversas, de lo que da buena cuenta el número tan poco habitual -por su exceso- de manuscritos que han llegado hasta nuestros días: las 171 copias que se conservan de esta carta son una muestra excelente del interés que suscitó esta vita o biografía del Anticristo a lo largo de toda la Edad Media. Y no era para menos, pues este escrito contiene casi todos los datos que un hombre medieval desearía saber sobre el hijo de perdición. Me permito recordarlos: el Anticristo, procedente de la tribu judía de Dan, será engendrado por un padre y una madre, no por una virgen, aunque el diablo penetre en el útero de aquélla en el instante mismo de la concepción. Nacerá en Babilonia y será educado en Corozaín y Betsaida, bajo la tutela de magos, encantadores y adivinos. Reedificará el templo de Salomón y se hará circuncidar, a la vez que empezará a fingirse hijo de Dios omnipotente. Poseerá dotes taumatúrgicas que le permitirán realizar muchos milagros, como conseguir que los árboles florezcan y crezcan de repente o que los muertos resuciten. Perseguirá a los cristianos, y sus discípulos predicarán por todo el mundo. Será entonces el tiempo de una gran tribulación que se extenderá durante tres años y medio. Matará a Elias y Enoch, que predicarán contra él, pero éstos resucitarán a los tres días. Finalmente, el propio Cristo lo destruirá con un soplo de su boca, si bien Adso admite la posibilidad de que sea el arcángel San Miguel quien lo haga en el monte de los Olivos. Después de su muerte, aún quedarán cuarenta días para el día del Juicio, dispuestos por Dios para la penitencia y la conversión de todos aquellos que fueron seducidos por él.

Éstas son, en síntesis, su biografía y sus acciones, que constituyen el núcleo de creencias fundamentales sobre el personaje que se propagaron por Europa durante la Edad Media. Forman lo que podríamos considerar concepción tradicional apocalíptica, en la que, conforme al magisterio de Agustín de Hipona, no se precisa el tiempo en el que estos hechos habrán de verificarse. No ha sido Adso de Montier el creador de la misma, pues él recoge todas estas ideas de fuentes bíblicas muy concretas, reelaboradas a su vez por la patrística. Este modelo biográfico del Anticristo pervivirá a través de los siglos y sobre él se insertarán numerosas variaciones, muchas de ellas ya en funcionamiento antes de que Adso lo redactara, en tanto que otras se irían añadiendo con posterioridad.

No fue, como puede suponerse, esta concepción "maderada" del fin del mundo y de la venida del Anticristo la que suscitó los grandes temores y preocupaciones de la sociedad medieval, sino aquellas otras que tomando a ésta como punto de partida se adentraron por terrenos movedizos y peligrosos en los que los factores sociales y políticos desempeñaron una función tan importante o más que los puramente apocalípticos. Combinados, dieron como resultado un conjunto de textos proféticos de enorme difusión. A esta modalidad pertenecen los grupos segundo y tercero a los que me he referido más arriba.

Desde muy pronto, se convirtió en motivo de curiosidad y preocupación saber qué se ocultaba detrás del número 666. Ireneo de Lyón en el siglo II ya alude al significado de esta misteriosa cifra que en el Apocalipsis de Juan se asigna a la bestia surgida de la tierra. En virtud de una correspondencia entre números y letras, lo que se conoce con el nombre de gematría, se la identificó con Nerón César, aunque con el paso de los siglos se buscaran otras posibles interpretaciones que dieran la clave del que se creyó que habría de ser el nombre del Anticristo. Estos intentos se aprecian sobre todo en los numerosos exegetas del Apocalipsis, ya que otros escritos, cuando recogen este número, suelen emplearlo como símbolo del Anticristo, pero sin aludir a su esotérico significado. A lo largo de la Edad Media se repiten, junto con otros nuevos, los nombres que ya manejara Ireneo de Lyón, es decir, "Evantas", "Latinos" y "Teitan"36. En el siglo IV Victorino de Pettau añade el de Diclux, y Ambrosio Autperto, en el VIII, recogerá además los de "Antemus", "Amume" y "Gensericus", que son los que también incluye Beato de Liébana en su famosísimo comentario. En el siglo XV, aún se tratará de identificar el nombre futuro del Anticristo, como hace, atribuyéndole erróneamente la denominación a Arnaldo de Vilanova, el autor de la profecía anónima de 1449, que se limita a señalar que se llamará "Ludovicus" 37.

La imaginación medieval no dejó nunca de moverse por otros caminos en relación con los acontecimientos, detalles y símbolos que la tradición había ido acumulando con respecto al temido fin del mundo. La iconografía y la literatura ofrecen muestras magníficas de ellos, aunque será el tratamiento de la imagen del Anticristo el que revista una viva singularidad. Las descripciones de su físico aparecen al menos desde el siglo III en los textos y no cabe ninguna duda de que las figuraciones monstruosas con las que se le representa, como se hizo con el diablo, contribuyeron a destacar la vertiente terrorífica de su aparición. Esto no quiere decir que siempre su fisonomía sea la de un ser grotesco, pues con frecuencia fue retratado bajo formas humanas de la más variada condición: un rey, un guerrero o simplemente un hombre de aparente santidad. Es lógico pensar, sin embargo, que hayan sido las representaciones deformes del Anticristo las que causaron un mayor impacto entre los receptores de estos mensajes escritos e iconográficos. Basten como ejemplo las ilustraciones de los Beatos, en donde el Anticristo, además de ser representado a veces con aspecto humano, aparece bajo la figura de la bestia del Apocalipsis, con su cuerpo de pantera, sus siete cabezas y diez cuernos y sus pies de oso y boca de león. Descripciones literarias como las de Hildegarda de Bingen en el siglo XII o la de Juan Unay en el XV permiten corroborar la vigencia de esta clase de prosopografía monstruosa a lo largo de los siglos38. Rebasado ya el siglo XV, entre los años 1499 y 1502, terminó Luca Signorelli los frescos que decoran la capilla de San Brizio en Orvieto. En uno de ellos pintó diversas escenas que resumen los aspectos más significativos de la vida del Anticristo, quien, subido sobre un pedestal, es representado con dos imágenes que simbolizan su doble personalidad. Las figuras que lo encarnan recogen de manera espléndida las tradiciones iconográficas del Anticristo: en un primer plano, aparece un hombre que recuerda la imagen de Cristo y que tiene a su espalda a otro hombre desnudo, calvo y con dos cuernos. Un pliegue en las ropas del primero, que oculta su antebrazo, es el medio de fusión de las dos figuras, ya que permite que se confundan los brazos izquierdos de ambas, que parecen fusionarse así en uno solo. Resulta, de este modo, una simbiosis perfecta de lo divino con lo demoníaco, de lo humano y lo monstruoso. Esta grandiosa representación de Signorelli no debe verse sólo como un mero motivo artístico, sino que detrás de ella late toda una enseñanza religiosa y apocalíptica que pone en evidencia el interés que a principios del siglo XVI seguía provocando la venida del Anticristo y el fin del mundo, tal como puso de relieve André Chastel en un artículo publicado hace ya bastantes años en el que incluso defendió el influjo que los acontecimientos que se habían desarrollado en Florencia en tomo a Savonarola habían ejercido sobre la imaginación del pintor39.

La iconografía del Anticristo debió de contribuir bastante a la extensión de las preocupaciones apocalípticas en la Europa medieval, pero la proclamación de la inminencia del fin tuvo que tener una repercusión todavía mayor. En este sentido, el anuncio de años concretos en los que habría de producirse la temida llegada del Anticristo se convirtió en uno de los aspectos que más caracterizaron la labor profética de aquellos siglos. Muchos fueron en verdad los que se atrevieron a vaticinar el año en el que todo culminaría: así lo hicieron no sólo los visionarios de turno, sino incluso aquellos de los que, como miembros de la clerecía, cabría esperar una mayor cautela acorde con las prescripciones eclesiásticas sobre esta materia. Ya he señalado más arriba el caso de fray Vicente Ferrer, para quien el Anticristo había nacido en el año 1403, lo que suponía que, de acuerdo con la tradición apocalíptica, el fin del mundo habría de producirse hacia el año 143740. Pero, antes que él, hubo otros muchos que proclamaron lo mismo. Y otros, después. La repercusión de esta clase de declaraciones tuvo que ser enorme y las tensiones debieron de acumularse y confundirse con los sentimientos y la misma razón. Cuenta Elipando de Toledo en una carta que dirigió a los obispos de Hispania el terror que experimentó el pueblo de la Liébana cuando Beato les anunció el fin del mundo, que, según él, iba a llegar la misma noche en la que celebraban la vigilia de Pascua, unos años antes del ochocientos41. A lo largo de la Edad Media continuaron sucediéndose anuncios terroríficos como el de Beato, los cuales constituyen una de las vertientes más espectaculares de la actividad de los profetas apocalípticos. Son numerosísimas las predicciones en este sentido, que eran renovadas una y otra vez, pues el nefando Anticristo y el ocaso del mundo no llegaban nunca. Resulta pintoresca la noticia que transmite la no menos curiosa Carta del rey de Armenia, quien declara con total desenvoltura y sin margen de duda que el 25 de enero del año de la Encarnación de Jesucristo de 1465 ha nacido "un niño mucho obscuro et tenebroso", capaz de andar y hablar perfectamente y de proclamarse "fijo de Dios". Esta carta, que reúne todas las trazas de ser un escrito volandero, debió de circular de mano en mano por tierras de Castilla y, aunque es imposible saber qué reacciones pudo provocar su lectura, es factible conjeturar que, además de la hilaridad de los más cuerdos, también debió de alterar la razón de los más simples. Las palabras de ese ficticio rey de Armenia -su último soberano murió en París en el año 1393- se avienen bien con esta última posibilidad:

Et que rogamos a todos los que esta nuestra carta leerán e veerán que la embien por las provinçias porque aquellos que la verán o la leerán et oyrán lloren sus pecados et fagan penitencia dedos et fagan paz entre sí42.

Este efecto moral que se intenta producir sobre las almas, como se desprende de estas palabras que acabo de transcribir, es una razón suficiente por sí misma para justificar el afán constante que movió a los visionarios medievales cuando de manera obsesiva se aferraron a un año concreto para asegurar el cumplimiento de hechos decisivos para la humanidad. Pero éste no fue el único motivo, pues ellos mismos llegaron a estar convencidos de la realidad de sus propios cálculos, según lo demuestran algunas actitudes recalcitrantes que se advierten a lo largo de los numerosos escritos y testimonios que han llegado hasta nosotros. Una vez más, el caso de fray Vicente Ferrer es suficientemente demostrativo de esta afirmación. Cuando en julio de 1412 escribió a Benedicto XIII una carta en la que le exponía el conjunto de sus creencias apocalípticas, no eludía la espinosa cuestión de la cercanía del Anticristo y le confesaba sin rubor una idea que estaba bien arraigada en su pensamiento: los nueve años que en ese momento contaba el hijo de perdición y, por lo tanto, la llegada inminente del fin del mundo43. Casi sobra el comentario, pero no me sustraigo a formularme una pregunta casi retórica: ¿Acaso, si esta creencia hubiera sido tan sólo para él un pretexto moralizante, no se lo habría advertido al papa? Así lo habría hecho, sin duda, pero Vicente Ferrer en ninguna parte de la carta se lo expresa, sino que, muy al contrario, abunda en argumentos con los que trata de demostrar esta idea esencial de su pensamiento apocalíptico.

La misma certeza en relación con la verdad de sus propias profecías se mantiene en innúmeros autores medievales de todas las épocas. En un escrito anónimo de principios del siglo XV, inédito hasta hace pocos años, se expresa la posibilidad real de conocer el tiempo del Anticristo gracias a una serie de indicaciones contenidas en la Biblia, al análisis del estado contemporáneo de la sociedad y a diferentes textos proféticos anteriores, como la "glosa del santo Ceril", a la que el autor se refiere en varias ocasiones. De todo ello extrae una conclusión que admite como definitiva: el mundo no continuará mucho más allá del 1420, que es el año aproximado en el que escribe este tratado profético44. Declaraciones tanto o más contundentes que ésta se encuentran en otros visionarios del medievo: Joaquín de Fiore le comunicó a Ricardo Corazón de León en 1190 que el Anticristo ya había nacido, Juan de Rupescissa situó la muerte de este nefando personaje en 1370, Amaldo de Vilanova estimó que el fin se produciría en 1378 y Telesforo de Cosenza señaló la aparición del Antichristus ultimiis en 1433. En fin, que en todo momento hubo motivos y no faltaron pronósticos para que las preocupaciones apocalípticas se mantuvieran vivas y en un constante estado de renovación45.

Sin embargo, no todo fueron vaticinios desalentadores, pues esperanzas milenaristas y mesiánicas tiñeron muchos de los escritos que auguraron un fin inminente del mundo. El fondo último de estas expectativas suele ser el mismo, ya que se relaciona con el retorno o la recuperación de una edad dorada ya desvanecida a causa, en general, de una transgresión de un orden divino. El origen de esta leyenda es necesario remitirlo a un sustrato mítico universal en el que se fundamentaron las culturas de muchos pueblos para explicar sus remotos orígenes46. En el cristianismo, influido por el pensamiento judío, aparecen muestras de estas manifestaciones ya en los primeros siglos, como sucede en el caso de Papías, que pronosticó la llegada de un tiempo futuro en el que los hombres gozarían de una existencia paradisíaca47. No obstante, la conjunción de apocalipsis con milenarismo que recogen los escritos proféticos medievales se relaciona sobre todo con el capítulo XX del último libro de la Biblia, en donde un ángel, tras la batalla de Harmagedón, encadena al diablo durante mil años. Este período fue interpretado a veces en sentido literal y así se estimó que, tras la destrucción del Anticristo, no vendría casi de inmediato el Juicio de Dios, sino un tiempo mesiánico en el que los elegidos gozarían de los deleites espirituales a ellos reservados o, en otros casos, de un milenario de abundancia y disfrute material. A este tiempo se refiere, por ejemplo, Juan de Rupescissa, quien cree que, tras la muerte del Anticristo, habrá mil años que precederán al fin del mundo y que se extenderán, como ya expuse más arriba, hasta el año 2370. Joaquín de Fiore, en cambio, más de un siglo antes, lo hizo coincidir con la tercera edad representada por el Espíritu Santo, de breve duración, después de la que comenzaría la actuación de un Anticristo postrero. También Telesforo de Cosenza se refirió en su Líber de ultimis tribulationibus a este tiempo mesiánico, y lo mismo hizo el enigmático Juan Unay, fraile menor del Sancti Spiritus, quien, hablando de esta edad dorada, escribe en el Libro de los grandes hechos:

Et, d'este tienpo en adelante, non avrán las gentes pleitos unos con otros, ca todos bivirán justamente; así defensores como labradores todos bivirán de sus trabajos, et Satanás será encadenado, et los judíos serán torrnados verdaderos christianos, e serán bateados et lavados con agua de salud, segund dixo el profeta48

Este mesianismo tuvo en la Edad Media otra vertiente política y religiosa, relacionada con la intervención de un Último Emperador y un Papa angélico en los tiempos finales. La creencia en el primero se desarrolló a partir de dos escritos proféticos de enorme difusión, la Tiburtina y el Pseudo-Metodio, en donde este personaje escatológico asume una función providencial que concita las esperanzas depositadas sobre él en un período de crisis, caracterizado por injusticias, opresiones, guerras, hambres, enfermedades, etc49. Este monarca universal, denominado vespertilio o Encubierto -a veces también Nuevo David- en algunos textos, se presenta como un gran emperador que se hace con el dominio de todo el orbe y que conquista el umbilicus mundi, es decir, la ciudad santa de Jerusalem Después de su actuación aparecerá el Anticristo, que, una vez muerto, tras un breve reinado, dará lugar al milenio o período mesiánico, si bien, en otros casos, lo que sigue a esta muerte es el fin del mundo y el Juicio universal.

Fueron muchos los reyes medievales que en determinados momentos de la historia gozaron de esta dimensión sobrenatural, surgida no sólo de las esperanzas puestas sobre su gobierno futuro, sino de la propaganda oficial que ellos mismos utilizaron en beneficio propio. Figuras como las de Federico II Hohenstaufen, Carlos VIII de Francia, Jaime II de Aragón, Enrique II de Castilla y Fernando el Católico son una muestra excelente de monarcas en los que confluyó un mesianismo político y religioso que no excluía, en algunas de las profecías que se les aplicaron, la vertiente apocalíptica.

Sin duda, Europa vivió preocupada durante la Edad Media por la venida del hijo de perdición y por el acaecer tal vez muy cercano del fin del mundo. La tradición, a lo largo de los siglos, se enriqueció enormemente y creó un conjunto de manifestaciones que puso a prueba la desbordante imaginación de sus creadores: teólogos, exégetas, predicadores, profetas, adivinos y artistas se afanaron por acercar las viejas imágenes bíblicas con la intención de advertir y recordar a sus coetáneos y a las generaciones venideras que los horrendos pecados de la humanidad eran el signo evidente de que ya todo había alcanzado su término. Hubo, no obstante, quienes todo esto se lo tomaron a broma y, hartos ya de tanta terrorífica predicción, quisieron también impresionar a las gentes con el mismo lenguaje críptico que usaban los más conspicuos visionarios. Eso sí, dándole la vuelta y revistiendo sus palabras de parodia y humor a raudales. Es lo que hizo, por ejemplo, el autor de la Profecía de Evangelista50, compuesta quizá a finales del siglo XV, en la que un ermitaño llamado Pedro Grillo le refiere al autor, mientras se dirigía en peregrinación a Calatrava la Vieja, un mensaje apocalíptico que había recibido de labios de San Hilario, quien, durante la medianoche, le había dicho: "Despierta Pero Gryllo, syervo mío, e oyrás la grand marauilla de una sentençia dada en el çielo de un grand juyzio e persecuçión que ha de ser en las gentes de todo el universo"51. La profecía en sí -permítaseme la ironía- presentaba también motivos suficientes para acrecentar las preocupaciones y los miedos de toda Europa, al menos, no dejaba de recordar lo que otros auguraban muy en serio:

El primero día de enero que verná será primero día del año, que todo el mundo no lo estorvará sy con tiempo no se rremedia [...] Luego hará un torromoto tan espantable que los muertos no osarán rresugitar de miedo [...] Las mugeres serán todas hembras; los mudos se mirarán unos a otros callando, que no avrá sordo que los oyga. El huego se tornará caliente, que llegando las estopas se enqenderán. La tierra se escalentará tanto del grand sol que los ahorcados no osarán llegar los pies al suelo. Las piedras se tornarán todas duras como cantos. Los caminos estarán tendidos por el suelo. Los rríos correrán hazia ayuso. La mar se tornará toda agua, de manera que echando en ella una piedra, e avn dos, no pararán fasta el suelo. Las montañas serán más altas que los llanos, de guisa que más se cansarán çient hombres por una montaña arriba que no vno caualgando por el llano52.

En fin -y con esto concluyo-, ya me voy temiendo que Pero Gryllo acierte también aquí con su profecía, y que su montaña empiece a convertirse -si es que ya no lo ha conseguido- en la conferencia que esta tarde les he hecho ascender a todos ustedes.

 

 

 

 

NOTAS

1.     Me refiero a la denominada "literatura apocalíptica", constituida por una numerosa serie de textos que quedaron al margen del canon bíblico. Entre ellos figuran escritos tan importantes de este género como son el Libro de Enoch, Esdras IV, Apocalipsis de Baruc, Apocalipsis de Elias y los Oráculos sibilinos. Para una aproximación al conocimiento de esta literatura puede consultarse el útil libro de José Alonso Díaz, Literatura apocalíptica, Madrid, Edicabi P.P.C., 1971. Algunos de estos textos han sido editados de forma independiente, aunque también se han hecho algunas ediciones de conjunto como la de R.H. Charles, The Apocryfa and Pseudepigrapha of the Oíd Testament, 2 vols., Oxford, 1913, reed. 1963. En España, bajo la dirección de Alejandro Diez Macho, se ha editado en varios volúmenes la colección Apócrifos del Antiguo Testamento, Madrid, Cristiandad, 1982-1987, que recoge muchos de estos escritos apocalípticos.

2.     Ireneo de Lyón ya utiliza el Apocalipsis de Juan en su obra Adversus haereses para interpretar, por ejemplo, el número 666 de la bestia del mar. Entre los primeros autores que abordaron un comentario extenso de este libro se encuentran Orígenes (s. III), Victorino de Pettau (s.III) y Ticonio (s.IV), a los que siguieron otros muchos como Primasio, Ecumenio y Apringio de Beja, todos ellos del siglo VI y anteriores al famoso comentario de Beato de Liébana en el siglo VIII.

3.     Para el origen y desarrollo de esta idea, véase Luis Bonilla, Mitos y creencias sobre el fin del mundo, Madrid, Escelicer, 1976.

4.     En el libro V de su obra Adversus haereses recoge un importante apartado dedicado a los tiempos finales y a las características del Anticristo. Puede consultarse éste en la edición crítica de las versiones griega y latina del texto, con traducción al francés actual, realizada por Adelin Rousseau, Louis Douttreleau y Charles Mercier, Contre les hérésies, Paris, Les Editions du Cerf, 1969.

5. Varios libros, además de numerosos artículos en revistas especializadas, se han consagrado al estudio de las tradiciones apocalípticas en la Edad Media, su origen y evolución, durante los últimos veinte años. Entre ellos figuran los de Horst Dieter Rauh, Das Bild des Antichrist im Mittelalter: Von Tyconius zum Deutschen Symbolismus, Aschendorff Münster, 1979; Richard Kenneth Emmerson, Antichrist in the Middle Ages. A Study of Medieval Apocalypticism, Art, and Literature, Manchester, University Press, 1981; Bernard McGinn, Visions of the End: Apocalyptic Traditions in the Middle Ages, Nueva York, Columbia University Press, 1979, y del mismo autor Antichrist. Two Thousand Years of the Human Fascination with Evil, San Francisco, Harper, 1994 (trad, española, El Anticristo, Barcelona, Paidós, 1997) y José Guadalajara Medina, Las profecías del Anticristo en la Edad Media, Madrid, Gredos, 1996.

6.    Nueve de los Beatos conservados llevan como frontispicio la denominada "cruz de Oviedo", en la que se incorpora la famosa inscripción: Hoc signo tuetur pius I in hoc signo vincitur inimicus. Véase la reproducción que de ésta se incluye en el libro Los Beatos, Madrid, Biblioteca Nacional, 1986, pág. 25. Muchos de estos códices, como el que fue compuesto para los reyes Femando I y Sancha de Castilla, tienen además miniaturas que representan, ahora sin la cruz, estas dos mismas letras, en folio exento. Ib., pág.97.

7.    Uno de estos casos, fuera ya del espacio medieval, lo registra la Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel, escrita por Andrés Bernáldez, quien se detiene a referir las reacciones que provocó un terremoto acaecido el 5 de abril del año 1504 entre las gentes del pueblo sevillano de Carmona. Este testimonio es un ejemplo curioso del significado que podía llegar a darse a un simple fenómeno geológico, además de una muestra de la sensibilidad colectiva ante el posible final de los tiempos: "andavan los hombres e las mujeres por la villa abrazándose unos con otros enjozados, sin sentido, perdida la color, como gente de otra vida que con el espanto pensaban que era la fin del mundo". Ed. por Cayetano Rosell, en Crónicas de los Reyes de Castilla, vol. III, Madrid, Atlas, B.A.E., 1953. pág.721. Es ya clásico sobre este aspecto el libro de Jean Delumeau, traducido al español con el título de El miedo en Occidente, Madrid, Taurus, 1989, en cuyo capítulo 6 se hace un estudio de los miedos escatológicos.

8.     Crónica de Juan II, ed. Cayetano Rosell, ob. cit., vol. II, pág. 340.

9.     Véase esta relación en Pedro M. Cátedra, Sermón, sociedad y literatura en la Edad Media. San Vicente Ferrer en Castilla (1411-1412), Salamanca, Junta de Castilla y León, 1994, págs. 665-672.

10.  Compruébese, muchos siglos antes del caso referido en la nota 7, la información que transmite Sigeberto de Gembloux en su crónica al contar cómo en el año 763 "se vieron a estrellas caer de repente del cielo, y hasta tal punto se aterrorizaron todos, que pensaron que era inminente el fin del mundo", lo que supone un buen ejemplo, entre los pocos, sobre la hondura de las preocupaciones apocalípticas entre la colectividad. Citado por Juan Gil, "Los terrores del año 800", Actas del Simposio para el estudio de los códices del "Comentario al Apocalipsis" de Beato de Liébaña (Madrid 22-25 de noviembre de 1976), vol. I, Madrid, Joyas bibliográficas, 1978-1980, págs. 217-247 (cita en pág. 238).

11. Pueden consultarse estas dos cartas en Adolfo Robles Sierra, "Correspondencia de San Vicente Ferrer", Escritos del Vedat, XVII, 1987, págs.206-208.

12. Para la carta de Adso consúltese la edición y el estudio de D. Verhelst, De ortu et tempore Antichristi, en Corpus Christianorum, continuatio mediaevalis, vol. XLV, Turnholti, Brepols, 1976. Para Pedro I y Benahatín véase Pero López de Ayala, Crónicas, ed. José-Luis Martín, Barcelona, Planeta, 1991 (año 18, cap. XXII y año 20, cap. III de la Crónica del rey don Pedro). La profecía referida de fray Pedro de Aragón (la exposición del Cedras alta Libani...) ha sido editada por José M.a Pou y Martí, Visionarios, beguinos y fraticelos catalanes (siglos XII-XIV), Vich, Editorial Seráfica, 1930, págs. 370-372, que dedica todo el capítulo X al infante fray Pedro de Aragón (hay una reedición de esta obra, con estudio preliminar, a cargo de Ana Mary Arcelus Ulibarrena, Madrid, Colegio Cardenal Cisneros, 1991). La Lamentación de Spaña ha sido editada en Obras completas, ed. Ángel Gómez Moreno y Maximiliam P.A.M. Kerkhof, Barcelona, Planeta, 1988, págs. 410-413.

 

 

13. De civitate Dei, libro XVIII, cap. Lili.

14. Véase Pou y Martí, ob. cit., pág.44.

15. Repárese en lo que escribió un ilustrado como Jerónimo Feijoo a este respecto: "Prevaleció en algunos tiempos un prurito notable de anunciar o ya existente en el mundo o próximo a venir el Anticristo [...] Propagóse tanto este desorden, que el Sumo Pontífice León X le halló digno de remediarse en un Concilio general, el último Lateranense, donde en su Bula Supernae maiestatis eficacísimamente intima a todos los predicadores, que por ningún caso anuncien al pueblo la venida del Anticristo o el tiempo fijo del Juicio final", en Teatro crítico universal, t. IV, Madrid, Atlas B.A.E., 1961, págs.422-423.

16. Regla del gran patriarca San Benito, Burgos, Abadía de Santo Domingo de Silos, 1993, 91' ed., cap. IV.

17. Véanse estos poemas en Henry Spitzmuller, Poésie latine chrétienne du Moyen Age, III-XV siècles, Desclée de Brouwer, Bibliothèque européenne, 1971, págs. 1274 y 562 respectivamente para los dos fragmentos citados.

18. "Ideo vox terroris est talibus necessaria", Tractatus de tempore adventus Antichristi, ed. Josep Perarnau i Espelt, "El text primitiu del De mysterio cymbalorum ecciesiae", Arxiu de textos catalans antics, 1988-1989, págs. 7-287 (cita en pág. 138). Una de las manifestaciones literarias más sorprendentes que debió de contribuir a la difusión de estos miedos está constituida por el listado de quince señales terroríficas que, atribuidas a San Jerónimo, habrían de preceder el día del juicio final. Se han conservado numerosísimas versiones latinas y romances de este repertorio de signos, entre ellas la que en cuaderna vía redactó el clérigo riojano Gonzalo de Berceo. W. Heist clasificó hasta 120 de estas versiones: véase su libro The Fifteen Signs Befare Doomsday, East Lansing, Michigan State Press., 1952.

19.  Para estos dos predicadores véase Richard Kenneth Emmerson, oh. cit., pàgs. 150-155; también Milton McCormick Gatch, "Eschatology in the Anonymous Old English Homilies", Traditio, 21, 1965, pàgs. 117-165, y del mismo autor, Preaching and Theology in Anglo-Saxon England: /Elfric and Wulfstan, Toronto, University of Toronto Press, 1977.

20.  Para los dos primeros véase el artículo de Etienne Delarruelle, "L'Antechrist chez Vincent Ferrier, S. Bernardin de Sienne et autour de Jeanne d'Are", en La Pieté populaire au Moyen Age, Turín, 1975, pàgs. 329-354, asi corno Roberto Rusconi, L'attesa della fine. Crisi della società, profezia ed Apocalisse in Italia al tempo del grande scisma d'Occidente (1378-1417), Roma, 1979, pàgs. 236-257 y "Apocalittica ed escatologia nella predicazione di Bernardino da Siena", Studi Medievali, 3ª serie, 22, 1981, pàgs. 85-128. Para Savonarola véase Donald Weinstein, Savonarola and Florence: Prophecy and Patriotism in the Renaissance, Princeton, Princeton University Press, 1970.

21.  Véase Spitzmuller, oh. cit., pàgs.446-453.

22. Para una edición de este libro, según el ms. 8586 B.N.M., fols. 1r.-29r., véase José Guadalajara, ob. cit., págs. 405-425 (cita en pág. 419).

23. Entre ellos, el libro de Daniel, la segunda carta de Pablo a los tesalonicenses, las cartas de Juan, los pasajes de los apocalipsis sinópticos (Mt. 24, Me. 13 y Le. 21) y el Apocalipsis de Juan.

24. Para fray Pedro de Aragón véase nota 12. El Vae mundo de Vilanova lo editó Pou y Martí, ob. cit., págs. 54-55, aunque más reciente es la edición, dentro del tratado De mysterio cymbalorum ecciesiae en el que originalmente la incluyó su autor, de Josep Perarnau, ob. cit., págs. 102-103. Un comentario de esta profecía, bajo las claves que dio Juan de Rupescissa, se halla en Alain Milhou, Colón y su mentalidad mesiánica en el ambiente franciscanista español, Valladolid, Cuadernos Colombinos, 1983, págs. 376-380. El mismo Juan de Rupescissa incluyó con frecuencia en sus profecías figuras zoomórficas que simbolizan reyes, príncipes y gobernantes, imágenes tópicas en los vaticinios de Merlin, como sucede en su Comentario a Cirilo. Véase el libro de Jeanne Bignami-Odier, Études sur Jean de Roque taillade, París, Librairie philosophique J. Urin, 1952, págs. 72-75.

25. Véase nota 5.

26.  Este tratado de Pierre d'Ailly puede consultarse en Ymago mundi y otros opúsculos, Madrid, Alianza Editorial, 1992, págs. 227-298 (texto citado en pág. 296).

27.  Sermón segundo del Antechristo, ed. Pedro M. Cátedra, ob. cit., pág. 557.

28.  Esta profecía se encuentra en el ms. 336, fols. 116v-153v, conservado en la Biblioteca Inguimbertine de Carpentras. Ofrezco aquí mi propia edición de este fragmento, puntuado según criterios actuales. Ha sido editada, con estudio introductorio, por Martin Aurell, "La fin du monde, l'enfer et le roi: une prophétie catalane du XVe siécle, Revue Mabillon, 5, vol. 66, 1994, págs. 143-177

29. Este versión del tratado de Rupescissa se conserva en el ms. 9-11-1-2.176 de la B.R.A.H., fols. lr-13v. Véase la edición de José Guadalajara, ob. cit., págs. 427-441. El fragmento transcrito está en la pág. 430. Por otra parte, para Tiburtina y Pseudo-Metodio pueden verse las ediciones de E. Sackur, Sibyllinische Texte und Forschungen: Pseudo-methodius. Adso und die tihurtinische Sibylle, Halle, 1898, págs. 59-96 y 177-187 respectivamente. De la Tiburtina existe una traducción al italiano en Mario Erbetta, Gli apocrifi del Nuovo Testamento, Lettere e apocalissi, voi. Ili, Casale Monferrato, Marietti, 1983, págs. 530-535. La bibliografía sobre Joaquín de Fiore es extensísima por lo que me limitaré tan sólo a mencionar un par de estudios en donde el interesado podrá encontrar más referencias: Marjorie E. Reeves, The Influence of Prophecy in the Later Middle Ages, Oxford, Clarendon Press, 1969 y Bernard McGinn, The Calabrian Ahbot: Joachim of Fiore in the History of Western Thought, Nueva York, Macmillan, 1985. En el libro ya citado de este último autor (véase nota 5) se dedica un breve apartado a Joaquín de Fiore, págs. 153-160. Para Rupescissa consúltese el libro, ya clásico, de Jeanne Bignami-Odier (véase nota 24).

30.  "Et por estos males e por otros muy muchos que usarán los que biven en el mundo, avrá a venir el muy açercano Antechristus a castigar los malos e los buenos por el pecado de los malos". José Guadalajara, ed. cit., pág. 416.

31.  "como nosotros dezimos agora que, según los tiempos turbados, havremos al Anticristo luego en el mundo", fol. bVII. El Libro de Anticristo de Martín Martínez de Ampies fue editado en Zaragoza en el año 1496 por Pablo Hurus. Al año siguiente, Fadrique de Basilea lo publicó en Burgos, edición de la que quedan dos ejemplares, uno en París y otro en Madrid. De éste hizo Ramón Alba su edición facsímil. Del Anticristo, Madrid, Editora Nacional, 1982.

32. "Muchos de los oyentes de Pedro creían que les estaba prometiendo llevarles, sacándolos de las actuales miserias, a la tierra en que corrían la leche y la miel, según las Escrituras. El viaje sería duro; había que vencer a las legiones del Anticristo. Pero la meta era la dorada Jerusalén". Steven Runciman, Historia de las Cruzadas, vol. I, Madrid, Alianza Editorial, 1987, 3- reimp., pág. 119

33. Norman Cohn, En pos del milenio, Madrid, Alianza Editorial, 1985, 3ª ed.

34. En Pedro M. Cátedra, ed. cit., pág. 660. La redonda es mía.

35. Para Ireneo véase nota 4. El libro De Antichristo de Hipólito de Roma puede consultarse en la edición de C.N. Bonwetsch, Hippolytus Werke, vol. I, Leipzig, J. C. Hinrich, 1897. Hay una edición francesa de Gérard Garitte, Traités d"Hippolyte sur David et Goliath, sur le Cantique des cantiques et sur l´Antéchrist, Corpus scriptorum christianorum orientalium. Scriptores iberici, vol. 264, t. 16, Lovaina, 1965.

36. Adversus haereses, ed. cit., pág. 383.

37. Victorini episcopi Petavionensis, Opera, Iohannes Haussleiter, Viena-Leipzig, 1916, Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum, vol. 49, pág. 124. Ambrosio Autperto, Expositionis in Apocalypsim, en Corpus Christianorum, continuano mediaevalis, vols. XXVII y XXVII A, Turnholti, Brepols, 1975. Para Beato véase la edición de sus obras a cargo de Joaquín González Echegaray en Las obras completas de Beato de Liébana, Madrid, B.A.C, 1995. Para el nombre de "Ludovicus" véase el ms. 336 de Carpentras, fol. 132v (también la edición de Martin Aureli, ob. cit., pág. 165).

38.  Hildegarda de Bingen, Scivias sive visionum ac revelationum, en Patrología latina, vol. 197, lib. III, visio, XI, col. 709. Juan Unay, Libro de los grandes hechos, ed. cit., págs.408-409.

39.  André Chastel, "L'Apocalypse en 1500. La fresque de l'Antéchrist a la chapelle Saint-Brice d'Orvieto", Bibliotheque d'Humanisme et Renaissance, XIV, 1952 (Melanges A. Renaudet), págs. 124-140. Para una reproducción y comentario de estos frescos puede verse Antonio Paolucci, Luca Signorelli, Florencia, Scala, 1992, págs. 44-65.

40.  Véase José Guadalajara, "La edad del Anticristo y el año del fin del mundo, según fray Vicente Ferrer", en Pensamiento Medieval Hispano, Homenaje a Horacio Santiago-Otero, Madrid, C.S.I.C., 1998, págs. 321-342.

41.  Epistula episcoporum Hispaniae, en Juan Gil, Corpus Scriptorum Muzarabicorurn Latinorum, Madrid, C.S.I.C., 1973, pág. 92.

42.  María Teresa Herrera, "Dos cartas apocalípticas en un manuscrito de la Universidad de Salamanca", en Salamanca y su proyección en el mundo (Estudios Históricos en honor de don Florencio Marcos), Salamanca, 1992, págs. 637-643.

43.  Véase esta carta en Francisco Vidal y Micó, Vida del valenciano apóstol de Europa San Vicente Ferrer, con reflexiones sobre su doctrina, Valencia, 1857, págs. 579-587. Hago un análisis del contenido de esta carta en mi libro Las profecías del Anticristo..., págs. 242-247.

44.  Se trata del Libro del conocimiento del fin del mundo, editado por José Guadalajara, Las profecías del Anticristo..., págs. 443-463.

45.  En la denominada Carta de Toledo se augura la aparición del Anticristo en el año 1184, que en posteriores versiones de esta carta se irá modificando paulatinamente para adaptarlo a las nuevas circunstancias del momento. Véase M. Gaster, "The Letter of Toledo", Folk-Lore, 13, 1902, págs. 115-134. Este tipo de especulaciones no cesó al concluir la Edad Media, como puede comprobarse en el luterano Michael Stifel, que pronosticó el fin del mundo para el 19 de octubre de 1533 a las ocho de la mañana (citado por Mc Ginn, El Anticristo, pág. 230). En nuestros días, muchos grupos religiosos o sectarios han hecho también esta clase de predicciones.

46.  En este sentido, resulta imprescindible la lectura del libro de Mircea Eliade, El mito del eterno retorno, Madrid, Alianza Editorial, 1989, 6ª- reimp. Véase también Jean Delumeau, Mille ans de bonheur. Une histoire du Paradis, París, Fayard, 1995.

47.  Véase Norman Cohn, ob. cit., págs. 25-26.

48.  Libro de los grandes hechos, ed. cit., pág. 424. En el siglo XII, Honorio Augustodunense, Gerhoh de Reichersberg e Hildegarda de Bingen creían también en un período milenario o reformista después de la muerte del Anticristo (Véase McGinn, El Anticristo, págs. 134-135, 140-142 y 146-150.

49 En la Tiburtina, en sus versiones en latín, la figura del Último Emperador asume una función escatològica y mesiánica, ya que, tras un tiempo de tribulación, se abre una edad dorada que culminará con la aparición del Anticristo. Lo mismo puede decirse del Pseudo Metodio, en donde el Emperador también pone fin a un período de opresión e inaugura un tiempo de paz, que concluirá cuando deposite su corona en el Gòlgota. Para una edición de estos dos textos véase la nota 29. Un resumen de ambos puede consultarse en Norman Cohn, ob. cit., págs. 29-31

50. Ángel Gómez Moreno, "Profecía de Evangelista: al rescate de un autor medieval", Pluteus, 3, 1885, págs. 111-129.

51. Ib.,pág.117.

52. Ib.,págs. 117-118

 

 
 
 

 

PREOCUPACIONES APOCALÍPTICAS
EN LA EUROPA MEDIEVAL

José Guadalajara Medina
(IES. "Los Olivos", Mejorada del Campo, Madrid)

Milenarismos y milenaristas en la Europamedieval : IX Semana de Estudios Medievales, Nájera, 1998 / coord. por José Ignacio de la Iglesia Duarte, 1999,
ISBN
84-89362-56-4 , pags.
257-280