Catecismo americano del siglo XVI

 

 

 

 

    A fines del siglo XV comenzaron a circular en los países occidentales de Europa sorprendentes noticias acerca de tierras y gentes que los europeos iban encontrando en el Gran Océano, el que por siglos fue considerado como el cinturón de la Ecúmene. Todas estas noticias, difundidas muchas veces en escritos impresos, revelaban la existencia de un Nuevo Mundo en el que, en un marco geográfico grandioso, se guardaban cosas maravillosas, entre otras, pueblos, lenguas y culturas inimaginables.

Las noticias del choque brusco entre los hombres de castilla y estos otros que inesperadamente irrumpían en la Ecúmene, se extendieron rápidamente en un mundo ocupado en sus guerras y ensimismado en el Renacimiento. se dijo de ellos que eran pacíficos, de naturaleza angelical, y también bárbaros y caníbales. Entre noticias vagas y contradictorias empezaron a llegar novedades: que algunos de aquellos hombres tenían ciudades, leyes, calendario e incluso libros, en los que guardaban su saber acerca de las cosas divinas y humanas y recogían la memoria del pasado.

 

 

 

Encuentro en el Darién

 

     Un humanista italiano enraizado en España, Pedro Mártir de Anglería (1437-1526), atento siempre a todo lo que traía «el preñante océano» (Anglería, 1964, v. I, p. 395), recogía las noticias y las daba a conocer a sus amigos, entre ellos el papa León X, mientras redactaba un libro en latín, De Orbe Novo, impreso en Alcalá en 1516. En él reconstruía, como en un escenario teatral, el contacto de los españoles con indígenas poseedores de libros:
 

Otra cosa que a mi entender, no debo silenciar: un cierto Corrales conocedor del derecho y alcalde de los darienenses dice haberse tropezado con un fugitivo de las grandes tierras del interior [...]. Viendo el indígena que el alcalde estaba leyendo, dio un salto lleno de admiración y exclamó: «¡Cómo!, ¿también vosotros tenéis libros y os servís de caracteres para comunicaros con los ausentes?». Y así diciendo, solicitaba que se le mostrase el libro abierto creyendo que iba a contemplar la escritura patria, pero se encontró que era diferente. Decía que las ciudades de su país estaban amuralladas, que sus compatriotas estaban vestidos y se gobernaban por leyes. ¿Qué dices a esto, Beatísimo Padre?1.

 

¿Quiénes eran estos nuevos actores que tenían libros y que pronto fueron conocidos y admirados por otros escritores como Martín Fernández de Enciso, Hernán Cortés (1485-1547) y Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557)? Sin duda eran los nicaraos, la avanzada más sureña de los pueblos nahuas, que en su larga peregrinación desde Oregón hasta la península de Nicoya, se abrieron camino entre pueblos que habían llegado antes que ellos, dejando un rosario de asentamientos. Estos asentamientos fueron la cuna donde se gestaron las familias, lenguas y dialectos que hoy constituyen el tronco yuto-azteca o yuto-nahua. Si miramos un mapa de América del Norte, veremos que los pueblos de este enorme grupo tuvieron preferencia por la gran cordillera del oeste y son, como ella, una especie de espina dorsal lingüística en el contexto de Norte y Centroamérica.

En el sur del continente también hubo pueblos que tuvieron preferencia por la cordillera, los Andes, y llegaron a imponer sus lenguas en grandes territorios: fueron los aymaras, quechuas y chibchas; también ellos trazaron la espina dorsal lingüística de Sudamérica. En suma, puede decirse que además de los pueblos que vivieron en las alturas de la gran cordillera y formaron imperios y sus lenguas fueron imperiales, al oriente de la enorme cordillera que corre de Alaska a la Patagonia, existía una multitud de idiomas que los especialistas se esfuerzan en clasificar cada vez con más precisión. Entre ellos destaca el guaraní, que, aunque nunca fue lengua de un imperio, se extendió por la costa este de Sudamérica y la Amazonia. Hoy es lengua oficial de Paraguay, junto con el español. Esta riqueza lingüística del continente es testimonio de la antigüedad y la forma del poblamiento de América y de la capacidad creadora de los pueblos que las hablan.

 

 
 

La escritura del Nuevo Mundo

 

     Volvamos al encuentro en el Darién. Aquel nicarao que quería leer los libros de Castilla, no pudo hacerlo porque encontró «que la escritura era diferente». Y evidentemente lo era, ya que los libros que él leía estaban escritos con lo que hoy llamamos escritura pictoglífica, elaborada con un sistema de signos en los cuales, de forma codificada, se representaban objetos y conceptos. En una palabra, leía lo que hoy llamamos códices, los libros de Mesoamérica. Para definirlos nadie mejor que Fernández de Oviedo, quien los vio en las «hermosas e apacibles tierras» de los llanos de Nicaragua:

 

Tenían libros de pergamino, que hacían de los cueros de venado, tan anchos como una mano o más e tan largos como diez o doce pasos, e más o menos, que se encogían e doblaban e resumían en el tamaño e grandeza de una mano [...] y en aquéstos tenían pintados sus caracteres o figuras de tinta roja y negra de tal manera que, aunque no eran lectura ni escritura, significaban e se entendían por ellas todo lo que querían muy claramente2.

 

Tales libros pintados en tinta «negra y roja», metáfora de la sabiduría en lengua náhuatl, de los cuales han sobrevivido solamente quince, son para nosotros los últimos testimonios de una larga tradición del registro del pensamiento mesoamericano iniciado en el seno de la cultura olmeca, en el primer milenio antes de Cristo, en lo que hoy es Veracruz y Tabasco. Los olmecas son los creadores de un sistema de signos gráficos cuya lectura nos permite conocer lo que ellos pensaban acerca de lo sagrado —la dualidad divina, los dioses, el calendario ritual— y también acerca de lo humano —el poder y las conquistas—. Esta incipiente escritura fue asimilada y enriquecida por otros pueblos mesoamericanos hablantes de otras lenguas, que lograron constituir unidades políticas fuertes en Monte Albán y Teotihuacán.

Pero en esta superárea cultural que llamamos Mesoamérica, la tinta negra y roja tuvo su más alta expresión entre los mayas, quienes en la época clásica —siglos iii a X d.C.— llegaron a crear una escritura fonética en la que se pueden visualizar gráficamente las sílabas y, asimismo, lograron calcular cómputos de tiempo muy precisos, incluyendo el concepto de cero. En piedra, barro y papel, la escritura maya es la columna vertebral de un pensamiento que se preocupó por dominar el tiempo, por consignar la memoria de su pasado y por dejar constancia del sentimiento de lo sagrado, que orientaba sus vidas.

Los contactos con los libros del Nuevo Mundo se hacen más tangibles cuando los navíos de Cortés tocan la isla de Cozumel en 1519 y encuentran, «¡oh, Santo Padre, innumerables libros!»3. Poco después los españoles fundan la Villa Rica de la Vera Cruz y Cortés recibe los primeros regalos de Moctezuma, entre los cuales había dos códices: el Vindobonense y el Fejérváry-Mayer, llamado por Miguel León Portilla Tonalamatl de los pochtecas4. Al abrirlos, no pudieron leerlos, aunque, como el nica-rao, quedaron admirados; prueba de ello es que Cortés los envió a su señor Carlos, con lo cual el regalo pasó de emperador a emperador. Los códices fueron embarcados en Veracruz con otros muchos objetos preciosos, entre ellos la Primera carta de relación de Hernán Cortés. El navío llegó a Sanlúcar en octubre de 1519, con Antón de Alaminos como piloto, quien en la travesía descubrió la corriente del golfo5.

La admiración ante los libros mesoamericanos también se sintió en Perú. Los cronistas que escribieron de la cultura incaica gustan de ponderar el valor de los quipus, en los que, por medio de cordones con nudos, se registraba el pasado. Pedro Cieza de León habla de «quipus de cuenta y quipus retóricos» y pondera la habilidad de los quipucamayos, quienes podían leer en aquellas cuerdas: «había quipucamayos que entendían de las cuentas y otros más retóricos y abundantes de palabras que relataban los hechos en forma de romances y villancicos y que éstos contaban lo que pasó ha quinientos, como si fueran diez»6.

 

 

 

Los libros del Viejo Mundo: los siglos del latín

 

    Aquellos dos códices fueron sin duda los primeros embajadores de la sabiduría del México antiguo, pero, como el nicarao, nadie pudo leerlos. Los libros que entonces se leían en España estaban impresos en papel y respondían a un sistema de signos que llamamos escritura alfabética, en la cual cada signo o grafema corresponde a un valor fonético, es decir a un fonema. Tal escritura era un valioso legado de una vieja tradición cultural generada en el Oriente próximo y consolidada por griegos y romanos.

La península Ibérica se benefició de esta forma de escritura desde sus orígenes, llevada por los navegantes fenicios y griegos y por los conquistadores cartagineses, que en el primer milenio antes de Cristo hicieron suyas las costas del Mediterráneo. Era el momento en que precisamente se formaba el primer substrato histórico de la Península, gracias a la mezcla de dos pueblos: los iberos, de filiación muy discutida, y los celtas, miembros del extenso tronco indoeuropeo. En lo que hoy es Andalucía occidental se formaba la primera unidad política de los confines del Mediterráneo, el reino de Tartesos, renombrado en la Biblia y en los textos de griegos y romanos. Veamos lo que escribía el geógrafo griego Estrabón (ca. 63 a.C.-2i d.C.) acerca de sus habitantes:

 

Pues emplean el alfabeto y poseen de tiempo antiquísimo escritos en prosa, poemas y leyes en verso que, según ellos, tenían más de seis mil años de antigüedad7.

 

Además de los tartesios, otros pueblos de la Península fabricaron sus propios alfabetos con los signos venidos de Oriente, a los que se conoce genéricamente como escritura ibérica. Una buena muestra la constituye el Plomo de la Bastida, conservado en el Museo de Prehistoria de la Diputación de Valencia, cuyos anverso y reverso muestran alfabetos similares, más no iguales8. Las abundantes monedas de la España prerromana son prueba evidente de la difusión de la escritura con el nombre de la ciudad que las acuñaba en caracteres ibéricos.

Estas incipientes escrituras, unidas a las creaciones artísticas y religiosas ibéricas, muestran un primer mestizaje del pensamiento de las tierras de España con los centros difusores de cultura del Oriente Próximo. En cierta manera este mestizaje fue la puerta que abrió a otro mucho más duradero: el que se gestó con la conquista romana, larga pero eficaz, (226 a.C-19 d.C.). Durante siglos, la nueva provincia, Hispania, entró en un proceso de romanización en el que la lengua y cultura latinas se impusieron. Los españoles fueron ya hispano-romanos y escribieron en latín: Séneca, Lucano y Marcial entre otros, además de Quintiliano, tratadista de la lengua de Roma.

Con el latín se impuso una nueva cultura, un estilo artístico, un pensamiento y un nuevo orden jurídico y social. Este nuevo orden se manifiesta en las leyes en las que se mezcla el derecho indígena y el impuesto por Roma. Algunas han llegado hasta nosotros grabadas en bronce, como la Lex Coloniae Generativae Juliae dada por Marco Antonio a Orso (Osuna), por orden de Julio César, y las Leyes Flaviae Salpensana et Malacitana, referentes a la organización municipal del Salpensa y Málaga, dadas por Domiciano y conservadas en el Museo Arqueológico de Madrid.

A la caída de Roma en 478 d.C., el latín, con su alfabeto, perduró en medio de un convulsionado proceso de fusión y mestizaje entre los hispano-romanos y los nuevos invasores del centro de Europa, los godos. Poco a poco los invasores adoptaron la lengua de los conquistados y la cultura que toda lengua conlleva. Así, por ejemplo, aceptaron el Derecho, una de las grandes creaciones culturales de Roma, y lo asentaron en el Liber Iudiciorum o Fuero Juzgo. Mientras esto sucedía, Isidoro de Sevilla (560-636), mitad hispano-romano, mitad godo, se daba a la tarea de compilar en una enciclopedia dos formas de pensamiento: la cristiana, que se imponía con fuerza, y la pagana, que se resistía a morir. Su obra Originum sive Etimologiarum es un ambicioso intento de registrar y clasificar los conocimientos de su tiempo en veinte libros. En ella, el latín es el instrumento que permite el trasvase cultural de conceptos y, a la vez, el fundamento de un nuevo proyecto de enseñanza sustentado en el trivium y el quatrivium. Las Etimologías se convirtieron en la fuente del saber de la Edad Media, copiadas una y otra vez en pergamino en los monasterios benedictinos. De ellas quedan más de mil copias.

Pero las Etimologías no era el único libro que se leía en la España medieval; compartía protagonismo con los Beatos, los libros que con letras e imágenes transmitían lo más profundo del sentimiento religioso, entendido incluso hasta por aquellos que no sabían leer; por otra parte, judíos y musulmanes también tenían sus libros, además del Tillad y del Corán, escritos con sus propios alfabetos y en pergamino.


 

 

 

Lenguas en contacto: las Escuelas de Traductores

 

     Los siglos del latín no fueron herméticos ni eternos y, poco a poco, se abrieron paso nuevas lenguas, hijas del latín, generadas en los nacientes reinos cristianos de la cordillera Cantábrica y de los Pirineos, lenguas que se reforzaban a medida que sus hablantes conquistaban territorios a los musulmanes. En este contexto, la toma de Toledo en 1085 por el rey Alfonso IV (1040-1109) tiene un significado especial. Toledo había sido la capital de la España visigoda y su incorporación a la cristiandad significaba una victoria histórica, a la cual habían ayudado caballeros venidos de tierras más allá de los Pirineos, atraídos quizá por el Camino de Santiago y por el país que luchaba por la fe de Cristo.

En Toledo, los cristianos toman contacto con la Edad de Oro de al-Andalus afincada en Córdoba, la ciudad receptora de la antorcha cultural venida de Oriente, en especial de Persia. Allí se había logrado el trasvase de la filosofía y la medicina griega al árabe con una figura a la cabeza, el médico Avicena (980-1037). Córdoba acoge desde el siglo XI la oleada de pensamiento greco-árabe y el saber matemático de la India. Pronto se forma un pensamiento propio en donde convive el neoplatonismo de Ibn Hazm (994-1063) y Avicebrón (1020-1057), con el aritotelismo de Averroes (1126-1198) y Maimónides (1035-1104); la astronomía de Azarquiel (1029-1087), con el saber matemático indio transmitido por el persa Al-Jwarizmi y traducido al árabe por Maslama el Madrileño (m. en 1007), conocido como el «Príncipe de los matemáticos de al-Andalus»9.

Al comenzar el siglo XII, la vida de Toledo cambia. La antigua capital visigótica pasa a ser, de facto, la capital de Castilla y, hasta cierto punto, la capital cultural de Europa. En ella se consolida el castellano como lengua académica e incluso adquiere perfil propio la manera de hablar, la llamada «norma toledana». En parte ello se debe a dos grandes promotores, el rey Alfonso VII (1105-1157) y el nuevo arzobispo, don Raimundo (m. en 1152), quienes logran crear un clima favorable al estudio y la traducción de textos. Un grupo de sabios se establece en la ciudad y da vida a la llamada Escuela de Traductores de Toledo. En ella destacan los judíos conversos Juan Hispano, filósofo, y Pedro Alfonso (ca. 1115), astrónomo, con su discípulo Domingo Gundisalvo (ca. 1140), traductor de obras de filosofía aristotélica. Los hay también de lejanas tierras, venidos por el camino de Santiago, como Gerardo de Cremona (ca. 114-1187), interesado por la filosofía y la astronomía, y Hermann el Dálmata, por la astronomía. En ellos y en Maslama el Madrileño se inspiró el inglés Adelardo de Bath (ca. 1125), quien tradujo al latín el pensamiento de Al-Jwarizmi y difundió los hallazgos matemáticos de la India, entre otros los guarismos, el uso del cero y el cálculo algebraico. Pero, antes de que esto sucediera, los guarismos o cifras se usaban en la España cristiana tal y como aparecen en el códice Vigilano, escrito en 973 y conservado en El Escorial10.

En Toledo, además, se empieza a usar un nuevo soporte para la escritura: el papel. «En Toledo escribían con una substancia hecha de trapos», decía con admiración Pedro el Venerable, abad de Cluny en el siglo XI11. En esta sencilla frase se refleja otro encuentro más de culturas: los cristianos empiezan a usar el papel, originado en China y difundido por los árabes desde la toma de Samarcanda en 712. La ciudad de Toledo adquirió una vida cultural elevada y este hecho explica que Alfonso X el Sabio (1121-1284) la escogiera para sede de su taller académico en el cual se generó su gran obra histórica, jurídica y astronómica en castellano, de tal manera que la norma toledana se fortaleció y se hizo también norma alfonsí. Además, el rey sabio continuó la labor de traducción incluso con personas llegadas de lejos: Daniel de Morlay (ca. 1190), Miguel Escoto (m. en 1235) y Hemann el Alemán (m. en 1272), traductores de Averroes y del persa Al-Farabí (ca. 870-950).

En el fondo, en la tarea de los traductores existía un espíritu de admiración a otras culturas y un humanismo en el que se trataba de rescatar lo propio —Aristóteles y Ptolomeo— y de conciliar el aristotelismo árabe y las innovaciones de la India con el pensamiento cristiano. Toledo era un crisol de culturas de Oriente y Occidente donde judíos, árabes, mozárabes y cristianos dialogaban en tres lenguas, árabe, castellano y latín. De nuevo, la península Ibérica aceptaba y se mezclaba con el pensamiento venido de Oriente, incluso de un Oriente lejano como la India, pero esta vez lo transmitía a los países del norte, los que participaban en el Camino de Santiago y a través de él se comunicaban y ampliaban su pensamiento.

En esta España multicultural no es sólo Toledo donde se incorporan otras formas de pensamiento a través de la traducción. También en el valle del Ebro y en Barcelona, desde el siglo XI, se establecen algunos sabios venidos de lejos atraídos por un saber que enriquece la cristiandad. Recordaré solamente a Roberto de Chester, quien se instala en Pamplona y traduce a Al-Jwarizmi, y a Platón de Tívoli, quien en Barcelona se dedica a la filosofía y las matemáticas. Ellos representan la apertura a otra cultura, hecho que culmina en el taller de traducción de Juan Fernández de Heredia (m. en 1396). Destacado militar de la Corona catalano-aragonesa, gran maestre de la orden de San Juan de Jerusalén, al final de su vida Heredia dejó las armas y fundó un taller de traducción en el que se hicieron versiones de Plutarco, Tucídides y Marco Polo12. Representa un momento importante del cultivo del aragonés y, a la vez, un prerrenacimiento que anuncia el gusto por las lenguas de Grecia y Roma.


 

 

Lenguas en expansión: castellano y portugués

 

   Los siglos del latín no fueron herméticos, vale repetir, y el cambio lingüístico sufrido por el latín vulgar en labios visigodos se hizo palpable en los pequeños reinos cristianos que, con esfuerzo, se consolidaban en el norte de la Península: toman vida el gallego, el catalán y el castellano como lenguas en expansión. Los tres tenían un camino, el sur, y los tres tuvieron contactos políticos y culturales entre sí.

El gallego se consolidó en el oeste de la Península, una vez repoblada Galicia por el rey astur Fruela I (757-768). Con el tiempo, evolucionó a galaico-portugués y finalmente a portugués, lengua que alcanzaría enorme expansión atlántica. Su naturaleza dulce, muy propicia para la poesía, atrajo a Alfonso X el Sabio, quien escribió en portugués las Cantigas de Santa María, monumento de la lengua gallega.

El catalán surgió al oriente de la Península, vecino del provenzal. Se considera que los reyes de la Corona catalano-aragonesa fueron bilingües —catalán y castellano— y algunos, como Jaime I el Conquistador, trilingües —sus dos lenguas más latín13—. La expansión mediterránea de este reino lo puso en contacto con otras lenguas y culturas, especialmente de Italia y Grecia.

Finalmente, el castellano fue cuajando como lengua a medida que se repoblaban los territorios del Alto Ebro y norte del Duero con gente venida de varias partes que traían consigo sus formas dialectales. Pero además, el condado de Castilla compartió fronteras con los hablantes de euskera, y uno de los primeros reyes astur-leone-ses, Alfonso III (866-909), casó con Jimena de Pamplona e incrementó el intercambio con sus vecinos14. En este conglomerado de hablas tomó forma la nueva lengua tal y como la conocemos en las Glosas Emilianenses, del monasterio de San Millán en La Rioja, y Glosas Silenses del monasterio de Silos en Burgos, de hacia 1078. Poco después el castellano es ya lengua literaria en el Poema del Cid, compuesto por Pedro Abad hacia 1140, por los mismos años en que se consolidaba la norma toledana.

Desde el principio, el castellano se abrió a otras lenguas, en primer lugar al árabe con el cual tuvo un intenso intercambio. Son miles las palabras de origen árabe que usamos y todos los días dormimos con una de ellas: almohada. Hay también algunas mozárabes, como semilla, y bastantes de origen catalán, como clavel. De origen catalán es también la terminación ate que se hizo vocablo con vida propia en México. Ate es genérica para pasta dulce de fruta: ate de membrillo, de guayaba y de otras frutas. Los galicismos como corcel, entraron pronto por el Camino de Santiago, y los italianismos como soneto, en el prerrenacimiento, en la corte de Juan II de Castilla (1405-1454). Con Gonzalo de Berceo (n. en 1198) y Alfonso el Sabio, el castellano se relatinizó, hecho que fortaleció el léxico, la fonética y la sintaxis castellana15. Por último, desde el Renacimiento, nuestra lengua se enriqueció sin cesar con latinismos y helenismos; con ellos el castellano revivió sus raíces y dialogó con otras lenguas y culturas cercanas. Al finalizar la Edad Media, un suceso lleno de sombras llevó muy lejos la lengua castellana: la expulsión de los judíos en 1492. Las comunidades sefardíes, asentadas en muchos países de Europa y el Cercano Oriente, conservaron su lengua durante siglos, una mezcla de muchas variantes del castellano a la que llamamos judeo-español o ladino. En ella se forjó una literatura que tiene su más alto monumento en la Biblia de Ferrara, impresa en Amsterdam en 1530 y patrocinada por el duque de Ferrara. La nueva Biblia en ladino significó «un esfuerzo por prestigiar a la lengua vulgar [...] con elegancia y pulidez», afirma Manuel Alvar16. Es evidente que con ella el castellano se abría paso entre otras lenguas vernáculas en una Europa renacentista en donde todavía el latín era la lengua franca del humanismo y de las ciencias. Sin embargo, el futuro del castellano no estaba en el Viejo Continente, sino en el Nuevo que acababa de aparecer inesperadamente.


El castellano en América: una morada de moradas

 

     Cuando en 1492, Antonio de Nebrija (1444-1522), en el prólogo a la Gramática de la lengua castellana, escribió que «siempre la lengua fue compañera del Imperio», seguramente nunca imaginó el futuro de aquella lengua que acababa de poner «debaxo de arte». Porque la lengua castellana, a la que él quiso dotar de uniformidad y larga vida en un espacio puramente peninsular, pronto saltó a un orbe nuevo donde existía un universo de hombres y lenguas. Nebrija no alcanzó a conocer que el castellano sería la lengua de aquel orbe y menos que sus trabajos lingüísticos serían la fuente de inspiración para codificar las lenguas americanas. La codificación gramatical de muchas de ellas ayudó a cultivar el purismo y mantener la uniformidad, lo cual es garantía de larga vida; en frase de Nebrija, «dejaron de ser peregrinas y tuvieron casa donde morar»17. El castellano se fue haciendo una «morada de moradas», y si Nebrija además de ser lingüista hubiera sido profeta, quizá hubiera ampliado la famosa frase de Lorenzo Valla (1407-1457) y hubiera hablado de «lenguas compañeras del Imperio».

El hecho es que el Nuevo Mundo era una Babel inesperada que se interponía entre la palabra evangélica y los hombres que lo habitaban. Había que abrirse camino entre esa Babel aprendiendo lenguas y con ellas, iniciar un proceso de traducción intercultural. Las lenguas eran el camino para comprender, interpretar y acercarse a los naturales y a su percepción del mundo. Las órdenes religiosas emprendieron un programa de apertura hacia las lenguas, según el pensamiento de san Pablo: «Hay en el mundo no sé cuántas variedades de lenguas y nada hay sin lenguaje. Mas, si yo desconozco el valor del lenguaje, seré un bárbaro para el que me habla; y el que me habla, un bárbaro para mí»18. He aquí el sentido de hablar lenguas para los que llegaron, y con las lenguas, los religiosos se engarzaron en la cultura y el sentir de los naturales. Veamos con palabras del franciscano Gerónimo de Mendieta (ca. 1534-1604) el proyecto lingüístico-evangelizador del siglo XVI. Recomienda que los jóvenes, al tomar el hábito, entren de lleno en el estudio de alguna lengua,

 

tanto a los de acá [México] como a los que vienen de España [...] con cuidado se procure enviallos luego a donde aprendan las lenguas, porque al principio, en el fervor que traen, se fundan en ellas y cobren afición a los naturales19.

Por su parte la Corona aceptó la política lingüística de las órdenes religiosas y quizá en esta aceptación influyó el contexto geopolítico: en realidad, el castellano era una de cuatro en España y una de muchas en la corona imperial de Carlos V. Por lo tanto, el nuevo universo lingüístico no era un fenómeno extraño, y Felipe II, aceptando las disposiciones de los concilios de México y Lima, expidió una cédula en Badajoz en 1580:

 

Y hemos acordado que en las Universidades de Lima y México haya una cátedra de la lengua general [...] y que en todas las partes donde ay Audiencias y Chancillerías se instituyan de nuevo y den por oposición para que, primero que los sacerdotes salgan a las doctrinas, hayan cursado en ellas20.


 


 

 

Las lenguas americanas en sus artes y vocabularios: una visión de conjunto

 

    Entrar en la nueva Babel no era empresa fácil. Fray Gerónimo de Mendieta, en su conocida crónica Historia eclesiástica indiana, describe los trabajos y sufrimientos que los primeros franciscanos vivieron cuando llegaron a la Nueva España por la dificultad de comunicarse con los naturales. «El Espíritu Santo», escribió él, les inspiró que «con los niños que tenían en las escuelas, se hiciesen niños para participar en su lengua y oyendo el vocablo, lo escribían»21. Fue así como los improvisados lingüistas tuvieron que escuchar nuevos sonidos y estudiar palabra por palabra para elaborar incipientes glosarios y las primeras reglas gramaticales.

Las escuelas fueron los centros de estudio no sólo para los niños indígenas sino también para los frailes españoles. Algunas de ellas, como el Imperial Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, funcionaron como focos de investigación humanística. Abierto en 1536, allí se creó un espacio de encuentro entre el saber mesoamericano y el Renacimiento europeo. En su scriptorium se elaboraron gramáticas, vocabularios y libros de contenido religioso, al tiempo que se pintaban mapas, códices, herbarios, crónicas históricas y hasta una enciclopedia según el modelo grecorromano, la que hoy conocemos como Códice florentino, redactado por fray Ber-nardino de Sahagún (1500-1591) y su equipo de colaboradores nahuas. En Santa Cruz se realizó un proyecto de diálogo y traducción de tres lenguas —castellano, mexicano y latín— y dos culturas, española y náhuatl. Como siglos antes en Toledo, hubo destacados humanistas: Arnaldo de Basaccio y Juan Focher, franceses; Andrés de Olmos (ca. 1485-1571), Alonso de Molina (ca. 1514-1585), Juan de Gaona (1507-1560) y el ya citado Sahagún, españoles; Alonso Vegerano (m. en 1609), Hernando de Ribas (m. en 1597) y Antonio Valeriano (m. en 1605), nahuas.

El Colegio de Tlatelolco es prototipo de centro de docencia y elaboración de libros en lenguas americanas, aunque no hay que olvidar que en muchas ciudades del nuevo continente las escuelas de religiosos funcionaron como proyectos comunitarios de trabajo entre frailes y escolares. En ellas se redactaron las gramáticas y vocabularios de las lenguas más habladas del continente, de manera que puede afirmarse que el arte de gramatizar fue un arte colectivo y, como tal, variado y enriquecedor.Alonso de Molina, imprimía el primer vocabulario del Nuevo Mundo, titulado Aquí comienza un vocabulario en la lengua castellana y mexicana, 1555 (la edición de la imagen es de 1571)

Para 1547 fray Andrés de Olmos terminaba su Arte de la lengua mexicana, la lengua más general, hoy diríamos lingua franca, de Mesoamérica. Poco después, su hermano de orden, Alonso de Molina, imprimía el primer vocabulario del Nuevo Mundo, titulado Aquí comienza un vocabulario en la lengua castellana y mexicana, 1555. Mientras, el franciscano francés Maturino Gilberti (1498-1585) codificaba la lengua tarasca o purépecha y publicaba el Arte de la lengua de Mechoacán, y el Bocabulario en lengua de Mechuacán, ambos de 1559. Los dominicos, por su parte, se dedicaban al estudio de las dos lenguas generales de Oaxaca, el zapoteco y el mixteco. En 1558 fray Juan de Córdova (1501-1595) publicaba el Arte en lengua zapoteca y el Vocabulario en lengua gapoteca; fray Antonio de los Reyes (m. en 1603) imprimía el Arte de la lengua mixteca, 1593; y fray Francisco de Alvarado (m. en 1603) sacaba a la luz el Vocabulario en lengua misteca en ese mismo año. Las lenguas generales de Yucatán y Chiapas fueron pronto estudiadas por el franciscano Antonio de Ciudad Real (1551-1617), quien elaboró el Diccionario de Motul maya-español, y el dominico Domingo de Ara (m. en 1572), autor del Ars tzeldaica y Vocabulario en lengua tzeldal según el orden de Copanabastla.

Al igual que en Mesoamérica, en la zona andina la evangelización corría de la mano de la elaboración de gramáticas y vocabularios. En 1560 el dominico Domingo de Santo Thomás (m. en 1570) abría la senda con la publicación de su Grammática o arte de la lengua general de los indios de los Reynos del Perú, acompañada de un Lexicon o Vocabulario de la lengua general del Perú. Además del quechua, que era la lingua franca del Imperio incaico, pronto fueron estudiadas dos lenguas generales, el aymara y el guaraní: el aymara por el jesuita Ludovico Bertonio (1555-1628), autor de la Gramática muy copiosa de la lengua aymara, 1603, y Vocabulario de la lengua aymara, 1612 [CAT. 42]; el guaraní por el también jesuita Antonio Ruiz de Montoya (1585-1652), autor del Tesoro de la lengua guaraní, 1639. Otro jesuita, Luis de Valdivia (1560-1642), logró imprimir el Arte y gramática general de la lengua que corre en todo el reino de Ch ile,1606, y el dominico Bernardo de Lugo hacía lo propio con la lengua chibcha en su Gramática en la lengua general del Nuevo Reyno llamada mosca, 1619.

Para finalizar esta breve muestra de lenguas americanas que entraron en el caudal de la lingüística universal, recordaré solamente el Arte de grammática de lingoa mais usada na costa do Brasil, 1595 [CAT. 48], del jesuita José de Anchieta (1533-1597. Esta gramática de la lengua tupí se usó como texto en las misiones jesuíticas y contribuyó a fijar la llamada lingoa geral o ñeëngatu, «fala boa» en portugués. La lingoa geral fue la lengua de la ocupación territorial de Brasil desde fines del siglo XVI, con variantes en lugares tan lejanos como Sao Paulo y la Amazonia, hasta que muy tardíamente decayó ante el empuje unificador del portugués. En ella quedan multitud de textos recogidos inclusive por el propio Anchieta, en los que se guarda una parte del pensamiento tupi-guaraní.

El camino abierto en el siglo XVI se hizo más grande en los dos siglos siguientes con el estudio de nuevas lenguas, incluso las minoritarias. En verdad la empresa lingüística americana constituye un capítulo único en la historia de la lingüística de la Edad Moderna sin parangón fuera de Europa. Desde la perspectiva actual, las gramáticas y vocabularios sirvieron de moradas para las nuevas lenguas y fueron los instrumentos que hicieron posible un gigantesco proceso de traducción intercultural. Fueron además las herramientas que ayudaron a la redacción de numerosos textos: frailes e informantes, cronistas e historiadores, escribanos indígenas, a veces perdidos en pueblos lejanos, realizaron una tarea formidable, la de preservar la memoria del pasado que los modernos filólogos e historiadores se encargan de interpretar y valorar.

 

 

 

De castellano a español: unidad y variedad de la lengua española

 

    A fines del siglo XV, cuando los castellanos llegaron a las islas y tierra firme hablaban tres normas y múltiples hablas: la norma toledana, la castellana vieja y la andaluza. El castellano estaba sufriendo los últimos ajustes fonológicos que culminaron en la segunda mitad del XVI22; entre estos cambios, el ceceo y el seseo son los más visibles y diferenciadores y como tal, estudiados por los principales lingüistas de ambas orillas del Atlántico.

A tierras americanas llegaron las tres normas. Y aunque prevaleció el seseo de Andalucía y Canarias, los lingüistas hablan de un «español nivelado», según la frase de Amado Alonso, o «español americano»23. Este español pronto se enriqueció con nuevas formas, a medida que entraba en contacto con las múltiples lenguas americanas. Ya en los escritos de Colón aparece el primer americanismo: canoa, que por cierto Nebrija incluyó en su Vocabulario español-latino de 1495.

El español americano siguió el proceso de aceptar lo nuevo con palabras de otras lenguas. El ya citado fray Jerónimo de Mendieta a fines del siglo XVI lo decía mejor que nadie:

Nuestra lengua española la tenemos medio corrupta con vocablos que a los nuestros se les pegaron en las islas y otros que acá se han tomado de la lengua mexicana. Y así podemos decir que de lenguas, y costumbres y personas de diversas naciones se ha hecho una mixtura24.

Poco después, en 1609, Mateo Alemán (1547-1614) escribía con cierta gracia en su Ortografía castellana: «La lengua castellana comió de todo y todo se hizo frasis castellana»25. Hoy sabemos que el castellano siguió comiendo por mucho tiempo, a medida que sus hablantes se mezclaban con los hombres de este continente. Los nuevos vocablos se conocen con el nombre de indigenismos: los hay nacionales, como mecate (cuerda en México); otros son de toda América, como cancha; otros se usan en el español universal, como maíz y tomate; algunos forman parte del complejo cultural del chocolate: cacao, jicara y molinillo. Pero hay además indigenismos que podríamos llamar triunfales como tiza, de uso en España, donde ha desplazado a la palabra de origen latino gis. Hay que recordar también los indigenismos de última hora como ahuacate y el de triste actualidad, chapapote, del náhuatl chapopotl.

En un proceso incesante y nunca acabado, aquella lengua que tanto preocupó a Nebrija fue perfilando su imagen americana, la de un rostro dinámico enriquecido con múltiples gestos. Cada gesto refleja una realización en la que los lingüistas descubren las huellas de un largo proceso histórico en un enorme espacio continental, en el que por siglos conviven lenguas en contacto. Desde nuestra perspectiva, todos los gestos de ese rostro son igualmente válidos, expresivos, atrayentes. La vieja polémica de la superioridad de tal o cual variante del español no tiene sentido. Es más, las variantes son objeto de alabanza: cada realización colectiva, cada creación individual, encierra un momento de belleza: se admira la diversidad en la unidad, la posibilidad de ser diferentes y entenderse, de reconocer ese rostro de múltiples gestos. Esta unidad y diversidad de la lengua española constituye una «estupenda morada de moradas». Así la designó Marcel Bataillon (1895-1977), aplicando a la lengua la categoría histórica de «morada vital» creada por Américo Castro sobre la categoría de «morada mística» de santa Teresa, basada, a su vez, en el Evangelio26. La morada de moradas es un universo lingüístico, plural y uno, igual y diverso, único y diferente.

La unidad y variedad es tema inacabable, ya que remite a un pasado y lleva a un futuro, el de la existencia de una supranorma que nos une y nos da identidad. Una supranorma basada en lo que Moreno de Alba llama «unidad esencial no absoluta», y en la cual las divergencias «son sólo pequeñas ondas en la superficie de un océano inmenso», en frase de Ángel Rosemblat27. Esta supranorma se empezó a formar en el siglo XVI y tuvo su primer momento de esplendor en el Barroco, con escritores como Cervantes (1547-1616) y Góngora (1561-1627); Garcilaso de la Vega, el Inca (1539-1616), Bernardo de Balbuena (1568-1627), y sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), todos ellos protagonistas, con otros igualmente famosos, del Siglo de Oro. La supranorma se fortalece con la escritura, con el mundo globalizador de las comunicaciones y desde luego con la voluntad de los hablantes, entre los cuales, los filólogos y lingüistas de ambas orillas del Atlántico, tienen un gran papel. Además, ella crea un espíritu solidario tal y como lo dijo Unamuno en su conocido soneto: «La sangre de mi espíritu es mi lengua / y mi patria es allí donde resuene / soberano su verbo, que no amengua / su voz, por mucho que ambos mundos llene». Y aún más, el espíritu, crea un soporte existencial, como dice Luis Cernuda, exiliado en 1939, quien sintió a México su tierra: «No he cambiado de tierra / porque no es posible a quien su lengua une».


 

 

 

NOTAS

 

1 Anglería, 1964, v. I, p. 381.

2 Fernández de Oviedo, 1945, v. XI, p. 65.

3 Anglería, 1953, p. 206.

4 León-Portilla, 1985.

5 Hernández de León-Portilla, 1988, p. 51.

6 Porras Barrenechea, 1963, pp. 119-120.

7  Marqués de Lozoya, 1967, p. 39.

8  Op. cit., p. 75.

9  Valdeavellanos, 1963, 2, p. 183.

10 Op. cit., p. 583.

11 Idem, p. 540.

12 Alatorre, 1971, pp. 133, 155. 

13 Colón Domenech, 1968, p. 195.

14 Menéndez Pidal, 1950, pp. XLII-XLIV.

15 Alvar, 1967, p. 28.

16 Alvar, 2001, pp. 82-83.

17 Nebrija, 1492, «Prólogo».

18 Primera epístola a los corintios, 14, 10.

19 Mendieta, 1892, v. I, p. 72.

20 Paredes, 1581, ley XXX, título VI.

21 Mendieta, 1870, p. 222.

22 Moreno de Alba, 1988, p. 16.

23 Parodi, 1995, pp. 35-46.

24 Mendieta, 1870, p. 552.

25 Alemán, 1950, p. 105.

26  Bataillon, 1979, p. 125.

27  Moreno de Alba, 1978, pp. 22 y 30.

 

 

 

 

 

EL MESTIZAJE EN LA COMUNICACIÓN DE IDEAS.
EL ESPAÑOL, EL PORTUGUÉS
Y LAS LENGUAS INDÍGENAS DEL NUEVO MUNDO

Ascensión Hernández de León-Portilla
Universidad Nacional Autónoma de México