En Santa Gadea de Burgos / do juran los hijosdalgo / le tomaban jura a Alfonso /por la muerte de su hermano. / Tomábasela el buen Cid, / ese buen Cid castellano, / sobre un cerrojo de hierro / y una ballesta de palo, / y con unos Evangelios / y un crucifijo en la mano... (El Cid le hizo jurar a Alfonso VI que no tuvo parte en la muerte de su hermano Sancho II) Romance.


      Abstract.The first verse narratives in medieval Iberia in a romance language were probably written as grammatical or rhetorical translation exercises from latin and french sources along the Jacobean route or in some other places with Franc population, like Toledo, conquered by christians in 1085. This process did happen from mid 12th century -through the comparison of latin and french texts about chronicles, epic romances, saint’s lives, debates, or else- to mid 13th century, when the written norm, consolidated not whithout hesitations, was called castilian by Alfonso X.

      Los primeros textos narrativos versificados en lengua romance en la península ibérica fueron probablemente redactados como ejercicios que incluyen diversas formas de traducción a partir de fuentes latinas y francesas en las zonas más en contacto con Francia o habitadas de francos, sea el camino de Santiago, o camino francés, o ciudades como Toledo: la influencia que llega del norte de la mano de los clérigos cluniacenses se hace general a partir de la conquista de esta ciudad en 1085. Esos ejercicios irían dotando de escritura a la lengua vulgar mediante ensayos de transcripción desde el latín y el francés basados en el aprendizaje gramatical, luego reelaborados como ejercicio retórico. En este proceso de cerca de un siglo se iría consolidando, no sin vacilaciones, la norma escrita llamada luego castellana por Alfonso X. Así, mediante la comparación de textos o documentos latinos y franceses sobre temas comunes –crónicas y cantares de gesta, vidas de santos, debates, u otros- irían tomando cuerpo en la segunda mitad del siglo XII en el ámbito clerical y cancilleresco una serie de textos que servirán de modelo, a comienzos del siglo XIII, para la redacción de otros más elaborados, con base en la tradición oral -mester de juglaría- o como ejercicios retóricos de escuela -mester de clerecía- en el Studium palentino.

      Los numerosos estudios que se han realizado conjeturando sobre textos supuestamente perdidos (Deyermond, 1995) apuntan a todo tipo de hipótesis, con más o menos acuerdo, pero apenas consideran el papel que pudo jugar la traducción como parte del aprendizaje gramatical y retórico en el nacimiento de las literaturas románicas, algo nada extraño si tenemos en cuenta que la crítica europea desde el romanticismo ha privilegiado la originalidad de los textos de cada parcela nacional, ese espacio culturalmente arraigado en la lengua que le sería propia, lengua en la que residiría el espíritu del pueblo -Volkgeist- hecho carne, o cárcel, o calcificado, en su literatura. Tanto la idea de literatura nacional asociada a una lengua como la canonización, o textualización , de las obras incluidas en ella, se consolidan hacia finales del siglo XVIII como resultado del desarrollo de la imprenta y de otros factores que permiten el uso y disfrute individual de lo escrito; hasta entonces, en la mayor parte de los casos, los textos van ligados a su ejecución oral o a su lectura en grupo y son en buena parte como una partitura, o un guión, que es preciso interpretar ante un público más o menos amplio que escucha y ve.

      Esto conlleva que los textos hoy llamados literarios, antes de su consumo meramente privado y sometido a los derechos de autor, apenas fueron vistos nunca como 'originales' fijados por alguien en un momento determinado, lo que implica que tampoco su traducción tuviera el sentido moderno que se da luego a la palabra, como dependencia estricta, o secundaria, respecto a un 'original' al que se jura fidelidad. Siguiendo a Bassnett (39), en vez del discurso moralizante alrededor de la fidelidad y de la infidelidad al original, tal vez convendría ver la traducción –y la literatura en general- no como una categoría en sí misma, sino como un conjunto de prácticas textuales con las que el escritor y el lector se enfrentan, evitando todas esas oposiciones binarias que nos han sido impuestas por la teoría.

      En la Edad Media, los primeros textos romances surgirían de la competencia, por motivos políticos, con un latín ya sólo comprensible por los clérigos letrados; y las llamadas lenguas romances se realizarían propiamente en el proceso que lleva a su fijación por escrito, proceso inseparable de un trasvase, o traducción, que va reuniendo la gran diversidad dialectal alrededor de unas cuantas lenguas neolatinas que son, a su vez, lenguas de cultura. En el siglo XVIII, cuando el latín deje de ser lengua internacional, los viejos o nuevos estados impondrán con mejor o peor fortuna sus viejas o nuevas lenguas de cultura que serán, entonces, lenguas nacionales e internacionales.

      En el principio, cuando lo escrito en romance aparece en España entre los siglos XII y XIII, todo parece indicar que es obra u oficio de clérigos o letrados –clerici- que utilizan registros diferentes a partir de textos anteriores, en latín o en otro romance de escritura más temprana –langue d'oc para la poesía lírica, langue d'oïl para la narración en verso (v. Suso López)-, textos que son reelaborados también según ejercicios previstos por la gramática y la retórica. En ambos casos, la mano del letrado que escribe traslada o traduce, pero casi nunca en el sentido moderno de fidelidad a un ‘original’, oral o escrito. No es casualidad que los textos denominados de juglaría y de clerecía sean más o menos coetáneos; antes sólo se escribía en ‘latín’, aunque tal vez ese latín, más o menos correcto, se leyera desde muy antiguo como ‘romance’, esto es, según la manera de hablar de cada zona, si aceptamos las teorías de Wright sobre las relaciones entre latín y romance: su diferenciación se daría sólo a partir de la reforma carolingia del siglo IX, que no llega a España hasta finales del XI, y su desarrollo escrito va ligado a un evidente impulso político en diferentes partes de Europa.

      Por otra parte, las teorías más recientes sobre la oralidad y su relación con la escritura permiten revisar conceptos tan arraigados y a la vez problemáticos como el de ‘literatura oral’, ‘tradicional’ o ‘popular’, con textos o sin ellos, en oposición a una literatura culta o clerical. Siguiendo a Zumthor (20-21) conviene distinguir tres tipos de oralidad, uno primario, sin contacto alguno con la escritura, que habría que restringir al campesinado analfabeto más aislado; otro de oralidad mixta en el que la influencia de la escritura es meramente externa o parcial; y una oralidad ‘segunda’, cuando esa influencia es importante y la expresión oral está condicionada por lo escrito. Si a esto añadimos todas las posibilidades intermedias que sugiere Miletich (1986-7: 187-88) entre folk tradition -oralidad primaria- y learned tradition o literatura culta, la noción de oralidad mixta correspondería a lo que él llama tipo quasi-folk style, con el Cantar o Poema del Cid como ejemplo: una obra (re)elaborada en 1207 a partir de la tradición oral. Sin embargo, la presencia indudable en ella de elementos de la épica francesa parece sugerir una parte de traducción retórica o de recreación a partir de versiones romances anteriores, tal vez fragmentarias; lo mismo cabría decir del otro texto épico conservado, el fragmento de Roncesvalles, fechado ahora entre 1285 y 1325. Tampoco se descartan fuentes latinas en ninguno de estos dos textos.

      Otras obras fechables entre los dos siglos, como los debates, -la ‘Disputa del alma y del cuerpo’, o la ‘Razón de amor’- podrían clasificarse como learned tradition, pero con ingredientes juglarescos, claramente basadas en poemas franceses o latinos; o poemas hagiográficos como la Vida de Santa María Egipcíaca, versión de una Vie de Sainte Marie l'Égiptienne a la que sigue de cerca. Por último, el mester de clerecía pertenecería ya a la tradición culta, pero con rasgos de difusión oral propios del medievo que la separan de la idea textualizada de literatura -la obra escrita más o menos culta destinada a un lector privado- que se abre paso en la Edad Moderna y se impone en la contemporánea. También este último grupo depende claramente de fuentes latinas y francesas, que reelabora o recrea mediante las técnicas retóricas de la aemulatio.

      El nacimiento y desarrollo de las literaturas romances sería indisociable de una oralidad mixta y/o segunda que no debe ser confundida con la oralidad primaria. Entre los siglos VI y XVI, dice Zumthor (21), prevaleció una situación de oralidad mixta o de oralidad segunda, según las épocas, las regiones, las clases sociales o, simplemente, según los individuos; pero esto quiere decir que habría también una oralidad primaria romance, sin relación ya con el latín, tal como atestiguan las jarchas mozárabes; y luego, cuando la escritura romance aparece, la forma usual y premeditada de difusión de los textos es oral, mediante su puesta en escena por medio de canciones, recitados, lecturas o representaciones ante un público más o menos amplio, como espectáculo o diversión pública, por un lado; como adoctrinamiento, por el otro. Y esto es así necesariamente hasta la invención de la imprenta, pero después también, hasta el mismo siglo XIX, con la novela como excepción, en parte. La locura de don Quijote tiene mucho que ver con su lectura privada -anómala- de los libros de caballerías.

      En la situación inicial debe hacerse hincapié en que las lenguas románicas –como sistemas de comunicación separados o separables del latín y entre sí- nacen, en sentido literario, cuando nacen los textos y luego, propiamente, cuando esas lenguas son bautizadas, nombradas, al hacerse oficiales, por motivos políticos. Por todo ello, lengua y literatura son aquí inseparables. El papel de la traducción al romance en este proceso –inseparable de la enseñanza gramatical y retórica- es lo que trataremos aquí de resaltar para el caso español como factor clave en la aparición de los primeros textos, pues luego, a mediados del siglo XIII, se hace evidente por el control institucional que Alfonso X ejerce sobre su práctica, unido a la creciente burocratización (Pym, 85) y al hecho de que es entonces cuando la lengua se nombra, esto es, queda identificada como norma culta o escrita a la que se traduce. En España, hasta finales del siglo XII, no hay otra lengua que la referida a un contexto común románico de escritura en latín y variedades dialectales, o hablas, sin que a ninguna de esas variedades, en ningún estadio evolutivo, quepa atribuir de manera anacrónica el nombre que a la lengua se dará después de un proceso en el que intervienen muchos factores, no sólo los propiamente lingüísticos. No habría, pues, lenguas romances separadas hasta que el latín medieval se impone como nueva lengua culta, o reformada, tras al reforma carolingia y crea una situación diglósica, un proceso que abarca desde el siglo IX al XIII, según las zonas.

      Várvaro (103-4) había hecho notar que la diferenciación entre dialectos románicos en general y peninsulares en particular no era entonces tan evidente como puede parecernos ahora. De hecho, las pautas seguidas por Menéndez Pidal y su escuela para la edición de textos antiguos han exagerado las diferencias que pudo haber antes de mediados del siglo XIII entre las variedades romances desde León hasta Aragón, y el obsesivo empeño por identificar en los textos un romance castellano que se va imponiendo a todos los demás ha llevado a todos los editores a intentar una restauración de los errores o deturpaciones de los copistas en los textos conservados en el sentido de recuperar un supuesto 'original castellano' o un problemático estado de lengua en tal o tal fecha. En España, desde los intentos más tempranos -las Glosas, siglo XI?- hasta Alfonso X, se escribe –o mejor: se ensaya a escribir- en romance, con las variedades que sean, no en ‘castellano’; luego, los textos más descuidados, o con dialectalismos, serían los que se alejan de la norma culta –el ‘castellano drecho’- o los que se acercan a las variedades de cada zona. Si, de acuerdo con Emiliano (244-246), la conciencia del vulgar no surge hasta que se cumple un proceso largo de reestructuración y experimentación ortográfica que acaba dándole una apariencia escrita diferente al latín, luego, la separación entre romances es otro proceso que, por causas políticas, crea un sistema de escritura diferente a partir del cual se nombra la lengua, es decir, se la distingue, no al revés.

      A una conclusión parecida llega Wright (2000: 96 ss.) tras estudiar en detalle el Tratado de Cabreros (1206) firmado por Alfonso VIII de Castilla y Alfonso IX de León y conservado en dos manuscritos con diferente ortografía, pero sin que reflejen, al parecer, diferencias fonéticas entre un romance 'castellano' y otro 'leonés' de entonces. Tampoco esa doble ortografía se corresponde con la de los textos del Poema del Cid o de las cortes de Toledo, redactados ambos en 1207. Las distintas grafías no se corresponden con los reinos y sus supuestas variedades dialectales dominantes, sino con maneras de escribir locales todavía no regularizadas; las etiquetas de origen geográfico que establecieron la idea de que había diversas lenguas romances entonces son de la segunda mitad del siglo XIII.

      Por las mismas razones sería un anacronismo llamar ‘letras castellanas’ (Rico, 1985: 4) a lo que escribe Berceo, o la obsesión por identificar un romance oral castellano, como en la interpretación que se hacía hasta hace poco de la Chronica Adefonsi Imperatoris en su parte final, el Poema del Almería, -escrita en latín (1158?) para conmemorar la expedición militar a Almería en 1147 por Alfonso VII- según la cual este poema incluye ya una diferenciación de la lengua hablada por los castellanos de la expedición, la misma lengua a la que se alude como ‘nostra’ en otros pasajes, algo insostenible, tal como argumenta Wright (1994: 282 ss.). La expresión nostra lingua se referiría al latino-romance en general, y la referencia al habla de los castellanos tendría más que ver con el tono de la voz que con diferencias lingüísticas sustanciales.

      Uno de los argumentos que utiliza Uría (2000) para probar que el mester de clerecía procede de Palencia -con Estudio General desde 1208- es el de que se escribió en el ‘castellano viejo’ o del ‘norte’, argumento basado, en parte, en Alvar, para quien los riojanismos de los manuscritos de Berceo o bien son formas arcaizantes, o latinizantes, o no serían del autor sino de los copistas; y, en parte también, en Alarcos, con la idea de que los manuscritos conservados más antiguos con dialectalismos (siglo XIII) son obra de copistas que alteran los ‘originales’. Palencia sería el foco de la nueva escritura vernácula, por necesidades religiosas y políticas, y en los poemas, en concreto, se utiliza un nuevo sistema ortográfico que permitiría pronunciar las palabras según los principios prosódicos del nuevo sistema de versificación, con el ritmo pausado impuesto por la dialefa, que segmenta la lengua en unidades sintácticas y, a la vez, rítmico-melódicas.

      Sin embargo, ya antes, desde mediados del siglo XII, a lo largo del camino de Santiago o camino ‘francés`, o tal vez en otros lugares con afluencia de francos, se ensayarían distintos tipos de escritura romance a partir de textos en latín y de textos franceses, bien en forma de relatos épicos, bien en piezas cortas como los debates o vidas de santos, todos ellos traducciones retóricas. Menéndez Pidal (1932/1941) llegó a suponer que el poema francés Mainet, el nombre que adopta en las leyendas épicas el joven Carlomagno refugiado en Toledo, fue obra de un poeta franco que vivía en esa ciudad; luego, que los cuatro romances viejos conservados sobre Baldovinos, complementarios entre sí, procederían de la traducción de una gesta de Jean Bodel escrita en el último cuarto del siglo XII, la Chanson de Saisnes, atribuyendo la obra a un 'juglar de gesta' traductor o adaptador que habría seguido con bastante fidelidad el texto francés en algunos pasajes, según se deduce de la comparación de algunos versos de los romances y del original; en otros en cambio se apartaría bastante y adaptaría (1951/1969, 200 ss.). Otros estudiosos han sugerido también la existencia de versiones españolas de gestas francesas (Deyermond, 107 ss.), lo cual no sería raro teniendo en cuenta la afluencia de juglares, trovadores y clérigos a lo largo del camino de Santiago o las repoblaciones de francos y la influencia de Cluny. Lo que no está claro es si esas versiones serían completas -tal como supone Menéndez Pidal- o meramente fragmentarias, en forma de ‘romance’, con reelaboraciones posteriores más extensas.

      La llamada ‘Disputa del alma y el cuerpo’ es quizás, el texto más temprano que puede fecharse antes de que acabe el siglo XII, por la referencia a unas monedas árabes en uso entre 1145 y 1172 (Mayol, 260). La fuente de las 37 líneas, copiadas en el monasterio de Oña al dorso de un acta de donación de 1201, es un poema francés titulado Un samedi par nuit, basado en la Visio Philiberti, en heptasílabos pareados. De la comparación que se ha hecho con la fuente francesa se deduce que traducción y ejercicio retórico son aquí inseparables, aunque los primeros versos, que faltan en el original, supongan una intromisión juglaresca posterior para su ejecución pública. Igual que para el caso de la épica, no está claro si hubo desde el principio una traducción completa o se trata de una versión fragmentaria procedente de ejercicios escolares.

      El Libro de Alexandre, tal vez el primer texto del mester de clerecía y del Estudio General de Palencia, en una de sus dos etapas, es una reelaboración de diversas fuentes, sobre todo de una obra latina, el Alexandreis de Gautier de Châtillon y otra francesa, el Roman d'Alexandre, sin descartar tradiciones orales, según se desprende de la estrofa 265 de uno de los manuscritos: 'la uno que leyemos el otro que oyemos / de las mayores cosas recabdo vos daremos'. Nunca hubo acuerdo acerca de su lengua o dialecto ‘original’ -leonés, ‘castellano’ o aragonés-, teniendo en cuenta que ninguna de las copias conservadas está en la variedad ‘castellana’ en la que se supone tenía que estar. Para Nelson, en su edición de 1979, es ‘riojano’, pues atribuía la obra a Berceo, aunque antes, en 1972, opinaba que era ‘aragonés’. Recientemente declara que su empeño fue primero eliminar los leonesismos de un manuscrito y luego los aragonesismos del otro. Todo ello, junto con las enmiendas que propone a supuestos errores en la transmisión, para restaurar el 'prístino esplendor del poema' (2001: 324; 377).

      Si de la narrativa en verso nos trasladamos a la prosa resulta que los primeros textos cronísticos en romance proceden de la zona navarro-aragonesa, y el primer ejemplo de narrativa romance, la Fazienda de Ultramar (c. 1220-30), obra en la que se mezclan diversos niveles lingüísticos y escriturarios, es una traducción del latín de una versión sobre la Biblia hebrea de mediados del siglo XII, una mezcla de libro de viaje a Tierra Santa y antología bíblica, con una finalidad claramente propagandística en relación con predicación de las cruzadas. Al comienzo, el arzobispo de Toledo Raimundo, de origen franco, muerto en 1151, encarga su redacción al provenzal Almerich, arcediano de Antioquia, lo que no impidió creer hasta hace poco que su autor la había escrito en castellano; sin embargo, la versión latina de la que procede sí que pudo ser redactada, en lo que procede de la Biblia hebrea, por intermedio del romance, como otras versiones desde el árabe en esa misma época.

      El Libro de Apolonio, quizás también de Palencia y escrito entre 1230 y 1250, es claramente otra traducción de un texto latino, la Historia Apollonii Regis Tyri. Alvar, en su edición, señala que la única copia conservada, de finales del siglo XIV, contiene modernizaciones, errores y rasgos de la lengua que alteran el metro y la rima del supuesto original ‘castellano’, hechas por un copista catalano-aragonés; para otros, habría dos copias, una perdida, escrita por un aragonés, sobre la cual escribió un catalán el manuscrito conservado, que contiene también rasgos occitanos que habían pasado al aragonés y también al castellano (Monedero, 35-36). También aquí se trata de restaurar un texto corrupto o estropeado por el copista, atendiendo a la regularidad métrica supuestamente perdida y al estado de la lengua de la época de su composición. El problema es, por un lado, que no hay acuerdo acerca de las irregularidades métricas del mester de clerecía y de si hay que atribuírselas a un ‘original’ nunca conservado o al copista, ‘original’ cuya lengua se supone ya ‘castellano’ del siglo XIII; por otro, que ese estado de lengua tal vez no sería otra cosa, en paralelo con lo dicho sobre el tratado de Cabreros, que un ensayo más de escritura en romance llevada a cabo por los scolares de Palencia, un ejercicio retórico, o praexercitamen, sobre un modelo, con una fase de traducción literal o interpretatio y otra de paráfrasis o aemulatio.

      Scolares quidem sunt clerici, es como define el Planeta (1218) de Diego García de Campos, canciller de Alfonso VIII, a los letrados de formación o vocación universitaria -no por fuerza ordenados de mayores- que ‘andan a vueltas con los libros, los traducen, comentan, exponen, viven para ellos y mueren con ellos en las manos’ (Rico, 1985, 6-7); pero la sustitución del latín por el romance supone sobre todo un cambio en la manera de escribir, lo cual lleva a la diferenciación a través de un proceso en el que transcripción y traducción son actividades inseparables que contribuyen a la diferenciación posterior de la lengua como norma escrita (Janson, 28; Wright, 1994: 42 y 279). Así pues, los escolares de Palencia inaugurarían con el Alexandre su propia manera de escribir romance, en su variedad local de escritura, a partir del traslado de otro u otros textos, en latín o en otro romance. Además, lo que aprendían esos scholares con el Verbiginale y otros tratados de gramática -sobre todo la prosodia- y retórica -los menos- (Rico, 1985, 17) ¿era el nuevo latín carolingio, según Wright? Así lo parece, si hacemos caso del uso riguroso de la prosodia latina aplicada a la prohibición de la sinalefa, uno de los rasgos característicos del mester de clerecía (Rico, 1985, 20-23). Nueva maestría, si aunamos Rico y Wright, sería escribir el verso narrativo romance traduciendo -imitando o trasladando, adaptando- del latín, es decir, del nuevo latín que venía de fuera, el latín carolingio medieval que traslada –translatio studii- la cultura clásica y los padres de la iglesia, sin descartar otros textos romances que sirven de punto de comparación. Wright (2000: 105-106) sospecha que fue Diego García, notario real desde 1208, quien se opuso a la nueva escritura romance, en favor del latín, pues después de 1208 no se encuentran textos hasta la tercera década del siglo y cuando es sustituido por Juan Díaz en 1217, con Fernando III, la situación cambia y el uso de la escritura romance se generaliza desde 1240.

      Además, la traducción del latín al romance, inexistente hasta el siglo XII, parece haberse originado ya desde el siglo X en el norte europeo en zonas bilingües del romance y otra lengua -antiguo ingl és o alemán- pues ya no se entendía lo que se leía en el nuevo latín y se aplica para el romance la nueva forma de pronunciar el latín, letra a letra, impuesta por los latinizados. En la llamada escuela de traductores de Toledo del siglo XII esto no era aún necesario, pues según Wright (1997: 14; 24 ss.) sólo había propiamente traducción –más bien interpretación- entre el árabe y el romance; después se trataría meramente de arreglar o pasar ese romance a la forma escrita formalizada, latina; sin embargo, tampoco sería extraño que los primeros pasos en la escritura romance -en la traducción al romance, por tanto- fueran dados allí a lo largo del siglo, por la presencia de bilingües de romance y otra lengua, fueran alemanes, hebreos o árabes junto a los numerosos francos que poblaban la ciudad, con su propio barrio en ella (Menéndez Pidal, 1932/1941, 103). El caso citado de la Fazienda de Ultramar podría ser una muestra, y quizás el prólogo que escribió Juan de Sevilla a la traducción de Avicena -De anima- en 1140 podría ser explicado a través de otro mucho más tardío, el de Enrique de Villena a la de la Eneida (1428). Dice Villena que trabaja primero sobre una ceda o ejemplar de letra cursada, sobre la que corrige; luego, de este borrador o minuta glosa o amplifica; en el otro caso el prologuista detalla que ha traducido oralmente cada palabra desde el árabe al romance, -me singula verba vulgariter proferente- y luego Domingo Gudisalvo ha pasado cada palabra al latín -singula in latino convertente-. El hecho de que en el título de la obra sólo figure Domingo como traductor puede deberse a que, como dice Foz (89-90) selle con su firma de miembro de la Iglesia -el otro es un converso- el trabajo final, pero ese trabajo final no sería sólo la conversión del romance al latín, sino una cierta reelaboración retórica desde algún borrador de la conversión al latín, en el que no cabe descartar la existencia de términos romances copiados al dictado cuando hubiera dudas sobre los latinos. El Poema de Almería, por ejemplo, incluye numerosas aclaraciones en romance (p. ej.: "turres, quae lingua nostra dicunt 'alcazares'", Rico, 1969, 74). Habría, además, un paralelismo evidente entre esta forma de traducir y el comentario o exégesis que se haría en la enseñanza a través de la lengua vernácula, con la pecia o cuaderno del alumno como borrador sobre la lectio del maestro, en latín y romance, y variaciones parecidas en cuanto a la letra, al sentido general -sensus- o al sentido profundo –sententia-.

      Luego, ya cerca el siglo XIII, como ya antes en Francia, encontramos a la vez a los nuevos letrados en el nuevo latín, y los primeros ejemplos conservados de escritura romance. En este contexto, el mester de clerecía es, antes de Alfonso X, la primera escuela de traductores en el sentido estricto ciceroniano –traducción retórica- , restringida a un público, más o menos cultivado, que no sabe latín. Por ello, las obras de Berceo, aunque no sean propiamente traducciones, no pueden ser juzgadas, como hace Wright (1997: 31-32), ‘composiciones independientes’, como si el proceso que lleva a ellas no dependiera de un texto latino diferenciado precisamente al redactarlas o romancearlas. Tal vez Berceo contribuyó a escribir el Libro de Alexandre como ejercicio retórico en el estudio palentino, proceso al que pudo llegarse desde el aprendizaje gramatical del latín con el Verbiginale de Alejandro de Villedieu tal como sugiere Uría (70 ss.). Esta obra del siglo XII, difundida por todas partes, muestra la diglosia que se había producido entre latín y romance, pues aconseja explicar en lengua vernácula lo que el alumno no entienda.

      De esto cabría deducir que el surgimiento de los primeros textos en romance tendría lugar a través de la enarratio poetarum, o explicación de textos, del gramático, que incluiría la glosa literal en romance, para la cual cabe suponer que se sugerirían diversas maneras de anotarla en la pecia -el cuaderno del alumno copiado del ejemplar del maestro- junto a comentarios interlineares. El uso generalizado de la pecia desde las primeras universidades choca con la falta de testimonios anteriores sobre ella, lo que sugiere que la proliferación de peciae, o copias fragmentarias de textos, para su uso en la enseñanza se desarrollaría durante el siglo XII asociada a la diglosia entre latín y romance y a la necesidad, por tanto, de glosas o anotaciones en lengua vernácula que estarían en el origen de versiones romances, quizás también fragmentarias.

      Además, la traducción como una forma de exégesis que no se subordina al original, sino que lo desplaza, se mantiene a lo largo de la Edad Media desde sus orígenes en la Roma clásica a partir de los textos griegos y es, por ello, como en Cicerón, deudora de la retórica. Así,

Vernacular translation allies itself with ancient rhetorical models of translation through its recovery and rehabilitation of exercitatio, using translation to develop and perfect literary skills in the native language. (…) In vernacular translation, exercitatio is constituted, not as an explicit theoretical principle, but as a practice: we see it in the continuing efforts of translators to define the range of vernacular literary languages and to generate a vernacular canon which will substitute itself for Latin models in the very process of replicating them. (Copeland, 92-93)

      Los primeros textos o fragmentos romances se darían en el ámbito escolar y su dependencia de los originales, tanto en lo referido a la traducción propiamente dicha como a la reelaboración, sería grande. Sería la forma de traducción que Copeland (93-94) llama 'primaria' o temprana, en el sentido de que el original es aquí fuente de ejercicio, o exercitatio, tanto en el sentido propiamente gramatical o léxico como en el retórico; más tarde, cuando las técnicas se fueran perfeccionando –en el Studium de Palencia, por ejemplo- como resultado de este ejercicio, se llegaría a un tipo de traducción 'secundaria'' o más propiamente retórica (Copeland, 94-95), la que se daría durante la primera mitad del siglo XIII con la clerecía del mester, para desembocar en tiempos de Alfonso X en la compilación de obras como la General Estoria, basadas también en el comentario o glosa de diversos originales y de una exercitatio retórica muy rigurosa (Rico, 1984, 167 ss.).

      En la primera fase del siglo XII serían de gran utilidad aquellos textos latinos que tuvieran alguna versión romance anterior, cuya procedencia no podía ser sino francesa. Al mismo tiempo, el llamado mester de juglaría habría que incluirlo en una tradición lírica o narrativa romance a la que no cabe referirse como ‘literatura oral’ o ‘poema oral’, pues no sólo dependería de una oralidad primaria, sino de otros textos de la épica francesa, quizás textos perdidos con versiones españolas de los temas carolingios. A la pregunta, ya tópica, de la crítica (Deyermond, 1991: 54) de si los textos épicos son versiones puestas por escrito de ‘poemas orales’ o hay que atribuirlos a poetas cultos que echaron mano de la tradición oral, una respuesta sería que no puede haber una mera transcripción de lo oral a lo escrito en una época en que se está aprendiendo a escribir en romance, cuando el romance, como lengua, se está constituyendo: es necesario un estudio y una escuela que requiere el dominio de la gramática a través del latín y el manejo de otros textos romances que puedan servir de modelo o comparación. Sólo los clérigos podrían escribir, aunque haya juglares cultos, lectores; con esto se quiere decir que ellos son los que estarían capacitados profesionalmente para escribir y no meramente para transcribir ‘poemas orales’ al dictado de juglares (Grande Quejigo, 1998: 134 ss.; Uría, 2000, 162 ss. )

      Gómez Moreno, basándose en las fuentes francesas, establece con claridad la distinción entre la fiabilidad de la fuente escrita, que transmite verdad (‘mester es sen pecado’), y la no fiabilidad de los juglares, que alteran o modifican a su antojo. Por eso, la clerecía se identifica con el saber latín, lo que permite la traducción de lo escrito, es decir, la transmisión de la verdad, inalterada, junto con la rima y el ritmo, el arte métrica, que distinguen al clérigo y al buen juglar del malo, o novel. La dificultad del mester de clerecía estaría en saber conjugar esa transmisión de la verdad por medio de la traducción con el arte métrica, esto es, escribir sin desviarse o alterar sustancialmente la fuente. Pero el mester de clerecía no es sólo saber latín y métrica, implica algo más, unos conocimientos de las artes liberales y de la retórica en particular, tal como se desprende de los conocimientos de Alejandro (estrofas 17-18 y 40-42). Y esos conocimientos se ponen al servicio de la aemulatio o superación del original, un tipo de traducción 'secundaria' (Copeland, 95) que desplaza a la fuente y permite considerar estas obras como productos independientes, emancipados del latín y adaptados a las nuevas circunstancias, a los problemas del reino de Castilla en el siglo XIII.

      En el Libro de Alexandre, lo que dice Alejandro en relación con su afán conquistador en la estrofa 2291 (pasaje que cita Rico, 1985, 13, comparándolo con el Verbiginale, otro texto de la escuela palentina, que se convierte en elogio de la clerecía y su trabajo: ‘plurima noscentur quae nunc occulta tenentur’) puede ser aplicado a la labor del traductor, del clérigo escolar: ‘enviónos Dios por esto en aquestas partidas / por descobrir las cosas que yacen sofondidas / cosas sabrán por nos que non serién sabidas’. Pero si le añadimos el último verso, el enlace con la juglaría como difusora de hazañas queda patente: ‘serán las nuestras nuevas en [coronicas] metidas’. Nelson, en su edición, enmienda el verso y el anacronismo sustituyendo coronicas por cántico, basándose en la lectura antigo del otro manuscrito. Y al final del poema, estrofa 2668 se lee: ‘qui muere en buen precio es de buena ventura / que lo meten los sabios luego en escriptura’. Es decir: la hazaña del héroe que corre de boca en boca y que algún clérigo letrado pone por escrito -mester de juglaría- es equiparada a la hazaña del clérigo escolar, que sabe latín y traduce, glosa o interpreta, o reelabora, lo que yace escondido en otra escritura -mester de clerecía-. De la fama de las armas a la de las letras, en el mismo espacio de tiempo en el que nace la nueva escritura.

      En el nuevo contexto de avance hacia el sur y dominio casi definitivo sobre los musulmanes a partir de Fernando III, el latín reformado entra en competición con el romance, que aspira ahora a ser también lengua de cultura sin salir de la cultura madre, la grecolatina, y sin dejar tampoco por ello de ser lengua de intercambio y de comunicación a nivel peninsular, entre los diversos romances y las otras culturas, judía y musulmana. El epitafio en la tumba de Fernando III en la catedral de Sevilla es bien expresivo, redactado en cuatro lenguas: el romance, que traduce con fidelidad los textos en hebreo y árabe, y el latín, que amplifica en sentido ideológico, como lengua sagrada que es de los vencedores. El uso del castellano drecho, la lengua culta o escrita, supone una decisión por parte del poder real para contrapesar el poder clerical y marcar así con claridad los dominios respectivos, el temporal y el espiritual. Y el nombre que se da a la lengua en tiempos de Alfonso X tiene que ver menos con un problemático origen geográfico que con el nombre del reino que va en primer lugar en los títulos reales desde Fernando III.

      El Libro de Alexandre, además, puede servir de muestra de algunos paralelismos entre la cultura medieval y la griega en lo que atañe a las relaciones entre oralidad y escritura: por una parte, varios tipos de lectura aparecen (Grande Quejigo, 1998, 124) y sólo Aristóteles, el maestro, lee para sí. Alejandro es presentado como un personaje culto, de clerecía, en el contexto de Fernando III, en paralelo con el Cid como modelo ‘popular’ o castellano, frente a León, en el contexto de Alfonso VIII. Los dos modelos son unificados en el Poema de Fernán González, ya con Alfonso X, en cuanto transmisión o traslado –traducción retórica, a la vez adaptadora y superadora- de la cultura antigua. Translatio studii y translatio imperii se dan así la mano en tiempos del rey sabio, aspirante fallido a la corona romano-germánica.

      Por otra parte, el paralelo entre lo ocurrido en Grecia con la generalización de la escritura alfabética y lo que pasa en la Edad Media con la distinción entre latín y romance puede verse en el análisis comparativo que hace Gagarin de textos griegos del siglo V a. C., a los que aplica la distinción de la Retórica de Aristóteles (3, Cap. 12, 1414a) entre el estilo de un discurso destinado a la ejecución oral y otro destinado a la lectura, pública o privada, desarrollando luego sus diferencias. La misma distinción sería aplicable, grosso modo, al cantar de gesta, por un lado, y al mester de clerecía, por otro, sin que esto quiera decir que no puedan darse mezclados, como es el caso del Poema o Cantar de Mio Cid y el Poema de Fernán González. El 'estilo juglaresco' mantendría todos aquellos elementos de la oralidad que son más apropiados para su ejecución o dramatización en la plaza pública, mientras que la mera lectura en ámbitos más reducidos o a un público más restringido, como en el caso del mester de clerecía (Uría, 1990) llevaría consigo una composición más compleja desde el punto de vista gramatical y retórico, con mayores innovaciones en todos los aspectos.

      Algo parecido sostiene Bakker con relación a Homero, tras distinguir entre el medio de difusión de un discurso -oral o escrito- y su concepción, pues el medio es excluyente, la concepción no lo es: un discurso escrito puede haber sido concebido como oral y viceversa, puede haber sido concebido como escrito, culto, y difundido oralmente. Por eso, en cuanto a su manera de ser concebido, un texto habría de situarse entre dos polos: de la 'transcripción' de un discurso oralmente concebido y previo a la 'composición' de un discurso concebido sólo para la escritura. Añade Bakker que lo oral ha sido visto siempre desde la mentalidad literaria, como proyección, o retrospección, de lo literario o escrito, nunca en sí mismo. Pero esa ‘mentalidad literaria’, referida al ámbito románico, es algo que se va adquiriendo en un proceso de textualización muy largo, que comienza en la clerecía de los siglos XII y XIII, es acelerado por la invención de la imprenta en el XV y culmina en el XIX.

      Según esto, el término mester de juglaría tal como aparece en el Alexandre no se referiría tanto al oficio del juglar, a la difusión oral, como a la composición de textos, sin que esto signifique que deban de ser adscritos a una escuela. Esos textos pueden haber sido encargados a clérigos o letrados para ser luego recitados por juglares más o menos cultivados en el ámbito aristocrático o cortesano, no en la plaza pública; o tal vez sólo para ser conservados en bibliotecas, cortesanas o monacales. Pero la mera transcripción al dictado de un relato o discurso oral es improbable cuando la escritura en romance está dando sus primeros pasos, y en todo caso sería algo que sólo pueden hacer los que saben latín; su 'mester con pecado' sería aplicar su saber clerical a lo juglaresco, quizás por encargo de la nobleza a la que sirven como letrados. Así también, la intromisión de elementos 'cultos' o derivados de otros escritos en el texto de Per Abbat, por no hablar de otras técnicas compositivas fuera ya de la concepción oral, implicaría también que su autor no está –no puede estar- meramente transcribiendo.

      Así pues, los juglares, en materia de gestas, difícilmente podrían ser 'componedores' que se extralimitan ejercitando un 'mester con pecado' (Lorenzo Gradín: 116); serían más bien los clérigos los que pecaran. Si hubo juglares, como excepción, que sabían leer (estrofa 232 del Alexandre) cabe admitir que algunos de ellos dictaran y luego intervinieran en la corrección de lo escrito; cuando se trata de poemas líricos, trovadorescos, qué duda cabe que podrían inmiscuirse a veces en el oficio del trovador, pero la famosa estrofa segunda del Alexandre sólo parece referirse a ellos en cuanto difusores de los textos, aquello para lo que estaban legitimados según los testimonios. Su pecado o falta, en todo caso, no vendría de alterar los textos en su difusión, algo propio de su oficio e imposible en el caso de la cuaderna vía, incapacitados como estaban para ejecutarla, para leerla adecuadamente. Mientras que la oposición entre juglar y trovador sería a veces algo problemático o débil, la que establecen los clérigos escolares con su nueva estrofa narrativa sería insuperable para alguien no letrado, fuera de la clerecía, supiera leer o no.

      En línea con esto Hilty (153) sostiene como incuestionable la oposición entre uno y otro mester en esa estrofa del prólogo y la referencia a la tradición épica implícita en 'juglaría'. Los juglares serían meros transmisores o recitadores públicos, con textos o sin ellos, y la expresión 'mester de juglaría' sería 'conscientemente ambigua' (154). Esto no excluye que esos juglares, 'en cierta medida', transformaran o refundieran los textos (157) y no sólo, como parece más aceptable, que se limitaran a mantener una tradición oral, quizás la del romancero, antes y después de que hubiera textos.

      Wright (1994: 327-8) insiste en que la distinción entre épica y romances es un anacronismo y que la ejecución de las gestas por los juglares, como la de los romances, implica una dramatización que es siempre fragmentaria; esto supone que los romances forman parte del género dramático y no deben ser estudiados como textos o mensajes aislados de un contexto, es decir, de un ciclo temático, si proceden de la tradición oral, o del cantar, tanto si han sido utilizados para componerlo como si luego se han desgajado de él. Esto explicaría también la frecuencia de los romances en la comedia del siglo de oro, usados sobre todo para contar algo ocurrido, como si fueran representaciones de un solo actor dentro de la obra, algo a lo que los oyentes estarían acostumbrados en el marco de la plaza pública.

      Hilty (170) interpreta que al llamarse Berceo a sí mismo juglar (Sto. Domingo, 289d, 759d, 775b) está diluyendo los límites entre autor, o clérigo, y ejecutor; pero cabe deducir también que se ve a sí mismo como intérprete –en todos los sentidos de la palabra- de lo escrito en latín, lo que ha romanzado para que pueda ser transmitido, entendido por todos, en su papel de juglar del santo, el que difunde sus hazañas o milagros (775b). Aparte de saber latín y poder romançar, el mérito estaría también en saber rimar y leer la nueva estrofa o vía, igual que Tarsiana en el Libro de Apolonio (est. 427) es una 'juglaresa' ocasional, letrada, que cuenta su propia vida en un 'romançe bien rimado'.

      De lo anterior podría deducirse, en suma, que el llamado mester de juglaría consiste, sobre todo, en escribir, o transcribir, a partir de diversas fuentes, orales y escritas; y esto es algo que sólo los clérigos saben hacer, desde su conocimiento de los textos latinos y romances. Puede suponerse, por ello, que tanto un mester como otro se refieren a lo escrito y que los dos han de ser diferenciados de etapas previas en que no se había desarrollado la escritura en romance y sólo funcionaban los juglares de voz, o de boca, sin apoyo en textos escritos, así como los instrumentistas, o juglares de péñola en el sentido de plectro, o púa, según la distinción de la Crónica de 1344. ¿Cabe interpretar la expresión ‘juglar de péñola’ como juglar de pluma, el que escribe? Sólo en el caso de clérigos ajuglarados o de los que adoptan la pose de tales o la trasponen al plano religioso –contrafacta- como Berceo.

      Uno y otro mester serían, pues, a partir de la época en que se empezó a usar la escritura romance, géneros de escritura diferentes, pero no ‘géneros literarios’, en el sentido moderno de la expresión. No se trata de oponer un mester a otro, sino de diferenciarlos como forma de transmisión, cada uno de ellos para un público y ocasión diferentes, ejecutados oralmente de diferente manera, igual que el término ‘literatura’ no puede aplicarse a la Edad Media en el sentido que tiene desde el siglo XIX. Por el mismo motivo, tampoco debe usarse el término ‘literatura oral’, sobre todo por la confusión que crea entre distintas clases de oralidad, con o sin textos. La juglaría, aun con textos, admitiría alteraciones e improvisaciones que la clerecía no permite, tendiendo ésta, como dice Zumthor, hacia nuestra idea moderna de literatura, con su lectura silenciosa e individual de un texto inalterable, tal como se da sobre todo en la novela desde Cervantes.

      En relación con todo lo anterior han de tenerse en cuenta, además, las investigaciones sobre las prácticas escriturarias entre los siglos XII y XIII y su relación con la lectura, o los distintos tipos de lectura, en esa época. Hasta entonces, indica Petrucci (184 ss.), era evidente la divergencia entre prácticas de lectura y de escritura: ni lo que se escribía estaba al servicio de la lectura -el trazado de las letras era continuo, sin separación de palabras ni puntuación, o con separaciones arbitrarias- ni los scriptores o monjes especializados en la escritura estaban todos preparados para leer. Es preciso, pues, por un lado, constatar la existencia en la Alta Edad Media de los semialfabetizados que siendo capaces de escribir no lo eran para leer o entender lo escrito; por otro, que las actividades propias de lo que hoy llamamos autor sólo se dan tardíamente: antes, el que componía y podía leer no solía escribir, sino que dictaba, para luego , eventualmente, intervenir en la fase de corrección (Petrucci, 75). El siglo XII sería el principio del cambio y hay que suponer que la aparición de la escritura en romance tendría algo que ver en ello, junto con otros factores que Petrucci (188) enumera, o tal vez son esos factores los que precipitan esa aparición, ligada también a la nueva cultura escolástico universitaria con su nuevo libro-texto, o libro de texto, que facilita la lectura, cultura que integra o reúne, por tanto, la lectura y la escritura. Desde entonces, se lee para escibir, para comentar o anotar lo leído -es la compilatio- y se escribe leyendo cuando se compone, pues todo texto se basa en otro, que cita como autoridad, pero también, en ocasiones, puede discutirlo o añadir de lo propio.

      Lo nuevo ahora sería justamente la lectio, la lectura en público entre maestro y scolares, acompañada de peciae que permiten la anotación y la glosa. La capacidad conjunta de leer y escribir, tanto a nivel laico como clerical, implicaría una separación de funciones a nivel institucional que explicaría también, en parte, la aparición de la nueva escritura romance. Así, Grande Quejigo (1998: 134-136) anota seis 'agentes de la escritura' en el Libro de Alexandre: maestro, escribano, notario, chançeller, sabio y actor, o autor. No todos acabarían dominando el nuevo latín, o latín reformado, y no todos, por tanto, serían capaces de traducir; muchos quedarían limitados al romance en niveles de lectura y escritura diferentes y debieron de inventar nuevos modos de lectura y de producción del libro adaptados a sus necesidades, tal como supone Petrucci (191) para toda Europa. En principio, a un nivel elevado, estaría la lectura cortesana, para la aristocracia, en libros más o menos costosos producidos por letrados a su servicio; tal vez la redacción del Poema del Cid conservado iba destinada a este ambiente, en el contexto de las rivalidades entre Alfonso VIII de Castilla y Alfonso IX de León. De Berceo ya sabemos que era un notario al servicio de su monasterio, y el Poema de Fernán González que nos ha llegado es claramente una queja de la clerecía que se siente postergada, dirigida hacia la corona desde el monasterio de Arlanza a mediados del siglo XIII.

      Otro factor influyente pudo ser el uso del papel, producido en España desde el siglo XII y regulado explícitamente por Alfonso X en la tercera de las Siete partidas (Título 18, Ley 5): el ‘pergamino de paño’, como se le llamaba para distinguirlo del ‘de cuero’, se deja para los documentos más transitorios (Pym, 82). Si suponemos, para España, una primera fase de transición a la cultura clerical universitaria desde mediados del siglo XII, las actividades de la lectura y la escritura no estarían todavía reunidas del todo: esto habría de ser justamente lo propio de los nuevos scolares clerici, que sabían latín, o de los nuevos letrados cancillerescos desde Fernando III. Con Alfonso VIII se habría dado el paso y el papel pudo usarse también en esa fase previa, y en el contexto educativo en particular tendría un uso específico en la redacción de pecias o libros de texto para estudiantes, como notas o apuntes tomados del maestro sobre el texto de lectura -lectio- en latín, notas que incluirían traducciones interlineares (Pym, 84 ss.), es decir, romanceamientos inseparables del aprendizaje de la nueva escritura en romance, como parte integrante que eran de los ejercicios retóricos.

      El término francés translater, como el español 'trasladar', parecen haberse usado para la traducción del griego al latín o del latín al inglés (Folena, 15), o del árabe al castellano por parte de Alfonso X (Lapidario, c. 1250: ‘mando gelo trasladar de aravigo en lenguaje castellano’, tal vez el primer texto en el que aparece la lengua denominada así); otra cosa sería el traslado del latín al romance, 'romanç(e)ar' (fr. metre, o traire, en romanz), empleado más específicamente para lo puesto en verso, esto es, lo que da origen al mester de clerecía o a los nuevos géneros narrativos -roman- en Francia (Folena, 16 ss.; Buridant, 99-100). Así mismo, hay un paralelo entre lo ocurrido en España entre los siglos XII y XIII y lo que sabemos de Francia con anterioridad: Allí se da ya en el siglo XII el paso del cantar de gesta al roman (inglés romance), la transición hacia el relato escrito de aventuras, a veces con autor conocido. Este paso supone también cambios genéricos y formales -de métrica, o retóricos-, así como ideológicos, desde una mentalidad feudal o guerrera a otra cortés, o cortesana (Tymoczko, 75). En este paso la traducción cumple un papel relevante, pues casi todos los nuevos textos son, en uno u otro grado, traducciones; pero hay que destacar, además, que su aparición coincide, con pocos años de diferencia, con la presencia de los primeros textos de esa tradición épica oral que va a ser reemplazada, y si esto ocurre en Francia durante la primera mitad del siglo XII, algo parecido puede decirse de España más tarde.

      En suma, esos cambios serían inseparables de la aparición de la escritura en romance, de la literatura en romance, lo que vendría a corroborar lo expuesto antes: son los clerici, letrados o escolares, en las cortes de Alfonso VIII y Fernando III, los que inauguran esa literatura en romance a finales del XII y principios del XIII llamada luego ‘castellana’. Ellos son, también -las dos cosas son inseparables- los que crean propiamente la lengua y legitiman con ella el reino desde entonces dominante, al dotarlo de un conjunto de textos que fundamentan ideológicamente sus orígenes. El papel que juega la traducción en todo ello es importante, pues es desde entonces también cuando la diferenciación entre latín y romance funciona propiamente: los textos romances son legitimados primero desde el prestigio del latín del que proceden -como ya antes el romance hablado había hecho de intermediario en el paso de los textos árabes al latín que los prestigia en el contexto europeo- y luego, en tiempos de Alfonso X, el proceso culmina en su taller de traducción, cuando el latín pierde terreno y lo gana el romance que desde entonces se llama castellano, la lengua a la que se traslada o se romancea.

 


 

Obras citadas

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CARLOS MORENO HERNÁNDEZ 

Dpto. de Literatura española y Teoría de la literatura
Facultad de Traduccion de Soria
(Universidad de Valladolid)


La Biblioteca Gonzalo de Berceo agradece al Profesor Moreno Hernández la disponibilidad del presente artículo.

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