Adán y Eva; fresco catalán del siglo XI. Museo de Solsona (foto de Yan-Zodiaque).

 

 

 

 

 

Año 1000, fin del mundo.

 

      ¿Por qué? ¿Terror milenarista, fanatismo apocalítico? Estas explicaciones sólo valen para los países cristianos. No obstante. la coyuntura del pánico es universal: china, tolteca, jmer, musulmana, lo mismo que cristiana y occidental. A través de las religiones que le ofrecen ocasión de expresarse, el terror del Año Mil pone de manifiesto diversos niveles de conciencia.

El miedo es, en el fondo, sentimiento de culpabilidad. Hacia el Año Mil, la humanidad siente la responsabilidad de todos los grandes cambios técnicos, económicos, sociales y políticos que transforman al planeta. Roturaciones, desecaciones, irrigaciones, transforman los paisajes y cambian al mismo tiempo los climas locales. Tal región, en otro tiempo húmeda a causa de sus bosques, se vuelve árida después de que éstos han desaparecido al roturarlos. Más que una consecuencia del clima, la vegetación es su factor. Las talas han llegado a modificar la trayectoria de los ciclones. El Año Mil marca de esta manera una lenta fluctuación del clima. Inviernos más fríos, heladas más tardías, lluvias insólitas, sequías anormalmente prolongadas, daban en nuestras latitudes la impresión de un desquiciamiento general. .Se creía que el orden de las estaciones y las leyes de los elementos habían vuelto a caer en un eterno caos, y se temía el fin de la raza humana.

 

 

El fin del mundo se acerca

 

Entonces, con súbito terror, llegará el día del Todopoderoso, y caerá pesadamente, a medianoche, sobre la brillante creación, que resonará en lo más hondo; ante el Señor un fuego enorme y arremolinado recorrerá el ancho mundo. Los cielos estallarán en pedazos y caerán las centelleantes estrellas fijas. Entonces el sol se oscurecerá con color de sangre. La luna irá a caer en el abismo y los planetas también se precipitarán desde los cielos, a través de poderosas ráfagas, batidos por la tempestad. Así el ávido espíritu devastará las tierras y el fuego devorador los altos edificios. A porfía se hundirán los muros de las ciudades. Las colinas se derretirán y se desharán los acantilados que antes, contra las olas del océano, protegían firmemente la tierra. Entonces este fuego mortal acometerá a todo ser vivo, bestia o pájaro. La llama tenebrosa correrá sobre la tierra. Allí donde antes corrían los torrentes, las olas precipitadas en un baño de fuego abrasarán a los peces del océano.

Cynewulf / siglo VIII / Anthologie de la poésie anglaise / Stock, edit. / París.

 

Escucha, tierra, y tú, abismo de los vastos mares, aguza el oído; hombre, permanece en silencio. ¡Que todo lo que vive bajo el sol oiga mi palabra! Ya viene, ya está próximo el día de la cólera suprema, día de horror, día de amargura en que el cielo desaparecerá, el sol se tornará rojo, la luna cambiará su disco, la luz del día se apagará en las tinieblas, las estrellas caerán del firmamento... Una estrella desasida del cielo abrirá el abismo, advirtiendo a los réprobos por un signo precursor. Entonces vendrán a bandadas langostas de una especie hasta hoy desconocida, parecidas a caballos dispuestos para la guerra, la cabeza cubierta con un casco, el cuerpo revestido con una coraza, la cola afilada cual dardo de escorpión: su rostro es humano. El zumbido de sus alas es como la voz de las aguas, sus dientes son como dientes de león. Vuelan con rapidez, rugientes como cuadrigas. Llevan con ellas al ángel del abismo; su nombre en hebreo es Abaddón, en griego Apolo, en latín el Exterminador. Durante cinco meses éste será el azote de los perversos.

Texto de la abadía de Aniane / En Mémoires de la société archéologique de Montpellier, t. III, 1850.

En todas las religiones, y más especialmente en las que tienden a dar una explicación monista del universo, el mundo y el orden natural de las cosas son percibidos en su inmovilidad, como creados para la eternidad desde su comienzo. Cambiar el orden natural de las cosas es, pues, atentar contra la obra de Dios. En todas las metamorfosis de la humanidad, el hombre se siente comprometido, solidariamente responsable de lo que acontece, cayendo fácilmente en el temor. No está nunca seguro de dominar al destino que él mismo prepara. Hay dos maneras de justificarse: reconocer la propia culpabilidad, es decir considerarse en pecado (hay el precedente del pecado original; negar dicha culpabilidad, es decir, proclamar que la fluctuación y el cambio constituyen la manera de ser del mundo.

La segunda manera implica una concepción dualista del mundo, es decir, maniqueísta. El universo es el escenario de una lucha entre dos principios, nunca llevada hasta su desenlace. Este concepto es dinámico. El mundo cambia perpetuamente para elevarse a un futuro mejor.

El sentimiento de culpabilidad inspira una gran parte de la iconografía del Año Mil. En primer lugar hay la evocación del pecado original, de la caída. Después de la confesión de la falta viene el Juicio. Nunca la idea del Juicio Final ha obsesionado tanto a los espíritus. Es una lógica consecuencia. Los hombres, valerosa y conscientemente, emprenden por doquier la ruptura de unos limites demasiado estrechos. Son conscientes, por otra parte, del trastorno provocado en el orden natural.

Se aterran y sienten culpables frente a su Creador, cuyo veredicto esperan. La obsesión de la muerte revaloriza todas las viejas pompas fúnebres. Se pone nuevamente gran esmero en la inhumación y se vuelve a las antiguas costumbres funerarias. Incluso en el universo cristiano, se entierra a los muertos con objetos y joyas. Las tumbas de las necrópolis recientemente descubiertas en Angkor, encerraban gran cantidad de cerámica de la época de los Song. En fin, es el año 998 cuando el abate de Cluny, Odilón, instituye la fiesta del 2 de Noviembre, en memoria de todos los Fieles Difuntos.

¿ Temor de qué?

      El miedo a la muerte parece cosa cotidiana, constante, normal. En el Año Mil, este miedo es público, colectivo, extraordinario. El hombre descubre, más allá del miedo individual a la muerte, el temor solidario de una humanidad abocada a su fin. ¿Testimonios? Son numerosos en el Occidente. ¿Qué dicen estos testimonios? * El fin del mundo se acerca.

Había, según vimos, múltiples razones para el temor: el siglo X aparece profundamente marcado por la gran acometida de los invasores; los gobiernos son inestables, los monarcas asesinados, los dueños son más despóticos, los castigos más duros, la crueldad más evidente. En todo momento se aguarda la señal, el anuncio del próximo fin. La maldad del hombre espanta menos que la ferocidad de la naturaleza. Hasta el Año Mil, parecían soportables los acontecimientos desdichados. Mas, a partir de entonces, el mundo parece resquebrajarse. La fuerza devastadora de los cataclismos meteorológicos provoca la escasez. El hambre cunde, las epidemias enturbian la alegría de cada primavera. Hay explicaciones naturales de esta dramática situación: las talas de montes, el crecimiento de la población, el brusco nacimiento de tantas ciudades defectuosamente abastecidas. Pero no se quiere ver en tal adversidad más que las señales de la cólera divina y el anuncio del fin próximo. Los fieles de la Cristiandad confiesan su pecado: sobre todas las iglesias románicas aparecen Adán y Eva. Los japoneses recientemente convertidos al budismo, los chinos que han unido a la doctrina de Buda la antigua sabiduría de Confucio, los hindúes que vuelven al brahmanismo, los mayas que abandonan sus tierras exhaustas, los árabes que recorren los horizontes de un mundo agitado, todos estos pueblos ven y representan la legión de demonios que ahora les invade. Nunca la carestía, el hambre y las epidemias fueron tan agudos y devastadores como hacia el Año Mil: en 987 hambre entre los mayas, escasez en Europa Central: en 1033, hambre y enfermedades en toda Europa; hacia la misma época, hambre y peste en la India. Y es que el hombre alcanza un punto extremo. El cultivo intensivo de Ias tierras ha permitido hasta entonces alimentar a una población cada día más numerosa, pero ya se toca el limite. El renacimiento del comercio a gran escala, la multiplicación de viajes y peregrinaciones hacen más emprendedores a los pueblos. Los itinerarios y las etapas se definen y se viaja más rápidamente. Por esta misma razón, las endemias se convierten en epidemias graves. Antes la epidemia mataba sólo a los que tocaba en su camino y la enfermedad se reducía a un pequeño radio. Hacia el Año Mil, la movilidad de las gentes, junto con su densidad, hace que la epidemia, pasando de uno a otro, ataque a comunidades numerosas. Por primera vez se conoce una gran mortandad. El hombre del Año Mil asiste, pues, con terror al empeoramiento de sus condiciones de vida. La salvación está en la revolución técnica, en los grandes cambios sociales y políticos, en las transformaciones económicas. Pero ello es ignorado por quienes oscilan entre los primeros efectos dañinos de una metamorfosis y sus lejanas pero benéficas consecuencias.

 

 

Un universo parece escapar al miedo del fin del mundo: la América precolombina. Las civilizaciones de América central han conservado la costumbre de los sacrificios humanos. La proporción de los sacrificados ha aumentado considerablemente durante la alerta del Año Mil. Pero la iconografía acusa un optimismo que se opone al gran desconcierto occidental, jmer o del Japón. Las religiones que han conservado la práctica de sacrificios que representan un regular tributo humano a los dioses, parecen más tranquilizadas respecto a los días venideros que las religiones cuya liturgia se contenta evocando simbólicamente tales sacrificios.

Las condiciones materiales y el ambiente espiritual se unen para dar a los temores la dimensión de un gran pánico. Los cataclismos, el hambre y las epidemias no se atribuyeron a sus causas naturales, sino que se interpretaron como un efecto de la cólera divina. La inquietud nacida de los cambios materiales hace a las gentes propensas a todos los terrores. El hombre del Año Mil tiene ante sus ojos la imagen de un mundo que se desgarra. No sabe comprender, en los órdenes político y económico, el caos con que se inicia la génesis de un orden nuevo, de un diferente estado de cosas.

La historia de esta época está tejida por una maraña de acontecimientos, casi todos vinculados a guerras e invasiones. Las crónicas están llenas de saqueos e incendios, de matanzas y profanaciones. Esta turbulencia en la historia es interpretada como señal de un acabamiento próximo y definitivo, no del simple fin de un viejo orden de cosas, como era el régimen feudal en Europa, el viejo régimen imperial en el Japón, el régimen de la gran propiedad rural entre los chinos, la dominación sacerdotal en América precolombina.

¿Por qué este miedo?

      Los progresos sociales han perjudicado gravemente a muchos hombres. Las sociedades se abren; tal cambio se hace sentir de inmediato por una disminución en la seguridad le toda aquella gente fijada hasta entonces en una condición inmutable, fuera servil o no lo fuera. El siervo en libertad está condenado a vivir por sus propios recursos. En su servidumbre tenía seguros albergue y comida; en cambio, no disfruta siempre en su nueva condición de esta seguridad física. El campesino desplazado que se amontona en los suburbios de las ciudades, no encuentra más que miseria. Por todas partes a vida es más eficiente y productiva, pero se hace más dura para quienes no se adaptan a la nueva marcha de las cosas. Hay, hacia el Año Mil, hordas considerables le vagabundos, peregrinos y bandidos ocasionales, incapaces de alcanzar una situación en esta sociedad que se transforma. Todos estos vagabundos, portadores de sensacionalismos, son fabricantes de noticias falsas. Los que vuelven de sus viajes, los mercaderes, los clérigos que han ido a España, el musulmán de Cartago que estuvo en a India, el toledano que hizo conocimiento con los eslavos, el gantés que visitó Venecia, todos dan del universo una imagen fabulosa. En el dintel interior del pórtico le Vézelay nos hallamos ante una fantástica versión de la fauna humana; también en los rollos pintados de la época de los Song se muestran extraordinarios seres; por esta época, asimismo, en los frescos de Tuen-huang, con ocasión de las tentaciones, de Buda, entre múltiples demonios rollizos, aparecen «los primeros demonios-esqueleto».

Se tiene miedo porque se entra en lo desconocido, en la incertidumbre del cambio. Para Occidente y para Extremo Oriente, por primera vez, se hace problema del dogma de la inmutabilidad. Se inventan «criaturas dotadas con la facultad de cambiar de rostro y de transformarse en cien millones de maneras». Estas criaturas pueblan un Más Allá, un mundo sobrenatural que se imagina sereno y tranquilo. De ahora en adelante, hasta la muerte desemboca en la incertidumbre. En América precolombina, los países de religiones que sacrifican seres humanos aún guardan bellas maneras de morir, si hemos de creer a los relieves de los templos. En El Tajín, en un espacio abarrotado de espantosos demonios, una víctima muere bajo el cuchillo del sacrificio, tranquila y casi sonriente, mientras los cantores recitan alabanzas al Señor. (Bajorrelieve, El Tajín, Veracruz.)

Se tiene, pues, miedo de haber cometido un sacrilegio al violarse por el hombre las fronteras que, en las diversas cosmogonías, la Creación le había señalado. Cada día ve desencadenarse la cólera de los dioses. De la muerte, tanto asusta la realidad como la «superrealidad». El gran terror del Año Mil es el del aprendiz de brujo. El hombre descubre el secreto de su poder y luego se inquieta al saberlo tan fuerte.

Las minorías selectas están agotadas. Por todas partes hombres nuevos las sustituyen. Entre los toltecas y los mayas, la casta de los guerreros suplanta a la de los sacerdotes. Entre los jmer, la misma ascensión del rey y sus guerreros. En Occidente se alzan también nuevas autoridades: el poder secular se enfrenta con el eclesiástico; en la ciudad los burgueses acaparan los cargos administrativos y fundan dinastías plebeyas. El miedo del Año Mil se va extinguiendo a medida que estas nuevas clases dirigentes asumen con energía el porvenir del mundo.

¿Por qué el Año Mil?

Hay una coyuntura universal del pánico. Limitar las causas de este terror a las predicciones apocalípticas no es históricamente muy eficaz. Hemos visto hasta qué profundidad son trastornadas las civilizaciones y las sociedades. En Occidente cristiano, pretextos litúrgicos de poca envergadura (particularmente la coyuntura entre el Viernes Santo y la fiesta de la Asunción en 970), el miedo de pasar a otro milenario, han influido sin duda en la cronología del terror colectivo. Pero esto no esclarece la cuestión más que en parte. Conocemos la explicación profunda: es el fin de un orden antiguo de cosas, el crujir de viejas estructuras económicas. sociales, políticas y mentales. La humanidad, que ha mudado de piel en todos los países, soporta mal su modernidad. Hacia el Año Mil, todo ha cambiado. Los hombres, bruscamente, han sentido un afán de dinamismo, o por necesidad, se ven impulsados al vagabundeo. Todo ello está escrito en imágenes sobre los capiteles de las iglesias románicas, sobre las paredes de los templos jmer, sobre los muros de los campos de juego toltecas o mayas, sobre los frescos de Tuen-huang.

No obstante, el conjunto de las causas profundas no podría explicar el sincronismo riguroso de los acontecimientos y de las emociones colectivas. Admitamos que hacia el fin del primer milenio, los antiguos Estados se hallaban maduros para un cambio de régimen. Tenemos así (987) revoluciones o cambios de reino: advenimiento de Hugo Capeto, migración de los mayas y fundación de su segundo Imperio, sublevación en Bizancio. En poco más o menos un decenio: advenimiento del primer emperador Song (976), fundación del primer Estado turco por Mahmud el Ghaznévida (998). Pero ¿cómo explicar el sincronismo de las emociones colectivas al acercarse el Año Mil, si el milenario no vale más que para la Cristiandad? La solución está en que las cronologías no tienen ninguna importancia en la vida cotidiana. Lo que cuenta es el calendario litúrgico anual sobre el que se organizan la vida cotidiana y la vida religiosa. Más allá, cualquiera que sea la religión, todo acaba en astrología. En uno u otro caso, liturgia o astrología, todo conduce a las observaciones astronómicas. Cada rey, cada príncipe, a menudo los mismos obispos del mundo cristiano, todos los templos en los países no cristianos, se atienen a la astrología. En la misma Francia, bajo el reinado de Luis XIV, un astrólogo ha leído todavía en los astros, aunque, por última vez, el horóscopo de su monarca recién nacido. Sin duda alguna, hacia el Año Mil las observaciones astronómicas y las previsiones astrológicas desempeñan en la vida oficial y popular un papel considerable e influyen en ciertas decisiones.

¿Qué fenómeno astronómico ha determinado por su importancia un movimiento mundial de pánico? ¿Un cometa? El cometa Halley aparece en el tapiz de Bayeux. pero el acontecimiento corresponde al fin del siglo XI. Casi todos los simbolismos cósmicos se refieren más a la luna que al sol (especialmente, las prácticas funerarias que consisten en dar vueltas alrededor de los mausoleos en sentido contrario a las agujas del reloj). Probablemente se trata de un eclipse. Así, en todo caso, parece resultar del texto de Montpellier citado en la página 68: «El cielo desaparecerá, la luna cambiará su disco, la luz del día se acabará en tinieblas.» El texto fue sin duda escrito después del acontecimiento, que se sitúa precisamente hacia el Año Mil. No sin razón, por tanto, el cronista Raúl Glaber hace la siguiente precisión cronológica: «Hacia el año 1003, sucedió que, en casi todo el mundo, se reconstruyeron iglesias, aunque algunas, sólidamente edificadas, no lo necesitaran en absoluto; pero cada país cristiano quería poseer las más hermosas. Era como si el mundo, sacudiendo su vetustez, se hubiera revestido con la blanca capa de los nuevos templos .

Esta primavera de la arquitectura románica es consecutiva a la época de los terrores. Es, pues, hacia el Año Mil cuando el mundo era presa del miedo, un miedo invencible, contagioso.

 

 

Los sacrificios humanos

 

 

     Entre los sacrificios, los más importantes eran los de mojas, jovencitos de quince o dieciséis años traídos generalmente de lejos, de las vertientes de las llanuras. Los mojas eran los intermediarios entre los chibchas y el Sol. Unos eran prisioneros de guerra, otros habían sido comprados desde su más tierna edad a mercaderes de esclavos. Tenían el ombligo cortado, lo que era señal de su destino, pues la sangre que brota del ombligo es el alimento del Sol. Cada cacique tenía sus mojas, que iban al sacrificio poco antes de la pubertad. Pero si un moja había tenido relaciones con una mujer, no le sacrificaban; había perdido sus cualidades como intermediario entre los hombres y el Sol.

     El sacrificio se celebraba general­mente sobre una cumbre, en el lado del Este. Extendían la víctima sobre una tela preciosa y lo mataban con cuchillos de bambú. Rociaban los peñascos con su sangre al empezar el día. Luego, abandonaban el ca­dáver para que fuese devorado por el Sol.

     Los sacerdotes eran los celebrantes en los sacrificios como en las ofrendas; los llamaban jeques; presidían las fiestas que tenían lugar en toda clase de circunstancias: para conmemorar la creación del mundo (en diciembre), para la construcción de una casa o bien para la purificación. Estos festivales eran pretexto de bailes y de borracheras.

 

Henri Lehman / Les civilisations pré­colombiennes, págs. 117-118 / Presses Universitaires de France / París, 1953.

 

¿Quién anuncia el fin del mundo?

En todas las sociedades, en todas las civilizaciones, son los individuos al margen de la ley, la gente desarraigada, los rechazados del orden común, quienes traen la noticia. Son gente de grado o por fuerza comprometida en las corrientes de su tiempo. Pertenecen a la categoría de los inquietos, más sensibles a los cambios que el resto de los hombres. Entre ellos hay buenas almas, ilusos, iluminados, clérigos errantes, desterrados, esclavos fugitivos, pobres y vagabundos de toda especie. Tales seres, ciertamente, niegan la sociedad o bien la sociedad les niega. Constituyen, pues, una humanidad antisocial, fuente siempre del desorden.

Vivir fuera de la comunidad por gusto o por fuerza, es, de hecho, escapar a las ideologías, a los ritos también, que garantizan el orden social. En Occidente, es oponerse a la civilización cristiana, y, en consecuencia, declararse pagano. En Extremo Oriente, es definirse a favor de la antigua religión brahmánica, contra el budismo adoptado por reyes y señores. En América precolombina, es cultivar un politeismo minucioso contra los grandes dioses, bajo cuya advocación los sacerdotes afirman su autoridad. En todas partes se trata de elegir, contra las religiones que se han identificado con un orden político y social para reforzarlo y, a su vez, fortificarse, otros dioses más antiguos, preexistentes a las jerarquías sociales que los cultos posteriores trataban de fijar.

Contra las minorías dirigentes, la masa se lanza al asalto enarbolando la bandera de los viejos dioses. Estos últimos, metamorfoseados o no, reconquistan los capiteles de las iglesias, los muros de los templos, las paredes o los pilares de los recintos. Su múltiple presencia alcanza la obsesión, invadiendo la iconografía. Es una gran mar de fondo, una gran resurrección de antiguas fuerzas. Y, paradójicamente, los que anuncian el fin del mundo son los mejor identificados con la más lejana continuidad histórica. Anunciar el fin del mundo es condenar simbólicamente al orden político y social usurpado. Es un muy amplio movimiento social con todo su acompañamiento ideológico y metafísico.

Desde el punto de vista de las autoridades políticas o eclesiásticas de aquel tiempo, los portavoces de tales corrientes son rebeldes o heréticos. En realidad son las dos cosas a la vez. En el mundo cristiano, los herejes que rechazan el Bautismo, la Comunión y la mayor parte de los sacramentos, protestan contra el diezmo; lo hacen en bandas armadas con horcas, estacas o guadañas. En el plano teológico, se les trata como a locos o brujos, porque su heterodoxia es ignorante; no se trata de la discusión sutil de un determinado punto del dogma, sino de una protesta popular y multitudinaria. En el Próximo Oriente, en el Asia anterior, los campesinos se sublevan contra la dominación bizantina: su protesta asume un pretexto religioso y pide apoyo a los enemigos del Imperio, es decir, a los musulmanes. En la América precolombina, las revueltas han provocado trastornos políticos: la migración de los mayas y la instalación de los toltecas en Chichén-Itzá se efectúan en un clima de revolución social.

En resumen, los hechos sociales, las actitudes mentales, los acontecimientos, todo concurre a dar la impresión de un mundo que se desmorona. El fin del mundo anunciado es la quiebra de las élites del poder y de la sabiduría. Los dioses que éstas hablan adorado se hallan en peligro. Como la justicia parece imprescindible a toda sociedad organizada, ha de mediar el Juicio que separe a los malos de los buenos. Así es como se espera el Juicio Final.

El sicoanálisis es, en tal circunstancia, esclarecedor. La destrucción que se teme es también el refugio que se desea. Poco antes del Año Mil, el hombre siente una grave disminución de todas sus certidumbres.

 

Vivir se convierte en una tarea abrumadora. El paraíso prometido a los justos es el consuelo de las almas simples, cuando, en tiempos de violencia, los fuertes trepan hasta la cúspide de la pirámide social.

Según ya vimos, los elementos dinámicos de las sociedades del Año Mil no son los mejores, estas antiguas civilizaciones, inmovilizadas en el pasado, necesitan un enterrador brutal: piratas, tiranos, señores de la guerra y verdugos. El Occidente cristiano rebosa de señores bandoleros; el Extremo Oriente tenía sus piratas: los ladrones del mar infestaban, efectivamente, las aguas del Japón; es un ejemplo entre otros mil. En resumen, la espera del Juicio Final es afán de reposo en el mismo frenesí destructor.

El juicio de los hombres no es justo. La sanción social ya no premia el mérito.Los antiguos valores se pierden. Frente a la desorientación moral, los débiles se confían a manos del Altísimo. La amenaza del Juicio Final es, en efecto, recordatoria de una ley divina que, más allá de los castigos terrestres, sólo conoce la desigualdad del vicio y la virtud. En diferentes maneras, todas las religiones afirman este término seguro.

Un confuso sentimiento de ruptura

Se puede ver en ello una razón social. En la vieja sociedad trinitaria, en el viejo ideal de organización social a tres niveles, los sacerdotes habían logrado de hecho, ya que no de derecho, establecer la hegemonía eclesiástica; las sociedades precolombinas obedecían también a sus sacerdotes; en Extremo Oriente lo religioso tenía prioridad sobre lo profano; en Occidente la política era válida solamente por la garantía que la Iglesia le otorgaba.

Hacia el Año Mil, este orden se halla perturbado. La fuerza hace ley. Los dioses que representan el orden y la autoridad ya no son escuchados. Vuelve de nuevo la antigua religión. Y con sus dioses, las castas sacerdotales dominantes se repliegan a situaciones ya no tan dominantes.

Ha habido en todo el planeta transformaciones concomitantes. Saber el porqué de estos cambios, es saber al mismo tiempo por qué el Año Mil es el tiempo de los Apocalipsis. Es cierto que esta coyuntura milenaria desempeña en la historia de las civilizaciones un papel importante. No se trata del tiempo de los mil años, que no valen cronológicamente, repetimos, más que para el mundo cristiano, pero es operante, en cambio, esta larga serie de civilizaciones. En un milenio todo se gasta y se congela en la inutilidad: actitudes, hábitos mentales y fórmulas. Al cabo de los tiempos ya estériles, sobrevienen corrientes renovadoras que hacen a la humanidad más fecunda, acreditándolo en el orden puramente material con el aumento demográfico y, en un grado superior, con las creaciones del espíritu.

Tal concatenación de fenómenos crea en el Año Mil un sentimiento confuso de ruptura. Los hombres pueden rechazar voluntariamente una herencia, así como también juzgarla inútil. De esta conciencia de romper con la costumbre establecida, con todo un pasado, con una historia, proviene seguramente la obsesión del Juicio Final. Cuando el mundo ha perdido aquello que antes constituyó su bien, se espera, en consecuencia, la muerte de toda la humanidad.

No es, pues, sorprendente, cuando se llega a esta explicación del Juicio Final, ver a los hombres cobrar una extraordinaria vitalidad y vivir a la vez con la obsesión de su término. También hay el deseo de evocar, en pleno presente, a todos los que han participado en las civilizaciones pretéritas. Comparecer es justificarse. Por un tiempo en que se revisan ciertas maneras de vivir, de creer, de pensar, tranquiliza poner en causa a los promotores de la herencia. La espera del Juicio Final no estaría, pues, únicamente cargada de inquietudes. Sería, como la confesión del pecado original, la manifestación de un deseo de apaciguar la conciencia culpable.


 

¿Qué es el Juicio Final?

El Juicio Final representa comparecer ante el Juez Supremo todos los seres engendrados desde el comienzo del mundo. ¿Qué Juez? En el universo cristiano; no es el Cristo del Evangelio. Es el Señor de la Creación, el Dueño de la vida de los hombres; Es el Dios de los orígenes, vuelto de lo más remoto de las edades. Para contribuir a su obra de justicia, cuenta con una legión de demonios. Toda la humanidad está obligada a comparecer. El infierno invade la mayoría de los tímpanos de las iglesias, y para recordar que el Dueño y Señor retrotrae su sentencia a los primeros tiempos, las tumbas se abren y los muertos se juntan a los vivos. En Extremo Oriente, los muertos comparecen ante Yama (ejemplo, la galería meridional del templo de Angkor Vat, en Camboya, principios del siglo XII). Yama es uno de los * ocho genios de la religión brahmánica. Es el dios de la noche, de los muertos y del infierno; juzga las almas después de su muerte terrenal. Se le representa con rostro colérico y una espada o un azote en la mano, que le asemeja al Dios del Juicio Final del Cristianismo. Según sus pecados o sus méritos, Yama envía los muertos al infierno y a los suplicios o bien les abre los cielos, para que gocen de las delicias de las apsaras, ninfas acuáticas (bailarinas y cantoras) del esvarga o paraíso de Indra.

El universo precolombino, al que la práctica de los sacrificios humanos parece haber ahorrado los temores del Año Mil (en lo que éstos tenían de extremado, exalta las dichas celestiales. El fresco de Tepantlila (México) presenta el reino de los difuntos, pero éste es un país de ensueño: agua, flores, maíz, árboles del cacao. Una multitud jubilosa canta, baila, juega, se agita en un agua que se adivina fresca bajo el cálido cielo.

 

Genios de la religión brahmánica

 

     Ocho genios de la religión brahmánica

Genios hindúes. protectores y reguladores de ocho regiones del mundo, figuran en la jerarquía celeste, inmediatamente después de Brahma. Estos son: Indra, dios bienhechor, guardián del Este, presidiendo el éter y el día; Yama, en el Sur, dios de la muerte y de los infiernos; Niruri, en el Sudoeste, príncipe de los genios malignos; Agni, en el Sudeste, dios del fuego llamado Pacava (el purificador); Vacuna o Pratcheta, en el Oeste, dios del agua y del océano; Paulastia, en el Norte, guardián de las riquezas minerales; Pavana o Maruta, al Noroeste, rey del aire, de los vientos y de los olores; Isania, al Noreste, encarnación de Siva.

 

Los dioses vuelven con todas las armas

 

     Los antiguos dioses vuelven  con todas las armas.

Numerosos santos nos aparecen como herederos de los dioses paganos, en cuyo lugar la Iglesia les estableció. Lo que el dios pagano había hecho, su reemplazante cristiano debía hacerlo también, para no decepcionar.

Los más apreciados eran los guerreros y los que obraban curaciones. Los primeros tenían la función, al igual que antiguas divinidades tutelares, de proteger eficazmente la ciudad contra los sitiadores y llevar los ejércitos a la victoria; los otros debían, con la virtud de sus reliquias, curar las enfermedades más rebeldes y, como Esculapio, inspirar sueños esclarecedores a los enfermos que iban, en consulta gratuita, a pasar la noche en sus santuarios.

Los santos militares y caballeros de Oriente tienen casi todos un origen pagano. La leyenda de San Jorge de Capadocia, matador del dragón, recuerda la aventura de Apolo y sobre todo del héroe Perseo, quien tal vez sea una variante del dios egipcio Horus. San Demetrio, patrón le Tesalónica, que protege contra a peste y el hambre, reemplaza al dios de Macedonia, Cabirio, cuya cIámide lleva. San Teodoro, venerado en la provincia del Ponto, hereda los atributos del dios Men Farnacos: en una batalla contra los rusos, los bizantinos lo ven aparecer montado en un caballo blanco, para levantar la moral de los soldados y poner al enemigo en derrota. Esta leyenda, transmitida al Occidente, se incorporó a la taumaturgia de San Ambrosío de Milán y de Santiago.

 

Louis Réau / Iconographie de l'art chrétien, tomo I, pág. 309 / PUF, edit. / París, 1955.

 

     En realidad todas las sociedades en plena metamorfosis sienten el deseo de justificarse sumergiéndose en el tiempo de sus orígenes. Las civilizaciones colonizadas por ideologías o metafísicas extranjeras - es el caso de la civilización occidental - se inquietan; se preguntan si este fin de un reino, del orden político y social en que viven, no es en verdad el fracaso de los dioses importados. Es precisamente el concepto del mundo y de la sociedad inspirado por estas religiones foráneas, lo que se pone en tela de juicio. * Los antiguos dioses vuelven con todas las armas.En Extremo Oriente, son los dioses indoeuropeos del brahmanismo. En Occidente, los dioses indoeuropeos de la época precéltica. En esta coyuntura de vuelta a los orígenes, las civilizaciones encuentran su común patrimonio originario.

 

 

La vuelta de los antiguos dioses

 

En todas las sociedades, durante el primer milenio, la evolución religiosa transcurre a imagen de la evolución política. Grandes imperios, grandes religiones. Un solo jefe, un solo Dios. Una voluntad de dominación universal religiones con pretensiones universales. Los reyes vieron el partido que podían sacar de las religiones. La conversión de Clodoveo al Cristianismo (496) obedeció al plan político de una alianza del monarca bárbaro con la aristocracia galorromana. El rey, al hacerse cristiano, podía contar con el apoyo de la nobleza cristianizada. Desde sus orígenes, el budismo es un desquite de la casta señorial sobre la casta sacerdotal. Hacia el fin del primer milenio, los grandes imperios están en quiebra; con ellos se hunden los dioses a que se habían aliado.

La agonía de estas religiones «oficiales» se acelera con el auge de la antigua religiosidad que hasta entonces se había continuado clandestinamente. En el Occidente cristiano, sólo las grandes ciudades, residencia de los obispos, habían sido evangelizadas: el campo permaneció fundamentalmente pagano. Hubo, con todo, a fines del siglo VI y comienzos del VII, en tiempo de Gregorio el Grande (590-604), una tentativa de integración; los evangelizadores de esta época quisieron incorporar a los ritos antiguos las solemnidades de la nueva religión (fiesta céltica de la siembra, convertida en bendición de las semillas, por ejemplo). Pero esto no cambió nada en las profundas creencias y las costumbres de la gente campesina. El origen de la palabra -pagano- (de «paganus», habitante del campo) es muy significativo.

Hacia el fin del primer milenio, los campesinos han ido a conquistar nuevas tierras bajo la advocación de sus antiguos dioses. Devolver a la tierra su fecundidad, preservar las cosechas, dar la lluvia, proteger el grano contra la langosta, dar a todo trabajo útil la seguridad y la eficacia que le eran precisos; todo esto prometían los antiguos dioses. Los desmontes, las desecaciones, todas las colonizaciones agrarias, han proclamado de alguna manera la gloria de los dioses antiguos. Entre los toltecas y los mayas, la efigie de Tlaloc, el dios de la lluvia, conocido bajo el nombre de Chac-Mool (véase pág. 16), antigua divinidad agrícola de la fecundidad que remontaba a las épocas más antiguas de la vida sedentaria, aparece en todas partes. Es él quien hace llover sobre los sembrados de maíz. Al lado de Chac-Mool, se rinde culto a la diosa del maíz, a menudo representada en la gloria y el dolor del parto. En Extremo Oriente, se reanuda la veneración hacia las antiguas divinidades brahmánicas de la fecundidad. En el neobrahmanismo, Siva, que destruye para renovar, especie de divinidad del renacimiento, adquiere un lugar privilegiado; el templo de Banteay Srei (véase págs. 48 y 108) le está consagrado.

En Occidente, por todas partes se reverencian los antiguos dioses protectores. El Cristianismo, cuyo dominio es atacado desde el interior, se abre también a estas divinidades. Pacíficamente, una evangelización al revés, una paganización, transforma el Panteón cristiano. Los santos protectores y los que remedian enfermedades invaden la literatura y la iconografía cristianas. En buena parte, son, como Heracles, héroes de la civilización: matadores de monstruos, colonizadores, roturadores, pacificadores, arquitectos incluso. Los santos son antiguos dioses integrados al Cristianismo. La imaginación popular ha multiplicado los ejemplos. Esta creó también, hacia el Año Mil, otros santos de apostolicidad más segura y cristianismo más auténtico.

En Extremo Oriente, el auge del brahmanismo, si no ahogó completamente al budismo, ha multiplicado alrededor de Buda unos dioses protectores que vienen a ser el equivalente de los santos occidentales. Se trata de antiguas divinidades indoeuropeas incorporadas al budismo como otras tantas emanaciones de Buda. Los santos orientales son Budas por asimilación. Hacia el siglo X, el fervor popular los ha multiplicado. Avalokiteçvara es uno de los más célebres. Se trata de una divinidad tutelar: para mejor ver y mejor actuar tiene un ojo en cada palma de sus mil manos.

Este movimiento de fervor popular ha humanizado nuevamente las religiones. La vida de los santos, con todo su contexto pagano, ha invadido la iconografía religiosa. Para defenderse, la iconografía de las religiones amenazadas por esta pleamar de aguas profundas - iconografía cristiana, iconografía budista, iconografía musulmana- se ha vuelto más tolerante con lo humano, con lo concreto. Se insistió en aquel tiempo sobre los aspectos heroicos y emocionantes de la vida de los dioses. Temas como la Natividad (ésta tiene en el crecimiento demográfico una asombrosa correspondencia) han sido enormemente populares. Nacimiento de Cristo, Nacimiento de Buda, vienen a representar la misma cosa (véase págs. 90-91), Es el tiempo en que los hombres se mueven, las partidas, las huidas, las caravanas, se representan frecuentemente en los capiteles de las iglesias románicas o en los muros de los templos de Buda: huida a Egipto para el universo cristiano, partida de Buda para el universo budista.

Por todas partes, a los doctores de la Iglesia y a los sacerdotes se anticipó la gran marea popular. Con habilidad, se instaló a los viejos dioses en edificios construidos, a menudo, en los mismos lugares de antiguos santuarios paganos. A la perennidad de los lugares del culto se añade, en el Año Mil, la perennidad de la creencia.

 

 

 

Llegada de Jesús a Jerusalén. Fresco catalán del siglo XII en el museo de Vich (foto Yan-Zodique).

 
 

 

4. EL MUNDO SIENTE MIEDO
 

ROBERT PHILIPPE
Universidad de la Sorbona

DE LA HUMANIDAD.
Una historia del arte y el mundo bajo la dirección de Robert Philippe
4.EL MUNDO SIENTE MIEDO
Págs. 65-84