A partir de San Pablo, la Iglesia no sabrá conciliar el mensaje evangélico de igualdad con el antifeminismo heredado de las estructuras patriarcales de las culturas judía y grecorromana. Con esta contradicción que se desarrolla desde los primeros tiempos de institucionalización del cristianismo, y secularmente alineada en el sistema de ideas de las clases dominantes, la institución eclesiástica defenderá, durante toda la Edad Moderna, un modelo social jerarquizado de tipo estamental y rígidamente patriarcal, aunque mantenga como principio teórico una concepción igualitaria de todos los hombres.

Sin embargo, o quizá por esa actictitud secular poco favorable a la mujer, ésta ha sido objeto central tanto de la producción literaria como de la actividad pastoral de la Iglesia y ha disfrutado en la Edad Moderna, y con mayor fuerza a partir del siglo XVIII, de un protagonismo especial en las fuentes que tratamos. Sermonarios, manuales de confesores, doctrinas cristianas, teologías morales y tratados sobre diversos aspectos de la vida cotidiana de la época se preocupan con insistencia de la condición femenina, desgranando un discurso en el que se detectan distintos niveles de información: deseos y realidad se entrecruzan continuamente en los textos, configurando una supuesta naturaleza femenina y un perfil ideal de cómo debiera ser.

Presentada ahora como un ángel, ahora como un demonio, la mujer es tipificada en dos modelos femeninos, poco reales por lo arquetípicos, pero que darán juego, durante siglos, al objetivo de encuadramiento pastoral que la Iglesia persigue con renovada insistencia a partir del Concilio de Trento, acontecimiento que representa la máxima expresión de la reacción de la Iglesia católica frente a la amenaza de la Reforma protestante. Esta ofensiva llevará a la Iglesia a manifestarse cada vez con mayor celo respecto a temas de la vida cotidiana a los que hasta entonces había concedido poco o ninguna importancia, desarrollando una normativa minuciosa que abarcará todos los niveles del comportamiento social, de los más públicos a los más privados, en un intento -no siempre exitoso- de reforzar la fe y de corregir los comportamientos con frecuencia fuera de norma de la sociedad del antiguo régimen.

 

La concepción eclesiástica de lo femenino

La idea que la Iglesia mantiene sobre la mujer se apoya en una concepción casi determinista por la cual la biología configura lo femenino como un principio que presenta unos contenidos específicos e inherentes a la naturaleza de dicho sexo. Su carácter está tipificado, integrado por vicios y virtudes femeniles como elementos naturales que dibujan una supuesta realidad psicológica inamovible.

La perversidad femenina, ese tópico milenario de la moral cristiana, es uno de los signos más característicos. La mujer es asociada al mal porque desde el principio de los tiempos y a través de la imagen de Eva, ésta se rinde a su ambición y come el fruto vedado, con lo que pierde la inocencia inicial. Con Eva, los hombres de Iglesia promocionan en cierta medida a la mujer, otorgándole un papel de protagonista en la historia de la humanidad, aunque sea como símbolo maléfico.

Pero ésta es una promoción muy especial, puesto que no es sino a través de Adán que la ofensa marcará para siempre a las generaciones futuras con el pecado original... y como infiel, y rebelde, no se contenta con degradarse por sí sola, sino que solicita, y no para, hasta hazer a su marido, y por él a sus hijos todos cómplices de su delito, o su pena, nos explica a finales del siglo XVII el jesuita F. Garau, que fue rector de los Colegiados de Mallorca y Zaragoza y censor del Santo Oficio. La mujer es explicada en esta primera lectura más como un agente provocador, con capacidad de inducir, tentar y seducir, que como sujeto cuya acción es capaz de traer consecuencias. Esto nos lleva a otro de los rasgos definitorios del carácter femenino: la pretendida incapacidad moral e intelectual provocada por su débil naturaleza, referenciada en innumerables textos. El mismo autor nos facilita una curiosa descripción de los valores femeninos: Bien conocida es la debilidad dese Sexo. Nieta del Iodo: hija de la carne de Adán, y de un pequeño hueso... soys un compuesto de pasiones que os inclinan a mil defectos...es vuestra naturaleza inficionada en la culpa...siendo tan débil la mujer, es por lo común la más mal sufrida de las criaturas...pronta en la ira, lo que le falta de fuerza en las manos, lo tiene de veneno en la lengua... ligerísima en todos sus propósitos. Su vivir es un continuo bullicio de cuidados vanos con una perpetua evagación de inútiles pensamientos. Ven que la fragilidad de su sexo, ni de ordinario, la capacidad de su mente, les permite manejar las glorias del valor, ni del saber. Esta naturaleza femenina devalúa la capacidad moral e intelectual de la mujer alejándola de las esferas de la acción y del conocimiento.

Estas consideraciones negativas sobre la esencia femenina conforman el primer discurso sobre la mujer, el modelo natural basado en una división sexual de la personalidad de los seres humanos por la cual existirían cualidades femeninas y masculinas, incluso cuando las muestra un miembro del sexo contrario. Así , muchos autores critican ferozmente a los hombres afeminados que se dejan dominar por las mujeres, mientras que el padre Garau, refiriéndose a la Virgen, comenta: Esta fue, la que, huyendo medrosos los Discípulos, esforzó a las Marías a asistir, a pesar del horror melindroso, con ánimo más que varonil, a Jesús en la Cruz. Notemos cómo la cualidad considerada femenina debilita la consideración del hombre que la muestra, mientras que aumenta la estimación de la mujer que manifiesta una virtud como la del valor, asociada al sexo masculino.

Esta primera imagen tan poco favorecedora sobre la condición femenina va íntimamente ligada a la segunda lectura de las fuentes eclesiásticas, de bien diferente estilo. En efecto, era necesario ofrecer a la mujer un modelo alternativo, un contrapunto con el que identificarse, que le permitiera el control de las cualidades negativas atribuidas a su propia naturaleza. Alternativa materializada en el ideal femenino basado en la imagen de la Virgen María. Esta, al vencer a la serpiente, se contrapone a la acción de Eva y adquiere para las mujeres unos méritos capaces de trascender sus inclinaciones, redimiéndolas para una finalidad más elevada.

El obispo Francisco Armaña, de Tarragona, en uno de sus sermones explica claramente, a mediados del siglo XVIII, cómo el patrón ideal actúa como función correctora sobre el carácter natural. Tú, oh Madre dichosísima, eres la honra inmortal deste sexo. Solo tú has podido corregir los errores de nuestra primera madre, y reparar sus gravísimos daños. A partir de esta redención se ofrece a la mujer una salida decorosa: imitar los valores exaltados en la Virgen -modestia, humildad, discreción, pureza-, con los cuales la feminidad entra en una nueva categoría y consideración, ya no menospreciada, sino magnificada. Ambos modelos, sin embargo, presentan un rasgo común: la subordinación al elemento masculino. Eva provoca la caída del primer hombre, pero es éste quien tiene capacidad para condenar a toda la humanidad. Del mismo modo María puede actuar sólo a través de su ascendente sobre Cristo.

Estas son las dos imágenes teóricas sobre la mujer que se cruzan constantemente en la producción literaria de la Iglesia. Una concepción del cómo es y otra del cómo debería ser. No sabemos con certeza el grado de control moral ejercido por la instancia eclesiástica sobre la sociedad, pero mucho nos tememos que, para desesperación de los moralistas, modelo y realidad debían andar algo alejados. El ideal femenino exigido celosamente por la Iglesia -como cualquier modelo surgido de un sistema ideológico que basa en unos valores determinados su visión de la sociedad- sería difícilmente aceptado por las mujeres. Las propias fuentes muestran su escándalo por lo que consideran continuas transgresiones femeninas a los valores de pureza, discreción, subordinación y aislamiento repetidos hasta la saciedad desde púlpitos, confesionarios y libritos de devoción.

Veamos cómo se queja el padre De Eguileta de la vida que llevan las mujeres acomodadas de Madrid a mediados del siglo XVIII... gastan el tiempo en el tocador muy despacio, y en visitas frecuentes y desmedidas de cuatro y seis horas: se levantan entre dIez y once de la mañana, después de bien reposado el chocolate, y se recogen después de media noche (lo demás es de gente ordinaria); viven sin concierto, ni buen gobierno de la familia, gastan en modas, galas y refrescos, por no ser menos que otras, lo que no permiten sus fuerzas o hacienda...suspiran por correr plazas de discretas y de entendidas; se dejan servir de malignos chichisveos; quieren ser idolatradas como unas deidades y que las hagan la corte. Estos son los vicios más comunes en ellas. No dudo que con vuestros libritos de devoción os dais por satisfechas, pero tampoco me queda duda de que no entraréis en el reino de los cielos.

Según Mariló Vigil (1 ), la educación femenina será uno de los temas centrales a debatir entre los moralistas del siglo XVI. Juan Luis Vives, con su Instructio foeminae christianae delinea el ideal femenino según las normas del renacentismo cristiano. Vives no juzga los límites del conocimiento femenino en base a la tan repetida incapacidad de este sexo, sino que alienta a la joven al aprendizaje de las letras situándola, en cuanto a capacidad, al mismo nivel que el hombre: Hay algunas doncellas que no son hábiles para aprender letras; así también hay de los hombres; otras tienen tan buen ingenio, que parecen haber nacido para las letras. Las primeras no se deben apremiar a que aprendan, las otras no se han de vedar, antes se deben halagar y atraer a ello y darles ánimo a la virtud a que se inclina. La preparación intelectual femenina defendida por Vives no es, sin embargo, una finalidad esencial, porque ...a la muchacha, no queremos tanto hacerla letrada ni bien hablada como buena y honesta. ..comiéncenle a enseñar cosas que convengan al culto del ánima y en ponerla en cosas de virtud. En la mujer, la cultura tiene la función de perfeccionamiento en la virtud, mientras que en el varón quiero que haya conocimiento de más cosas y más diversas, así para su provecho de él como para bien y utilidad de la república.

 

Formación intelectual de la mujer

La voz de Juan Luis Vives no era la única que en esta época se preocupaba de la formación intelectual de la mujer. En un sentido contrario, como la otra cara de la moneda, Fray Luis de León, en su obra La perfecta casada, manifiesta: El hablar nace del entender. ..Por donde, así como la mujer buena y honesta no la hizo para el estudio de las ciencias ni para los negocios de dificultades, sino para un oficio simple y doméstico, así las limitó el entender y, por consiguiente, las tasó las palabras y las razones.

En el siglo XVII se experimenta un retroceso de la actitud favorable a la instrucción femenina y, en pleno siglo XVIII, asistimos todavía a manifestaciones contrarias a que las mujeres aprendan a escribir. Carmen Martin Gaite (2) comenta la mala prensa que tenían las mujeres denominadas bachilleras. Los textos muestran una gran diferenciación entre las formas de vida del hombre y la mujer. Este, considerado el principio activo relacionado deforma natural a la actividad pública, debe velar más por su formación, tema que es objeto de creciente preocupación en este siglo, en relación con la concepción ilustrada del valor y utilidad del trabajo. La mujer, aunque no es considerado indispensable, puede, si la familia es económicamente potente, aprender a leer, pero no se le aconseja que sepa escribir. Joseph Boneta, en sus Gritos del infierno. así lo considera: Suele dudarse si conviene a una Muger el saber leer y escrivir. Yo tendría por conveniente lo primero, y por inconveniente lo segundo, porque un papel ha menester menos para entrar en una casa, que un hombre...

El discurso eclesiástico no se plantea los peligros morales que puede suponer para el hombre el saber escribir. Pero en la mujer prevalece más su seguridad espiritual y moral porque el conocimiento no entra dentro de su función social, ni amplía la dignidad femenina. Hay quizá, detrás de esta actitud, una intención represiva de la voz de la mujer. Leer podría definirse como una acción receptiva, más femenina. El escribir, en cambio, es una actividad expansiva. transcurre del interior del sujeto que la realiza y muestra hacia el exterior sus ideas y deseos, dibujándose como una actividad más típicamente masculina si nos atenernos a los criterios que regían la mente de los hombres de iglesia de esta época.

Los supuestos peligros del saber femenino encierran, posiblemente, lo que Delumeau (3) denomina un miedo camuflado hacia un ser misterioso e inquietante cuyo conocimiento y preparación podría significar un cambio en la concepción funcionalista de una sociedad jerarquizada social y sexualmente. Se hace necesario mental izar a la mujer de que su ubicación en el espacio doméstico y su función reproductora son correctas, y cuanto menos preparada esté para otro tipo de vida, mejor cumplirá con los requisitos de su rol doméstico y reproductivo. Es el discurso idóneo para la tranquilidad masculina.

Las alternativas de vida que se le planteaban a la joven no eran ni numerosas -quedarse soltera, casarse, entrar en un convento- ni seguramente elegibles a partir de un acto de libertad. Sino que con frecuencia se trataba de imposiciones familiares por motivaciones diversas, que tenían en los intereses económicos y de prestigio social buena parte del peso de la decisión que finalmente se tomara. La Iglesia demuestra durante la Edad Moderna, y de forma muy acentuada a partir del siglo XVIII, un gran interés en reivindicar la importancia de la vocación y la libertad de elección tanto en el hombre como en la mujer.

Libertad que se encuentra protegida con la inculpación de pecado mortal para los padres que fuerzan la elección de los hijos y de excomunión en el caso de las mujeres recluidas contra su voluntad en el convento. Excomulga el Tridentino a los que. violentan a sus hijas para que sean monjas. Sepan también los Padres, que para la violencia, basta la fuerza moral, que consiste en que se lo persuadan con ceño, y con las comunes amenazas de que si no es Monja, no la han de casar, ni tiene que hacer cuentas de que es su hija. Estas, y otras cosas semejantes, considerada la poderosa autoridad de un Padre, y la tímida complexión de una hija, constituyen la fuerza y violencia moral sobre que cae el pecar do y la descomunión, continúa la voz de Boneta.

De esta sobreprotección femenina por parte de la Iglesia, con respecto al acuso de autoridad de los padres, se deduce una realidad muy contraria a la libre disposición de la joven de decidir qué quería hacer con su vida. Se la protege porque es quien disfruta de menos poder de decisión. Los condicionantes económicos que gravitan sobre el futuro femenino son muy atacados por la Iglesia, que se erige -al menos en este aspecto- en paladín de las jóvenes indefensas, mientras acentúa el criterio vocacional y el objetivo salvífico como base de la decisión de tomar estado.

Pero al lado de este ataque a las imposiciones paternas surgen las condiciones impuestas a las jóvenes a la hora de elegir su opción de vida. Así, nuestro autor recomienda, A los Padres, que por sus pocas conveniencias y muchas obligaciones, desean que sus hijas sean monjas, pueden lograr este deseo haciendo que desde niñas traten, lean u oigan cosas espirituales... sin más fuerza que con esta lenta suave maña ellas se inclinarán por sí mismas a la Religión. No sabemos el éxito de esta receta, pero pone en evidencia un concepto de hija-estorbo gráficamente ilustrado en el comentario de Antonio Arbiol, que recomienda: entregue el Padre diligente a su hija por legítimo matrimonio a un hombre de juicio, que él la guardará, y su padre tendrá descanso. La mujer, eterna menor, debía pasar de la tutela del padre a la del marido.

 

Matrimonio, sexualidad y maternidad

Si en el caso de la mujer el concepto elección de estado se refiere a su estado civil. en el caso del hombre la Iglesia le propone el ejercicio de alguna profesión socialmente útil. El obispo Armañá considera que El bien de la sociedad humana pide que haya en ella varios estados: entre sus innumerables individuos unos están destinados a las armas, otros a la magistratura, éstos a las ciencias, aquéllos a las artes, muchos a la navegación o a la labranza. La profesión femenina era única: esposas de Dios o de los hombres, porque la soltería no era tanto un estado como una situación de fracaso de la mujer.

Con la real cédula de 1564 se establecían las prescripciones tridentinas sobre el matrimonio en todos los reinos de España. Anteriormente, el matrimonio por palabras de futuro era ampliamente aceptado como suficiente para legitimar una unión, sin que el párroco ni los testigos fueran requisito indispensable. A partir de Trento se endurece la política eclesiástica condenando los matrimonios clandestinos, en su afán de revalorizar la institución como contrato y como sacramento y de enfatizar su función reguladora del orden social. Según James Casey en su artículo sobre la familia andaluza del Antiguo Régimen (4), la misión básica del matrimonio consistía en facilitar la ordenada transmisión de los bienes de los adultos a los jóvenes y servir de instrumento de entrenamiento de los hijos dentro del marco social establecido.

Que la posición teórica de la mujer dentro del matrimonio fuera de total subordinación al marido no era una concepción exclusiva de los moralistas españoles, sino que, tal como muestra Mariló Vigil en su espléndido trabajo sobre las mujeres de los siglos XVI y XVII, todos, eclesiásticos y laicos, de dentro y fuera de la península, defendían la autoridad por derecho divino del marido, al igual que sancionaban la monarquía absoluta. Paralelamente, se hacían declaraciones de igualdad a través de las palabras compañera te daremos, y no sierva, pero éstas quedaban relegadas a la mera función de principios sin contenido real.

Al desarrollar la normativa del matrimonio, es abrumadora la homogeneidad de los textos durante toda la Edad Moderna en favor de la autoridad absoluta del marido sobre la mujer, condenando incluso la falta de ésta como defecto grave dentro de la familia. El franciscano catalán Francesc Baucells, en una exposición didáctica de la doctrina cristiana de 1703, caracteriza cuál debe ser la actitud femenina en el matrimonio: Han de saber las mullers, que tenen obligació de honrar, amar y obehir a los marits, puix lo marit, és superior a la muller, i així peca mortalment la muller, si notablement deixa de obehir a son marit en aquellas cosas que pertanyen als bons costums, al bon regiment, govern de casa i familia. I si despreciant al marit, volgués ella governar la casa (traducción del texto: Han de saber las mujeres que tienen obligación de honrar, amar y obedecer a sus maridos, ya que el marido es superior a la mujer, y asf peca mortalmente la mujer, si de forma notable deja de obedecer a su marido en aquellas cosas que pertenecen a las buenas costumbres, al buen orden y gobierno de la casa y familia, y si despreciando al marido quisiera ella gobernar la casa.). El dominio masculino no debe, sin embargo, basarse en la tiranía, sino en la corrección caritativa y algun moderado castigo, como señala el aragonés Antonio Arbiol en su divulgadísima obra La familia regulada, de mediados del siglo XVIII.

Los moralistas matizan progresivamente este dominio, introduciendo la necesidad de una actitud masculina de tolerancia hacia la mujer, sin que ello signifique disminuir ni un ápice lo que indiscutiblemente es considerada su legítima autoridad. Vos, esposa, habéis de estar sujeta a vuestro marido en todo...la mujer condescienda con su marido, y siga su parecer. Y el varón, por tener paz, muchas veces pierda de su derecho y autoridad porque el varón es la cabeza de su mujer... el varón ame a su mujer, y la mujer ame y tema a su varón.

La idea de amor conyugal que se desprende de las definiciones eclesiásticas sobre el matrimonio sería la de una pasión domesticada, un sentimiento de afecto razonable, el exceso del cual -el amor carnal o de concupiscencia- era más condenado que su inexistencia, de acuerdo con la obsesión eclesiástica por valorar de forma temerosa todo lo relacionado con la sexualidad. El sentimiento que debe prevalecer entre los cónyuges es más el de un entendimiento y comprensión que facilite una convivencia tranquila, que el concepto moderno del amor-pasión. Es indudable que éste debió existir, aunque a menudo no fuera asociado al matrimonio.

La revalorización del matrimonio como sacramento no esconde la primitiva idea de tratarse de un estado más imperfecto que el celibato y una solución moral, que permite aquello que intrinsecamente es considerado pecaminoso. La legalización de la actividad sexual tiene su contrapartida en la absoluta condena de cualquier medida contraceptiva y en el deber inexcusable de aceptar todos los hijos que Dios se. sirviera enviar, sin posibilidad de incidir -excepto con la continencia sexual de la pareja- en las dimensiones familiares, a pesar de los frecuentes problemas de subsistencia o de poca salud de la futura madre. La carga de tener hijos afecta de forma especial a la mujer, que es biológicamente la encargada de materializarlos.

Por lo que respecta a la sexualidad dentro del matrimonio, la Iglesia concede gran importancia al pago del débito conyugal, en un teórica relación sexual igualitaria, desvirtuada con palabras como las de Antonio Arbiol en la obra anteriormente comentada: A algunas mujeres inconsideradas las engaña el enemigo con pretexto falso de más pureza, y no acaban de entender que (complacer sexualmente al marido) es acto meritorio de vida eterna y el negarse les puede hacer gravísimo escrúpulo de conciencia, por el peligro grande de incontinencia que acasionan a sus maridos. Desconocemos si muchas mujeres se resistían a complacer sexualmente al marido motivadas por una elevada concepción de la pureza, o lo que intentaban era evitar la posibilidad de quedar embarazadas para huir de las dificultades que con frecuencia suponía en su vida esta circunstancia.

Las fuentes señalan la responsabilidad femenina sobre los delitos de infidelidad del marido. De la buena disposición de la esposa respecto a las demandas sexuales del marido dependía el que éste cayera o no en relaciones extraconyugales.

 

Adulterio y virginidad

El adulterio femenino, en cambio, es considerado como más grave y la responsabilidad recae únicamente en la mujer. A la importancia espiritual del pecado se le añade el de la desviación de su naturaleza. Cuando el marido comete adulterio, la esposa debe resignarse, sin reprobaciones ni enfados, sirviéndolo con respeto y abnegación. Esta es la fórmula ideal para que el marido retorne al lecho conyugal.

En tanto que criatura habilitada para ejercer de receptora de la agresividad sexual del marido, y acentuando por encima de toda la función reproductora de la mujer, la Iglesia se interesa, básicamente, por el buen fin de la gestación, en un planteamiento providencialista que prescinde de las condiciones materiales en que deberían vivir los hijos y de la suerte física y psíquica de la madre.

Peor aún que la maternidad no deseada en la mujer casada debía ser la de la madre soltera. La virginidad era una carga. específicamente femenina y su pérdida se pagaba cara. Joseph Llinàs es explícito respecto -al acto amoroso realizado por soltero o soltera: El primer acceso ilícito con doncella siempre es pecado de estupro, no lo es en el hombre la primera vez que peca, éste no tiene sello de virginidad, como la mujer lo tiene, en cayendo la mujer en esta culpa, pierde la vergüenza, se pone en peligro de ser mala. Perdida la virginidad, no es fácil hallar casamiento. La ilegitimidad era un importante factor de marginación femenina. Muchas de estas mujeres, repudiadas por sus seductores, debían abandonar sus aldeas para ir a parar, con su carga vergonzante, a las ciudades.

   Para ver hasta qué punto se exaltaba la pureza femenina, fijémonos cómo Larraga, a finales del XVIII, manifiesta: También una mujer honesta, especialmente si es virgen, no está obligada a dejarse curar del Cirujano in partibus secretioribus et pudendis, aunque tema ciertamente el morir por razón de esto. Parece que, al menos por cuestiones de salud, no presentaba ventajas ni ser virgen ni ser honesta.

Habría que ver si la respuesta femenina a las propuestas de los moralistas era la que éstos esperaban, aunque por sus quejas podemos adivinar que las mujeres no se comportaban con la paciencia, humildad y resignación que se suponía debían presidir todos sus actos.

 

NOTAS

(1) Vigil, Mariló. La vida de las mujeres en los siglos XVI y XVII. 1986.

(2) Martín Gaite, Carmen, Usos amorosos del dieciocho en España. 1981.

(3) Delumeau. Jean. Le Peur en Occident. 1978.

(4) Casey, James. La familia en la Andalucía del Antiguo Régimen, en HISTORIA 16, 1981.

 

 

 

Por  Dolors Ricart i Sampietro
Historiadora

 

 

Indice del monográfico
LA MUJER EN ESPAÑA

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