Capitel interior del ábside de la iglesia de la Concepción de Ochánduri (La Rioja). Construida durante los siglos XII-XIII.  

Biblioteca Gonzalo de Berceo

El puerto de Roncesvalles era la ruta más fácil para la entrada del ejército del Príncipe Negro en España. Por eso don Enrique se apresuró a entrevistarse con el rey Carlos de Navarra en Santa Cruz de Campezo para lograr de él impidiera esta entrada. Allí juraron los dos monarcas un tratado "sobre el cuerpo de Dios" y en presencia de los arzobispos de Toledo y Zaragoza. "E fincó que el rey de Navarra non daría el paso de los puertos de Roncesvalles al rey don Pedro, e al príncipes de Gales, e a los que con ellos venían, e que por su cuerpo -personalmente- sería en la batalla con todo el poder que oviese en ayuda del rey don Enrique". Antes de separarse -dice la Abreviada- dio don Enrique al rey de Navarra sesenta mil doblas de oro por esta "pleytesía". Además, entre otras muchas poblaciones, le cedería la villa de Logroño. Recuérdese, para calibrar mejor la honradez de aquellos monarcas, que unos cuatro meses antes, el 23 de septiembre de1366, el rey don Pedro había hecho donación, firmada y jurada, al de Navarra, de la provincia de Guipúzcoa, Vitoria y toda Alava, Navarrete, Calahorra, Alfaro, Treviño, Nájera, Haro, Briones y La Bastida, y de "todo lo que el dicho rey de Navarra dice que fue de Navarra antiguamente, salvo Rioja".

 

 

 

      El monarca navarro se comprometió también, después de pasadas las compañías extranjeras a España a pelear personalmente en favor de don Pedro. Pero a última hora debió de sentir un poco de rubor ante tanta felonía, y se amañó para salir de caza por tierras de Borja y dejarse coger preso por el alcaide de aquella villa aragonesa. Había convenido con él que "andaría a caza cerca de la villa e castillo de Borja, que es a quatro leguas de Tudela, que le prendiese, e le toviese preso en dicho castillo fasta que la batalla del rey don Pedro e del príncipe de Gales con el rey don Enrique fuese pasada; e que así podría aver escusa de non ser por su cuerpo -personalmente- en la batalla". En efecto, "prendióle, e levóle al castillo de Borja, e tóvole allí fasta que la pelea del rey don Pedro e del príncipe con el rey don Enrique fue fecha" .

    Don Pedro López de Ayala había dejado en silencio con pudorosa discreción su paso al campo de don Enrique. Ahora lo menciona por primera vez al contarnos cómo ordenó el de Trastámara la batalla al saber que se acercaba el enemigo. No nos dice cómo don Enrique lo había acogido con gran alegría. El de Trastámara conocía la valía de esta conquista y premió al caballero alavés con generosidad. Le hizo en seguida alférez mayor de la Orden de Caballería de la Banda. Esta aristocrática institución había sido creada el mismo año del nacimiento del Canciller por Alfonso XI, cuando tanta intervención tuvo Fernán Pérez en el pacto de Arriaga para la entrega voluntaria de Alava a la Corona de Castilla. En la vanguardia de la batalla, llevando el pendón de la Banda, encontramos a nuestro cronista, junto a los más ilustres títulos de Castilla. En el centro del orden de batalla, cerca del rey, vemos a su padre, Fernán Pérez. Entre todos, infantes y jinetes, llegaban a cuatro mil quinientos: "e otrosí tenía el rey don Enrique de las Montañas, e de Guipúzcoa, e de Vizcaya, e Asturias muchos escuderos de pie; pero aprovecharon muy poco en esta batalla, ca toda la pelea fue en los omes de armas", que era, como quien dice, la caballería pesada, en que jinete y caballo iban defendidos con cota de malla. En la vanguardia de don Enrique iba mosén Beltrán de Claquín, y en la de don Pedro se hallaba mosén Hugo de Caureley: éste se había pasado al campo enemigo, pues decía que él tenía que luchar junto al príncipe de Gales, hijo y heredero de su señor el rey de Inglaterra. El mismo Ayala le da la razón en este cambio.

Las huestes de don Pedro "eran tres mil omes de armas, muy buenos omes, e muy usados en guerras -eran soldados profesionales en su mayoría- ... e otros grandes caballeros e buenos escuderos de Guiana -Guyena-, fasta dos mil lanzas". El conde de Foix traía además "fasta dos mil omes de armas". En la retaguardia venía don Pedro con el príncipe de Gales y el pendón del rey de Navarra, con tres mil lanzas. Así que todo el ejército de Pedro I se componía de "diez mil omes de armas, e otros tantos flecheros, e éstos omes de armas eran entonces la flor de la caballería de la Christian dad". Efectivamente, hallándose don Enrique en el encinar de Bañares poco antes de la batalla, "ovo cartas mensageras del rey don Carlos de Francia, por las quales le envió rogar e consejar que non pelease ... ca él facía cierto que con el príncipe de Gales venía la flor de la caballería del mundo: e por ende que ... ficiesen su guerra en otra guisa. Ante una perspectiva tan peligrosa, don Enrique reunió su conseja, "e todos los que del su consejera eran, e amaban su servicia, le decían que si él pusiese alguna dubda en la batalla, que fuese cierto que todos los más del regno se partirían dél e se irían para el rey don Pedro, e esto mesmo farían cibdades e villas". Ayala estaba entre los que así pensaban: los años y la experiencia le volverán más cauto ante la batalla de Aljubarrota.

    Las huestes del Príncipe Negra, al ver que nadie las hostilizaba, se derramaron por la llanura de Alava para "catar viandas". Cuando 10 supo don Enrique, mandó fuertes destacamentos contra ellas, los cuales "fallaron y -allí- pieza de gentes ingleses e gas canes que andaban a catar viandas, e tomáronlos". Al verse sorprendidos se parapetaron los ingleses en un cerro -lnglesmendi- cerca de la aldea de Ariniz. Cuando advirtieron los castellanos que era difícil apoderarse del altozano a caballo, pusieron pie a tierra y en un vialento asalto desalojaran a los ingleses del cerro, matando a muchos, entre ellos a mosén Guillén de Feleton, uno de las principales caballeros y consejeros que acompañaban al príncipe de Gales.

    Como don Enrique no bajaba de su nido de águila y como todas los pasos para entrar en Castilla estaban tomados, resolvió don Pedro entrar en la Rioja por Navarra. Se detuvo algo en Logroño, villa que le había permanecida fiel, "e hay en ella sobre el río de Ebro una grand puente e buena e por allí pasaron el rey don Pedro, e el príncipe, e todas sus campañas: e ficieron su cuenta, que el rey don Enrique les vernía a la pelea, e que entrarían por el regno de Castilla como quisiesen".

    El príncipe de Gales mandó por un su faraute una carta muy delicada a don Enrique, animándole a hacer las paces con su hermano y a devolver el reino que le había usurpado, pues sería una pena que se derramara tanta sangre inútilmente. En ella le promete que don Pedro le concederá un puesto digno de su rango. Confía en Dios y en San Jorge que todo se arreglará fácilmente. En la respuesta, confía también don Enrique en Dios y en Santiago que jamás volverá a reinar en Castilla don Pedro. La carta de la crónica es muy moderada, pera la que viene en la Abreviada le pone a don Pedro que no hay por dónde cogerlo. Por la visto, en la redacción definitiva se procuró limar todas las asperezas para no herir los sentimientos de sus descendientes, como la reina doña Catalina, nieta de don Pedro, y otros emparentadas con la familia real a con la grandeza de Castilla.

   Según Ayala, en la disposición de la batalla de Nájera, don Enrique se dejó llevar más de su corazón esforzado que de la estrategia inteligente, pues "era ome de muy grand corazón, e de muy grand esfuerzo, e dixo que en tadas guisas quería poner la batalla en plaza llana sin aventaja alguna". Extraña estrategia ante un enemigo muy superior!

   Las campañías de don Pedro salieron de Navarrete el sábada 3 de abril de 1367, "e apeáranse tadas grand pieza antes que llegasen do los de la partida del rey don Enrique estaban". Las primeros que chocaran con las huestes del Príncipe Negro fueron los caballeros que se hallaban junto al pendón de la Banda. Nuestro cronista recuerda muy bien la violencia de la primera arremetida, como testigo presencial y paciente de las golpes dados y recibidas. "E tan recio se juntaran las unas con los otros -- --nos dice- que a los de una parte e a las de la otra cayeron las lanzas en tierra: e juntáronse cuerpos con cuerpos, e luego se comenzaron a ferir de las espadas e hachas e dagas". Los de don Pedro y del príncipe de Gales gritaban: ¡Guiana, Sant Jorge!, y los de Enrique, ¡Castilla, Santiago! Cuenta Ayala la traición -pues parece que no fue cobardía- de don Tello y de los suyos que, en cuanto vieran arremeter a los enemigos que tenían en frente, "non los esperaron, e movieron del campo a todo romper fuyendo". Fueron perseguidos buen trecho, pero corrían tanto que no lograron alcanzados. Entonces los perseguidores volvieron grupas y atacaron por detrás a los que estaban junto al pendón de la Banda, "e firiéronlos por las espaldas -cuenta Ayala, a quien parece que le duele más la conducta de don Tello que las estocadas recibidas-, e comenzaron aprisa a matar dellos ... en guisa que fueron todos muertos e presos, ca ninguno los acorría, e ellos estaban de todas partes cercados de los enemigos".

    Don Enrique acudió dos veces "en su caballo armado de loriga por acorrer a los suyos ... e llegó do veía que el pendón de la Vanda estaba, que aún no era derribado -recuerda con orgullo Ayala-: e quando él llegó do era la prisa de la batalla e vido que los suyos non peleaban, ovo de volver, ca non pudo sofrir los enemigos, que eran muy esforzados; e así ficieron todos los de caballo que con él eran, e partieron del campo, e los ingleses e gascones los siguieron fasta la villa de Nájera".

    Tiene López de Ayala un recuerdo emocionado para los que cayeron junto al pendón de la Banda, donde peleaban también don Sancho, hermano de don Enrique, y Duguesclín: es un desfile de nombres ilustres de la más rancia nobleza de Castilla. Pagaron además tributo a la muerte en esta lucha fratricida cuatrocientos hombres de armas. Entre los más famosos prisioneros estaban don Sancho, Beltrán de Duguesclín y nuestro cronista. Tremenda debió de ser su angustia por este percance: él, que siempre estaba abogando por la unión de los castellanos y a quien tanto apenaban estas luchas fratricidas, se encontraba ahora además vencido y humillado y a punto de comparecer ante el rey a quien había abandonado. Y el rencoroso don Pedro no perdonaba. Nos dice Zurita que en vano pidió el Cruel a los ingleses la entrega de López de Ayala, sin duda con la devota intención de decapitado, dado sus furores de miura. Se opuso terminantemente el Príncipe Negro y le retuvo en su poder hasta que su familia consiguió rescatado con una suma elevadísima. El ilustre abanderado alavés estaba ya libre en el mes de agosto de ese mismo año de 1367. Por diciembre le vemos de nuevo junto a don Enrique.

   Tuvo lugar la batalla de Nájera un sábado 3 de abril, y desde allí se dirigieron los vencedores a Burgos. Parece que don Pedro no supo durante varios días nada del paradero de don Enrique. Por lo menos, en una carta que escribió al Concejo, a los alcaldes y a los oficiales de Murcia el 15 de abril, les dice: " el traydor nin sabemos si es preso o muerto, porque morieron muchos de los mayores omes de quenta: e de los otros que se perdieron de su parte son infinitos" (2). Pero el conde de Trastámara no había muerto ni había sido hecho prisionero. Ayala nos cuenta así su huida: "Acaesció que el rey don Enrique aquel día estaba en un caballo grande rucio castellano, e armado de lorigá (3): e quando los suyos fueron vencidos e partidos del campo, él fue para la villa de Nájera; e como quier que es asaz cerca, non podía el caballo levade, que andaba cansado. E un escudero su criado, que decían Rui Ferrández de Gaona, natural de tierra de Alava, estaba en un caballo ginete, e llegó al rey don Enrique e díxole:

"Señor: tomad este caballo, ca ese vuestro ya non se puede mover". E el rey fízolo así, e cabálgó en él ginete, e salió de la villa de Nájera, e tomó camino de Soria para Aragón". Al llegar cerca de Calatayud, "en un logar de don Juan Martínez de Luna, que dicen Illueca (4) e allí falló a don Pedro de Luna, que fue después papa Benedicto, e él le guió e fue con él fasta fuera de Aragón". De allí siguió hasta Tolosa la Grande, como entonces llamaban los castellanos a Toulouse; y pocos días después pasó a Aviñón. El papa Urbano V, que "le quería bien", mandó que se le ayudase y consolase lo mejor posible, "empero el rey don Enrique non vio al papa, ca todos temían facer enojo al príncipe de Gales: tan poderoso le veían estonce".

La derrota de Nájera cayó en Burgos como una bomba y el pánico cundió por todas partes. La familia de don Enrique y sus más allegados y comprometidos emprendieron una huida desatentada camino de Aragón, sin abandonarles nunca la sombra siniestra de don Pedro como una torva pesadilla. Esta procesión de fugitivos la encabezaron los arzobispos de Toledo y de Zaragoza, en contra de lo que pide la liturgia procesional.

Al enterarse que ya había tenido lugar la batalla de Nájera. el rey de Navarra pidió al alcaide Borja que le soltara, dejando en rehenes a su hijo: después le animó a que le acompañara hasta Tudela. Una vez allí, mandó prenderle a él y a un hermano suyo: éste intentó escaparse por los tejados, pero le mataron. Al alcaide le tuvo preso hasta que volvió el hijo del castillo borjano. De las muchas promesas que le había hecho no cumplió ni una.

Después de la batalla el Príncipe Negro llevó prisionero a Burdeos a Beltrán de Duguesclín: hubo entre ellos un torneo de caballerosidad. Al principio pensó el inglés tenerlo preso mientras duraren las hostilidades entre Francia e Inglaterra. para privar al enemigo de un soldado tan esforzado. Al héroe bretón le encantó saber que le iban a tener encerrado por miedo, y así lo manifestó. El de Gales creyó que este proceder sería vergonzoso para él, y propuso al bretón que se rescatase con el precio que quisiera. Duguesclín era un magnífico paladín, pero más pobre que una rata: "non avía en el mundo si non su cuerpo". Todos creían que pondría una pequeña cantidad, pero "dixo mosén Beltrán así: "Pues que mi señor el príncipe es así franco contra mí -conmigo- e non quiere de mí salvo lo que yo nombrase de finanza, decidle vos que magüer só pobre caballero de quantía de oro e de moneda, pero que con esfuerzo de mis amigos yo le daré cien mil francos de oro por mi cuerpo ... E el príncipe quedó maravillado, primeramente del grand corazón de mosén Beltrán, otrosí dónde podría aver tanta quantía" .

Duguesclín envió cartas a "los señores, varones e caballeros de sus amigos" de Bretaña, pidiéndoles le ayudaran en el rescate, que él se lo devolvería lo más pronto posible. Le contestaron que harían lo que podían con tal de ver fuera de la prisión a tan gran caballero. Presto se vio libre y se presentó al rey Carlos de Francia (5); éste quiso tener la honra de pagar todo el rescate de un hombre que tan bien había luchado por Francia y les agradeció a los caballeros bretones su generosidad.

Ayala tiene interés especial en hacer resaltar la noble generosidad de amigos y enemigos en este trance: por esto lo relata extensamente. Refiriéndose al rey de Francia, termina diciendo: "Otrosí fue e es grand razón de ser contada la nobleza e grandeza de corazón del rey de Francia en la dádiva que fizo en dar a mosén Beltrán cien mil francos para su rendición, e otros treinta mil para se apostar -para vestirse y equipararse-. E por todas razones se puso aquí este cuento; ca las franquezas e noblezas e dádivas de los reyes con grand razón es que siempre finquen en memoria, e non sean olvidadas: otrosí las buenas razones de caballería". Como veremos, razón tenía de expresarse así nuestro cronista.

Dice Ayala que desde que se conocieron hubo poca avenencia entre don Pedro y el Príncipe Negro. Y esta falta de compenetración aumentó después de la batalla, sobre todo por la crueldad del monarca castellano. Durante la lucha se había entregado a un inglés Iñigo López de Orozco, paisano de nuestro cronista. Pasó el rey cabalgando frente al prisionero y lo mató: "e el caballero que lo prendiera vínose luego a querellar al príncipe, que él teniendo aquel caballero preso, el rey don Pedro llegara allí, e que le matara ... que se sentía muy deshonrado de le matar un caballero que a él era rendido e le tenía en su poder. E el príncipe dixo al rey don Pedro que non ficiera en ello bien; ca bien sabía él entre todas las otras cosas que entre ellos estaban acordadas e juradas e firmadas, ese capítulo era uno de los principales, que el rey don Pedro non matase a caballero ninguno de CastiIla, nin ome de cuenta, estando y -allí- el príncipe, fasta que fuese juzgado por derecho". El inglés le dio a entender .que temía que en lo sucesivo cumpliría tan mal como aquél todos los compromisos. Concluye Ayala diciendo: "El rey don Pedro se escusó lo mejor que pudo pero non fincaron el rey e el príncipe bien contentos aquel día".

Pocos días después pidió don Pedro al Príncipe Negro que le entregara todos los caballeros y escuderos castellanos de pro que habían caído prisioneros, que él los pagaría con un precio que el príncipe juzgara razonable. Que así lograría atraerlos a su servicio. La respuesta del inglés fue una rotunda negativa, y la razonaba así: "que tales eran los caballeros que los tenían que por dineros del mundo, aunque fuesen mil tantos que valiese el prisionero que toviesen, que le non rendirían a él, por quanto pensarían que los cobraba para los matar". Le dio a entender con ruda franqueza que de eso ni se hablase. Tomó tan a mal el rey esa prudencia del príncipe que le dijo que de no entregarle aquellos prisioneros consideraba poco menos que inútil la victoria y que había malgastado sus tesoros en prepararla. En don Pedro la sed de venganza era algo ferozmente patológico. Sin duda que una de las mayores penas que acompañaron al Cruel hasta el sepulcro fue el no haber podido echar mano a mosén Perellós, el pirata de marras de las naves placentinas. El príncipe de Gales se puso también muy "sañudo" al oír semejantes despropósitos, y le dijo muy prudente que en vez de atraerse el odio de sus vasallos con estúpidas matanzas, lo que debía hacer era ganarse las voluntades de sus súbditos a fuerza de bondad y gobierno más paternal. "E yo vos consejaría de cesar de facer estas muertes, e que buscásedes manera de cobrar las voluntades de los señores, e caballeros, e fijosdalgo, e cibdades e pueblos de este vuestro regno; e si de otra manera vos gobernáredes segund primero lo facíades, estades en gran peligro de perder el vuestro regno, e vuestra persona, e llegarlo a tal estado, que mi señor e padre el rey de Inglaterra, nin yo, aunque quisiésemos, non vos podríamos valer". No sabemos hasta dónde calaron en aquella naturaleza bravía tan ponderados y saludables consejos. Lo único que conocemos es que ya le quedaba poco tiempo para ponerles en práctica.

A los dos días de la batalla estaban en Burgos los vencedores. Don Pedro, muy bien recibido, ordenó que "el príncipe posase en el monesterio de las Huelgas, que es un monesterio de dueñas muy noble". El resto del ejército se aposentó en la ciudad y en todos los pueblos de los alrededores hasta cinco leguas de distancia. Se trató largamente de lo que Pedro había de pagar a las tropas mercenarias: "montó todo muy grand quantía", dice Ayala sin detallar más. El rey regateó cuanto pudo, diciendo que en Bayona había pagado en joyas y oro más de lo debido. Los otros replicaban que mejor hubiera hecho en pagarles en moneda vulgar con que comprar armas y caballos, pues los mercaderes se aprovecharon de las circunstancias para hacer cambios muy favorables para ellos. El Príncipe Negro le recordó cómo le había prometido, en cuanto recuperase el reino de Castilla, el señorío de Vizcaya y la villa de Castro Urdiales. Como se advertían ya indicios de que pronto se reanudaría la guerra entre Francia e Inglaterra, el príncipe le dijo a don Pedro que se volvía con sus compañías, pero que le entregara como rehenes veinte castillos mientras pagaba lo que debía a sus compañías. En principio, parecía estar conforme don Pedro con la donación del señorío de Vizcaya y Castro Urdiales, aunque en su fuero interno pensase otra cosa. En cuanto a la entrega de los veinte castillos, contestó el rey que no los cedería mientras no le constara con seguridad la cuantía de la deuda, y después se negó terminantemente a entregarlos, porque protestaría todo el reino de que daba sus tierras a extraños y se sublevaría contra él. El Príncipe Negro, muy caballero, le dio la razón en esto, pero le pedía alguna garantía de que pagaría cuanto adeudaba a sus mesnadas. Don Pedro prometió que acudiría a la generosidad de sus reinos para que le ayudaran a saldar estas deudas. En cuanto a rehenes, ya los tenía el príncipe en Bayona, donde había dejado a sus hijas Beatriz, Constanza e Isabel. "E desque vio el príncipe que el rey don Pedro non podía al facer -hacer otra cosa-, díxole que le placía".

Lo que ocurrió con Castro Urdiales y el señorío de Vizcaya da una idea pintoresca de lo que era la diplomacia de aquellos días. A lo único que parece no haber puesto ningún reparo el rey fue a la entrega de estos territorios. Allá fueron los embajadores del príncipe tan orondos a tomar posesión de Vizcaya y de la villa santanderina, acompañados de Fernán Pérez de Ayala que había de hacer la entrega. Pero bajo cuerda había escrito el rey a los interesados que de ninguna manera tolerasen el pasar al dominio de los extranjeros. "E así se fizo, que el príncipe non ovo la dicha tierra, por quanto los de la tierra sabían que non placía al rey que fuese aquella tierra del príncipe. E aún decían los de Vizcaya e de Castro Urdiales, que el rey don Pedro enviara sus cartas a las villas e castillos de Vizcaya sobre esta razón, que en ninguna manera non se diesen al príncipe". Porfiaron los embajadores, pero los vizcaínos no cedieron. Otro tanto ocurrió con el caso de Soria: la había prometido don Pedro al condestable del Príncipe Negro, mosén Juan Chandós. Este se lo recordó, "e dixo el rey que le placía, e mandóle dar sus cartas para que se la entragasen; pero un su chanciller del rey, que decían Matheos Ferrández de Cáceres, pidióle por la chancillería de la carta diez mil doblas: e el condestable non quiso tomar la dicha carta", pues comprendió en seguida que no eran tan caros los derechos de cancillería, sino que se trataba sencillamente de darle a entender que no pensaban entregarle la ciudad.

El Príncipe Negro atribuyó este proceder de don Pedro a falta de seguridad en el trono que acababa de recuperar. Para asegurarlo en él le dijo que permanecería todavía cuatro meses con sus compañías en Castilla, y en una magna ceremonia en Santa María la mayor de Burgos mandó leer solemnemente delante de una enorme muchedumbre que abarrotaba la iglesia todo aquello a que se comprometía el rey. Luego logró que éste jurase "en el altar mayor de la dicha iglesia sobre la cruz e los santos evangelios" .

Después de la victoria de Nájera, escribió don Pedro una carta a un moro de Granada, "que era grand sabidor" y muy amigo suyo,· contándole cómo había vencido a su hermano y pidiéndole consejo para en adelante. Le contesta el moro con una larga epístola de un barroquismo que marea, pero en la que le habla muy claro de sus obligaciones y de cómo tiene que variar de conducta si quiere mantenerse en el trono. Si no en la forma, en el fondo se oye la voz de Ayala.

Ante todo, le dice, "dad a gustar a las gentes pan de paz e de sosiego ... E todas las cosas porque os aborrescieron sean tiradas con las sus contrarias; e mostradles arrepentimiento de todo lo pasado; e honrad a los Grandes; e guardadvos de las sangres e de los algos -de los bienes- de vuestros súbditos, si non con derecho e justicia: e alegrad el rostro, e abrid la mano, e cobraredes la bienquerencia ... Dad los oficios a los que les pertenescen", y eso aun cuando no los quiera bien, y no a los amigos a los que no les pertenecen. Le anima a que cicatrice las heridas de aquellos a quienes lastimó con su conducta desaforada, y sobre todo ahora, "ca las llagas son aún frescas". Esta es la mejor muralla que podéis levantar frente a vuestros enemigos. Le aconseja la economía para estabilizar la moneda tan mal parada con tanta guerra, pues "las aves sosiegan e se fartan con lo poco en el tiempo del invierno: e el vuestro enemigo es vivo, e el curso del mundo non es durable, e non sabedes qué acaescerá".

"Castilla es fallada -hollada- e despreciada de gentes extrañas, e muchos de los grandes de vuestro regno son finados en las guerras". Todo esto exige apremiante remedio, y este remedio sólo se halla en el bálsamo de la paz. "Ca dixo un sabidor consejando al honrado: que olvide los yerros que le son fechas. E dixo otro sabidor: si oviese entre mí e las gentes un caballero, non se cortaría, ca quando ellos tirasen yo afloxaría, e quando ellos afloxasen yo tiraría". Le aconseja que reciba las disculpas de los que le han hecho algún entuerto, aunque sepa que mienten, "ca mejor es que descobrir las verdades". Urbano V no le hubiera aconsejado mejor.

¡Qué bien conocía aquel moro sabidor al rey castellano!. .. casi tan bien como Ayala. Le recuerda cinco cosas de que ha de guardarse muy bien un soberano si quiere gobernar dignamente. La primera es tener en poco la vida de sus súbditos; la segunda, ser demasiado codicioso de los bienes ajenos; la tercera es no querer atenerse a los consejos de los sabios y de los que bien le quieren; la cuarta es "despreciar a los omes de ley; la quinta, usar de crueldad". Son estos consejos otros tantos mazazos a las fieras de los defectos dominantes de Pedro I el Cruel.

Continúa el moro sabidor glosando estos cinco puntos, que le hubieran podido servir de meditación al monarca castellano durante muchos años, si poco después no le hubiese parado los pasos el puñal de Montiel.

Verter la sangre inocente por rencor y venganza atrae, cuando menos, las maldiciones de los humildes y de los honrados. Y aquel sabio parece recordar aquí lo que dijo en alguna ocasión el rey san Fernando, que temía más las maldiciones de una vejezuela de Castilla que todas las lanzas de los moros.

Le recuerda al rey cómo es mucho más provechoso que los súbditos le ayuden con su hacienda cuando la necesita que robársela cuando lo hace por capricho y avaricia. El buen rey ha de asemejarse al buen pastor: "sabida cosa es el uso del pastor con su ganado, e la grand piedad que ha con él, que anda a le buscar la mejor agua e el buen pasto, e la gran guarda que le face de los contrarios, así como lobos; trasquilarle la lana desque apesga -agobia­ e ordeñar la leche en manera que non faga daño a la ubre, nin apesgue sus carnes, nin fambriente sus fijos. E dixo un ome a su vecino: "Fulano, tu cordero levaba el lobo, e fui en pos dél, e toméselo". E díxole: "Pues ¿qués dél,o a dó está?". E él le dixo: "Dególléle, e comíle". E él díxole: "Tú e el lobo uno sodes". E si el pastor que usa desta guisa con el ganado lieva mala vida, o dexa de ser pastor, ¿quánto más debe ser el rey con sus súbditos e naturales?" .

El rey no debe nunca "complir su talante", pues entonces, más que rey es un esclavo de sus caprichos: debe proceder por razón, no por corazonadas y dirigiéndose por la veleta del mal humor. El que se deja arrastrar de su pasión tiene más de bestia que de hombre, y es fea cosa que un rey se desboque como caballo mal domado. "E la peor de las voluntades es la fornición -fornicación-, por quanto al que se embebesce en ella le nascen muchos daños, perdiendo el ánima e el seso, e el entendimiento e los sentidos, e cobra mala nombradía, e daña sus generaciones; e tal ome como éste es semejante a las bestias". El Dios de los cristianos "que se vistió en carne e en figura de ome por los salvar" miró éste como el más feo de todos los pecados. Mírelo también así el rey, y recuerde las tremendas consecuencias de este pecado de los reyes.

Los soberanos han de ser guardadores de las leyes divinas y humanas, no sus atropelladores; de lo contrario, se hacen despreciables a los ojos de las gentes. El rey que desprecia la ley "non ha juez que le juzgue", pero se atrae la ira de Dios.

El rey tiene que huir de la crueldad, pues produce en las gentes gran escándalo, "e fuirán dél como el ganado de los lobos por natura e por aborrecencia ... E debe temer a Dios quando da pena al pecador, parando mientes que es como él". Y acerca de este pecado capital de don Pedro, escribe el moro, podría decir muchas cosas: "Estas palabras son muy pocas, Señor, de muchas que se podrían decir en esto: e si comenzase a fablar en ello, es como mar que non ha cabo". Estas palabras son un eco del sentir del moro sabidor ... de Quejana.

Reprueba también el sabio musulmán el que don Pedro se sirva de extranjeros para hacer la guerra en Castilla contra sus mismos hermanos. Y es de temer que le ocurra con ellos lo que aconteció a uno que criaba un león y se servía de él para cazar "animalias", que un día le comió a su propio hijo. ¿Y quién le asegura al rey que estas poderosas gentes extranjeras que han matado y cautivado a los mejores caballeros de Castilla, no se levantarán un día contra él y se apoderarán de todo su reino? Ciertamente que aquel moro parecía tener mirada de profeta y adivinar la futura rapacidad inglesa: ruega encarecidamente al rey no les entregue ni castillos ni villas, "e más si fueren villas en ribera de la mar". Conste que aún no se había hecho pública la cesión -por lo menos en el papel- del Señorío de Vizcaya y de Castro Urdiales. El moro o Ayala parecían adivinar el modo alevoso con que los descendientes del Príncipe Negro se apoderarían al correr de los siglos, para asegurar sus viajes a Extremo Oriente, de Singapur, de Ceilán, de Socotora, de Adén, de Alejandría, de Chipre, de Malta y de Gibraltar. Nunca, repite de forma machacona, ha sido prudente llamar al extranjero que siempre se queda con algo, "ca muchas de las tales cosas han acaescido, e nombraría algunas dellas si non por non alongar" ... y eso que el moro sabidor no tuvo el gusto de conocer a Wellington.

Aconseja también que no se pague en oro y plata, en metales nobles, a los extranjeros, pues sirven de respaldo al valor de la moneda corriente, y nunca vuelven al lugar de su origen. Por cierto que en esta ocasión, Pedro el Cruel regaló al Príncipe Negro un enorme rubí, que es la piedra de más valor que hoy luce en la corona real de Inglaterra, labrada en 1838 para la reina Victoria (6). Mi consejo es -dice el moro al rey- ''que les mostredes que estades en gran menester"; puesto cuanto más les dé, más aumentará su codicia.

Aboga por que mande como mensajeros o embajadores cerca de los extranjeros a "los grandes perlados, de quien avrán más vergüenza, e creerán mejor sus dichos". Lo que más apremia en lo referente a las compañías mercenarias es que salgan cuanto antes de Castilla: "mi consejo es acuciar por que salgan de vuestra tierra". De una manera muy discreta le dice que ya pueden irse, que ya han robado bastante. Que hagan cuanto pueda por amistarse con los de casa y sacudirse de encima a los extraños.

Termina diciendo que a ninguno se atrevería a hablar tan claro; que si lo hace con él es porque le estima, y le pide perdón si ha hablado con excesiva crudeza. Pide a Dios que le bendiga en su gobierno.

Ayala pone este colofón a la larga misiva: "El rey don Pedro ovo esta carta, e plógose con ella; empero non se allegó a las cosas en ella contenidas, lo qual le tovo grand daño". Así es: de haberse atenido á ellas, hubiera reinado bendecido de todos los castellanos.

Volviendo a don Enrique, nos dice Ayala que en todas partes, lo mismo en Aragón, que en Aviñón, que en el Languedoc -gobernado por el hermano del rey de Francia- todo el mundo le daba buenás palabras; al mismo tiempo que le animaban a que no permaneciera en su territorio, pues no querían compromisos. Es decir, que le trataban como el vencido. Ni siquiera se atrevían a entrevistarse con él; así, el duque de Anjou, hermano del rey francés, por miedo al Príncipe Negro, "escusóse quanto pudo por le non ver; e desque vio que non se podía escusar de verle, ordenó que diesen por posada al rey don Enrique la torre de la puente de Aviñón, que es de la parte del rey de Francia, e allí secretamente vino la primera vez que le vio el duque de Anjou". Aconsejado por éste, Carlos de Francia dio al vencido conde cincuenta mil francos de oro, más un castillo muy fuerte cerca de la frontera de Aragón; el hermano del monarca francés le dio generosamente otros cincuenta mil de su bolsillo. Con este dinero empezó en seguida a comprar pertrechos de guerra, pues muchos caballeros castellanos venían a verle y animarle a recuperar el reino perdido en Nájera. Mientras tanto, don Pedro se entregaba, a pesar de todos los consejos en contra, a satisfacer venganzas y a hacer rodar cabezas. No mencionamos estas matanzas, aburridos de tanto recuerdo macabro. Este proceder, en semejantes circunstancias, es propio de un anormal, de un esquizofrénico delirante: es la única excusa que puede disminuir la gravedad de aquellos disparates políticos.

Todos los días le llegaban noticias a don Enrique de cómo se distanciaban cada vez más don Pedro y el Príncipe Negro. Este había soltado a no pocos de los principales prisioneros, y algunos de éstos volvieron a los castillos que les pertenecían antes de la batalla de Nájera, como el de Peñafiel, Curiel, Gormaz, Atienza, el alcázar de Segovia y otros muchos. Se enteró también don Enrique de que su hermano no había pagado al Príncipe de Gales lo que le había prometido en el término de cuatro meses, ni acababa de entregade Vizcaya y la villa de Soria. Caballeros amigos suyos le escribieron diciéndole cómo estaban con él "los castillos de Peñafiel, e de Atienza, e Curiel, e Gormez, e Ayllón, e la villa de Valladolid, e la cibdad de Palencia, e la cibdad de Avila, e toda Vizcaya, e otras muchas villas e logares e comarcas: otrosí sopo cómo estaba por él Guipúzcoa, salvo dos villas, las quales eran Sant Sebastián e Guetaria".

El Príncipe Negro, después que vio que no se le pagaba, "se salió de Castilla por el agosto muy mal contento del rey don Pedro, e con intención de non le ayudar más". Zurita nos habla en sus Anales (7) de las negociaciones entre el Príncipe Negro y los reyes de Aragón y Navarra para aprovecharse unos y otros de las discordias de los castellanos y repartirse su reino entero o en parte. Don Pedro no pagó todo lo que debía a los ingleses, pero éstos se resarcieron. "En ruta hacia Burdeos, riquísimos monasterios se ofrecieron a la codicia de las tropas como una tentación.

El de Oña, el más rico de todos, fue totalmente saqueado; se llevaron en la máxima impunidad cuanto toparon sus manos; idéntica suerte corrieron otros monasterios, como Ovarenes y Vileña; el que más padeció fue el de las monjas de Vileña, donde al saqueo se añadió el ultraje de las religiosas. De Oña se llevaron, entre otras cosas, tres retablos de plata con varias imágenes "al bulto" y una magnífica arca de oro y piedras preciosas, llena de reliquias, regalo de Sancho el Mayor ... De los magníficos regalos del rey navarro y del conde fundador nada quedó.

El abad dom Lope -hijo de Oña- del disgusto perdió la cabeza y el monasterio quedó sumido en profunda postración unos catorce años. Durante siglos, la sombra del Príncipe Negro permaneció entre los moradores de este monasterio como una pesadilla" (8).

 

 

 

 

 

NOTAS

(2) CASCALES: Historia de Murcia. Por registro de cortes de Aragón de este año -dice Zurita- parece que ya se sabía ,en Zaragoza esta batalla el día 6.

(3) De ordinario, en los hombres de armas solían estarlo el jinete y el caballo.

(4) En Tudela de Navarra existe todavía una calle que se llama Papa Illuesca.

(5) Carlos V.

(6) A. MORENO ESPINOSA: Compendio de Historia de España, pág. 202. Año 1918.

 (7) J. ZURITA: Anales, Libro IX, cap. 71, y libro X, cap. 3.

 (8) N. ARZALLUZ, S. J.: El monasterio de Oña, páginas 39-40.

 

 

 

EL CANCILLER AYALA, su obra y su tiempo (1332-1407)
 

F. GARCÍA DE ANDÓIN S.I. (†1975)
Profesor de literatura, historia y lenguas modernas
en Medellín (Colombia), Tudela, Universidad de Deusto y Valladolid


Edición revisada por TEODORO MARTÍNEZ S.I.


BIBLIOTECA ALAVESA "LUIS DE AJURIA"

Vitoria, 1976

 

 CAPITULO SEXTO

"Honradez" en los tratados del siglo XIV. Ayala alférez mayor de la Orden de la Banda.
Batalla de Nájera: más corazón que inteligencia. Prisión y rescate del alférez mayor.
Diplomacia pintoresca. Consejos del moro "sabidor"

 

 

 

Más información:

BATALLA DE NÁJERA

ALFONSO VÉLAZ DE MEDRANO

 

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