La rueda y el peregrino

    Camina y camina, rueda que te rueda, marcha un peregrino hacia Compostela. A Santo Domingo llegó una mañana; durmió junto al río: lo arrullaba el agua...
    Numerosos caminantes estiman a Santo Domingo de la Calzada como la ciudad más singular del Camino antes de alcanzar Santiago. Por el santo ingeniero y... por su cofradía, la que atiende el albergue.
    Hace unos años, durante los Sanmateos, entré en ganas de hacer el Camino Francés de La Rioja. Por francés debió de tomarme, a la altura de Ventosa, un anciano que viajaba en un remolquillo porque a mi saludo de "¡Buenos días!" respondió con un "¡Buen viaje, mesiú!", vocablo este último con el que nuestros mayores imitan la pronunciación de "monsieur".
    Dormí en Azofra. El alba se alargaba por su calle Real cuando bebí agua en la fuente de la plaza y me uní a Pedro, un médico de Irún que avanzaba hacia Santiago. Subimos a buen paso hasta Ciriñuela. En medio de la mañana, patatera y casi vendimiadora, resplandecía Santo Domingo.
    -¡Qué valle tan bonito! -murmuró el joven galeno. -Es verdad.
    -Te diré más. Acabo de llegar de Kenia y no he visto un paisaje tan hermoso.
    En este bello valle tuvo lugar el milagro de la rueda, recordado año tras año en La Calzada. La rueda es protagonista de una procesión el mismo día en que han desfilado las Doncellas.
     Algunos investigadores hilan fino y apuntan a que este objeto es reliquia de un culto precristiano. Los gruesos hachones de cera que la iluminan, las ramas y frutos que la coronan, su asunción hacia lo alto de la nave la identifican con un sol pleno de fertilidades y bienan danzas.
     Lo cierto es que el culto a la rueda se agrega a la figura de Santo Domingo desde siglos remotos. Cuentan que había fallecido San Gregorio Ostiense, el de la Rúa Vieja de mi tierra, que es Logroño, y habían concluido las obras del puente para salvar el ancho Oja, ese que por donde pasa moja.
    Domingo emprendió luego las obras del hospital y de una iglesia, erigida en terrenos que más tarde ha ocu pado la catedral. Le ayudaba en estas tareas un tal Juan de Ortega, su discípulo más aventajado. La Calzada, en suma, hervía en obras.
    Una mañana arribó un viajero por el camino orien tal; comió en el hospital su ración de legumbre, vaca, pan y vino; paseó curiosamente la incipiente localidad. Venía el caminante de tierras lejanas. Por eso de que el mundo ha sido siempre un pañuelo, Bernardo -así se llamaba nuestro hombre- se topó con un paisano en el Barrio Viejo.
    -¡Alfonso!
    -¡Bernardo!
    -¿Cómo tú por aquí?
    -Llevo ya quince años de mercenario en las mesnadas de los reyes de Castilla. ¿Vienes directamente desde Colonia?
    -Sí.
    -¿Cómo está mi madre?
    -Murió. Dios se la llevó hace unos seis años. Siempre que retornaban los jacobeos, les preguntaba por ti.
    Bernardo observó cómo la mano del guerrero apre taba, conmovida, el puño de la espada.
    -¿Qué vas a hacer? ¿Vas a continuar hacia Compostela? Te lo digo porque mañana sale mi mesna da hacia Burgos y te conviene unirte a nosotros. Los próximos Montes de Oca tienen mala fama entre los peregrinos.
    -Creo que voy a permanecer unas jornadas aquí para colaborar en la construcción de la iglesia de Santa María.
    Así fue. El peregrino pasaba los días entre macetas y sillares, entre muros y punteros. En una ocasión dijo al oficial:
    -Quisiera tener mi propia marca de cantero.
    -¿y cuál va a ser? -le preguntó Domingo, que supervisaba las obras.
    -Una flor; una flor que crece en los campos de mi Colonia natal.
    -Muy bien, Bernardo; bueno es acordarse de la tierra donde uno ha nacido.
    Aquel sábado por la tarde, el trabajador de la piedra fue a pasear por las riberas del Oja. Estaba cansado y se quedó profundamente dormido a la vera del puente.   
    El oficial Juan de Ortega venía con otro operario por el camino de Grañón a cargo de una carreta cargada de piedra sin devastar. De repente, sin saber por qué, los novillos que tiraban dé ella se apretaron a correr y el carromato quedó a merced de sus instintos. Una de las ruedas, una de las pesadísimas ruedas, rodó ahondando el pecho del dormido. Juan llegó jadeante:
    -¡Rápidos, llamad al médico!
    Pero el facultativo diagnosticó:
    -No podemos hacer nada por salvarlo; la rueda lo ha reventado.
    El cuerpo fue cubierto con una manta. El de Ortega avisó:
    -No lo mováis hasta que yo vuelva.
    El encargado voló por la rúa para avisara Domingo. -Ha muerto el cantero.
    -¿Quién? -levantó la cabeza aquel gran organizador, que estudiaba la solución de una bóveda.
    -Bernardo, el peregrino.
    Y dicen sus biógrafos que Domingo lloró. Y añaden que no era por los problemas que ello pudiera acarrearle sino porque se trataba de un jacobeo, uno de estos a quienes amaba tanto. Y escriben que se encerró a rezar en la Virgen de la plaza.
    Luego enflló hacia el puente, seguido de Juan y otros pedreros. Llegado al arco primero, habló con voz sobe rana. Un azor dejó de aletear y un banco de peces quedó inmóvil, en esperanza de lo prodigioso.
    -En el nombre de Dios Todopoderoso, Salvador de todos los humanos, te ordeno que vuelvas a la vida.
    Las ondulaciones de la manta comenzaron a animarse; el cantero destapó su rostro; Domingo le ayudó a levantarse.
    Quiero tener mi propia marca de cantero. -¿y cuál va a ser?
    -Una rueda; una rueda que marcha por los caminos de La Calzada.
    -Muy bien, Bernardo; bueno es acordarse de los favores recibidos. ¿Cuándo te vas?
    -No me voy. No me iré hasta que, juntos, concluyamos Santa María.
    Por fiestas, el día anterior a la salida del Santo, los calceatenses pasean -devotos, emocionados, orgullosos- la rueda. La miman, la orlan, la bailan, la adoran. Hasta le rinde pleitesía la bandera de la ciudad.
    El peregrino y la rueda figuran en el lateral derecho del sepulcro de Santo Domingo, dentro de la catedral; también en unas pinturas localizadas en el trascoro. La rueda se halla colgada allá arriba, entre la capilla del pontífice -hacedor de puentes- y el celebérrimo galli nero.
    Camina y camina, rueda que te rueda, en Santo Domingo está Compostela; en Santo Domingo, el de La Calzada, donde la gallina cantó estando asada...

 Félix Cariñanos ha novelado esta bella leyenda calceatense.


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