El concepto marginación, en el caso concreto que nos ocupa, necesita de varias matizaciones. Un artículo sobre la marginación femenina en el Antiguo Régimen debería hablar de este grupo social, excluido de toda una serie de actividades, básicamente de carácter público.

 

La Historia es uno de los ejemplos que se pueden citar de la marginación sistemática de las mujeres por parte de un sector erudito que no ha incorporado en su discurso, ya no sólo a éstas, sino tampoco a otros grupos y clases sociales. Por otro lado, lo que podríamos denominar el silencio de las fuentes ha venido reforzando esa idea de no participación de la mujer en los aspectos decisivos de la dinámica social. Personalmente pensamos que esto no se debe tanto al supuesto vacío en la documentación como al criterio androcéntrico de los historiadores.

A pesar de la importancia del tema, no trataremos aquí esa marginación genérica que afecta a todo un colectivo, sino otra más concretizada en grupos de población reducidos. Hablaremos de mujeres marginadas, no sólo por su sexo, sino por sus actividades y actitudes vitales. El concepto es amplio; las formas de marginación, variadas. La marginación de una minoría se da en función del factor que la determina y de la coyuntura histórica en que se produce. Se excluye por el sexo, pero también por la etnia, raza, religión, condición social y económica, etcétera. Buena muestra de ello la tenemos en la sociedad del Antiguo Régimen: judíos, moriscos, pobres, prostitutas..., se pueden catalogar de marginados, pero en cada caso la marginación vendrá impuesta por distintos factores, tal como ha señalado T. Vinyoles (1).

En función de estas consideraciones podríamos definir la marginación como un complejo entramado de actitudes culturales y sociales que, en última instancia, son reflejo de conflictos socioeconómicos. Se genera así un proceso de adscripción forzosa o exclusión de aquellas personas que por algún motivo son consideradas diferentes y perjudiciales para la sociedad. Por el contrario, la automarginación sería el resultado de la voluntad expresa del individuo; un proceso de inhibición en el que se rechaza un sistema de comportamiento considerado normal. El individuo que se automargina escoge actuar fuera, incluso espacial y físicamente, de la sociedad.

La marginación-exclusión se constata en distintos flancos. La primera y más importante es la relegación de la mujer al espacio doméstico. El hogar no es marginal en sí mismo, pero su adscripción a él es forzosa. Reproducir biológicamente la especie humana y formar parte del sistema de producción dentro del hogar son las funciones que la sociedad española de los siglos XVI y XVII destina a la mujer.

Es importante señalar la influencia que ha tenido la Iglesia en la legitimación del orden social imperante. Esta institución ha proporcionado sistemáticamente cobertura ideológica a las formas de subordinación de las mujeres a los hombres, defendiendo concienzudamente la teoría del espacio doméstico como el espacio femenino por excelencia.

Toda la patrística desde San Agustín hasta los sermones, tratados morales, etcétera, de los siglos XVI y XVII, junto con la literatura -con obras tales como La perfecta casada, de fray Luis de León- y la corriente de pensamiento erasmista, esgrimieron un monocorde modelo de argumento sobre las mujeres y su naturaleza.

Iglesia e intelectuales, especialmente aquellos que estuvieron al lado del poder, cada uno en función de sus medios, justificaron la gran marginación-exclusión sufrida por las mujeres: la reclusión en el espacio doméstico, apoyada evidentemente en el control de la reproducción, el matrimonio y la familia, articulando y sosteniendo así el sistema patriarcal.

Testimonios como éste no dejan lugar a dudas: Las Donzellas han de ser, no andariegas ni finestreras, sino retiradas y modestas, y virtuosas. Aquest es lo millor dot per casarse, aquest lo medi per arribar a lo Sant Sagrament del Matrimoni (2).

El otro tipo de marginación-exclusión afecta a distintos grupos de mujeres, nosotras nos referiremos aquí a cuatro tipos concretos. Mujeres más que marginadas marginales; marginales por el papel que tienen en la sociedad y el tipo de actividades que ejercen: pícaras, delincuentes, prostitutas y brujas. Todas ellas, a diferencia de otras que trabajan dentro y fuera del hogar, han tenido un protagonismo histórico evidente. De ellas hablan las fuentes: literatura, documentación inquisitorial, jurídica, religiosa... Esta presencia en la documentación se explica por un hecho fundamental: la actuación de estas mujeres se sitúa en el ámbito público de la sociedad y no como la de la mayoría de sus congéneres, que se inserta en el privado. Ellas están fuera de las paredes del hogar, pero alrededor suyo se levantarán otros muros.

Las pícaras, personajes que aparecen en la literatura castellana del Barroco, y que a menudo son también delincuentes, responden a un arquetipo de mujeres construido por el hombre, en este caso el novelista. A través de una serie de figuras que desfilan por distintas obras, podemos llegar a discernir el pensamiento y la opinión que merecen las mujeres para un grupo de autores.

 

La pícara o la grotesca mujer «libre»

No debe extrañar que la pícara. chica joven e incluso adolescente, al principio de la novela, caiga rápidamente en formas de vida poco honradas y muy distintas a las de otras jóvenes de su misma época y edad. Engaños, robos y prostitución son elementos constantes en su trayectoria vital.

Normalmente, las pícaras son de extracción Social baja y con una infancia difícil, que incidirá en el desarrollo posterior de sus vidas. Desde sus orígenes están determinadas a escoger un tipo de vida al margen de la ley.

El paralelismo que se establece en estas novelas entre pícara y prostituta no es gratuito. La pícara no es hipócrita, llama a las cosas por su nombre. rompe los convencionalismos sociales y, por tanto, su comportamiento transgrede constantemente el orden social.

La mujer tiene un espacio físico concreto en el que estar, el hogar, y todas las que salen fuera de él es fácil que caigan en actos delictivos. Las que llegan al ámbito público renuncian a su condición de mujeres cristianas y honradas. La mujer que está en la calle, por el mero hecho de estarlo. de traspasar el umbral de su casa, es sospechosa de conducta deshonesta. No en balde es obsesiva la insistencia sobre la necesidad de su reclusión que demostraron Luis Vives (3) y otros intelectuales. En el momento en que se produce un desplazamiento en su ubicación, es como si se generara un desequilibrio que afectase a todo su entorno y especialmente al componente masculino de dicho entorno.

El peligro que podría suponer una novelística que presentara a los personajes femeninos libres de todo convecionalismo social se subsana en la novela picaresca por la carga moral y ejemplificadora que de éstas emana, aunque salpicadas de humor e ironía.

Según A. J. Cruz, el antifeminismo de la novela picaresca femenina no procede de los escritos misóginos medievales, sino de la función didáctica y ascética de la literatura contrarreformista (4).

La pícara es, pues. en el fondo, una mala mujer, ... pobre y prostituta que paga bien cara su supuesta libertad. Fernando de Rojas, López de Ubeda, Jerónimo de Salas y otros, a través de sus novelas, y como ha señalado la misma A. J. Cruz (5), han hecho una crítica feroz de la prostitución libre como actividad perniciosa para la sociedad, a la vez que advierten del peligro de contagio que puede suponer entrar en contacto con estas mujeres, ya que lo único que acarrean son relaciones problemáticas y trágicos desenlaces (el caso de Melibea sería uno de los más representativos).

La literatura picaresca que tiene como protagonista a las mujeres no ejercita nunca la crítica social, al contrario que la masculina. Es un testimonio de una época que de manera divertida pone el toque de atención sobre el peligro de la movilidad femenina sin ningún tipo de control masculino. Es por ello que se estigmatiza a la pícara y se la margina, convirtiéndola en un personaje risible, cómico y grotesco a la vez.

El hombre novelista es en este caso el que se encarga de ejercer el control necesario sobre Elena, Justina, Celestina, la Lozana, Areúsa, Elicia... al igual que las instituciones lo harán con la prostitución y con otras mujeres marginales.

Después de hablar de la delincuencia literaria, haremos algunas consideraciones generales sobre la delincuencia y las mujeres en los siglos XVI y XVII. Lo primero que constatamos es la menor participación de éstas en actos delictivos. Según datos del profesor R. García Cárcel, el número de procesadas por el tribunal de la Inquisición, en comparación al número de hombres, es ínfimo. En Barcelona, entre los años 1560-1600, de 1.399 procesos, el 93,2 por 1 00 corresponden a hombres y sólo 16,7 a mujeres. En Valencia, de 1530 a 1609, las mujeres procesadas representan un 15 por 100. Estos porcentajes, con algunas variantes, pueden hacerse extensibles a otras ciudades. En cuanto a las mujeres presas, por ejemplo, en las cárceles reales de Barcelona, en mayo de 1575 había siete mujeres por 57 hombres, y en agosto de 1642 cinco mujeres y 66 hombres (6). El número de presos era bajo en general, porque la cárcel era un lugar de tránsito y de espera de la pena (galeras, destierros, etcétera).

 

Mujeres delincuentes

La tipología del delito femenino no varía demasiado del masculino. La Inquisición procesa a judías, moriscas y protestantes, siempre en niveles inferiores a sus homólogos masculinos. El protagonismo de las mujeres lo hallaremos en delitos de brujería, prácticas supersticiosas y heréticas, sin que sean monopolio exclusivo de ellas. La otra variante ante el delito radica en el trato diferencial que se otorgará en los tribunales en función del sexo, teniendo gran condescendencia con las mujeres, hecho que se explicaría por el cómo se las entendía. Un delito no merece el mismo castigo según lo cometa un hombre o una mujer, ya que esta última es depositaria de una inferioridad intelectual (por naturaleza y esencia) que la hace rayar la irracionalidad. Mientras, el hombre se considera un ser mucho más consciente de sus actos e ideas.

Es importante señalar que si los hombres cometieron muchos delitos por problemas de subsistencia, debido al pauperismo que afectaba a gran parte de la población en años de malas cosechas, pestes o guerras; o por problemas de inadaptación, agresividad contenida, etcétera, las mujeres practicaron también actividades igualmente delictivas: prostitución, alcahuetería... No obstante, la rentabilidad que supuso el ejercicio de la primera para los hombres e instituciones hizo que se permitiera, protegiera y potenciara.

La interacción entre el acto delictivo y la desesperada situación de amplios sectores de la sociedad es innegable. Buena muestra de ello la tenemos en los datos aportados por T. Ibars (7) para la ciudad de Lérida:

 

  1604-1605 1688-1689
     

Robos de comida, trigo y leña

29,5 5,8

Otros robos

12,1 5,8

Agresiones físicas

26,1 46,1

Delitos contra la moral

15,1 12,7
     
     

El descenso que se produce en la actividad delictiva, exceptuando las agresiones físicas, se explicaría no por una mejora en el nivel de vida de la población, sino por un mayor control represivo de ésta. La respuesta -aumento de la agresividad- sería una manifestación más de la conflictividad social y de las implicaciones de clase que tenía la delincuencia.

Para concluir diremos que la mujer no participó prácticamente en este tipo de delitos, pero en contrapartida fue una gran pecadora, llegando a convertirse en la misma encarnación del pecado.

 

Las mujeres marginadas no fueron el principal objetivo de los tribunales de la Inquisición; al contrario, se procesaron básicamente mujeres de clase media y con cierto nivel cultural. Así, mientras se juzgaba a las que ideológicamente podían suponer un peligro para la ortodoxia, otras instituciones se dedicaban a la explotación de las llamadas marginales, o a su control por medio de distintos mecanismos represivos. La prostitución, delito monopolizado por la mujer, no era juzgado en los tribunales. Lo era en la calle, a la vez que consentido y reconvertido servía para tener un mayor control de la población y, evidentemente, de la propia mujer.

 

Prostitución femenina y negocio masculino

En la Baja Edad Media se inicia un proceso de control de la prostitución. que se acentuará a lo largo de los siglos XVI y XVII. La prostitución libre será perseguida, a la vez que se irá imponiendo otra institucionalizada, más rentable social y económicamente.

La prostituta normalmente no elegía serlo, otros decidían por ella. La violación, por ejemplo, era un hecho frecuente que inducía a la mujer a prostituirse. La violencia y agresividad de la sociedad se exteriorizaba a menudo a través de la violencia sexual, sirviendo de catarsis liberadora para el grupo que la practicaba. Las agresiones sexuales tenían como protagonistas a jóvenes dispuestos a que se les admitiera en la categoría social de adultos, a la vez que les daba la oportunidad de exteriorizar tanto frustraciones personales como protestas sociales de rechazo de un orden. Por otro lado, aspectos tan diversos como las prácticas matrimoniales y el estatus socioeconómico obligaban a estos jóvenes a observar dura continencia sexual, mientras contemplaban cómo los adultos competían con ellos, y casi siempre triunfaban (tenían más que ofrecer) ante las mujeres en edad casadera.

La crispación ambiental desencadenaba periódicamente explosiones de violencia en las que participaban grupos integrados por pobres, criados, aprendices, jornaleros y otros jóvenes de la comunidad, además de forasteros, vagabundos y gentes de mal vivir.

La mujer les resultaba una presa fácil, especialmente si estaba sola. Viudas, criadas, mujeres que tenían el esposo lejos, etcétera, eran sus principales víctimas. El grupo agresor primeramente las vituperaba, golpeaba y, finalmente, violaba. Necesitaban sentirse con derecho a cometer el acto de violencia sexual y por ello las descalificaban públicamente y las acusaban de deshonestas y adúlteras. La comunidad y los vecinos respondían con la impasibilidad y el temor ante tales actos. La mujer que sufría estos ataques era despreciada por sus conciudadanos, padres y esposo, en caso que lo tuviese. Sólo les quedaba un camino para sobrevivir: prostituirse.

Es obvio que existían otras causas que impelían a la prostitución, ya fueran extrínsecas o no a la mujer. La prostituta que se movía por las calles y las tabernas libremente era un personaje cotidiano, pero su rentabilidad social era escasa. Una mujer independiente incluso económicamente, que escogía directamente a sus clientes y que era dueña de su propia sexualidad, no beneficiaba a nadie. Al contrario, podía .suponer un cierto peligro para el entorno en el que se movía.

Los patricios y autoridades municipales, con el apoyo de las eclesiásticas, vieron en el control de la prostitución la posibilidad de hacer un buen negocio, y no sólo en el aspecto económico. Ante las explosiones de violencia incontrolada a las que nos referíamos antes, crearon lo que J. Rossiaud ha denominado la fornicación municipalizada (8), estrategia de poder para, por un lado, canalizar la agresividad que podía volverse contra ellos y contra el orden social establecido, y, por otro lado, controlar, a través del encierro de las prostitutas en el burdel, la sexualidad de aquellas mujeres que no habían seguido el camino del matrimonio o el de la religión.

Pero la rentabilidad de la prostituta todavía fue más lejos. Se necesitaba de la prostituta para que existiera la mujer honrada, respetable, buena madre y esposa. El maniqueísmo en el que irremediablemente se movía la mujer generó dos estereotipos totalmente contrapuestos y complementarios: Eva y María, la existencia de la una dependía de la otra.

El burdel fue el espacio físico donde se practicó la prostitución municipalizada, su ubicación en la ciudad fue de por sí significativa (se situaban en la periferia). Al igual que el convento, el burdel acogió a un grupo de mujeres dedicadas a una sola actividad. La idea de reclusión, sin ser la misma, tuvo puntos de contacto; la diferencia radicó en el sujeto al que se servía. Mientras unas servían a Dios, otras servían al hombre.

Así pues, el apoyo que recibió el burdel por parte de las autoridades y el aislamiento de la prostitución en él fueron un proceso que en nuestra opinión podría insertarse dentro de lo que M. Foucault definió como encierro y que posteriormente B. Vincent ha ampliado, integrando en este término a otros grupos protagonistas también de ese encierro (9).

A la prostituta se la aislaba de la sociedad al mismo tiempo que era utilizada por esa misma sociedad. Cuando la edad y la vida ajaban su cuerpo y dejaba de ser requerida por los hombres, se la devolvía al mundo exterior. Su función había terminado. Ante ella se abría un futuro incierto: si tenía dinero (normalmente no se daba el caso) podía montar un negocio propio; si no, vagaba por las calles mendigando. Si tenía suerte podía casarse con algún viudo, y si no, podía recluirse en alguna institución eclesiástica, reconvirtiendo su vida y llegando incluso a profesar como religiosa.

 

Las brujas

Hablar de las brujas en un espacio tan reducido como éste y después de lo mucho que se ha escrito sobre ellas resulta difícil. Por esta razón nos centraremos sólo en aspectos puntuales.

La bruja no era, en principio, un ser marginado, al menos por lo que respecta a la zona del Mediterráneo, tal y como la ha definido A. García Cárcel (10). Las brujas son personajes cotidianos, en absoluto temidos, a los que gentes procedentes de capas sociales bien distintas recurren a fin de solucionar los más diversos problemas. Se recurre a ellas porque son depositarias de una sabiduría popular que las hace controladoras de la naturaleza y, por tanto, útiles y efectivas.

 

La persecución y la caza de brujas que se produjo en toda Europa tuvo en España, en comparación con otros países, porcentajes ínfimos. Se procesaron mujeres por prácticas supersticiosas y brujería, pero la dureza y amplitud del fenómeno no fue comparable a la que se dio en Escocia, Alemania, etcétera.

Las interpretaciones sobre esa caza han sido múltiples. H. Ch. Lea defendió la inexistencia de las brujas aduciendo que eran invento de la propia Inquisición. Trevor-Roper ha visto en la persecución y explosión de violencia contra la brujería una identificación, por parte del poder, de la brujería con lo subversivo.

Desde posturas más antropológicas, Evans Pritchard y J. Caro Baroja han considerado la agresividad desplegada contra la bruja como una forma de válvula de escape de agresividades y tensiones sociales, utilizando a ésta como chivo expiatorio de todos los males de la sociedad. Evidentemente, todas estas interpretaciones, junto con otras, son explicativas del fenómeno, pero en España la poca incidencia, comparativamente hablando, de la caza de brujas hace necesario seguir buscando explicaciones.

Las brujas eran mujeres que podían solventar problemas, y problemas que afectaban directamente a las personas. La necesidad de tentar la suerte, de intentar, de todas las maneras posibles, conseguir lo mejor para uno mismo, hacía que la bruja tuviera siempre una nutrida clientela. El hombre o mujer que recurrió a ella para conseguir curar una enfermedad, conseguir la atención del otro, etcétera, no era consciente de practicar algo que estuviera en contradicción directa con la religión oficial, de hecho se entendía como algo perfectamente compaginable. Así pues, el problema que la brujería supuso en un momento dado no vendría determinado exclusivamente por una competencia directa con la religión oficial. La actitud de los inquisidores respecto a las brujas, hechiceras y otras mujeres que ejercieron prácticas supersticiosas fue de un cierto distanciamiento y escepticismo. A menudo se las veía como personas dominadas por una imaginación enfermiza, que con sus artimañas embaucaban a pobres ignorantes. Quizá el mismo hecho de que fueran mujeres quitó importancia a la consideración que se le dio al problema. La banalidad que caracterizaba a la mujer la hacía incapaz de desarrollar un sistema efectivo de creencias y prácticas pseudorreligiosas.

Es importante también señalar que los medios empleados por las brujas para llevar a cabo su trabajo eran, normalmente, inofensivos. Se mezclaban sistemáticamente elementos que podríamos definir de paganos junto a otros propios del ritual católico. Porque, en definitiva, el catolicismo, con el boato de sus ritos y la expresión dramática de sus prácticas, ¿no tenía también elementos propios del paganismo? Así pues, la brujería recogía, por una parte, tradiciones arcaicas en las que la mujer siempre había estado relacionada con los ritos nocturnos, la magia, la sexualidad, etcétera, y por otra, formas típicas del ritual católico.

A pesar de todo esto, pensamos que, aunque no se considerara a la bruja como un grave peligro, como practicante que era de un hecho que podía ser susceptible de castigo, sí que fue, ante la sabiduría de los libros -sabiduría evidentemente erudita, ortodoxa y masculina-, un personaje molesto, representativo de una cultura más popular, ancestral y mucho más independiente del poder por no emanar directamente de él. Es lógico, pues, que en un momento en que se está produciendo una lucha contra todo lo opuesto a la ortodoxia, la bruja también se transforme en un peligro.

En el caso de España, el intento de homogeneizar el país es obvio; tanto desde el punto de vista político-institucional como desde el punto de vista religioso se tenderá a una unificación de los elementos más diversos.

La bruja, sin ser una mujer del todo marginal, a partir de una coyuntura histórica concreta, se convertirá en incómoda para el poder, integrándola éste en el proceso de unificación que se está conformando.

Sin ver en la brujería y en su represión una lucha de sexos, ni ver a las brujas como unas feministas avant la lettre, sí que percibimos una cierta influencia del factor sexo en lo que respecta al tratamiento recibido por éstas.

La brujería fue protagonizada esencialmente por mujeres, fue una forma de manifestación específica, propia de personas que conocían un mundo no tan pragmático y racional como el de los hombres. En este sentido sí que se podía vislumbrar un conflicto de intereses.

Si los inquisidores supuestamente menospreciaron las actividades brujeriles y supersticiosas, por ser mujeres sus practicantes, ¿por qué la Iglesia intentó integrar en su código algunas manifestaciones e incluso a protagonistas de estas prácticas consideradas punibles? ¿No sería que ese menosprecio hacia ellas y a la vez ese aceptarlas eran expresión de un temor no asumido y, por ello, más recóndito y menos confesable?

 

Consideraciones finales

Las marginadas y marginados fueron una creación del poder. Es evidente que pobres, delincuentes, prostitutas, brujas..., existían ya, pero la dialéctica que establecieron con la sociedad a partir de la época moderna fue distinta. Esta dialéctica fue la de la marginación y/o exclusión, a través de diferentes formas de encierro. En el caso de las mujeres, ese encierro vino reforzado por la visión maniquea que de ellas se tenía, las ideas contrarreformistas y el reforzamiento de la especificidad de los roles sociales en función del sexo.

Así pues, mientras se reprimía la prostitución libre, se potenciaba la municipalizada, máxima expresión del ejercicio del poder masculino sobre la mujer; se encerraba a los pobres en casas de caridad y hospicios, evitando su siempre peligroso vagar por las ciudades, y se encarcelaba a los delincuentes. Paralelamente, se procesaba a las brujas por heréticas y se creaba la figura literaria como la de la pícara, ejemplificadora de los peligros de un tipo de vida como el que llevaba.

La sociedad española del siglo XVI y especialmente la del XVII estaba viviendo un proceso de transformación importante; no podemos olvidar que se gestaba el Estado moderno, centralista y absoluto. La sociedad se reajustaba y caminaba hacia el capitalismo, y ese reajuste produjo tensiones. Se rompían las antiguas solidaridades, muy propias de las comunidades rurales, y las nuevas mentalidades que se forjaban traían concepciones bien distintas de lo que debía ser la estructura social. La crispación estaba latente en gran parte de las clases más desposeídas, y buena muestra de ello fueron la multitud de conflictos sociales que se produjeron.

 

En un marco como éste se definió el nuevo tratamiento que se le dio a la marginación.

Las mujeres que aquí hemos tratado de conocer un poco más, y que fueron integradas en esa nueva marginación que se gestó tanto en el plano imaginario como en el real y cotidiano, pagaron cara no sólo su independencia, sino su misma pertenencia al sexo femenino. Para el Estado, el municipio, la Iglesia y la Inquisición, habían escogido caminos erróneos. Las respuestas de estas instituciones y de la misma sociedad no se hicieron esperar, fueron contundentes. De estas mujeres se burlaron, las maltrataron y persiguieron, pero quizá valió la pena si en un solo momento de sus vidas se sintieron libres.

 

 

NOTAS

(1) T Vinyoles, «Les marginades a la societat urbana medieval. Barcelona (siglos XIV-XV)», L 'A venç, núm. 59, Barcelona, 1983.
(2) J. Plens, Catecisme pastoral de practiques doctrinales i espirituals... Impreso por Rafael Figuero, Barcelona, 1699.
(3) Especialmente en su obra Instrucción de la mujer cristiana.
(4) J. A. Cruz, .Prostitución legalizada como estrategia antifeminista en las novelas picarescas femeninas-, en IV Jornadas de Investigación Interdisciplinaria sobre la mujer, Madrid, Seminario de Estudios de la Mujer de la Universidad Autónoma de Madrid, 1987.
(5) Ibidem, nota 4.
(6) R. García Cárcel, Historia de Cataluña. Siglos XVI-XVII, Ed. Arial, Barcelona, 1985, vol. 1.
(7) T. Ibars, «La delincuencia en la Lérida del siglo XVII», en Actas dell Congrés d'História Moderna de Catalunya, Barcelona, 1983, vol. 1.
(8) J. Rossiaud, La prostitución en el Medievo, Ed. Ariel, Barcelona, 1985.
(9) V. Bernard, «El problema del tancament», L 'A venç. núm. 106, Barcelona, 1987.
(10) R. García Cárcel, «¿Brujería o brujerías?», en HISTORIA 16, núm. 80, Madrid, 1982.


 

Por Nuria Vilardell Crisol
Historiadora.
 

 

 

Indice del monográfico
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