Biblioteca Gonzalo de Berceo

 

Revista de Filología Románica,n.º 14, vol.I 1997, págs. 597-604. Servicio de Publicaciones. Universidad Complutense.Madrid,19977

 
 

 

 La Crestomatía románica medieval (Madrid, 1979) editada por Jesús Moreno y Pedro Peira constituye la antología más amplia de textos del romance antiguo y la primera que se haya publicado en castellano. Es, en efecto, como formula A. Zamora Vicente en su Prólogo (pág. 8), «un valiosísimo instrumento de trabajo» que sobre todo hace falta dada la «necesidad de someter los conocimientos teóricos de la Lingüística Histórica a la criba constante del texto». Esta hade considerarse, como subrayan los editores al principio de su Nota previa (pág. 11), como «meta ineludible de los estudios filológicos». He tenido en cuenta esta necesidad en varias ocasiones, así también con respecto a las Glosas Emilianenses (Hamburg, 1991, versión española Sevilla, 1996), de !as que la célebre glosa núm. 89 se ha incluido como el primer texto de lengua española en la antología de Moreno-Peira (pág. 229). Presenté mi estudio sobre las Glosas Emilianenses «con la esperanza de que den pie a nuevas y más extensas indagaciones sobre esta tema —hasta ahora bastante escasamente tratado—, o incluso de que sean capaces de ofrecer algunas sugerencias concretas»

     Hasta el presente, esta esperanza ha resultado ser vana, ya que no encuentro eco alguno ni en los estudios introductorios de C. García Turza y M. A. Muro, ni en aquellos de C. Hernández Alonso en las respectivas ediciones de las Glosas Emilianenses (Logroño, 1992) y (C. Hernández Alonso, J. Fradejas Lebrero, F. Martínez Díez, J. M. Ruiz Asencio, Edición crítica y facsímil, (Burgos, 1993) ni tampoco en el párrafo que se refiere a las Glosas dentro del artículo 156 del LRL «Las “scriptae” aragonesas y navarras» de G. Hilty2 (1995). Sin embargo, G. Hilty ha discutido en su artículo sobre «La base dialectal de las Glosas Emilianenses», publicado recientemente, un aspecto de mi libro (Hilty, 1996). Es cierto que, en el pasado, este aspecto ha dado lugar a controversias, pero los resultados de mi análisis no son muy originales en lo que justo a este punto se refiere, puesto que había llegado a la conclusión siguiente: «Las glosas romances son aragonesas» (pág. 120).

     Una postura parecida ya había sido anteriormente adoptada por F. González Ollé («... las Glosas emilianenses [...] estimo que pueden ser consideradas como la primera manifestación del habla navarra» [González Ollé, 1970, 55]), W. D. Elcock («the stamp of the region of Navarre is quite unmistakable» [Elcock,2 1975. 418]) o R. Lapesa «[las glosas] están en dialecto navarro-aragonés» [Lapesa3 1980. 164, §41]). No obstante. se suele relacionar la lengua de las glosas con el riojano, dado que el códice Em. 60, que contiene las glosas, se hallaba hasta su traslado a Madrid en el año 1850 en el monasterio de San Millán (La Rioja- España). De ahí que Hodcroft clasifique la lengua de las glosas simplemente como «riojano» (Gifford-Hodcroft, 1959. 128), Hernández Alonso incluso como «un (romance) castellano-riojano» (Hernández Alonso et al., 75 y 82) o sea el «romance castellano, o el riojano» (ib., 66), mientras que Alvar postula el «(riojano) con... una impronta navarro-aragonesa» (Alvar, 1979, 18), siguiendo así directamente la opinión de M. Pidal quien había formulado: «En estas Glosas Emilianenses vemos el habla riojana del siglo X muy impregnada de los caracteres navarro-aragoneses ...» (Orígenes.... 470).

     Su obra fundamental, los Orígenes del español, se basa, como es sabido, en el análisis de un número inmenso de textos medievales latinos y romances, cartularios en general, que casi siempre son fáciles de localizar y de datar. Por lo tanto es legítimo tomar estos textos como testimonios fiables de los comienzos de la documentación escrita de la lengua vulgar: la scriptología moderna se basa en esta certeza. Dicha certeza no se da al estudiar textos literarios de modo que, p. ej., A. Dees ha tenido que recurrir a los conocimientos adquiridos en el análisis de documentos no literarios (Dees, 1980) a la hora de localizar manuscritos literarios (Dees. 1987). Aunque ciertos factores imponderables que hay que tener en cuenta al localizar textos literarios, como. p. ej., aquellos que radican en la recitación, no tengan importancia para el manuscrito Em. 60, nada indica que el códice se haya elaborado precisamente en San Millán para ser utilizado en este monasterio. Incluso Hilty admite: «no se conoce la procedencia exacta del códice, escrito hacia el año 900, ni tampoco la fecha a partir de la cual quedé bajo la custodia de la biblioteca de San Millán» (Hilty, 1996,152) así como: «Es posible, pero no seguro, que las glosas se escribieran cuando el códice estaba ya en el monasterio de San Millán» (Hilty, 1995, 517). Así se distancia claramente de la postura que, sólo por el lugar del hallazgo, atribuye de antemano una base dialectal riojana a las glosas. Sin embargo, defiende la tesis tradicional apoyándose en el comentario lingüístico de García Turza y Muro (16-29) que no es tan detallado como el mío y en el que no se habla sólo de la «manifestación notable del romance riojano primitivo» que cita Hilty (ib., 16; Hilty, 1996, 153), sino también de la «lengua castellana o española», que quedó fijada por un «amanuense de San Millán» (pág. 17).

     De ahí que a primera vista no se comprenda bien la declaración siguiente del lingüista suizo: «tengo que decir que prefiero sus conclusiones [de G.T. y M.] a las de H. J. Wolf» (Hilty, 1996, 153), siendo evidente que las glosas presentan muchos más rasgos aragoneses que riojanos. Además Hilty había adoptado anteriormente una postura menos rígida y más bien tradicional al decir acerca de las glosas: «De todos modos se escribieron en el dominio navarro-riojano» (Hilty, 1995, 517). De hecho, resulta práctico considerar estas glosas como representantes del riojano, si se incluye —como lo hace Hilty en su articulo en el LRL- a la Rioja dentro de las «scriptae aragonesas y navarras» postulando así un «espacio aragonés-navarro-riojano» (Hilty, 1995, 512-514). No hay nada que objetar contra esta postura si se efectúa una clara delimitación temporal tomando como punto de partida la expansión del castellano que desmembró el primitivo «dominio aragonés-castellano-leonés» (Hilty, 1995, 512). Pero el dominio lingüístico que Hilty estudia se ha diferenciado desde el medioevo de modo que se consideran el aragonés, el navarro y el riojano como dialectos que difieren en ciertos rasgos. Estas diferencias ya son perceptibles en la Edad Media, y Hilty mismo insiste en clasificar las glosas como representantes del riojano y no del aragonés, declarándolas a la vez como «herencia de una unidad lingüística antigua» (Hilty, 1996, 158). Su clasificación se debe también al hecho de que Hilty dedica toda su atención al dialecto riojano, y no al navarro que, habiéndose estudiado durante mucho tiempo junto con el aragonés como «navarro- aragonés», es considerado, como Hilty sabe bien, según los conocimientos científicos más recientes, como un dialecto autónomo a causa de las diferencias que existen desde los comienzos de la tradición escrita3.

     Puesto que Hilty prefiere la tesis de la procedencia riojana de las Glosas Emilianenses, se espera que aduzca criterios lingüísticos que no existan en el aragonés, pero si en el riojano y por lo tanto en las glosas. Es hecho significativo el que no lo haga —pues, esto no es posible— y que proceda a la inversa intentando comprobar que todos aquellos rasgos lingüísticos que son característicos del aragonés y de los que yo dije que no son riojanos sí pueden ser reclamados para la Rioja. De los 20 criterios que presenté en mi estudio, 12 se han de documentar por consiguiente en la Rioja para poder decir al menos que las glosas podrían ser consideradas con el mismo derecho como testimonio del riojano; pero si falla la comprobación de sólo uno de estos criterios, sigue siendo más probable mi tesis, según la cual las glosas son representantes del aragonés (aunque sólo sea en la proporción de 20 por 19).

     En realidad, la proporción es completamente distinta; la clasificación dialectal no depende de un solo rasgo lingüístico, sino del hecho de que se den conjuntamente más de 20 peculiaridades. Está claro que no puedo tratar aquí detenidamente los 12 puntos que discute Hilty; me ceñiré, pues, a algunas breves observaciones. No volveré, p. ej., a tratar el giro dueno dueno ya que las declaraciones de Hilty son tan sutiles que es difícil seguirlas (núm. 20) y no consiguen disimular el hecho de que esta repetición no está documentada en la Rioja. Demuestra el autor también gran sutileza al interpretar altra (núm. 9) atribuyendo esta forma a una «capa todavía más antigua, probablemente latinizante», como ya lo había hecho también M. Pidal: «me parece que simplemente el cultismo es la causa de altra», quien, no obstante, había declarado anteriormente: «En a I t e r u no creo que influye la agrupación secundaria de lt´r» (Orígenes 1(13, §20.4.). Hilty no comparte esta opinión y atribuye justo a la r una importancia decisiva ya para el siglo XI para poder distinguir el grupo al, que se ha conservado en altra, de formas aragonesas como aldo y saldo. Podría haber aducido la forma catalana altre, ya que al tratar eleisco (<illu - *ipsiu) nos aclara que «la lengua del glosador no está relacionada sólo con Aragón, sino también con ... el dominio lingüístico catalán» (núm. 19), pues aquí consta en los documentos la forma antigua ele(i)x junto a eix como arag. exe > i∫e. Dicho sin rodeos, esto significa: una forma abundantemente documentada en el aragonés medieval se convierte en riojana si se supone que se trata de un catalanismo.

     Podría acabar aquí señalándole al lector la poca seriedad de una tesis como ésta, cuyos representantes tengan que recurrir a este tipo de argumentación. Sin embargo, he de admitir que Hilty tiene razón en el caso de fere (núm. 15), puesto que esta forma está documentada en un dominio más amplio del que yo había señalado, dándose, pues, también en la Rioja, aunque sobre todo en Aragón.

     Si se trata de atribuir un texto a un determinado dominio lingüístico, Hilty también considera como importante la frecuencia con la que está documentada una forma. Al procurar, por ejemplo, clasificar la lengua del Auto de los Reyes Magos como riojana —intento que, sin querer ponerlo en tela de juicio, parece tener en comparación con mi tesis acerca de las Glosas Emilianenses una base menos sólida—, Hilty argumenta referiéndose a la preposición ad: «... en la Edad Media se registra no sólo en Aragón, sino también en la Rioja (y en otras regiones)», así como: «La forma ad está particularmente bien representada en la Rioja» (Hilty, 1986, 231), y con respecto a sines dice: «preposición bien arraigada en la Rioja, lo que no excluye que aparezca también en otras regiones» (ibid.).

     Es de hecho enojoso constatar que la argumentación de Hilty no se basa en las formas documentadas, sino que toma como punto de partida el resultado deseado. Acerca de los distintos diptongos provenientes de la ǒ latina (núm. 3) dice pues: «El hecho de que la variante ua no se haya conservado en la Rioja pero sí en Aragón, no representa ninguna prueba contra su existencia en la Rioja del siglo XI». En cambio, en otro caso, al tratar la diptongación de la ǒ ante yod (núm. 4), fenómeno para el que Zamora Vicente alega dos ejemplos de dialectos riojanos modernos, señala: «hoy día todavía se conserva la forma uei en la Rioja.»

     Aquí Hilty también hubiera podido tomar en consideración la posibilidad de una diptongación esporádica que se produjo posteriormente, ya que, como es sabido, el monoptongo es más antiguo que el diptongo que, por lo tanto, constituye una innovación. En este contexto, la formulación ahistórica de Hilty resulta extraña, pues dice: «vemos fácilmente que la no-diptongación de ĕ y ǒ  ante yod fue, en un estado primitivo, un fenómeno limitado al castellano». El «estado primitivo» es naturalmente la no-diptongación a la que le siguió en cualquier momento en los distintos dominios de la Romania la diptongación. Por lo tanto, la diptongación que ya consta en documentos antiguos y que existe también en Aragón no representa automáticamente un estado más antiguo de la lengua al que el castellano se le haya superpuesto. (Anoto aquí que siento haber dejado sin fundamento la etimología ingeniosa iam - hodie que yo no conocía y que Hilty propone para la supuesta forma ueiza; pero incluso J. M. Ruíz Asencio que, sin duda alguna, estudió el manuscrito con esmero, escribe: «El glosador escribió fuerza» (Hernández Alonso, et al, 193). Por lo demás, hodie> uei no puede servir de argumento para la tesis de una procedencia riojana.). —Volviendo a la pretendida diptongación espontánea de ǒ > ue en la Rioja (núm. 3), parece estar solamente documentada, como ya dije anteriormente (pág. 101), en el antropónimo Lifuar, Lifuarrez, formas, pues, que suelen estar mucho menos arraigadas que los nombres comunes o los topónímos 5.

     He aquí otro ejemplo casi molesto que pone de manifiesto la argumentación ahistórica de Hilty. El lingüista formula: «no se comprende por qué para el filólogo alemán la evolución u > it es posible (aunque rara) en riojano y la de ult > uit no» (núm. 8). Se trata de lo contrario. La ch y uch son evoluciones postenores de it y uit (Menéndez Pidal 14 1973, §§ 50.1] y 47.21c; Penny, 69; Lloyd, 406s.)

     Estos últimos grupos han tenido por lo tanto que existir también en la Rioja, aunque aquí sólo esté documentada desde los comienzos de la tradición escrita la innovación uch procedente de Castilla. Insisto en que mi análisis está basado en formas documentadas y no en suposiciones como el estudio de Hilty quien en el caso presente dice citando a Menéndez Pidal: «La historia de la región hace presumir que la forma propiamente espontánea allí era la t, mientras que la ch. era debida a influjo castellano.» —En el caso de jes,jet (núm. 13) es, según Hilty, la fonética histórica la que «no excluye que en la Rioja en una etapa primitiva... hayan coexistido formas diptongadas y sin diptongar.» Con este tipo de suposiciones no se debería intentar contradecir los hechos.

     En otro caso dice sin más explicación que en kaigamus «la g tiene sin duda valor de yod». En mi estudio, cité esta forma a propósito de segamus (núm. 14), que aparece dos veces y al que corresponde en dialectos aragoneses la forma sigamos. Sólo «he expresado mis dudas con respecto a la interpretación tradicional » (Wolf, 105), esto es la pronunciación seyamos, puesto que en las glosas el grafema g no parece tener en ningún caso valor de palatal ante vocales posteriores. Sin embargo, Hilty no respalda su tesis con argumentos, pues no habrá de considerarse como razón, como parece darnos a entender, el hecho de que la forma española caigamos no esté atestiguada hasta el siglo XVI.

     Otro ejemplo (núm.12) se refiere a la grafía de las formas asimiladas cono (< con lo), ena, eno, enas (< en la, etc.), que se transcriben en los cinco casos presentes con una n simple, como es regla general en Navarra, y también se da a veces en Aragón (Rioja: nn). En este caso, lo único que se le ocurre a Hilty es lo siguiente: «visto que... la letra n es de las que con mayor frecuencia se abrevian, el rasgo en cuestión no me parece idóneo para determinar la base dialectal de un texto». Considerándolo aisladamente, claro que este rasgo no parezca ser «idóneo», pero sí, si se tiene en cuenta que se da conjuntamente con otros 19 rasgos lingüísticos y que contribuye a fijar así una determinada impresión general. Para todo scriptólogo, las peculiaridades gráficas no son fenómenos casuales sino testigos importantes a la hora de determinar a qué scripta pertenece un texto, es decir a qué región o a qué scriptorium.

     En este último ejemplo (núm. 16) vuelve a quedar manifiesto el motivo de nuestro desacuerdo que es el método. Hilty dice: «Nadie contestará que hoy nafrar es voz aragonesa» y señala —lo que yo también había hecho— que antiguamente esta palabra también está documentada fuera de Aragón: «Nafregar es, pues, una palabra cuyo empleo no permite sacar conclusiones dialectológicas». Sí, si se separa de los otros 19 rasgos lingüísticos, claro que esta palabra no permite determinar la base dialectal de las glosas, aunque sólo esté documentada en textos antiguos y modernos del aragonés. Además nafr(eg)ar no consta en ningún documento riojano y no sirve, pues, para respaldar la tesis de una procedencia riojana de las glosas. Hilty debería haber procurado probar que las glosas son riojanas. En lugar de presentar un solo rasgo lingüístico que sea exclusivamente característico para la Rioja, ha intentado restarles importancia a unos cuantos rasgos aragoneses sugiriendo que también han podido existir en el riojano a finales del siglo XI6. Yo, por mi parte, he aducido formas registradas en Aragón en cada uno de los 20 casos, Hilty se basa a veces en suposiciones para defender su tesis («sin duda», «hace presumir», «no excluye»).

     Claro que el verbo nafregar puede haber existido también en la Rioja, pero está documentado en Aragón. Estamos ante el mismo caso en el ejemplo que añado y que hasta ahora no había mencionado por constituir una forma aislada. Se trata de la glosa 121 ubi - obe.

     En los Orígenes (§ 77.1]), se cita otro ejemplo: «1062 SJ Peña... < ŭbi» que tampoco procede de la Rioja, sino de Aragón. —Si se parte de las formas documentadas, está claro que no se pueda concluir ex absentia que en un dominio determinado no hayan existido ciertos rasgos lingúísticos, pero aún menos que presumiblemente sí hayan existido.

     Es insostenible que, admitiendo el «hecho de que Aragón, Navarra y la Rioja formaron originariamente una unidad lingüística» 7, se llegue a postular frente a los datos lingüísticos la existencia de esta unidad hasta bien entrado el siglo XI y que se clasifique así automáticamente el aragonés como riojano antiguo, dado que el riojano está documentado de una forma distinta en aquella época. Con el mismo derecho se podrían considerar las glosas como representantes del leonés. Repito: mi análisis se basa en hechos, no en suposiciones, y por lo tanto sigo diciendo: «Si creemos, pues, que un análisis lingüístico tiene sentido, éste nos lleva a concluir, en el caso que nos ocupa, que las Glosas Emilianenses han de considerarse representantes del aragonés antiguo.»8

 

 

NOTAS

1. Las citas proceden de la traducción española.

2. El autor adopta opiniones tradicionales y distingue por lo tanto sólo dos tipos distintos de glosas. Dice (517): « En un primer momento, el códice se empleó para la explicación gramatical de los textos latinos, enseñanza que dejó huellas en forma de glosas gramaticales», siguiendo así la opinión de Díaz y Díaz a quien cita a continuación: «En un segundo momento, independientemente del primero y acaso notablemente posterior a él, dos manos distintas llenan de glosas marginales diferentes folios del manuscrito» (Díaz y Díaz, 1978, 29). Pero el análisis de Díaz y Díaz resulta superficial, dado que la mayoría de las glosas españolas se añadieron indiscutiblemente antes que las gramaticales (cfr. Wolf, 43-47).

3. Cfr. los estudios de R. Ciérvide (Cierbide). A. Líbano Zumalacárregui, C. Saralegui, etc.

4. Hilty comenta los rasgos lingüísticos siguiendo el orden establecido en mi lista (Wolf, 108 y ss.): en lo que sigue, no remitiré a las páginas correspondientes de su articulo (cit. núm. 7, 54-157), sino indicaré solamente en el texto el número que ocupa en la lista. —No entro aquí en la existencia eventual de la evolucion nt- > nd— en el riojano antiguo (núm. 10), ya que no pude consuItar ni la publicación respectiva de F.González 0llé, a la que Hilty se refiere, ni el Diccionario de toponimia actual de la Rioja (Murcia 1987) de A González Blanco. Las indicaciones de García Turza/Muro no permiten determinar cuándo se produjo el cambio fonético en los topónimos.

5. Refiriéndose a a Rioja, M. Alvar, p. ej. («De las glosas emilianenses a Gonzalo de Berceo», RFE 69 [I989], 5-38, 16) señala «la sustitución de la onomástica antigua por otra nueva» y cita a Pérez de Urbel quien supone «la progresiva navarrización».

6. Hilty da como fecha el «último tercio del siglo XI» (Hilty, 1996, 58) al igual que F. Rico, a quien ya había citado anteriormente (152, además LRL II, 517) con estas mismas palabras, así como a Díaz y Díaz, quien había propuesto el «siglo Xl ‘bastante entrado’» (ib). Teniendo en cuenta los desaciertos de éste último, la cuestión no me parece del todo resuelta. No obstante, las diferencias lingüísticas entre Aragón y la Rioja son ya a principios del sigio XI tan manifiestas en las fuentes existentes que no se puede postular una «unidad lingüística del valle del Ebro, formada por la Rioja, Navarra y Aragón» (Hilty, 1996, 158).

7. Hilty, 1996, 158.—De los dos mapas de la «Fig.5» («La expansión del castellano» a) hacia 930 y b) hacia 1072) en W. J. Entwistle, Las lenguas de España: castellano, catalán, vasco y gallego-portugues, Madrid (1973), 183, así cotno de los mapas 6 y 7 en K. Baldinger, La formación de los dominios lingüísticos en la Península Ibérica, Madrid 2 l972, 49 y 50, se deduce esta «unidad» antigua. —Gifford y Hodcroft (128) dicen explícitamente: «En el período del romance primitivo el riojano era una modalidad del complejo dialectal navarro-aragonés.»

8. Wolf, 110. —En su antología, Moreno y Peira (229) indican con mucha precaución: «El texto presenta algunos rasgos lingüísticos que posiblemente revelan su origen dialectal, como son la diptongación de la vocal en la forma verbal get (lat. est) y la falta de sonorización de las oclusivas intervocálicas». —Agradezco la traducción a María García Romero.

 

 

      REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

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